18.8.09

Este artículo sirve como complemento o añadido a unas observaciones que hice en una mesa a la que asistí como ponente, y en la cual se discutía sobre el "estado de la literatura actual," algo así como un diagnóstico para el siglo XXI, siglo del cual emanan tantas posibilidades de inscribirse en la atmósfera de la información, que difícilmente podemos detectar con la misma claridad del pasado, lo que está ocurriendo en el presente, ahí donde sólo somos una manada de animalillos pasmados que ve correr el tiempo, y quienes queremos escribir como oficio no hacemos más que maravillarnos por las cada vez mayores posibilidades de producir nuestros trabajos, aunada a las cada vez mayores posibilidades de que NADIE LEA ABSOLUTAMENTE NADA DE LO QUE ESCRIBES.
Chila paradoja.
Digo, ¿cuántas horas, días, semanas, meses, se necesitan para estar "al tanto" de lo que escribimos quienes escribimos, de opinar sobre lo que uno y otro hace?
¿Cuántas reseñas de libros no son más que apresuradas reflexiones hechas en torno a un documento que se mal leyó uno o dos días antes del deadline?
¿Y qué pasa con nuestra formación literaria, ahí donde se sugiere, por lo menos, un acercamiento sensible a las letras del pasado, donde se aglutinan los clásicos con los clásicos contemporáneos con las oscuridades para exquisitos con los mamotretos voluminosos?
Cualquiera que diga que está ocupando parte de su semana laboral en rumiar en torno a lo que escriben nuestros contemporáneos está blofeando tremendamente. O tiene demasiado tiempo libre, quizá sea paralítico, hijo de aristócratas excéntricos que viven en Las Bahamas, y con un buen fideicomiso como para dedicarse a perder el bendito y bellísimo tiempo.
Porque no se trata sólo de "saber" lo que uno u otro escritor escriben. Hay que reflexionar, darle tiempo de cocimiento a lo que se leyó, ponderar el rendimiento, criticar desde la distancia, pensar lento, no pensar rápido.
Y en el mejor de los casos, esa persona podrá darse cuenta que sí, efectivamente, hay una multitud de escritores buenos. Exponencialmente, incluso, hay más libros buenos que los que había en el pasado. Por cada obra culminante del siglo XX, se le unen ochenta en cada año que ha pasado en los últimos cinco, diez años. No tienen la contundencia que tuvieron esas obras del pasado reciente, pero igual, su factura, sus cualidades, creo, son mejores.
Esto es, y quizá sea demasiado atrevido, los que escriben a la Bukowski probablemente escriban mejor que Bukowski, por citar un ejemplo.
(OK, quizá no se aplique a obras como las de Borges, pero creo que me entienden. Y aun así, me atrevo a pensar que los escritores borgianos escriben una literatura mucho más sofisticada que las de su padre)
Y pues bueno...en ese esquema, ¿qué es lo que sucede cuando, aunado al enorme pero repentino ruido que hacen las novedades literarias de nuestro tiempo, tenemos una experiencia cada vez más empobrecida de lectura?
He aquí el artículo:

