25.6.07

E l a m o r e n l a p o s t m o d e r n i d a d
(Ejercicio: estos posteos iniciaron el 24 de mayo de 2007. Forman parte de un posteo que irá creciendo, replanteándose, reafirmándose, reconceptualizándose, conforme las reflexiones sobre el tema central –el amor en la postmodernidad— vayan indicando nuevas posturas, valoraciones, teorizaciones, etc.)
(Por ejemplo, esta misma indicación es una modificación de la indicación original.)
(El objetivo es permitir que un texto que teorice acerca del amor, crezca, en este mismo espacio y en ninguno otro, conforme crezca el conocimiento del amor, conforme crezca la experiencia personal, autobiográfica del amor, conforme crezca el amor mismo, como idea, como sentimiento, como estado de ser, como concepto, como elemento inescapable de la experiencia humana.)
(Y es que eso es lo que sucede con cosas como el amor.)
Amamos, porque estamos muertos. Los que amamos en la postmodernidad, lo hacemos desde la muerte de la idea del amor, vista como algo imposible pero todavía imprescindible para la experiencia humana. Es una muerte dulce, ahogada con espinas azucaradas del tiempo y su devenir. Los que amamos en la postmodernidad, en algún momento de este viaje, descubrimos que detrás de las sensaciones están las ideas, y que estas ideas aluden a una infinidad de referencias que nada tienen que ver con lo real, o en este caso, la idea del amor como algo ineludiblemente real, y al mismo tiempo, siempre construido en la mente. Amar en estos tiempos, pues, se convierte en un desierto de imaginarios creados, soñados, ideados según nuestras apetencias, deseos y valoraciones morales, espirituales, estéticas. El compromiso con este mundo de sensaciones, su extracción de su circunstancia simulada, estetizada --pero en realidad se trata de una estética cínica y fatalista--, es lo que distingue a los amantes de los "amantes". Hay quienes aman porque el imaginario cultural del mundo les refiere al acto de amar como parte ineludible de la vida. Hay quienes aman porque es un dictado del cuerpo y la mente. Porque hay otros ojos que imaginas pensar desde su particular interior, porque tu voluntad de poder te dicta que ese otro cuerpo amante se encuentra lleno de significados, un desierto de miradas y “conexiones” con el devenir de otro cuerpo. Tomas la mano de la mujer o el hombre amado, y caminas junto a él o ella en las vistas de algún sitio turístico, urbano, paisajístico y demás, evitando en todo momento que esa imagen se convierta en imagen, esto es, en la escenificación y enmarcamiento de tu vida. La imagen del amor tiene que morir en la conciencia para que pueda subsistir, no como “acto”, sino como presencia y experiencia de vida.
Porque hoy en día, sólo puede amarse desde la muerte.

¿Estaremos refiriéndonos acaso a aquella configuración existencialista que una vez llamamos la "muerte en vida."?

¿Estaremos hablando acaso del “grado cero de la experiencia del amor”?
El amor en la postmodernidad es el comienzo de otro tipo de amar. Probablemente la única forma posible de amar en estos tiempos.

***
Todos amamos, a pesar del fatalismo con el que enfrentamos dicha sensación. Tal parece que amamos para caer en el desamor, y en el proceso, vivimos el amor como vivimos la nostalgia: siempre lúcida, siempre presente, no obstante, el amor termina como sentimiento que siempre va a pérdida, que ya fue a pérdida, incluso antes de que inicie el proceso de pérdida. Incluso, en la actualidad, llamar "sensación" al amor nos sitúa en el plano de las experiencias sensibles medidas por el cálculo y el ordenamiento sistemático de nuestros tiempos: el odio es explicable, las enfermedades son procesos de somatización, el estrés es “controlable” a partir de que es identificable como fenómeno de comportamiento físico-humano, el amor es, simplemente (siempre “simplemente”) una de las tantas sensaciones que invaden el reino del cuerpo. Lo trágico y a la vez lo grandioso de la postmodernidad es que tenemos una explicación para sensaciones como el amor. En dichas explicaciones, todo puede ser visto desde el plano de lo sublime y desde el plano de lo ordinario al mismo tiempo. La ciencia (el dios más tangible y aproximable de nuestros tiempos, distinguido por ese poder de ubicuidad que tanto le exigimos al creador, ya que, si Dios declara que está en todas partes, ¡lo mismo hace la ciencia!) establece como verdad "científica" (lo cual nosotros leemos como verdad absoluta, inamovible, y por lo tanto, trágica) todos los pormenores de aquello que llamamos amor. El amor ingresa a conceptos de lo bioquímico, o al plano del “engaño de los sentidos” (o del lenguaje, en todas sus variaciones: escrito, hablado, corporal, sonoro) se vuelve por lo tanto en una cuestión pasajera, efímera, precisamente porque es supuestamente identificable su origen, y por lo tanto, su destino : los cuerpos dotados por circunstancias de entorno con ciertas sustancias que generan reacciones físicas y que se reproducen en el pensamiento como la información sensible que comunica estar enamorado(a) de otra persona. Por lo tanto, esto también trae como consecuencia que dotamos al amor de una “duración determinada”, y nos devolvemos a una percepción de los sentimientos como provistos de una estructura de vida que señala inicios, desarrollos, clímax, conflictos y decadencias. El descubrimiento de la "narratividad" con el que pueden ser vistas nuestras experiencias de vida hacen del amor sentido una historia siempre en búsqueda de un final, esperanzadoramente trágica, sublimemente fugaz y permanente al mismo tiempo.

