26.5.04

Cuando despiertas por la mañana en San Felipe de Aconcagua, población rural a hora y media de Santiago, y abres la puerta de la casa que te dio alojamiento, lo primero que te recibe es la imagen de la Cordillera de la Costa, de cuya cima repta sigilosamente una seductora neblina que desciende hasta las faldas de la montaña, vistiendo de frío a la gente que observa con la misma admiración que tendría un extranjero acostumbrado a vivir en el desierto.
Unas horas antes, por la madrugada, caminas con tus amigos por una calle, en cuyo fondo pudiste ver a un grupo de muchachos patear a un tipo que estaba tirado en el suelo. Podías escuchar el sonido abultado de los golpes asestados al lomo del pobre diablo, como una explosión que rebotaba en las puertas y cortinas de hierro de las casas y tiendas cerradas, y te costaba trabajo relacionar esos tumbos tan enormes como de alfombra golpeada por una raqueta, con esas patadas que estaban siendo dadas con algo que incluso podríamos llamar gusto deportivo. Cuando nos acercamos, los muchachos salieron corriendo, el tipo se levantó, se sacudió las ropas, y siguió caminando como si no hubiera pasado nada, aunque tambaleando un poco, y no sabes si fueron los golpes o su tremenda y evidente borrachera. O ambas cosas.
Ninguno de los que veníamos caminando rumbo a la continuación de la parranda, quiso preguntarle al tipo si se encontraba bien. Veníamos cargando una caja llena de botellas de cerveza. Buscábamos la casa del "Pato", encargado de la librería/galería/centro cultural de San Felipe, quien nos recibió con otros tantos amigos. Nos acomodamos en su sala y escuchábamos cada uno en su propio silencio el disco de "Black Beauty" de Miles Davis. Unos decidieron convencer al Pato que cambiara de música, otros nos pusimos a hablar con extraños sin nombre acerca de las virtudes de la literatura beat, otros se quedaban dormidos y de pronto la noche comenzó a clarear.
Cuando venía con Héctor y Sandra en el autobús que nos llevaba a San Felipe de Aconcagua, era de noche. No pude ver la cordillera de los Andes. Sólo veía cantidades enormes de vid, así como de árboles imaginarios, de esos que imaginas en las noches por carretera, que de pronto resultaron ser árboles de verdad. También se veían las luces de las casas en todo el recorrido, casas esparcidas en la cordillera. A veces, se encontraban tan cerca, que podías ver una especie de pintura en claroscuro del porche de una casa. Un perro sentado a la puerta, quizá una poltrona, macetas colgando del techo. A veces las luces de las casas apuntaban como miradores justo a tu cara, y de pronto ú eras la pintura que los pueblerinos veían como semblante efímero por la ventana del autobús.
Ves los anuncios de las tiendas y abarrotes, ves los muros con pintadas envejecidas de partidos políticos, ves las entradas de los poblados a los que vas llegando, y de pronto todo es tan similar, que la simple idea de pensar que estás en otro lado, que estás en un lugar completamente ajeno al tuyo, se vuelve insostenible. Estás en la zona rural de Chile, en Sudamérica. Y también estás en camino a Guanajuato, en camino por la Rumorosa, estás rumbo a Phoenix, Arizona, vas rumbo a Quito, viajas en autobús por las zonas rurales del mundo americano. Las mismas esquinas de calles agrietadas, las mismas casas rurales que demuestran su autosuficiencia por la cantidad de frutos que nacen de ella, los mismos personajes a las afueras de los abarrotes, caminando a orillas de la carretera, el mismo olor de la lluvia. La escena cotidiana de niños jugando por veredas de terracería, el silencio y la frescura y la tranquilidad de los que deciden que las ciudades son verdades igual de insostenibles, a razón de su triste condición neurótica de modernidad.
En la librería que mantiene el Pato, un sujeto me preguntó si me gustaban las novelas de García Márquez, sosteniendo una copia de Doce cuentos peregrinos. Le dije que no, y le obsequié uno de mis cigarros.
La neblina que recorre la cima de la Cordillera de la Costa, se siente como el humo de un saxofón que con frío avisa la posible lluvia de la tarde. La cordillera es un gigante que se impone por sobre las cosas que ves a tu alrededor, las casas que rodean las faldas de la montaña. Descubres cómo todos los que viven en estos alrededores son los pies de ese gigante. No puedes pensar en la nostalgia. Piensas en la lluvia, en el azote a la espalda que puede engendrar la imagen de una montaña imponente que viste al poblado de humo blanco, un humo espeso, nube danzante y expansiva que poco a poco cubre los techos de las casas con algo que bien puede ser abrigo, bien puede ser la ternura de la naturaleza que agradece la presencia de la sencillez humana.
