23.12.09

Mensaje (no tradicional) para esta navidad y año venidero.



Sobre los actos aleatorios
de bondad subversiva que
propongo
para estas fiestas decembrinas.




¿Qué es la bondad? ¿Es el júbilo que se produce cuando el otro siente que tus actos son desinteresados? ¿Es el júbilo como tal? ¿Qué no se supone que deberíamos ser bondadosos en estas fechas?

Esos son parámetros judeocristianos, esto es, pensar que en estas fechas nosotros debemos difundir un espíritu de buenaventura para el prójimo es algo arraigadísimo en nuestra historia, que, pues, en realidad debe estar acompañándonos toda la vida. Ya que, no obstante, supongamos que nos unimos a todo el jolgorio de las fiestas decembrinas, nos dejamos llevar por esa vibra medio melancolicosa y vemos a cuanto hijo de vecino se pone frente a nosotros y le mostramos una sonrisa. De perdida una sonrisa; de perdida esa sonrisa interna que te hace pensar, no sé, en Beltrán Leyva y su familia, o en el arbolito de navidad que le ganaste al señor del abrigote anaranjado que lo hacía ver como una monstruosa mandarina. De perdida hay que pensar en el otro. Darle el paso cuando manejas, perder el rumbo junto al anciano que camina de una esquina a otra, no quejarse cuando ves que la persona que te cobra el coctel de elote (que es la misma que prepara el coctel de elote) tiene incrustada una cantidad heroica de mugre en las uñas.


Quizás la bondad es dejar que lo otro sea, tal cual, sin tapujos ni consideraciones personales, sin fobias ni resistencias. Quizá la bondad es algo que nos debemos permitir.

Pero igualmente, la bondad tiene muchos matices. No se trata de ser cien por ciento condescendientes con las personas y situaciones que te rodean. Ser bondadoso no es dejar que el otro, en su pensamiento y sus acciones, sea conchudo, rencoroso, aprovechado, oportunista y sobre todo flojo y débil. La bondad también puede traducirse en acciones que puedan por lo menos empujar un poquito las fibras que mantienen al otro cómodo en su diván de realidades confortables; y no se hace con odio, se hace con aquello que forma parte de las dos grandes decisiones en la vida: con amor.

Porque la segunda y más arraigada opción es el miedo. Bill Hicks, en una de sus rutinas, dijo que la vida se reduce a dos grandes decisiones: o la aproximas con miedo o la aproximas con amor. Cualquiera de las dos opciones es la que esboza el viaje que emprenderás en esta tierra. O permites que el miedo forme todas las preconcepciones y prejuicios que te permitan sobrellevar las realidades sociales desde una perspectiva de “seguridad,” o permites que el amor te produzca la intuición y sensibilidad suficientes como para ver más allá de lo que la realidad social te depara.

porque a fin de cuentas la ignorancia será la felicidad, pero también difunde el miedo, y el miedo es el que te lleva a temer por la seguridad de tu familia, y te encierras con miles de candados en tu casa, lloriqueas con el perro cada vez que se escucha un cohete en la calle, te persignas cada vez que lees en el periódico sobre otro accidente automovilístico, tiras esa miradilla a los cielos cuando lees o escuchas las declaraciones insulsas del líder político en turno, pierdes la esperanza a alguna redención o paz cuando te enfrentas diariamente a la impunidad que se vive en este país, y platicas con los amigos, familiares lejanos y vecinos sobre la problemática de la violencia, la perversión y decadencia de la comunidad, y difundes a propios y extraños una filosofía del miedo que sólo trae como consecuencia un viaje por la vida aterrorizado, que también trae como consecuencia que aterrorizas a los demás, a tu prójimo, al policía que te detiene en la calle, a la vecina que se encierra en su casa llena de crucifijos, a los sacerdotes que anuncian el diezmo en las pantallas luminosas colocadas en la fila hacia la garita, mientras que en sus sermones difunden ese mismo miedo que no nos libera sino que nos atosiga, nos angustia y, finalmente, en realidad no nos deja vivir.

En cambio, y aunque esto suene cursi, ñoño o espeluznante para dos que tres seres pensantes demasiado cínicos e inmersos en sus discursos rimbombantes de academia barata (que también son otro rebaño de temerosos que aspiran a la buena zanahoria carrerística del poder “intelectual”, contradiciendo todo lo que en realidad se sostiene por intelectualismo), es a través del amor donde podemos generar un cambio.

Un cambio. Vaya palabreja que nos tiene anonadados desde hace quién sabe cuántas décadas. Asegún mis asegunes, vamos a cumplir doscientos años desde las dos veces que nuestro país ha buscado un cambio.

Pero sí, el cambio está en el amor. Y se trata de un amor bondadoso, generoso, que pone las dos mejillas y pierde su tiempo en las historias y tristezas del otro, el que lucha igual que tú por entenderse un poco en este mundo. Un amor bondadoso mas no un amor que simplemente da, desinteresadamente, al interesado. Porque como dije antes, la bondad no necesariamente es una dádiva. También puede ser un arma que dota al otro de herramientas para comprenderse mejor en este mundo. Y eso quizás puede doler, o puede confundir, o puede generar una resistencia, pero a fin de cuentas, lo que logra es una posible transformación. Y toda transformación es mil veces mejor que una condición estática de miedo y confort.

¿A qué me estoy refiriendo? A la que puede suscitar las siguientes acciones aleatorias de bondad, realizables en, o precisamente debido a, estas fechas:

1. Regálale flores a una mujer indigente, de las que cargan con sus hijos a cuestas; no unas monedas, nada de vales de despensa o sobras de comida. Un ramo de flores. Lo que creo que más le importa a esta mujer es sentirse bonita, sentirse mujer, sentirse real, sentirse con voz y voto en este mundo. Esto puede ser cualquier día del año.

2. Compren un libro de poemas. O escojan un libro que ya tengan en sus libreros. Nada muy romántico, nada muy cursi ni cliché. Algo de Pessoa, de Paz, algo de los contemporáneos, o quizá Calderón de la Barca. Déjenlo en un parque, en un asiento del camión, en un estante de OXXO, en la casa donde fue la posada o donde será la postfiesta navideña. A ver qué pasa. Nunca lo sabrás, pero la persona que se quede con ese libro lo sabrá para toda la vida.

3. Platica largo y tendido con esa persona que conoces desde hace años y con la cual has intercambiado poco menos de un “gracias,” y “con permiso.” La cajera, el taxista, la muchacha de las tortas, el periodiquero, el que siempre te encuentras en la esquina pidiéndote cinco pesos por unos chicles. Esa persona ha estado en tu vida mucho tiempo, y ni siquiera te has dado la tarea de averiguar qué onda con sus hijos, sus estudios, sus aspiraciones, su postura política. Es más fácil que te valga madre a que lo introduzcas en tus experiencias.

4. Esta es una acción más compleja. Si acaso eres detenido en la calle por un policía que, con el afán de “hacer su trabajo,” decide casi arbitrariamente detenerte porque, aun cuando no has cometido una infracción, sí tienes un carro quizá bonito o un semblante no de maloso sino de lanudo, aparte de que tienes un poquito de aliento alcohólico y, pues, la indicación de este terror policíaco que vivimos en Mexicali es no averiguar, dejar el sentido común a un lado y mandarte directamente a la comisaría, si acaso llegas a pasar por esta circunstancia, ¿por qué no dialogas con el policía? No se trata de alegar con él o ella, sino de dialogar, preguntarle qué opina de estas disposiciones, qué opina de cómo, mientras ellos se dedican a cuidar que nosotros no cometamos la bien común estupidez de chocar, siempre un cuidado fallido, allá, en las colonias, en los barrios, suceden barbaridades para las cuales ellos no tienen los elementos ni las disposiciones para resolverlas: ancianos asaltados, niñas o niños violados, violencia doméstica, robos sistemáticos a casas de la vecindad, picaderos y demás bellezas de problemática urbana. Pregúntenles si no preferirían resolver estas problemáticas, y pregúntenles cómo se sienten de estar perdiendo el tiempo en retenes donde el único propósito (aparentemente) no es la seguridad (ya que prácticamente te están diciendo, mexicalense, que eres demasiado estúpido como para asumir tu propia responsabilidad al conducir), sino la posibilidad de agenciarte esa multita de más de dos mil pesos si vienes con aliento alcohólico.

