22.7.08

RE:http://www.lacronica.com/EdicionImpresa/EjemplaresAnteriores/BusquedaEjemplares.asp?numnota=581594&fecha=19/07/2008

(mucho más que una réplica, es una continuación a lo escrito por Gabriel Trujillo en su columna de los sábados en el periódico La Crónica de Baja California.)


¿Qué es lo que se recuerda cuando pasamos a mejor vida? Actos, voces y objetos, los rastros que dejamos a nuestro paso. Esto es indudable, todos dejamos una mancha, algunas veces dotada de significado, a veces desapercibida para un ámbito no mayor que el seno familiar: desde la memoria del dicho del abuelo hasta el libro que marcó la lengua de una civilización; desde la receta de la tía lejana hasta el planteamiento técnico para el logro de tal o cual resolución plástica; desde el letrero luminoso y desvanecido de un antiguo comercio local hasta la superposición de ese otro letrero que anuncia la llegada del corporativo multinacional; desde el secreto que nadie se pudo llevar a la tumba hasta la fórmula que revela la composición del universo, vivimos en la indagatoria de nuestro tiempo: lo que significa, lo que implicó, las repercusiones sociales, culturales, “históricas” de tal o cual suceso, de tal o cual descubrimiento, de tal o cual empresa u objeto u artilugio de la imaginación.
Las obras artísticas, llámense libros, piezas de arte, composiciones musicales, etc., contienen valores añadidos que provienen del grado de significación cultural e histórica que nosotros mismos les dotamos. De lo contrario, el mingitorio de Duchamp no hubiese funcionado como proposición de arte. A diferencia de los diarios íntimos, por ejemplo, o de las fotografías de familia, o de las notas que escribes en una servilleta una tarde lluviosa y terriblemente clichesca de julio en X ciudad, los objetos que ingresan en el marco aglutinador del arte requieren de ese valor añadido que le profieren sus creadores. No sólo se trata de la huella, de la presencia/ausencia que deja la persona en esta tierra; se trata de las vicisitudes humanas y de la realidad que dicha persona le quiere comunicar a la humanidad. Hasta las quejumbres más llenas de bilis de Bukowski se inscriben con la necesidad de establecer esa comunicación con el mundo.
Es decir alternativamente aquí estoy/aquí estuve. He dicho esto infinidad de veces.
Por lo tanto, son las voces que recuperan lo andado por la humanidad las que nos advierten de dichas huellas, de dichas presencias/ausencias. Es parte primordial del andamiaje de una cultura, en cualquiera de sus etapas de desarrollo; es una noción terriblemente tradicionalista, pero en sí, cualquier cultura necesita de un registro y de un recordatorio de que las cosas se han hecho y se han vivido y se han manifestado de tal o cual manera. Es parte primordial del trabajo de estos recuperadores: presentar el panorama de lo hecho y de lo dicho, y de los sitios en donde se encuentra.
No hay absolutamente nada de malo en ello, sino todo lo contrario: todo paso que no cuente con este recuento, con esa panorámica general, es un paso en falso…y un paso al vacío (sí, sería también un paso sublime, pero creo que también se corre el riesgo de andar por senderos ya recorridos, así que hay que tener cuidado).
Por lo tanto, es Imprescindible la labor del historiador.
Pero es prescindible la labor de “identificar” y “valorar” a los pioneros. O mejor dicho, prescindible pensar que es lo único que los creadores pioneros merecen.
Porque, tal y como lo manifestó –palabras más, palabras menos— Peter O’ Toole en la ceremonia de los Oscares, el reconocimiento a la labor pionera es una suerte de carta de defunción: nada de lo que puedas hacer posteriormente tendrá relevancia. Creo que el maestro Álvaro Blancarte sacaría su cuchillo y se arrojaría sobre cualquier sujeto que pretendiese entregarle dicho documento.
Porque el discurso “pionerista” nos habla, nuevamente, de un provincialismo que jamás se tomará en serio. Es el equivalente a la palmada en la espalda al Gutierritos que hizo bien su chamba después de veinticinco años de trabajo, y al final de su última jornada le entregan una placa, un reloj de “oro” y le cantan inexplicablemente las mañanitas mientras lo embadurnan con el frosting de un reseco pastel de zanahoria.