(Lo que se concluye de esto: la ciencia le quita el encanto mágico al amor. Incluso, designa a este entendimiento del amor como "mágico", una categoría determinada: forma parte de esa herencia del orden social-simbólico de la antigüedad, la idea del amor y su magia como algo que heredamos del romanticismo, de la narratividad de las emociones inexplicables, de las emociones inspiradoras, del "impulso del espíritu", ahí donde todos nos vemos ingenuos e ignorantes, porque aun "creemos en el amor." No obstante, en la pérdida de la inocencia es donde encontramos el tipo de amor que se vive en la postmodernidad. Una suerte de “amor a pesar de” la infinidad de circunstancias, eventos, conceptos y descubrimientos que lo identifican, lo enmarcan, lo definen y le otorgan una duración y un efecto determinados. Un círculo engañoso de la razón jugando con la intuición, un sitio sin sitio donde perviven el instinto y el orden lógico de la ciencia).
Entonces, probablemente preferimos no amar, porque caer en las redes de esa sensación es aceptar debilidad, flaqueza, o en el peor de los casos, entrega a un estado de ser que consideramos ingenuo, o visto de otro modo, “ciego” ante la realidad apabullante que otorga el sentido de lo irónico.
Los que amamos somos unos pobres ilusos. Ingresamos al mundo de las creencias: “¿Todavía crees en el amor?, Por favor, no seas ingenuo(a)". Vemos a través del espejo retrovisor de nuestros autos y, mientras la vista se desplaza por todo el escaparate comercial de nuestro imaginario postmoderno, buscamos la canción perfecta que defina un estado de ánimo que siempre se siente momentáneo. Y comenzamos a creerle a los que no creen.
He vivido experiencias últimamente que me definen dentro del marco de un amor postmoderno. Una madrugada a las cinco de la mañana de una noche en octubre me situó en una escena donde escuchaba una canción de Gustavo Cerati, mientras ella manejaba su auto y ambos nos perdíamos en una suerte de sinsentido que buscaba dentro de nosotros un sentido determinado. La canción fue –por lo menos para mí— el contrapunto, la metaforización del momento. Y me mantuve callado toda la trayectoria. Preferí no buscar sentido a las cosas. Preferí vivir. Sobre este tipo de esencias descansa el amor en la postmodernidad.
La postmodernidad está llena de candados: para el amor ya hay una explicación, y cualquier explicación pasada ya ha sido también explicada. Le tenemos un miedo terrible a la ingenuidad, y al mismo tiempo, asumimos las experiencias de nuestras vidas con una ingenuidad tremenda.
El amor en la postmodernidad se somete al escrutinio del estudio: identificamos los índices y los anteponemos a la posibilidad de tener una relación que consideremos duradera. Incluso permanente. Para esto, reconocemos que el amor no puede más que derivar en desamor.
Verificamos los porcentajes de personas divorciadas, somos objeto de estos índices, o nos encontramos frente a frente con la realidad de lo que no permanece, cuando nosotros mismos o en nuestro entorno familiar vemos cómo los matrimonios se disuelven, las parejas se distancian, el amor se deja de "sentir", las vidas de las personas cambian, evolucionan por separado. Leemos un artículo que explica cómo esto se debe a la reducción en la producción de serotonina en nuestro cuerpo, después que el cuerpo deseado-amado ingresa a nuestro reino de lo familiar. Y no podemos pensar en estrategias e ilusiones que contribuyan a la permanencia. Esto es quizá debido a que el mundo nos enseñó a odiar la permanencia, es anatema para cualquier persona que se precie ser “de estos tiempos” (ahí donde nadie es fiel, las relaciones serán siempre pasajeras y es preferible probar de todos los frutos que comprometerte con las delicias lentamente encontradas de un solo fruto en particular); preferimos la sensación de ahogo de los movimientos dinámicos y lo permanente se vuelve sinónimo de estático. (Por cierto: no nos damos cuenta de la extrema poetización que ocurre en los cuerpos permanentes.) Es una sensación de ahogo… y es una sensación de vacío al mismo tiempo. Además –y esto le añade contradicción al asunto, algo por cierto muy postmoderno—en medio de su carácter esquizofrénicamente contradictorio, detrás de todos estos procesos de rebeldía en torno a la permanencia (“yo no estoy hecho para una sola mujer/yo no estoy hecha para un solo hombre”), se encuentra la amenaza de la soledad.
Y luego cuestionamos el verdadero valor de la compañía. Y luego cuestionamos la verdadera ausencia de la soledad. No nos entendemos en el camino, y de cuando en cuando volteamos de nuevo al espejo retrovisor para ver si, de pura casualidad, alguien en el camino nos recuerda a él o a ella.