5. Juega con los niños. Deja que tengan accidentes, que se queden solos un rato, que miren las estrellas, puedes incluso verlas con ellos. Regálales no lo que piden sino lo que tú quisieras darles. Enséñales un chiste colorado. Déjalos respirar. Déjalos solos un rato. Que se vuelquen en toda la experiencia individual del día de navidad, deja que lo vivan con ocio. La única condición es que no prendas por ningún motivo la televisión.

6. Baila en los corredores de las tiendas departamentales y las wal marts de este mundo. Por lo menos, ayudarás a que el resto de las personas se den cuenta de la cara de pánico que tienen por estar comprando como si fuera el fin del mundo.

7. Habla con tu vecina la católica sobre Jesús. Pregúntale qué cree ella que él opinaría sobre el aborto, sobre el matrimonio gay; pregúntale si está consciente de que Jesús se encabronaría con el 95% de las cosas que la iglesia sostiene en nombre de él, pregúntale si en realidad ha leído bien el Nuevo Testamento. Siéntate con ella e interpreten el libro juntos. Indícale en qué partes Jesucristo en realidad se mostraba como un rebelde anti establishment que sostenía muchas de las cosas que ahora la Iglesia reprueba. Pregúntale si estaría dispuesta a adoptar un niño nacido de una niña que fue violada. O si adoptaría a un niño cuya madre es adicta al cristal. Averigua en realidad a qué le tiene miedo, porque probablemente saldrán a relucir tus propios miedos, y podrás descubrir que el amor es más que una cosa bonita que se le dice al otro. El amor es una poderosa herramienta de transformación. Y si, en esta navidad, nosotros nos diéramos cuenta de esto, es muy probable que las cosas, ahora sí, realmente cambien en 2010.


9.12.09

(Notas)
En un admirable libro que acaba de salir, titulado Eloge de l’Amour (Elogio del Amor), el filósofo francés Alain Badiou pondera la naturaleza del amor, y cómo el judaísmo, el cristianismo, la filosofía, la política y el arte han tratado y considerado a su vez este evento universal: la explosión en el escenario de nuestras vidas de este agente tan rebelde.
Badiou fue asombrado por una campaña publicitaria el año pasado, para Meetic, una página de citas en la red. Sus eslóganes: “Get Love withoout the hazards!”, “You can love without falling in love”, y “You can love without suffering!” En otras palabras, Meetic ofrece al público un Amor Libre de Riegsos, 100% Garantizado. Esto llevó a Badiou a comentar: “El amor sin la caída, el amor sin los riesgos, es sólo otra propaganda, así como la supuesta seguridad de los matrimonios arreglados o, en este caso, la invención americana de una guerra sin casualidades. El amor es lo que le da a nuestras vidas intensidad y sentido, de ahí que está llena de riesgos, en mi opinión, que valen la pena tomar.” Para el filósofo, la otra amenaza del amor hoy en día es el dogma liberal: el que niega al amor su importancia al hacerlo otra extensión del hedonismo y el consumo.
Como dijo Rimbaud: “El amor debe ser reinventado” –en contra de la dictadura de la seguridad y el confort. Situándose en medio de los extremos representados por el pesimismo de Schopenhauer y el absoluto de Kierkegaard, Badiou comienza con Platón –para quien el amor es un elan hacia el idealismo—y se distancia de los moralistas franceses, quienes tradicionalmente ven al amor como un ornamento para el deseo y los celos sexuales. Para él, el amor no es verdad, sino una construcción de la verdad con alguien que no es idéntico sino distinto. También es un intento empecinado por hacer que un evento dure en el tiempo. “La obstinación es un elemento muy fuerte del amor.”
Los artistas siempre han preferido la figura del amor como un encuentro que todo lo consume, revolucionario, quizás, pero destinado al fracaso desde el principio, como en Nadja de André Breton. En las artes, el amor obstinado no ha inspirado mucho a los artistas. Excepto a uno: en Samuel Beckett, Badiou ve al verdadero campeón del amor. Para Badiou, Los días felices de Beckett es mucho más romántico que Tristán e Isolda. “Piénsese en esta vieja pareja que se han amado empecinadamente: ¡magnífico!” Badiou refuta la noción romántica de la fusión y disolución de uno mismo en la mirada del otro. Insiste que el amor se construye a partir de la alteridad entre amantes, y dice –contrario a los pensadores religiosos—que los niños son pasos en el camino, no el destino final del amor.
Por todas estas razones, Badiou vincula al amor con la revolución y la resistencia: una revolución, porque implica contradicciones y violencia; y una resistencia a la tiranía del sermón puritano de la actualidad, la confesión pública hipócrita, el nombrar y avergonzar, y la fantasía final: el héroe infalible.
***
Puede que sí, puede que quién sabe, pero de cuando caminas con un mazapán en la mano, tienes la tendencia de abrirlo lentamente; para que no se desmorone, para que no se troce, para que no se desvanezca, como a veces el universo se desvanece, o la idea de que pronto el universo se desvanecerá, sí, como mazapán en manos torpes, y caminas lento pero seguro y tus dedos abren esa envoltura del mazapán como si abrieras una caja de pandora de universos frágiles, y la vida es frágil y sólo quieres poder abrir el cascarón de ese mazapán para poder tenerlo todo, entero, así, en tus manos reposando una compresión de sabores e intensidades, porque sí, la vida de repente es un universo desmoronable, y los carros resuenan en la calle y caminas lento y el mazapán, puede que sí, puede que no se desmorone, y la intensidad del universo es más intensa, y la pasión, la pasión, la necesidad de la pasión que requieres para que el universo siga sintiéndose completo, real, una masa comprimida pero frágil, que puedes llevarte a la boca y seguir caminando, en espera de que esa bella obstinación de perdurabilidad del amor hacia las cosas, la vida y esos ojos con los que despiertas por las mañanas no desaparezca. Para poder convivirlo contigo mismo, sí, ese mazapán entero, sin una grieta, dulce. Eterno. Un "para siempre" que puedes probar de un solo bocado.

29.11.09

A veces escribo nomás para saber qué es lo que termina siendo escrito.

"Ser" escrito me resulta incómodo, inquietante y a la vez cobarde: una manera de delegar la responsabilidad de lo que se dice a eso "otro" que podemos llamar flujo de la conciencia, azar o circunstancia, y que no tiene nada que ver y tiene todo que ver con eso que llamamos expresión escrita.

Creo que ambos, vistos como actos o manifestaciones, viven separados. El acto y la expresión, creo que son dos cosas distintas. Esto es, el "acto de escribir" que nada tiene que ver con la intencionalidad de lo que quiere expresarse desde el principio. Algo más o menos así está sucediendo conforme las líneas de estos párrafos se forman, una tras otra, pliegues, capas de un pensamiento que en algún momento fue expresión de una idea y que ahora lo que representa, creo yo, es el acto de escribir.

Pensamiento, obra, palabra u omisión. Siempre pensé que estábamos fritos con ese rango de pecados que determina la confesión litúrgica. Por mi culpa, por mi culpa por mi gran gran culpa. O mejor dicho, por la culpa del flujo, el tiempo, y un cada vez menor parámetro de atención (o un parámetro de atención que debe referirse a la realidad con más audacia) es imposible que la expresión sea un acto puro, conciso. Libre. Lo que es libre es el acto, lo que se escribe, lo que sucede al momento de escribir.

Por eso a veces escribo nomás para saber qué termina siendo escrito.