Cuando tomas ron, cerveza, vino, luego te encierras en una conversación sobre literatura con personajes que siempre permanecerán anónimos, y luego sales de la casa del Pato con tus amigos, caminas irrumpiendo con risas el silencio de la madrugada rural, y luego sientes el amanecer en tu cara y la sonrisa de una niña que se encuentra a la puerta de una casa, y luego cuando uno de los amigos se dirige a la casa de la niña y extrae de ella un enorme pedazo de pan recién horneado, y cuando estás con tus amigos compartiendo trozos de pan y sintiendo el calor de la harina derretirse en tu paladar, cuando llegas a la casa que te dará alojamiento y te echas en un sillón y alguien te arroja una frazada, cuando sucede todo esto, no puedes sino dormir con una sonrisa de oreja a oreja.
Estuve la noche anterior en un salón de eventos, llegué con Héctor y Sandra como a las diez y media. Varias personas de la comunidad artístico literaria de este poblado rural, organizaron un evento para recabar fondos, dinero que sirve para ir a la capital a comprar libros usados, que luego ponen en venta a precios módicos en la librería. A veces, reúnen el suficiente dinero como para cubrir los costos de manutención del local, a veces, lo suficiente como para organizar exposiciones, obras de teatro, lecturas de poesía, talleres de creación literaria. En el evento, hubo música en vivo, músicos locales que fueron invitados para presentar canciones originales. Hubo un líder de banda que se molestó porque pocos de los reunidos en el salón respetaban con su silencio mientras escuchaban una pieza compuesta por él titulada "El vuelo del chamán". Nadie se molestó, todo mundo siguió platicando y tomando vino y compartiendo empanadas. Otra banda tocó una horrible versión de música anglo, una mezcla entre lo peor de The Cure y lo peor de Smashing pumpkins, y de pronto recordé a las bandas que hace diez años tocaban en el circuito rockero de Mexicali y Tijuana, igual de ilusos pensando en la posibilidad de ser grandes estrellas, como las que emulaban en sus recámaras y en sus cuartos de ensayo, las que idolatraban cuando tuvieron la oportunidad de ver sus vídeos en Mtv, o sus conciertos en San Diego.
Un muchachito como de veinte años, miembro de otra banda un poco menos ingenua, vestía como Manú Chao y me cantó la canción de "Welcome to Tijuana", cuando supo que yo era del norte de México. Él y su tropa de hooligans me invitaron a tocar un blues con ellos. Fueron los últimos en tocar esa noche. Después de tocar estuve bailando un rato con otros pueblerinos, al son de "Desaparecido". No quise ver la ironía y el "postmodernismo" de estar insertado en un contexto donde la palabra desaparecido tuvo connotaciones un poco menos celebratorias.
En la fiesta podías encontrarte a mucha gente hablando de poesía, de sus textos, se acercaban a Felipe y le entregaban cosas para publicar. Había una cantidad considerable de señores con sus parejas, casi todos traían un gorro similar al que Pablo Neruda hizo famoso en sus fotografías. Conocí a un tipo que en la comunidad llaman "Da Vinci" (dado su inquietante parecido con el pintor), que se dedicó a proyectar en las paredes del salón, una serie de dibujos, ilustraciones, fotografías y collages, supongo que de su invención. Da Vinci no habla mucho. Intriga alguien que permanece como testigo silencioso de un montón de experiencias.
La tarde siguiente, me senté en una silla en el patio trasero de la casa de Felipe y Pamela. Me di un baño de exquisito sol. Lo necesitaba.
A lo lejos, podía escuchar a Pamela, Sandra, Héctor y Felipe, indagar sobre los pormenores del día. El sol me pegaba a la cara, y tenía los ojos cerrados. Los párpados se veían con ese tono rojizo que adquiere la mirada cuando la enfrentas al sol. Unos minutos más tarde, y de pronto el cielo iba a llenarse de nubes. La madrugada que lleggué a casa de Felipe y Pamela, estuve en este mismo patio, platicando con Felipe, en la penumbra, mientras él arrancaba una naranja de uno de sus varios naranjos. Nos quedamos hasta las siete de la mañana, platicando, de qué, no recuerdo, de mil y una cosas. Veíamos la multiplicidad de tonos de las hojas mudadas, de un árbol que ahorita se me escapa su nombre, hablábamos de la imposibilidad plástica en Cézanne. Luego me compartió unos gajos de la naranja y estuvimos mucho tiempo sin hablar. A veces, sólo sentíamos llegar la mañana, y nos reíamos, cada uno en su propio "a solas". Somos de la misma generación, así que vemos la realidad con esa misma actitud que combina el asco con el asombro, la ironía con el desconcierto, el repudio con la broma sarcástica. No dejamos jinete con cabeza. Los dos queremos cambiar al mundo, los dos queremos salvar al mundo. Ninguno de los dos sabe cómo, ni porqué. Los dos pensamos que sería divertido hacerlo.
