7.10.08

New York Times
5 de Octubre de 2008



Ensayo
Las ambiciones del cuento


Por STEVEN MILLHAUSER



El cuento, ¡Qué modesto su porte! ¡Qué despreocupada su manera! Se sienta ahí, tranquilo, la mirada baja, casi como si quisiera no ser notado. Y si de alguna manera llama tu atención, te dice rápidamente, con una vocecilla valiente y despreciativo de sí mismo, despierta a todas las posibilidades de la decepción: “Sabes, no soy una novela. Ni siquiera una corta. Si eso es lo que buscas, no me quieres a mí.” Rara vez una forma ha dominado tanto sobre la otra. Y lo entendemos, asentimos con nuestras cabezas en señal de complicidad: aquí en los Estados Unidos [pero creo que se aplica a cualquier parte del mundo. N. del Trad.] tamaño es poder. La novela es la Wal-Mart, el Hombre Increíble, el jumbo jet de la literatura. La novela es insaciable: quiere devorarse al mundo, ¿Qué le queda por hacer al pobre cuento? Puede cultivar su jardín, practicar meditación, regar los geranios en la macetilla cerca de la ventana. Puede tomar un curso en escritura creativa de no ficción. Puede hacer lo que quiera, siempre y cuando se mantenga calladito y sin obstruir el paso. “¡Úuuuuja!” grita la novela, “¡Ahí les voy!” El cuento siempre se agacha para resguardarse. La novela compra las tierras, corta los árboles, construye los condominios. El cuento corretea en el césped, se apretuja por debajo de los cercos.

Claro, hay virtudes asociadas a la pequeñez. Incluso la novela concede esto. Las cosas grandes tienden a ser poco manejables, torpes, burdas; la pequeñez es el ámbito de la gracia y la elegancia. También es el ámbito de la perfección. La novela es exhaustiva por naturaleza; pero el mundo es inagotable; por lo tanto, la novela, esa luchadora faustiana, jamás puede lograr lo que desea. El cuento, por el contrario, es inherentemente selectivo. Al excluir casi todo, puede darle una forma perfecta a lo que queda. Y el cuento incluso puede reclamar una suerte de completitud que elude a la novela –después del acto inicial de exclusión radical, puede incluir todo lo poco que queda. La novela, cuando llega a recordar al cuento, se place de ser generosa. “Te admiro,” le dice, colocando su enorme mano áspera en su corazón. “En serio. Eres tan –eres tan…¡Tan bonita! ¡Tan esbelta! ¡Tan high class!” E inteligente también. La novella difícilmente puede contenerse. Después de todo, ¿qué caso tiene? No es nada más que habladurías. Lo que le importa a la novela es la vastedad, el poder. Muy dentro de su corazón, desdeña al cuento, que se conforma con tan poco. No encuentra utilidad en la austeridad del cuento, la supresión de su apetito, sus rechazos y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere al mundo entero. La perfección es el Consuelo de aquellos que no tienen nada más.

Y así pues las cosas con el cuento. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, un poco ansioso en relación con su extrovertido rival, se contenta con recostarse y dejar que la novela se haga cargo del gran mundo. No obstante, no obstante. Esa pose modesta –¿me equivoco o no resulta un poco sobreactuada? Esas miradillas a la lejanía –¿no contienen acaso un toque de malicia? ¿Podrá ser acaso que el pequeño cuento se atreve a tener sus propias ambiciones? Si es así, nunca lo admitirá abiertamente, debido a un agudo instinto de autoprotección, un largo hábito de mantenerse secreto, que nace de la opresión. En un mundo regido por novelas que se pavonean de serlo, la pequeñez ha aprendido a hacerse un lugar cautelosamente. Tendremos que intuir su secreto. Imagino que el cuento protege un deseo. Imagino que el cuento le dice a la novela: Puedes tenerlo todo –todo—lo único que pido es un solo grano de arena. La novela, con toda despreocupación, una despreocupación tanto feliz como despectiva, le concede el deseo.

Pero ese grano de arena es el camino de salida del cuento. Ese grano de arena es la salvación del relato. Tomo la indicación de William Blake: “All the World in a grain of sand”. Piénsenlo: el mundo en un grano de arena; lo cual quiere decir, cualquier parte del mundo, por más pequeña que sea, contiene al mundo por entero. O para ponerlo de otro modo: si concentras tu atención en una porción aparentemente insignificante del mundo, te encontrarás, muy en su interior, nada menos que al mundo mismo. En ese simple grano de arena descansa la playa que contiene al grano de arena. En ese simple grano de arena descansa el océano que se estrella contra la playa, el barco que navega en el océano, el sol que brilla sobre el barco, los vientos interestelares, una cucharadita en Kansas, la estructura del universo. Y ahí tienes la ambición del cuento, la terrible ambición que descansa detrás de su falsa modestia: arrojar de cuerpo entero al mundo. El cuento cree en la transformación. Cree en los poderes ocultos. La novella prefiere las cosas a la vista de todos. No tiene paciencia para lidiar con granos individuales de arena, los cuales brillan pero son difíciles de ver. La novela quiere barrer todo en su abrazo poderoso –costas, montañas, continentes. Pero jamás puede lograrlo, porque el mundo es más vasto que una novela, el mundo corre de prisa hacia todos los puntos. La novela salta sin descansar de lugar en lugar, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a un final –porque cuando se detiene, agotada pero nunca en paz, el mundo se le habrá escapado. El cuento se concentra en su grano de arena, en la creencia implacable de que ahí –justo ahí, en la palma de su mano—se encuentra el universo. Busca conocer ese grano de arena de la misma manera que un amante busca conocer el rostro de su amada. Busca el momento en que el grano de arena revela su verdadera naturaleza. En ese momento de expansión mística, cuando la flor macrocósmica explota de la semilla microcósmica, el cuento siente su poder. Se vuelve más grande que sí mismo. Se vuelve aun más grande que la novela. Se vuelve tan grande como el universo. Y ahí es donde se encuentra la inmodestia del cuento, su agresión secreta. Su método es la revelación. Su pequeñez es la agencia de su poder. La masa pesada de la novela la golpea como la imagen risible de la debilidad. El cuento no se disculpa de nada. Exulta en su condición de ser corto. Quiere ser aun más corto. Quiere ser una sola palabra. Si pudiera encontrar esa palabra, si pudiera musitar esa sílaba, el universo entero surgiría de él como una llamarada esplendorosa y rugiente. Esa es la exorbitante ambición del cuento, esa es su más profunda fe, esa es la grandeza de su pequeñez.