Ojalá fueran igual de audaces los políticos. Más audaces y menos cínicos, menos aferrados a sus tiempos y movimientos. Ojalá tuvieran agallas. Ya nadie tiene agallas en este mundo mudo, que ni siquiera reconoce el acto de escribir como un acto liberador, o el acto de repudiar ciertos órdenes político-sociales para romper con los estigmas, las cadenas y las estructuras y enseñarle a la gente que, a fin de cuentas, el acto es sólo eso, un acto, y se asumen las consecuencias (como la consecuencia de lo escrito) y se divierte en el camino, pero jamás se sienta en su trono y dice, "así son las cosas, no hay más que hacerle, este es un pueblo bruto que jamás estará contento, me encierro en mi propio mundo mudo y le digo a todos que ya salimos de la crisis."

¿Qué sucedería si nuestro presidente pensara como escritor, que fuera cometiendo "el acto" de escribir su historia para ver qué es lo que termina siendo escrito, más allá de la misma historia de ignominia a la que será sujeto, porque lo siento, pero el pobre tipo es gris, seguirá siendo gris, y nuestro país vive los tiempos grises que él nos hace merecer.

De perdida que fuera el primer presidente en cometer suicidio, ¿no? ¿Sería muy difícil creerlo? ¿Ya se ha hecho antes? ¿O ser el primero en romper con todos los protocolos y decirnos, "ok, cabrones, así está la cosa: todos vivimos una gran mentira bajo la tutela de X, Y y Z personas, y si no nos ponemos todos las pinches pilas, seguiremos repitiendo esa tragocomedia de mierda que ha sido la vida de nuestro país;" será posible imaginarlo así?

O que fuera el primero que a regañadientes saque a cuanto desgraciado amarrado a las filas jerárquicas del poder se encuentre, desde el más recalcitrante al más poderoso. O que fuera el primero que baile genuinamente, que sonría genuinamente, que abrace genuinamente a su esposa, a sus hijos, a sus compañeros, etc. Pero de perdida que sea, y que sea todo lo que nadie ha podido ser. Esto es, que escriba su historia sin averiguar qué va a suceder al final.

11.11.09

(Leído este martes, 10 de noviembre en el marco de la Feria del Libro Neztahualcóyotl).


Plegaria hacia nada en particular:
un grito ahogado de guerra
(o un grito de guerra ahogado)


México el grande, México el occiso, México el chistar de los dientes de Dios, el espasmo viral del rumor, el lenguaje renuente, la urgencia dramática, las luces atónitas, el escándalo lo fortuito, México el retórico, el avalentonado mambo nocturno con ojos de perla tapatía, aguijones de ensueño pesadillesco, detrás de ciertos paraísos terrenales. México el mexicano, México el gringo, el afrancesado republicano, el indio, el elegante criollo con luces en el pecho, el disidente embalsamado por el espíritu revolucionario pintado de rojo, negro, verde y blanco, México el mestizo, el neomestizo y el resquebrajado, México el ya no sé qué es. México el inmortalizado, la palabra suavecita, el dulce murmullo del horror. México el celebradamente vilipendiado, el culposo y culpable de todo, México el espectacularizado, el México que los hijos de migrantes observan de reojo, el que contempla atónito, enfurecido y al mismo tiempo fascinado todos sus infortunios, observa sin ver la acumulación de encabezados sórdidos que van construyendo la narratología de ciertos infiernos, noticias que llegan calientitas y rojizas a las prensas a medianoche. México el que nunca ha querido ser pero es, el que nunca y siempre puede, el México fotografiado bajo el lente del escándalo y el amor a sus paisajes, un Figueroa seductor para las mil y una noche tristes, marcos maravillados de ilusiones, fiestas y pesadumbres. México la imagen que nunca quiere salir a la luz, historias de osamentas y Coatlicues de miradas esquivas y asesinas. México el graffiti prehispánico de un imperio con hambre y sed de guerra, México el pleitero, fiestero y mensajero de las montañas. México las manos de su pueblo, México el que siempre sabe a miel, el que siempre prueba la hiel en sus entrañas, México y sus voces, México y sus gritos, México y sus guerras intestinas, una enorme diarrea vengativa purgada de sol, tequila y sueños olvidados. México y sus casas en colinas, valles, desiertos, planicies, hileras de aspiraciones engorrosas conformando el dibujo arquitectónico de la conquista, el recato y el desencanto. México el que te permite apuntar con la mirada la dirección de tus misterios, sí, ahí donde la Virgen observa, sin reservas, el deambular de sus fieles enloquecidos y traicioneros. México el innombrable que no se deja de nombrar, México el mapa que precede al territorio del amor, la injusticia y la insana pasión por una historia que nadie comprende. Cada hombre y mujer un anuncio, cada rincón un ruido ensordecedor, cada esquina una oportunidad para dejarse llevar por la corriente de los deseos del otro (o de los tuyos), cada anuncio de neón y cada póster de candidato la oportunidad para recordar cómo nos dejamos seducir por la esperanza. México…esa idiota broma pesada que ya no se siente tan bien como se sentía hace ya casi cien años. México el único que sabe qué onda consigo mismo. México el tiempo desplegado, doblegado y transmitido vía satélite para que todos veamos las pestañas postizas de la última locutora en turno que señala el fin del relato, y el comienzo de otro. Anonadados por la muerte y resurrección de nuestro destino, el ayer y el hoy en un futuro perpetuo, siempre magnífico, siempre funesto (siempre muy pero muy halagador de sí mismo). México el regodeo de sus miserias, el manto protector de su dignidad moral, el canto de sus sirenas y estrellas de la época de oro, el contoneo de sus pobladores por cada uno de los intersticios de nuestra cultura, allá un grupo de emos arrebatados por la era mundializante, acá un grupo de ancianos bailando la danza de los viejitos, todos habitando un espacio incierto, pantanoso, dirigidos por la promesa de algo más, de un vivir mejor que es como vivir sin la necesidad de hacer algo para arrebatar el sentimiento de esperanza de nuestros cogotes. Nunca aprenderemos. Siempre aprendemos algo nuevo. México el enchiloso, el enchilado y encabronado, el que te mira de reojo o te mira de frente pero siempre esquiva sus verdaderas intenciones. México al que no le importa nada pero es por eso que le importa todo, la pícara y adusta señora de los treinta que se emborracha con la mirada blanda de los comensales mientras aúlla un buen mariachi para celebrar los derroteros de su corazón. México el que embaraza a sus hijos y los hace vivir en la perpetua resistencia. México y sus miserias como panes y hambrunas recibidas con sonrisas tenues y disgustos escupidos frente a la cámara para el noticiero de las diez, México y sus riquezas fotografiadas y retocadas para folletos de hoteles resort, México y sus noches como manteles de luces. México y su sangre, México donde el amor es un acto de supervivencia. México el encobijado, el amordazado, el desmembrado, embotado, amartillado, descuartizado, bañado en ácido, México el que se pone medieval cuando le dicta oficial sentencia de muerte a alguien que siempre estuvo en el lugar y tiempo equivocados, México el arrojado a canales y desfiladeros, barrancos y depósitos de basura, México el que deja de respirar mientras grita un chinga tu madre, México el que desaparece las miradas, el silencioso, el aquí no pasa nada, aquí pasa de todo. México la viejita que llora la pérdida de su hijo, México el niño que juega pelota con un trapo hecho bola de esperanza, México el que acomoda a sus seres humanos donde quepan, donde puedan, donde averigüen si pueden caber en este vasto mundo lleno de senderos inciertos. México el de las castas milenarias, las fórmulas extranjeras, los remedios caseros, México la comezón de los doscientos años, la libertad sintetizada en la imagen del grito de Dolores en una lámina para periódico mural, México el desdentado, el poeta en su coraza de sal y lengua tardía, el peso aletargante de la tradición, México el que narra sus puntadas y desaveniencas con el gusto de un buen puro fumado a las once de la noche, mientras las miradas se ocultan levemente bajo los párpados y se dejan arrullar por el dulce sonido de una voz que siempre se siente ancestral, México el dos que son tres que son nueve que son todos los méxicos en uno, México y el sueño guajiro de que esto es verdad. México el del norte, México el del sur, México y sus resquebrajados y pintorescos puntos cardinales, allá un puerto acá un portal para escuadrones de la muerte y la vida fácil de una casa en Logan Heights y un contrato semanal para llevarse a alguien “al otro lado.” México empresarial, de mocasines Prada y salas de conferencias en hoteles de cinco diamantes, México el de las estrategias desplegadas en presentaciones de power point, las edecanes listas con el café y el señor de las mancuernillas plateadas listo para iniciar negocios turbios con el tipo de la sonrisa siniestra, México el de los otros cuartos de hotel donde se despliegan los fajos de dólares en una maleta que todos deseamos. México el que siempre sueña con los ojos abiertos, el que lamenta cuando olvida prevenir. México el invertido, sus ídolos la representación de una fantasmagórica psique de miedos, obsesiones y dudas. México el que siempre se siente perseguido, el que siempre tiene una cola que le pisen, esqueletos en el clóset, México el circular, el que repite su historia, blanquiazul o verderojoyblanca, rojiza y ruborizada, una niña gordita que se apena porque el señor de los dulces se le quedó viendo cuando pidió otra bola de nieve para su cono, México el indeciso, México el por siempre en tiempos decisivos, México el desafiado, el siempre fiel, como perro, como chucho de cola juguetona que con todos quiere y con todos se acuesta. México el que jamás se autocritica pero siempre se autoflagela, mentiroso México, México el siempre auténtico, el cien por ciento agave, el genuino, el baratero, el pirata y el del as bajo la manga. México el de todos. El México que todos queremos. Ver muerto.