Porque el discurso “pionerista” se regodea de autosuficiencia, y los artistas pioneros siguen enfrascados en sus talleres de pintura para niños (a no decir de la peor fortuna de los artistas “difíciles” que no tienen la oportunidad de impartir talleres). Se basa en el concepto del reconocimiento como fin último y único al trabajo –artístico en el mejor de los casos, laboral en el peor de los casos: hasta donde yo sé, los albañiles no son “reconocidos por su labor pionera”.
Porque el “pionerismo” también puede llevarnos al olvido. Siento pertinente una alusión al destino que Italo Calvino le profirió a los clásicos: son libros que, una vez identificados como tales, no vuelven a leerse (por lo menos no con el mismo sentido).
Y la idea es abrirnos al trabajo que han realizado los creadores en Baja California, para poder entrever, verificar, y SÍ, DESCUBRIR lo que podemos encontrar en sus obras. Porque el discurso pionierista presupone que ya se discutió, verificó, analizó y valoró todo lo que habría de discutirse, verificarse, analizarse y valorarse: “tu condición como pionero no deja ni una tela de duda sobre el valor de tu obra”. Y esa afirmación es peligrosa, sobre todo si consideramos a algunos pioneros y desconsideramos a otros, que por razones diversas no han sido identificados como tales.
Asimismo, esta apertura nos ayudaría, finalmente, a entendernos a través de las obras de nuestros creadores, no sólo por el simple hecho de que fueron creadas, sino porque contienen ellas innumerables significados que nos hablan sobre nuestra condición, de ciudad, de cultura, de identidad y demás. No por nada los departamentos de investigaciones históricas de las principales universidades de nuestro país indagan al interior de las riquezas de nuestras culturas milenarias. No celebran simplemente el hecho de que ahí estuvieron, sino que con el paso de los años reconocen, desconocen y replantean todo nuestro conocimiento sobre dichas culturas. Lo mismo debe suceder con nuestros creadores, pioneros, no pioneros, emergentes y demás.
Porque el discurso pionerista, por ejemplo, nos advierte sobre la importancia que tuvo para el desarrollo de las artes el trabajo de García Arroyo, de Benavides, Coronado, de Blancarte, de Ruth Hernández y un sinfin de artistas que hoy en día (si no hasta hace poco) se encuentran en el "Salón de los Pioneros" de la Galería de la Ciudad (muerto de miedo porque, precisamente por este discurso pionierista, muchos de estos artistas gritarían a los cuatro vientos porqué no los mencioné en esta lista). Pero es una importancia sin tapujos, sin cortapisas, incuestionable, y por lo tanto, innecesaria de indagar más en ella.
Reconocemos, por ejemplo, la obra de (inserte nombre de artista pionero). Sin embargo, ¿sabemos cuál es su obra mayor, su periodo más definitivo, las características estéticas de su trabajo, el peso o repercusión que tuvo en otros artistas, y en qué sentido lo ha tenido? ¿hemos visto la obra de (inserte nombre de artista pionero) en el marco de otros desarrollos de la plástica a nivel nacional, internacional? ¿y qué sucede con los que sucedieron a estos artistas, qué ocurrió con la generación de los ochenta, los rebeldes, los románticos, los dispersos, los que también han creado una obra fundamental --y no tan fundamental-- para el desarrollo de la plástica bajacaliforniana?
La identificación de lo sucedido nos da cuenta de su haber existido; la valoración de lo sucedido nos da cuenta de su importancia; pero son las lecturas, las implicaciones, los significados, los sentidos, los que nos hablan de la riqueza de dichos sucesos, de dichas creaciones. A partir de asociaciones, indagaciones profundas, desde la historia, desde la estética, desde el pensamiento, desde la cultura, podemos no sólo decir que tal o cual persona fue pionera en su ámbito: podemos reconocer más allá del hecho las repercusiones de sus actos, de sus obras.
Y desgraciadamente, el discurso “pionerista” nos hace correr el riesgo de jamás ser entendidos más que como pioneros, y ese es un destino que ningún creador merece, ni mucho menos desea.
Al fin y al cabo, los miles de lectores de la obra de Bukowski no lo leen porque fue un “pionero de la literatura de Los Ángeles a mediados del siglo XX.”