Felipe y Pamela son artistas. Él escribe poesía y pinta, es el editor de una revista que se llama "La Piedra de la Locura", una suerte de revista literaria con uno de los criterios editoriales más irreverentes que he visto en una publicación. En cualquiera de sus números, puedes enfrentarte a una reflexión sobre poesía, enseguida de una columna que hace mofa de personajes ilustres de la cultura literaria chilena. Puedes ver obra gráfica, plástica, gráfica, puedes leer las andanzas de un personaje ficticio llamado Jaime San Nadie, puedes leer la entrevista a un traductor de pájaros, puedes leer una semblanza que rescata la obra de un poeta poco conocido llamado Juan Luis Martínez (este último sí existe. De pronto se confunde la ficción con la realidad, y leer la revista se siente como si la realidad dejara por completo de existir, tal y como es. Creo que esa es la idea.) Felipe trabaja como guía en un museo de ciencias, en Santiago. El resto del tiempo la pasa en su casa, acompañado de su hijo, llamado Sebastián, a quien le está enseñando a pintar, además de que se la pasa escribiendo y trabajando en la revista, viviendo en una ciudad perdida a los ojos del neoliberalismo. Pamela es artista, trabaja con diversos medios, hace pintura, escultura, cerámica, gráfica, diseño textil. Es maestra de arte, tiene un grupo de alumnos a los que lleva a recorrer la mayoría de las galerías y museos de Santiago, siempre en busca de algo que despierte las ideas de los estudiantes. Puedes sostener largas charlas con ella, puedes hablar sobre Burroughs, Rulfo, Nabokov, la poesía de los contemporáneos. Tiene la mirada de alguien que descubre cada segundo de su vida. Si viviera en cualquier ciudad metropolitana del mundo, podría estar haciendo lo que los teóricos llaman Arte con mayúscula. A mi juicio, eso es lo que está haciendo.
Felipe y Pamela viven en un mundo imaginario. En un palacio imaginario con todas las riquezas que uno podría desear. Riquezas que involucran su trabajo, su hijo, sus libros, sus obras. Viven en un paraíso idílico que todos nosotros somos demasiado estúpidos como para imaginar como ellos lo imaginan. Donde nosotros veríamos carencia, miseria, falta de las necesidades más elementales para vivir, ellos ven un mundo en el que lo único que cuenta es la felicidad y el gusto por hacer lo que te venga en gana. Están casi totalmente despojados de las cosas que incluso las personas más humildes necesitarían para poder subsistir. Donde alguien vio un sillón inservible ellos vieron una oportunidad para añadir un mueble a su sala. En ese sillón fue donde dormí. Y dormí muy a gusto.
Pasé la segunda noche en San Felipe de Aconcagua con estos nuevos amigos, entre ceniceros inventados, varias cajetillas de cigarros, una garrafa de estupendo vino, rodeado de papeles en el suelo, contribuciones para la revista que les llegan de todos los alrededores de Santiago, así como rodeado del aroma de una "cazuela" que preparaba el Pato para la cena. La cazuela era en realidad lo que nosotros conocemos como caldo de verduras. El Pato tardó diez horas en preparar la cazuela, y fue el tiempo suficiente para que todos los invitados -Héctor, Sandra, Da Vinci, Pato, yo- pudiéramos sentirnos en un hogar que irradiaba calor, serenidad, ideas, amor, pasión por la literatura y la vida en general.
Héctor, en el interim, trabajaba con una cocción que llaman en estos lares "navegado". Se trata de vino calentado a fuego lento, con naranjas recién cortadas del naranjo y unos palillos de canela. El origen del nombre me lo explicó Da Vinci. Cuenta la historia que, hace varios siglos atrás, un barco cargado de barricas con vino cruzó el Atlántico rumbo a Europa, en pleno verano. El barco se paseó errabundo por varias semanas, ya que los tripulantes tuvieron que regresar a la costa de sudamérica una, dos, tres veces, por razones que no explicó Da Vinci. El vino estaba tan "navegado", que para cuando llegó a Europa, estaba casi hirviendo.