7.11.09

Contrario a lo que otros han hecho anteriormente, yo no voy a hablar de un evento al que no asistí. Pero sí quisiera hablar, debido a que tuve oportunidad de estar cuando se cocinaba todo este asunto, de las intenciones detrás de la Fiesta Pánica, ese evento multitudinario, multidisciplinario e integrador que para muchos, quiero entender, resultó ser un desmadre y que el cochi destazado y demás, y para otros algo un poco más que eso. De lo que puedo hablar acerca de este evento, más que nada, es de un diagnóstico que pude formular al momento de escuchar a Ismael, a Luis, a Julio, a Heriberto, a Marcela y a Julián, mientras discutíamos los pormenores del sho. Un diagnóstico que me permita identificar qué es lo que inspira o conduce a esta nueva generación de artistas, escritores, comunicólogos y académicos mexicalenses, a realizar este tipo de actos.


El primer detalle que puedo diagnosticar es el de la necesidad de integrar. Desde el inicio, este proyecto tenía la intención de integrar a todas las comunidades de artistas locales, a todos los grupos, grupúsculos y colectividades a que se unieran en un solo evento. Sólo por el hecho de reunirlos, aparentemente, pero de igual manera, unirlos para poder articular a una comunidad de artistas que se rehúsa a hacerlo, quizás, porque jamás lo ha visto como un potencial de contingencia. Cada quien en su casa hace lo que dios le dio a entender, ha sido desde que recuerdo la regla a seguir para los artistas y creadores locales. El sentido de cooperación es mínimo, pero por otro lado, el sentido de crítica simplista y ninguneadora sobre lo que otros hacen es inversamente proporcional a la capacidad que tenemos para poder formar un proyecto artístico coherente y cohesionado (que nada tiene que ver con una homogenización). Los unos hacen, los otros desacreditamos, y al final del día, cada loco con su tema. Una de las finalidades de este evento fue la de cohesionar a los grupos para que, unidas las fuerzas, pudiéramos visualizar el potencial de las propuestas creativas que emanan de nuestra comunidad. Porque propuestas hay, y ya no podemos decir que en esta ciudad son pocas las actividades interesantes, son pocos los espacios y es poca la difusión de los eventos. Hay algo más detrás de esto, y tiene que ver con un consumo cultural difuso y desarticulado, que sólo funciona como receptor pasivo y en realidad es como si no reaccionara ante lo que ve. Es como el síndrome del que asiste los fines de semana al “parque de los hippies” en Jardines del Valle: observas las ofertas de este tianguis como quien observa los productos en un mercado pero no compra nada, con una total indiferencia, pero incluso con una actitud de escudriñamiento ante lo que ves y lo que vives como si fuera una obligación de los que se encuentran exponiendo y exponiéndose mantenerte entretenido.

(Híjole, acabo de caer en cuenta de algo. Ese parque de los Hippies tiene más de --¡Ingueasu!—veinte años exactamente igual, con la única diferencia de que a veces los artistas de la calle mantienen una vida nocturna de corredor cultural más animada que antes. (Y es que ese es asunto de otro costal. Nomás para que se fijen cómo están las cosas en Mexicali: nuestro “corredor cultural” ES EL “PARQUE DE LOS HIPPIES.” ¿Qué padre, no?))


Todo lo cual me lleva al segundo asunto de este diagnóstico, y en el que me detendré sólo un poco. La segunda intencionalidad de este evento, dedicado a yuxtaponer esquizofrénicamente todos esos “rasgos de identidad” mexicalenses (la comida, la música, su gente, sus animales, sus rituales a veces absurdos --porque bueno, todo ritual tiene algo de absurdo, de mágico y de banal al mismo tiempo) como si fueran un buen caldo de gallina pinta, por medio de desfiles, danzas con máscaras, peleas de gallos y la hasta ahora únicamente nombrada matanza de un cerdo, es la de situar a la comunidad mexicalense en estado de purgación. Porque estamos entumidos, porque nada nos impresiona, porque estamos tan obnubilados por el trabajo y la casa y el ritual diario de vivir en una planicie desértica y clasemediera, que sólo se requiere entrar en estado de shock para que nos demos cuenta de nuestra circunstancia. Así que, toda crítica ramplona que señale el caos en el que se convirtió el evento (hasta donde yo he escuchado) es bienvenida. Porque de eso se trataba: de que vieras lo entumida que está eso que apenas podemos llamar identidad mexicalense. Y la culpa la tenemos todos, por mantenernos tan pasmados y pasivos ante todo lo que nos rodea.

