5.4.05

Insistiré en esto hasta que me salgan un poquito más de canas: hubo un momento en la era más álgida de la producción cultural postmoderna donde no todo era ni sospecha ni pastiche ni artificio. Hubo un momento donde se llegaron a plantear posibilidades. La única diferencia es que el impulso provino de una meditación menos "programada" que la del modernismo, distinguido por plantearlo todo en términos de agenda.

Es lo que distingue a un Tarrantino de un Lynch, a un Camper Van Beethoven de un Nirvana, a un Don DeLillo de un Foster Wallace. Por ahí va la cosa.
Puñados de imágenes. No de vez en cuando, sino siempre que se requiere, un poco de sublimación pretendida. A veces un "momento íntimo" contigo mismo, el encuentro con un discurso que te da hueva o te lleva a caminar más pausado. Luego llegan las variantes, encuentros con objetos cuyo peso tradicional te obliga a considerarlos desde una postura similar a la de un anciano del siglo XIX que observa un cuadro como si contuviera una lectura que ya no le pertenece. Las lecturas de obras de arte, en el siglo XX, nunca nos pertenecieron, son el resultado de un acuerdo tácito entre todas las partes involucradas. Incluyendo el conserje del museo.

Es una hueva tremenda ver la obra de artistas nuevos. Sin embargo, ahí está la mata dando, la teórica y la productiva. Insisto que Kubrick tenía razón: la vanguardia está en la publicidad.
El verano acaba de terminar. En este otro polo. Momento suficiente pero necesario, para hacer un recuento del por lo pronto.

Lo más interesante es que este segundo año en Santiago ha sido como una parodia del primero, y por lo mismo, más insoportable.