Es bueno el navegado.
Y también resultó deliciosa la cena, unas papas inmensas y unos trozos de carne que se desmoronaban en el tenedor. Un caldo con verduras y pasta que se convirtió en todo un festín, que sirvió de acompañamiento a otra desvelada de lo más deliciosa.
Cuando vas a servir de la garrafa de vino, se acostumbra ponerte la garrafa en el hombro izquierdo. Con el dedo índice de tu mano izquierda, tomas el sostén de la garrafa, y lentamente lo desciendes hacia donde sostienes el vaso con tu mano derecha, casi pegado a tu pecho. Repites esto cuantas veces te permita la noche, el vino, y la posible borrachera que acompañas de charlas amenas y risas constantes.
Estuvimos toda la noche leyendo las contribuciones a la revista. Fuimos el comité editorial seleccionador de textos, que iban desde entrevistas a personajes de la cultura santiaguina, manifiestos escritos por mentes febriles, hasta contribuciones a una sección especial del próximo número, llamada "El idiota ilustrado", y que servirá como una especie de comunicado de noticias internacionales, todas girando alrededor de los conflictos internacionales, especialmente la guerra en Irak.
A veces nos disgustábamos con un texto, compartíamos una que otra línea que nos pareciera estúpida, mal escrita, o reveladora e interesante. Tomábamos del vino y platicábamos con Felipe, quien se encontraba pegado a su computadora, imprimiendo versiones del diseño de la revista, o más contribuciones que tenía archivadas. Escuchábamos una estación de radio que no pasaba más que muzak y la voz de un locutor que yo mencioné de seguro sería un enano en calzones, con voz sería y tendencias suicidas. En algún momento nos encontramos todos reunidos alrededor de los textos tirados en el suelo. Eran tantos que no podría salir una selección final antes que comenzara el siguiente día. Jugamos un juego, que consistió en arrojar todos los textos al aire, para luego cada uno de nosotros seleccionar uno al azar. Leímos el texto en voz alta y luego compartimos impresiones.
Entre risas, bromas y un vino cada vez más impregnado en nuestros cogotes, el juego degeneró hasta convertirse en una suerte de narración colectiva, que giraba alrededor de un mamut imaginario, a quien le atribuíamos la creación de la espantosa música que transmitía la radio. Pamela prometió un día de estos comprar un radio más decente, que le permitiera sintonizar estaciones un poco más dinámicas.
Recuerdo también que tanto el vino como los cigarros se acabaron. Y que imaginábamos maneras novedosas de fumar y tomar vino, para continuar con la charla. Continuar con la vida.
Cuando menos nos dimos cuenta, eran las seis y media de la mañana. Hora de partir, hora de dormir. Esa noche descansé como no lo había hecho en tanto tiempo. Hacía mucho que no reía tanto, y hablo de reír hasta que las mandíbulas comienzan a doler. Soñé con mamuts, soñé con la niebla en la cordillera, con el sonido de las gotas que saltaban en el techo de lámina de la cochera/taller de Felipe y Pamela. Soñé con el reino hermoso e imaginario de Felipe y Pamela, un reino que se escapa a la imaginación de cualquiera de nosotros.
"No puedo creer que lleven una vida tan austera", fue el comentario que me hizo Héctor, mientras caminábamos por una calle de Santiago, al volver de nuevo a la ciudad, "no tienen nada, no tienen televisión, ni radio, unos cuantos utensilios de cocina, no tienen mucha agua caliente, objetos prestados, regalados y encontrados forman todos sus muebles, tienen poca ropa. Como que ellos decidieron despojarse de cuantos bienes materiales pudieran."
Yo tampoco podía creerlo. Digo, ni Héctor ni yo podemos contemplar ese hermoso mundo imaginario en el que Felipe y Pamela viven. Lo que sí puedo creer, lo que sí vi con mis propios ojos, es que Felipe siempre anda con una sonrisa de oreja a oreja. No es la sonrisa de la mediocridad o la indiferencia, que es la que nos venden los ideólogos de la modernidad y el progreso, hueso que todos roemos dentro de nuestras capacidades. La sonrisa de Felipe es la de la genuina felicidad. La de alguien que realmente hace lo que le da su regalada gana. Una sonrisa de alguien que construyó un paraíso idílico, junto con las personas que ama, su esposa y su hijo, paraíso que está construido de ese ingrediente que a todos se nos pierde y que se llama VIDA.