14.10.09

Dos cosas llegaron a pensarse el día de hoy. Sucedieron muchas (la vida es un perpetuo devenir entre suceso y conciencia) y se pensaron otras, pero dos en particular fueron las que, finalmente, quieren rendir cuentas y prepararse para ser inscritas como ideas.
La primera se debió a que Víctor mencionó el nombre de Wittgenstein. Mencionó muchos, pero cuando se menciona a Wittgenstein siempre me viene a la mente ese personaje que inventé, en mi mente, como dibujo del filósofo, a mis 35 años y en un departamento en el centro de Santiago, Chile.
Lo que pasa es que platicaba con Gabriel, mi amigo.
Me mencionaba sobre la buena cepa de la que provenía el buen Ludwig Wittgenstein. Cuyo nombre suena a buen estornudo escandaloso en medio de una reunión de trabajo. Decía Gabriel que fue un aristócrata, cachai, un tipo con todo el tiempo del mundo para dilucidar. Y Wittgenstein dilucidó acerca del lenguaje. Y fue breve. Y fue contundente.
Y a mi juicio cuestionaba sin esos aspavientos con los que cuestionan los pensadores de media cepa, los que, francamente, no tienen nada qué decir pero lo dicen. O mejor dicho, no tienen la economía del lenguaje que les permita decir lo que tiene que decirse sobre lo que se piensa. Porque pensar es una cuestión bien básica. Es cuando viene la enredadera de las palabras cuando las cosas se ponen, pues, confusas.
Le decía a Víctor que Wittgenstein...no es que me confunda, es que la economía de sus palabras decían todo lo que tenía qué decirse.
Por cierto, me uno a aquellos que consideran que lo que no tiene necesidad de decirse es mejor que no se diga. Como cuando alguien dice que sólo escribe para sí mismo. Yo siempre les digo "no lo escribas."
Y es que una vez escrito, una vez inscrito, una vez comprometido a su articulación, el testimonio se queda. Así como queda el horror de una idea mal planteada, de una articulacion semianalfabeta (¿o será semialfabeta? ¿dependerá de algo, de algún indicador en particular?)
Es como cuando la estupidez de un gobierno: una vez que se compromete a la idea que tiene de gobierno, no puede desdecirse. Y por lo tanto, debe mantener la ilusión de que la idea fue la indicada. Por lo tanto, no es que tengamos el gobierno que nos merecemos (aquí contradigo algo que sostuve durante mucho tiempo) sino que nos mantenemos afiliados a la idea de un grupo en el poder que no quiere desdecirse. Porque se les desmorona la casa, la idea, el orden.
Peor aún cuando quienes mantienen ese orden (en el caso de nuestros gobernantes) tienen una idea muy pobre de las ideas que puede producir el lenguaje.
Hay más pasión en los enfrentamientos de una palomilla que busca como idiota una luz en el porche de una casa que la que posee nuestro actual presidente. Más pasión y más personalidad. Es un tipo gris, al que no le interesa en lo más mínimo la opinión que tenga de él.
Pero creo esto: como le decía a Víctor sobre Wittgenstein, pero ahora sobre F. Calderón: no es que me confunda, es que la economía de sus palabras decían todo lo que ya no tiene caso decirse. Y creo que su economía en general. Es el resultado concreto de un sistema sin proyecto, sin visión, pero sobre todo, incapaz de soportar el hecho de que los mexicanos somos insoportables.
Pero en fin. Lo otro que pensé tiene relación con lo primero.
Es acerca de la pieza que realizó Teresa Margolles en la Bienal de Venecia.
No hace mucho Avelina Lésper escribió una reseña específicamente hecha para picarle las costillas a las personas que han contribuido a que lo que dice la Lesper sea importante.
No.
A mí me intrigó más el título de la pieza
La pieza se llama "¿De qué otra cosa podemos hablar, si no?"
Busquen imágenes de la pieza. Si me pongo a describirla, los voy a aburrir.
No porque sea larga la descripción, o la pieza. Lo que pasa es que me prometí escribir poco en mi blog.
Al parecer no puedo.
El caso es que Margolles nos dice (porque el arte nos dice, no simplemente dice (aunque también se desdice)) con esta declaración, que no hay nada más de qué hablar en este país, más que de lo que otros quieren que hablemos. Esto es, de la violencia.
¿En realidad no se puede hablar de otra cosa?
Sí.
Pero, si tomamos en cuenta que el mundo entero es un mundo del cual se deben decir cosas, ¿no es la declaración de que no hay más de qué hablar más de lo que todo mundo habla una suerte de negación wittgensteiniana del decir como acto, como manifestación subrepticia, indómita y perpetua?
¿O será acaso que de lo que tiene que hablar un artista que surge o nace en estas tierras tiene que ser la muerte?
Digo, no sé...

12.10.09

Lo único que me dicen los actuales Premios Nobel es:
1. Que los europeos están obsesionados con su historia. Con ellos mismos y su circunstancia. Que en cierto modo las "condiciones universales" a las que apelan no son muy distintas que las que se forjaron literariamente en los últimos cincuenta años. Que en cierta medida, aun a pesar del crecimiento y evolución de la literatura europea en el mismo tiempo, hay una especie de fascinación por los casos extremos de autores que viven al límite de la experiencia del mundo, ya sea por circunstancias históricas o culturales. Nunca en torno a un yo en sus límites, es por ello que todos los premios, por lo menos desde hace unos quince años se han otorgado a ese concepto medio gastadito de "ciudadano de mundo," donde el autor está hablando, desde su ahora pintoresca localidad, de la realidad contemporánea.
2. Que esa obsesión los convierte en autorreferentes y autocomplacientes. Lo cual deviene que esa crítica que hace la Academia en torno a la literatura de América (la gringa y la nuestra), denominándola "bárbara" y "autorreferente," sean precisamente las características que definen a sus premiados.
3. Que el premio se ha convertido en la mejor herramienta de mercadotecnia para que las mujeres y los hombres clasemedieros y cuarentones del mundo puedan asociarse a literaturas de otros mundos. Pregúntenle a Alfaguara si no tiene identificado su nicho de mercado, pregúntenle si no están negociando --ellos o algún otro editor español de peso distributivo-- con los agentes de la autora para "presentarla" como buena muchachita debutante, a los consumidores de libros de habla hispana. (Y los dos que tres "avezados en literatura rumana de los últimos veinticinco años", que escribirán próximamente perfiles sentidos y profundos sobre Herta Muller, en un bonito-porque-es-ingenuo circo en el que todos aparentan saber lo que no saben, ahí donde todo mundo se convierte en especialista de una obra oscura y que, no obstante la premiación, ahora goza del beneplácito del honor para nebulizar un poco su verdadera calidad como obra).
esperen ansiosos la llegada de sus libros en su Sanborn's más cercano. *
* Este post fue patrocinado por Sanborn's, Inc.