latimes.com
BOOKS & IDEAS
El arte perdido de la lectura
Esa implacable cacofonía que es la vida en el siglo XXI puede hacer que sentarse a leer un libro sea difícil, incluso para lectores asiduos, así como aquellos que son pagados para hacerlo.
Por David L. Ulin
9 de agosto, 2009
En algún momento el año pasado –no recuerdo dónde, exactamente—noté que me estaba costando trabajo sentarme a leer. Eso es un problema si haces lo que yo hago, pero es incluso mayor si eres el tipo de persona que soy. Desde que descubrí la lectura, siempre he estado rodeado por pilas de libros. Leí durante todos mis años de campamento de verano, la escuela, las noches, los fines de semana; cuando mi novia y yo nos fuimos de mochilazo por Europa después de graduarnos de la universidad, tuve que comprar una maleta para acomodar los libros que iba recolectando en el trayecto. Para ella, la parte más importante del viaje fue el hombre de Florencia que nos ofreció una visita guiada en Ufizi. Para mí, fue el descubrimiento fortuito de toparme con una caseta de libros en Londres cuyo dueño había sido el escritor escocés Alexander Trocchi, cuya obra, entonces y ahora, yo adoro. Después que nos casamos, cuatro años después, pasamos parte de nuestra luna de miel en Dollarton, afuera de Vancouver, British Columbia, visitando la playa donde Malcolm Lowry, autor de “Bajo el Volcán,” vivió por más de una década con su esposa Marjorie en una choza para paracaidistas.
En sus memorias de 1967, “Stop-Time,” Frank Conroy describe su iniciación en la literatura cuando adolescente en el Upper East Side de Manhattan: “Me tiraba en la cama…,” escribe, “y leía un Paperback tras otro hasta las dos o tres de la mañana…El mundo real se disolvía y era libre para perderme en la fantasía, viviendo miles de vidas, cada una más poderosa, más accesible y más real que la mía.” Yo conozco ese chico: creciendo en el mismo vecindario, yo era ese chico. Y siempre he leído así, aunque estos días, me encuentro impulsado por la idea de que, en su intimidad, esa atención de uno a uno que requieren, los libros ya no son libros para retirarse sino más bien para comprender e interactuar con el mundo.

Entonces, ¿qué pasó? No es una falta de deseo, más que una de voluntad. O no voluntad, para ser exactos, sino de enfoque: la habilidad para detener mi mente lo suficiente para habitar el mundo de otra persona, y dejar que esa persona habite el mío. La lectura es un acto de contemplación, quizás el único acto en el cual nos permitimos fusionarnos con la conciencia de otro ser humano. Poseemos los libros que leemos, animando la quietud en espera de su lenguaje, pero también nos poseen, llenándonos de pensamientos y observaciones, pidiéndonos que los hagamos parte de nosotros mismos. Eso era lo que estaba planteando Conroy con su recuento de la adolescencia, la manera como los libros nos hacen crecer al ofrecernos un acceso directo a experiencias que no son las nuestras. Para que esto funcione, sin embargo, necesitamos cierto tipo de silencio, una habilidad para filtrar el ruido.
Dicho estado es cada vez más elusivo en nuestra cultura sobre-entrelazada, en la que cada rumor y banalidad es bloggeada y “tweeteada.” Hoy en día, parece que no es la contemplación lo que buscamos, sino una especie extraña de distracción enmascarada como estar en lo de hoy. ¿Por qué? Por la illusion de que la iluminación se basa en la velocidad, que es más importante reaccionar que pensar, que vivimos en una cultura en la cual todo se encuentra pegado a cada trozo de tiempo.

Aquí tenemos mi problema de lectura en un santiamén, ya que los libros insisten que tomemos la posición contraria, que nos sumerjamos, que nos detengamos. “Después del 11 de septiembre,” escribió Mona Simpson como parte de una mesa redonda del “LA Weekly” sobre la lectura en tiempos de guerra, “No leía los libros por las noticias. Los libros, por su naturaleza, nunca son lo suficientemente nuevos.” Con esto, Simpson no quiso decir que había dejado de leer; más bien, en un momento en el que se sentía como si el tiempo se encontrara en Fast forward, dependía de libros que la devolvieran de la avalancha, para distanciarse del presente, como una manera de reconectarte con un sentido más elemental de quiénes somos.

Claro, la fuente de mi distracción es un tanto distinta: ni siquiera de gran significado sino por las comunes y repetidas trivialidades. Resulta que soy demasiado susceptible al tumulto de la cultura, el sonido y la furia que no significa nada. Durante muchos años, he leído, como E.I. Lonoff en “The Ghost Writer” de Philip Roth, principalmente en las noches –unas cuantas horas todas las noches, una vez que mi esposa e hijos se fueron a la cama. Estos días, sin embargo, después de pasarme horas leyendo e-mails y monitoreando llamadas telefónicas en la oficina, rastreando historias a través de incontables sitios en la web, encuentro difícil mantenerme en silencio. Tomo un libro y leo un párrafo; luego mi mente divaga y checo my e-mail, me pierdo en Internet, camino por la casa antes de volver a la página. O quiero hacer estas cosas pero no lo hago. Me obligo a permanecer quieto, seguir lo que sea que esté leyendo hasta que llega el momento inevitable que me entrego al flujo. Posteriormente llego ahí, pero unas noches me toma unas veinte páginas para entrar en el juego. Con lo que estoy luchando es con la invasión del zumbido, el sentido de que hay algo afuera que merece mi atención, cuando de hecho es la mayoría de las veces sólo una serie de trozos y fragmentos desconectados que se añaden a la ansiedad de la edad.

