20.3.06

Es sólo el día de ayer que me di cuenta de lo estúpidamente "hoy" que puede ser la vida. Lo enteramente presente que pueden resultar las cosas. Pero eso no le resta silencios y ruidos estrepitosos al correr de las horas. Los merodeos de un perro alrededor de una bolsa de basura, el titubeo de una señora en un corredor de supermercado, y las decisiones de un mecánico a las once de la mañana de un sábado cualquiera, son momentos tan ineludibles de la existencia como aquellas "grandes decisiones" que consideramos en momentos igual de inconsecuentes.
No hay bombos y platillos detrás de aquellas decisiones que supuestamente "cambian el curso de tu vida". Ya no vivimos en esa noción de presente decisivo, que ni siquiera tengo la menor idea de cuándo surgió. Lo que ocurre simplemente ocurre. Y ya.
Es por eso que la recuperación del relato puede resultar interesante. Porque esos giros de tuerca que suceden inconsecuentemente, se tallan, pulen y graban en las superficies de la memoria con un "sentido" determinado. Es un sentido arbitrario, pero no deja de ser interesante. Siempre y cuando uno se aleje del pathos, de toda carga emotiva o dramatizada. El alejamiento de tales construcciones es una de las cosas que más me gustan de nuestro tiempo, el actual, el tiempo de hoy.
Si se midiera esto a partir de un artefacto moderno --en este caso, el cine-- pudiéramos identificar el rompimiento de tales construcciones en la manera como el cine fue transformando el carácter de las historias que cuenta.
En algún momento llegué a pensar que la gente del pasado hablaba como los diálogos de las películas antiguas. Que efectivamente, había personas que hablaban como Humphrey Bogart en Casablanca, que padres e hijos tenían discusiones igual de cargadas que las que tuvo James Dean con su padre en una de las escenas de East of Eden, cuando éste llega con un fajo de billetes, para demostrar su valor como persona frente a un padre que jamás reconocía sus logros. Si hacemos a un lado el dramatismo visual de la escena (los billetes derramándose en el pecho del padre) y nos concentramos en el intercambio de frases entre ellos, podemos tener una idea de lo que quiero dar a entender.
No usamos, creo que no hemos usado, el tipo de lenguaje que se usaba en el cine para discurrir en torno al drama humano. Evidentemente. Pero me llama la atención cómo, con el paso del tiempo, el cine comenzó a advertir la necesidad no de construir ese tipo de artificios de discurso, sino de imitar la verdadera franqueza --psicológica, lacónica, meramente gestual-- con la que manifestamos toda una serie de sensaciones, pensamientos, "grand statements", y que van conformando los momentos de todos modos igual de construidos, artificiales (en el mejor de los casos símbólicos), de nuestra vida diaria. Agradezcamos el antecedente del cinema verité, pero también la metanarrativa que surgió como elemento revelador de que, en realidad, el mundo no está conformado de personas que hablan como personajes de Jane Austen.
La vida no se enmarca. No hay jump cuts que recorran la infinidad de sensaciones que se producen en un momento determinado. No hay cámara fellinesca que se detenga en los rostros de una familia sentada en la mesa del festejo. Tampoco se acerca al rostro del padre, el cual, dispuesto a decir aquellas frases que en su mente se quedarán grabadas por siempre en la historia de la familia, construye un discurso que, como diría Shakespeare, no es nada más que sonido y furia, no significa nada. Todos podemos sentir el momento en que ese momento deja de tener un sentido emocional. Dura cinco segundos, máximo.
Sin embargo, tenemos la construcción narrativa que puede surgir de dicho momento. Hoy día pueden conformarse de maneras mucho más interesantes que aquellos modelos armados por la narrativa del siglo XIX, hoy por hoy el modelo que sigue rigiendo la novelización de nuestras vidas.