30.9.09

Este año se...¿celebra? (no he escuchado nada de ello) el cincuenta aniversario de la publicación de Naked Lunch, obra insigne de William S. Burroughs. Hace un par de días, me topé con una semblanza acerca de la obra y las repercusiones que ha tenido en la cultura. Prefiero matizar el asunto: las repercusiones que ha tenido la presencia de un escritor como figura cultural, icono, cifra, signo y emblema de un aparente "estado de ser" de las letras.
Y es que con Naked Lunch, y con todas las trilogías de Burroughs, sucede que se extrae más el sentido que estas tienen como artefacto histórico que como obra literaria. Tiene tanto lo uno como lo otro (y en ocasiones, muchos de los admiradores y detractores de la obra se han dedicado a visiones que yo considero incorrectas o poco propositivas sobre ésta), pero creo que no se le ha dado justicia suficiente, como obra literaria.
¿Qué podemos destacar de Naked Lunch? Dos cuestiones cruciales. Primero, recupera y reintegra al discurso del siglo XX el poder de la sátira. Enmarcada en una tradición que va desde Johnathan Swift y pasa por Mark Twain. Naked Lunch es una obra cómica, en el sentido más agrio del término. Sus imaginarios no son más revoltosos y desagradables, por ejemplo, que lo que encontramos en Rabelais. Y su humor, pues, es un humor ácido, punzante, lleno de ritmos y cadencias extraídas del habla callejera. Incluso mucho más allá de ese habla que quería recuperar un escritor como Kerouac. Es ese habla que convierte al lenguaje en otra cosa, que nos hace pensar que el libro está escrito "justo como se habla" en la calle, pero que en realidad, genera su propio lingo. Y es un lingo chistoso, lleno de rutinas y sketches y momentos insólitos sacados de las peores pesadillas de los Hermanos Marx. Es un testimonio del absurdo, un retorno a la burla eterna del ser humano consigo mismo, sus propias penurias y desaveniencias. Un carnaval de babuinos grotescos. Precisamente porque en eso se había convertido el mundo después de la Segunda Guerra Mundial.
La segunda cuestión, sin embargo, creo que es la más apremiante, la que debemos discutir con más intensidad: como muchos autores, artistas, poetas, pensadores y creadores de la postguerra, el método que empleó Burroughs para construir esta novela (y no dejo de pensar en el término "construcción", ya que se trata francamente de una operación quirúrgica a la textualidad) viene a formar parte de los antecedentes de prácticamente cualquier práctica experimental en literatura desde finales de la década de los sesenta. La voz sampleada, la imagen desarticulada de su contexto, la yuxtaposición de ideas, la descomposición del orden léxico y sintáctico, la materialidad misma del lenguaje devenido texto, todos estos fueron los mecanismos de operación de Naked Lunch y de las obras que le sucedieron. La visualidad del texto, la sospecha del sentido del texto, o del discurso en sí, las posibilidades estructurales del discurso, el imaginario apocalíptico, la voz ominosa de un "autor" desvanecido, todas estas son premisas de lo que hoy se vive. O en realidad, de lo que se vivió hace más o menos una década.
Debo menciona que, a lo único que le estaba apostando Burroughs, era a obtener la voz narrativa de un Joseph Conrad. Tengan eso en mente la próxima vez que lean a Burroughs.
Hace una década, se encontraba un foro de discusión "semi-global" en torno a las implicaciones de la obra de Burroughs en el marco de la literatura contemporánea. Fue un cotorreo muuuuy noventero. Y, en alguna parte del camino, desgraciada y también sorpresivamente, el discurso se regresó a los orígenes de la tradición.
Y ya jamás se volvió a hablar sobre las posibilidades experimentales de la escritura.
Ahora las preguntas apremiantes, urgentes, apesadumbradas, son:
"¿quién escribirá la obra que demarque el signo de los tiempos?"
"¿quién novelizará como debe ser la realidad contemporánea de ---(inserte país/cultura/género)?"
Estas han sido las preguntas más enfadosas de los últimos cinco años, y nos olvidamos por completo de las implicaciones que tuvo la obra de un autor que, desgraciadamente, es abordado desde dos vértices, ambas en detrimento de su calidad como escritor:
1. la del "escritor maldito," "malilla," la referencia obligada de trasheros y trasnochados que siguen viendo el beat en el sombrero del profeta y que se han olvidado que su obra estaba a MILES DE AÑOS LUZ de lo que estaban haciendo los beatniks. O bien, la de un escritor cuya obra se usa como referencia de lo cool. Nadie realmente serio lee literatura para sentirse cool. Si lo haces, hay que checar tus prioridades. Porque puede sucederte lo que le ha sucedido a miles: No importa que no hayas entendido ni papa de Naked Lunch, Nova Express o The Soft Machine. Si le "agarraste la onda a Junky," ya eres burroughsiano. Y desde ese burroughsianismo emprendes la tarea de hablar sobre la "verdadera realidad," la realidad "sucia" de todos los días. Como si fuera una suerte de reivindicación moral dignificar la presencia de prostitutas y borrachos sentados en un bar de mala muerte. Esa no era toda la curada de Burroughs.
2. la de la figura icónica. Que en otra ocasión (en particular, una conferencia en Mexicali sobre Burroughs) indiqué que igualmente va en detrimento de su peso como escritor. De manera que, por ejemplo, Burroughs es ese viejito con el que Kurt Cobain hizo un disco, y no el autor de Naked Lunch. O en el peor de los casos, que Burroughs fue ese escritor que utilizaron para unos anuncios de Nike. De manera que, si estás en la sección de libros de Best Buy (¿tiene sección de libros?) y te encuentras con Naked Lunch, compras el artefacto, no la novela.
En cuanto a esto segundo, pues, resulta no poco interesante que un escritor (digo, los escritores nos definimos por una cierta grisez) se haya vuelto celebridad, y que sus obras sean bonitos objetos para poner en la mesa de tu sala para coolificar tu espacio.
En cuanto a lo primero, me resulta preocupante que una de las obras fundamentales del siglo XX haya sido tan engreídamente olvidada por ese recién creado new establishment de las letras.
¿A dónde va todo esto? Sí, a que nos olvidamos de lo crucial, que son las obras y sus sentidos, y emprendemos la tarea decimonónica de verificar quién tendrá la última palabra en cuanto a literatura contemporánea se trata.
Hemos vuelto a una literatura melancólica, de pérdidas y de formas que se ven desde la pérdida (la historia de la obra de Bolaño es la historia de dicha pérdida). Pero sobre todo, hemos regresado a un conservadurismo tremendo en la literatura. Es como si todos quisiéramos ver cuál será la próxima estrella y no la próxima forma que prorrumpa, interrumpa y trasgreda el sentido de la literatura como registro de la historia de la imaginación humana en el decurso del tiempo.
Eso último, señoras y señores, comienza a trasgredirse desde el lenguaje.

9.9.09

Algunos podrán decir con toda seguridad que no tienen problemas al momento de escribir. Yo no puedo decirlo.

Creo que el problema, la lucha, el esfuerzo, tiene más que ver con el decir que con el hacer. O una combinación de ambas. Estas palabras, cualquier palabra escrita, debería tener la posibilidad de decir todo lo que se quiere decir. Esa imposibilidad libera. Esa imposibilidad es frustrante.

Jamás podremos agotar los recursos para decirle a alguien Te amo.

Pero al mismo tiempo, luchamos (quienes quieren luchar, los demás están en operación automática al momento de escribir) porque lo que se dice mantenga su peso, sustancia, su dinámica de pensamiento. O quizás no.

Quizás el problema sea que dudamos. Escribir es dudar. Es enfrentarse a un emperador que te dice “puedo ser todo lo que tú desees,” y mantenerse en silencio. Apagado. Pensando en las mejores posibilidades de desear a ese emperador. A ese imperio. El imperio de los sentidos y las palabras que se usan para representarlo.

Los dibujantes no tienen este tipo de problemas. Aunque tienen otros.

Cuando escribo, sí, lo acepto, entro en una modalidad en la cual todo el universo de sensaciones, momentos, experiencias, ideas, todo el planteamiento del aquí y el ahora, se siente como un enorme compromiso por decirlo. Por explicar, por ejemplo, mis sentimientos en torno a los momentos históricos que vivimos.

Sí lo puedo hacer. Pero el dictado de la conciencia no me está pidiendo eso en estos momentos. Lo que me pide es disculparme porque no sé qué decir.

Es una experiencia terrible.

Y a la vez…no. Lo interesante de la escritura es que fácilmente lo que se dijo pudo no haberse dicho. Es como quedarse callado cuando estamos frente a una persona que nos hace la vida desagradable. Tenemos la opción, de mandarlo a chingar a su madre. O no.

1.9.09

Pocas cosas se adhieren al recuerdo activo del que emanan las narraciones de mi vida. Bruma. El sentimentalismo de una canción pasada de moda. Un beso marcado en una servilleta. Pistolas. Dos o tres memorias de cicatrices en codos y rodillas. El paso lento de un anciano que no nos deja proseguir con nuestro camino.

Pero son circunstanciales (como todo, incluyendo este huracán que llamamos país y que afuera le llaman México) y sólo podemos acceder a ellos con accidentes y despistes.

Aquí proclamo con los brazos en el aire la necesidad de defender nuestra capacidad para ver de reojo.

Eso no lo diría un agente secreto.

Pero quizá sí lo diría ese, el que se mantuvo en silencio, durante toda la procesión. Ese, está contando una historia.