No obstante, hay tiempo, si queremos. La contemplación no es solo posible sino necesaria, especialmente a la luz de toda esa sobrecarga. En su reciente colección de ensayos, “The Winter Sun,” Fanny Howe cita a Simone Weill: “Uno debe creer en la realidad del tiempo. De lo contrario, uno solo está soñando.” Ese es el punto, precisamente, ya que sin tiempo perdemos el sentido de la narrativa, que es la conexión más esencial que tenemos con lo que somos. Vivimos en el tiempo; nos entendemos a nosotros mismos en relación con éste, pero en nuestra cultura, el tiempo se colapsa en un ahora siempre presente. ¿Cómo tomamos una pausa cuando debemos saber todo instantáneamente? ¿Cómo rumiamos cuando se espera que nosotros respondamos constantemente? ¿Cómo nos sumergimos en algo (una idea, una emoción, una decisión), cuando ya no tenemos la voluntad para darnos el espacio para reflexionar?

Aquí es donde entra la lectura –porque exige ese espacio, porque al extraernos del presente, restaura el tiempo para nosotros de manera fundamental. Se encuentra la experiencia en tiempo presente de la lectura, pero también la cronología de la narrativa, así como la de los personajes y el autor, todos los cuales cargan con sus propias relaciones con el tiempo. Se encuentra la fijeza del texto, el cual no cambia, haya sido escrito ayer o hace mil años. San Agustín escribió sus “Confesiones” en 397 D.C., pero cuando detalla su despertar espiritual, su intento por encontrar sentido frente a una existencia transitoria, la inmediatez de su añoranza borra la división temporal. “Parece que no puedo sentir a menos y que me encuentre alerta,” escribe Charles Bowden en su libro más reciente, “Some of the Dead are Still Breathing”, “y no me puedo sentir alerta a menos que me empuje más allá del punto en el que tenga control.” Eso es lo que la lectura puede ofrecer: una manera de eclipsar los límites, que viene siendo una forma de otorgar el control.

Aquí es donde se encuentra la paradoja, ya que al otorgar el control en cierta medida lo ganamos, al ser llevados al contacto con nosotros mismos. “Mi experiencia,” observó una vez William James, “es lo que yo decido atender” –una línea que Winifred Gallagher usa como epígrafe de “Rapt: attention and the Focused Life.” En el análisis de Gallagher, la atención es un lente a través del cual se considera no sólo la identidad sino el deseo. ¿Qué es lo que queremos ser, se pregunta ella, y cómo pasamos por ese proceso para ser en un mundo de opciones, distracciones y posibilidades ilimitadas?

Estas son preguntas elementales, y para mí, giran de vuelta a la lectura, al enfoque que requiere. Cuando era chico, quizá unos doce o trece años, mi abuela solía enojarse conmigo por asistir a las reuniones familiares con un libro. En aquel entonces, si hubiera tenido el lenguaje para ello, pudiera haber dicho que el mundo al interior de las páginas era más emocionante que el mundo exterior; estaba leyendo tanto para escapar como para adentrarme en algo. Todos estos años después, me encuentro en una posición no disímil, en la cual la lectura se ha convertido en un acto de meditación, con toda la dificultad y gracia que la meditación conlleva. Es más difícil que antes, pero aun así, yo leo.
URL: latimes.com/entertainment/news/arts/la-ca-reading9-2009aug09,0,4905017.story

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