27.8.09

Claro que no me pueden ver, digo, con el calor y ellos en la esquina, posiblemente esperando el camión, y yo esperando cruzar la calle en mi carro, viéndolos desde ahí, pues, no, no me pueden ver.
A veces me pregunto cuál es la necesidad de las historias en estos tiempos. En estos tiempos donde todo es prisa y decisiones rápidas, decisiones a la velocidad de un click, me pregunto si es necesario. ¿Qué necesidad humana, eminentemente humana tenemos de escuchar una historia, un relato, una anécdota, una idea un mundo compartido?
Digo, porque sigo pensando que hago lo que hago para satisfacer una necesidad, ya sea personal o colectiva, que hago esto que hago y que es contar historias por alguna razón más allá de la expresión de sentimientos.
Me pregunto si hay una necesidad humana detrás de los relatos.
¿Cuándo fue la primera vez que quedaste cautivado con una historia?
¿Fue en un libro?
¿Fue un documental?
¿Fue un abuelo o abuela que le brillaron los ojitos secos por unos cuantos minutos, mientras se deleitaban con el pasado, y con la posibilidad de reconstruirlo?
¿Fue un libro, algún fragmento de libro de texto gratuito?
¿Tienen memoria de alguna copia fotostática de un cuento o relato que los haya cautivado, a no decir que los haya removido por completo, que, incluso, los haya transformado?
No sé. Ejemplos hay muchos. Así como realidades sumamente abrumadoras, en esta, la realidad.
Me pregunto por ellos. Sí. Los que estaba viendo desde mi carro, mientras cruzaba la calle. Entre que esperaba el cruce de otro carro y avanzaba, vi una pareja. Los dos estaban de pie. Ella sostenía una sombrilla y él estaba parado un poco frente a ella, los brazos cruzados, un cierto estoicisimo, quizá producto del tremendo calor que hizo el día de hoy. Una pareja de chinos. Ella un poco más pequeña, él, sin embargo, no muy alto.
Se veían extraños.
No sé si yo soy el que les otorga una condición extraña. Y no es porque sean chinos. Sino porque son chinos en una ciudad que no pertenece a China. Y porque "significan."
Pero además, porque puedo considerarlos "detonantes." A partir de sus presencias yo puedo añadir las ausencias. Eso que llamamos relato. Puedo contar una historia sobre ellos. Con la intención de que dicha historia convenza, seduzca, haga surgir una suerte de comunión con un posible lector.
¿Y qué sucede con ese lector? ¿Es el mismo que existía hace mil años? ¿Seguimos siendo como él o ella?
¿pensamos igual que antes los relatos?
Lo siento, no puedo pensar desde la universalidad. No creo que haya una condición universal, de la que emanan las potencias de un relato. Debe haber algo más allá de una simple y pasada de moda categorización histórica. Ya no somos como antes. Get used to it.
Pero en el inter, sigo pensando: ¿tenemos hoy en día una necesidad para escuchar o leer historias?
Claro, nunca deja de sorprender algún tipejo que nos mantenga entretenidos una noche de juerga, cuando las cosas llegan a un punto armonioso y uno o dos personajes se convierten en los relatores de la noche. Sí, esto ha sucedido siempre, pero más que una condición universal es una condición animal, algo instintivo a nuestra naturaleza.
¿Se fijan como entro y vuelvo a hablar de los chinos, justo como lo voy a hacer ahora? Es por mi necesidad ridícula de mantener cierta tensión y suspenso. A veces se logra y a veces no. Es como los chistes.
Pero es que vuelvo a pensar en estos chinos. ¿Van a sus casas? ¿Viven juntos?
¿Qué pensarán acerca del estado actual de la economía mundial?
Probablemente platiquen esto en sus respectivas mesas. O probablemente platiquen acerca de las rutinas del día. O se entretengan viendo televisión china por Sky. Se bañen juntos en una pileta y se mantengan en completo silencio. Uno de ellos tiene un padre apostador. Juega al dominó chino por las noches. Llega tarde, aunque nunca demasiado tarde, y por más que la señora le reclama, él sigue cantando la misma canción: cambiaré.
O quizá el muchacho tenga una afición por la música. Raven, Anvil, o cualquiera de esas bandas metaleras de los ochenta, los pelos largos y el rimel corrido. Sueña con ser rockstar. Todos los chinos sueñan con ser rockstars.
Puedo hacer caso omiso de mis libres asociaciones y simplemente decir que este par de chinos solamente quieren llegar a sus respectivos trabajos, o la jornada se terminó y quieren regresar a sus casas. Y se acabó. End of story.
Pero eso dejaría de ser interesante.
Y creo que necesitamos las historias para hacernos sentir que la vida es interesante. Porque probablemente no lo sea. Es por ello que hay que embellecerla con un poco de aventura. Aunque sea la aventura más simplista del mundo, aunque sea el relato sobre un pétalo de flor o sobre las memorias de una solterona.
El truco es saber tranquilizar y perturbar en iguales porciones.

18.8.09

Este artículo sirve como complemento o añadido a unas observaciones que hice en una mesa a la que asistí como ponente, y en la cual se discutía sobre el "estado de la literatura actual," algo así como un diagnóstico para el siglo XXI, siglo del cual emanan tantas posibilidades de inscribirse en la atmósfera de la información, que difícilmente podemos detectar con la misma claridad del pasado, lo que está ocurriendo en el presente, ahí donde sólo somos una manada de animalillos pasmados que ve correr el tiempo, y quienes queremos escribir como oficio no hacemos más que maravillarnos por las cada vez mayores posibilidades de producir nuestros trabajos, aunada a las cada vez mayores posibilidades de que NADIE LEA ABSOLUTAMENTE NADA DE LO QUE ESCRIBES.
Chila paradoja.
Digo, ¿cuántas horas, días, semanas, meses, se necesitan para estar "al tanto" de lo que escribimos quienes escribimos, de opinar sobre lo que uno y otro hace?
¿Cuántas reseñas de libros no son más que apresuradas reflexiones hechas en torno a un documento que se mal leyó uno o dos días antes del deadline?
¿Y qué pasa con nuestra formación literaria, ahí donde se sugiere, por lo menos, un acercamiento sensible a las letras del pasado, donde se aglutinan los clásicos con los clásicos contemporáneos con las oscuridades para exquisitos con los mamotretos voluminosos?
Cualquiera que diga que está ocupando parte de su semana laboral en rumiar en torno a lo que escriben nuestros contemporáneos está blofeando tremendamente. O tiene demasiado tiempo libre, quizá sea paralítico, hijo de aristócratas excéntricos que viven en Las Bahamas, y con un buen fideicomiso como para dedicarse a perder el bendito y bellísimo tiempo.
Porque no se trata sólo de "saber" lo que uno u otro escritor escriben. Hay que reflexionar, darle tiempo de cocimiento a lo que se leyó, ponderar el rendimiento, criticar desde la distancia, pensar lento, no pensar rápido.
Y en el mejor de los casos, esa persona podrá darse cuenta que sí, efectivamente, hay una multitud de escritores buenos. Exponencialmente, incluso, hay más libros buenos que los que había en el pasado. Por cada obra culminante del siglo XX, se le unen ochenta en cada año que ha pasado en los últimos cinco, diez años. No tienen la contundencia que tuvieron esas obras del pasado reciente, pero igual, su factura, sus cualidades, creo, son mejores.
Esto es, y quizá sea demasiado atrevido, los que escriben a la Bukowski probablemente escriban mejor que Bukowski, por citar un ejemplo.
(OK, quizá no se aplique a obras como las de Borges, pero creo que me entienden. Y aun así, me atrevo a pensar que los escritores borgianos escriben una literatura mucho más sofisticada que las de su padre)
Y pues bueno...en ese esquema, ¿qué es lo que sucede cuando, aunado al enorme pero repentino ruido que hacen las novedades literarias de nuestro tiempo, tenemos una experiencia cada vez más empobrecida de lectura?
He aquí el artículo:

latimes.com
BOOKS & IDEAS
El arte perdido de la lectura
Esa implacable cacofonía que es la vida en el siglo XXI puede hacer que sentarse a leer un libro sea difícil, incluso para lectores asiduos, así como aquellos que son pagados para hacerlo.
Por David L. Ulin
9 de agosto, 2009
En algún momento el año pasado –no recuerdo dónde, exactamente—noté que me estaba costando trabajo sentarme a leer. Eso es un problema si haces lo que yo hago, pero es incluso mayor si eres el tipo de persona que soy. Desde que descubrí la lectura, siempre he estado rodeado por pilas de libros. Leí durante todos mis años de campamento de verano, la escuela, las noches, los fines de semana; cuando mi novia y yo nos fuimos de mochilazo por Europa después de graduarnos de la universidad, tuve que comprar una maleta para acomodar los libros que iba recolectando en el trayecto. Para ella, la parte más importante del viaje fue el hombre de Florencia que nos ofreció una visita guiada en Ufizi. Para mí, fue el descubrimiento fortuito de toparme con una caseta de libros en Londres cuyo dueño había sido el escritor escocés Alexander Trocchi, cuya obra, entonces y ahora, yo adoro. Después que nos casamos, cuatro años después, pasamos parte de nuestra luna de miel en Dollarton, afuera de Vancouver, British Columbia, visitando la playa donde Malcolm Lowry, autor de “Bajo el Volcán,” vivió por más de una década con su esposa Marjorie en una choza para paracaidistas.
En sus memorias de 1967, “Stop-Time,” Frank Conroy describe su iniciación en la literatura cuando adolescente en el Upper East Side de Manhattan: “Me tiraba en la cama…,” escribe, “y leía un Paperback tras otro hasta las dos o tres de la mañana…El mundo real se disolvía y era libre para perderme en la fantasía, viviendo miles de vidas, cada una más poderosa, más accesible y más real que la mía.” Yo conozco ese chico: creciendo en el mismo vecindario, yo era ese chico. Y siempre he leído así, aunque estos días, me encuentro impulsado por la idea de que, en su intimidad, esa atención de uno a uno que requieren, los libros ya no son libros para retirarse sino más bien para comprender e interactuar con el mundo.

Entonces, ¿qué pasó? No es una falta de deseo, más que una de voluntad. O no voluntad, para ser exactos, sino de enfoque: la habilidad para detener mi mente lo suficiente para habitar el mundo de otra persona, y dejar que esa persona habite el mío. La lectura es un acto de contemplación, quizás el único acto en el cual nos permitimos fusionarnos con la conciencia de otro ser humano. Poseemos los libros que leemos, animando la quietud en espera de su lenguaje, pero también nos poseen, llenándonos de pensamientos y observaciones, pidiéndonos que los hagamos parte de nosotros mismos. Eso era lo que estaba planteando Conroy con su recuento de la adolescencia, la manera como los libros nos hacen crecer al ofrecernos un acceso directo a experiencias que no son las nuestras. Para que esto funcione, sin embargo, necesitamos cierto tipo de silencio, una habilidad para filtrar el ruido.
Dicho estado es cada vez más elusivo en nuestra cultura sobre-entrelazada, en la que cada rumor y banalidad es bloggeada y “tweeteada.” Hoy en día, parece que no es la contemplación lo que buscamos, sino una especie extraña de distracción enmascarada como estar en lo de hoy. ¿Por qué? Por la illusion de que la iluminación se basa en la velocidad, que es más importante reaccionar que pensar, que vivimos en una cultura en la cual todo se encuentra pegado a cada trozo de tiempo.

Aquí tenemos mi problema de lectura en un santiamén, ya que los libros insisten que tomemos la posición contraria, que nos sumerjamos, que nos detengamos. “Después del 11 de septiembre,” escribió Mona Simpson como parte de una mesa redonda del “LA Weekly” sobre la lectura en tiempos de guerra, “No leía los libros por las noticias. Los libros, por su naturaleza, nunca son lo suficientemente nuevos.” Con esto, Simpson no quiso decir que había dejado de leer; más bien, en un momento en el que se sentía como si el tiempo se encontrara en Fast forward, dependía de libros que la devolvieran de la avalancha, para distanciarse del presente, como una manera de reconectarte con un sentido más elemental de quiénes somos.

Claro, la fuente de mi distracción es un tanto distinta: ni siquiera de gran significado sino por las comunes y repetidas trivialidades. Resulta que soy demasiado susceptible al tumulto de la cultura, el sonido y la furia que no significa nada. Durante muchos años, he leído, como E.I. Lonoff en “The Ghost Writer” de Philip Roth, principalmente en las noches –unas cuantas horas todas las noches, una vez que mi esposa e hijos se fueron a la cama. Estos días, sin embargo, después de pasarme horas leyendo e-mails y monitoreando llamadas telefónicas en la oficina, rastreando historias a través de incontables sitios en la web, encuentro difícil mantenerme en silencio. Tomo un libro y leo un párrafo; luego mi mente divaga y checo my e-mail, me pierdo en Internet, camino por la casa antes de volver a la página. O quiero hacer estas cosas pero no lo hago. Me obligo a permanecer quieto, seguir lo que sea que esté leyendo hasta que llega el momento inevitable que me entrego al flujo. Posteriormente llego ahí, pero unas noches me toma unas veinte páginas para entrar en el juego. Con lo que estoy luchando es con la invasión del zumbido, el sentido de que hay algo afuera que merece mi atención, cuando de hecho es la mayoría de las veces sólo una serie de trozos y fragmentos desconectados que se añaden a la ansiedad de la edad.

No obstante, hay tiempo, si queremos. La contemplación no es solo posible sino necesaria, especialmente a la luz de toda esa sobrecarga. En su reciente colección de ensayos, “The Winter Sun,” Fanny Howe cita a Simone Weill: “Uno debe creer en la realidad del tiempo. De lo contrario, uno solo está soñando.” Ese es el punto, precisamente, ya que sin tiempo perdemos el sentido de la narrativa, que es la conexión más esencial que tenemos con lo que somos. Vivimos en el tiempo; nos entendemos a nosotros mismos en relación con éste, pero en nuestra cultura, el tiempo se colapsa en un ahora siempre presente. ¿Cómo tomamos una pausa cuando debemos saber todo instantáneamente? ¿Cómo rumiamos cuando se espera que nosotros respondamos constantemente? ¿Cómo nos sumergimos en algo (una idea, una emoción, una decisión), cuando ya no tenemos la voluntad para darnos el espacio para reflexionar?

Aquí es donde entra la lectura –porque exige ese espacio, porque al extraernos del presente, restaura el tiempo para nosotros de manera fundamental. Se encuentra la experiencia en tiempo presente de la lectura, pero también la cronología de la narrativa, así como la de los personajes y el autor, todos los cuales cargan con sus propias relaciones con el tiempo. Se encuentra la fijeza del texto, el cual no cambia, haya sido escrito ayer o hace mil años. San Agustín escribió sus “Confesiones” en 397 D.C., pero cuando detalla su despertar espiritual, su intento por encontrar sentido frente a una existencia transitoria, la inmediatez de su añoranza borra la división temporal. “Parece que no puedo sentir a menos y que me encuentre alerta,” escribe Charles Bowden en su libro más reciente, “Some of the Dead are Still Breathing”, “y no me puedo sentir alerta a menos que me empuje más allá del punto en el que tenga control.” Eso es lo que la lectura puede ofrecer: una manera de eclipsar los límites, que viene siendo una forma de otorgar el control.

Aquí es donde se encuentra la paradoja, ya que al otorgar el control en cierta medida lo ganamos, al ser llevados al contacto con nosotros mismos. “Mi experiencia,” observó una vez William James, “es lo que yo decido atender” –una línea que Winifred Gallagher usa como epígrafe de “Rapt: attention and the Focused Life.” En el análisis de Gallagher, la atención es un lente a través del cual se considera no sólo la identidad sino el deseo. ¿Qué es lo que queremos ser, se pregunta ella, y cómo pasamos por ese proceso para ser en un mundo de opciones, distracciones y posibilidades ilimitadas?

Estas son preguntas elementales, y para mí, giran de vuelta a la lectura, al enfoque que requiere. Cuando era chico, quizá unos doce o trece años, mi abuela solía enojarse conmigo por asistir a las reuniones familiares con un libro. En aquel entonces, si hubiera tenido el lenguaje para ello, pudiera haber dicho que el mundo al interior de las páginas era más emocionante que el mundo exterior; estaba leyendo tanto para escapar como para adentrarme en algo. Todos estos años después, me encuentro en una posición no disímil, en la cual la lectura se ha convertido en un acto de meditación, con toda la dificultad y gracia que la meditación conlleva. Es más difícil que antes, pero aun así, yo leo.
URL: latimes.com/entertainment/news/arts/la-ca-reading9-2009aug09,0,4905017.story