15.6.10

Como un homenaje al recientemente fallecido narrador estadounidense David Markson, posteo esta entrevista. Hay algunos puntos interesantes, sobre todo con respecto a su proceso de escritura. Enjoy.

(Y para los que no lo conocen: look him up.)

Una conversación con David Markson
Por Joseph Tabbi

(libre traducción)


JOSEPH TABBI: Las personas encuentran que es interesante que fuiste muy amigo con varios escritores importantes cuando eras muy joven, mucho antes que hubieras escrito algo.

DAVID MARKSON: Ah, bueno, esto fue principalmente con [Malcolm] Lowry. Él es el del aura exótico, toda esa legendaria tomadera, viviendo en las afueras…

JT: Lo visitaste allá en British Columbia. ¿Se quedó contigo unas semanas en Nueva York?

DM: Escribí una reminiscencia al respecto, sí. Se encuentra hasta el final de mi estudio crítico de “Bajo el volcán,” como apéndice. Y se ha reimpreso un número de veces.

JT: ¿Cómo surgió la relación?

DM: Inicialmente por correspondencia. Un amigo me dio a leer la novela, en mi último año en la universidad. En Union, en Shenectady. Simplemente me tumbó de la silla. Más o menos en el lapso de un par de años, la leí probablemente media docena de veces. Y luego finalmente le envié una carta que decía Dios sabe qué, sé mi padre o alguna estupidez similar. Pero evidentemente, como que tocó un nervio, ya que una de las primeras cartas que recibí como respuesta fue de veinte o más páginas.

JT: ¿Se encuentra en las “Cartas selectas” de Lowry?

DM: Sí, creo que sí. Claro, algo que no sabía en aquel entonces era que Lowry había escrito el mismo tipo de carta que yo, cuando era más joven, incluso, dirigida a Conrad Aiken. De modo que estaba listo para simpatizar con esa “identificación” que alguien puede sentir por un libro.

JT: Mencionaste tu estudio crítico de “Bajo el volcán.” ¿Pero no hiciste una tesis de maestría sobre ésta en Columbia mucho antes?

DM: Mientras estábamos en contacto, pero antes de conocerlo, sí. En 1951.

JT: Lo que quiere decir que fue sólo cuatro años después de haberse publicado la novela. ¿No es eso raro, un texto académico sobre un escritor completamente “nuevo” sin un cuerpo de crítica que verificase su estatus?

DM: De hecho, tuve que circular por los alrededores del departamento de literatura, tocando puertas y buscando a alguien que aprobara el proyecto. Recuerdo el rechazo de Lionel Trilling en particular: “¿De qué se trata toda esa borrachera?” Todo mi objeto fue el de explicar justo eso, obviamente, pero decidí encontrar una corriente menor desde la cual podría sostenerme. Finalmente, William York me dio la aprobación.

JT: Sin embargo, esto hace surgir una pregunta de tipo distinto. “Bajo el volcán” no es tu típica novela tradicional. ¿Qué tipo de aprendizaje o antecedente tenías que te llevó a sentirte capaz de confrontar el reto de interpretar algo tan difícil?

DM: A decir verdad, no estoy seguro que tuviera una idea real en torno a lo que me estaba metiendo, o si cualquiera de nosotros lo hace, la primera vez que somos seducidos por un libro de ese tipo. Aunque Joyce ciertamente nos enseña, para empezar. Por lo cual quiero decir que todos aprendemos rápidamente con “Ulises” que no podemos simplemente leer la novela en sí, sino que tenemos que apoyarnos en algunas de las muletas críticas.

JT: ¿Pero tú no tenías ninguna muleta?

DM: Ah, bueno, pero siempre hay claves en el mismo texto –esta referencia a aquello que lleva a los patrones que comienzas a trazar. En un nivel, me impresioné bastante conmigo mismo, sorprendido de lo que sí conocía. Y evidentemente impresioné a unas cuantas criaturas más, ya que seguí escuchando que la tesis había sido plagiada por estudiantes de todos lados. Luego también, cuando me senté años después a convertir ese primer trabajo en un libro completo. Casi me resultó embarazoso de lo poco que había visto, después de todo.

JT: No mucho después de esa tesis original sobre Lowry, estuviste haciendo bastante proselitismo para “The Recognitions” también, ¿no?

DM: Supongo que te vuelves adicto a cierto tipo de escritura. Hay muy poca en existencia, Dios sabe porqué. Sin embargo, no estoy muy seguro qué tanto “proselitismo” hice para Gaddis. Excepto, claro, el que consistió en andar insistiendo con mis amibos en las esquinas.

JT: Pero entiendo que fuiste muy directamente responsable de la reimpresión del libro, también…

DM: Evidentemente lo fui. Es una historia chistosa, de hecho. Vivía en México, y alguien –bueno, el viejo Aiken, de hecho—le dio mi dirección a Aaron Asher, quien era el editor de Meridian Books en aquel entonces. Lo recogí a él y a su esposa en su hotel y los llevé a donde Elaine y yo vivíamos –en las afueras de la ciudad de México—para cenar y luego estuvimos tres horas completas hablando sin parar sobre Gaddis. Finalmente, Aaron dio su brazo a torcer, diciéndome, “¡Por favor, por favor, prometo que leeré esa maldita cosa en cuando llegue a casa! Pero ahora, ¡Háblanos sobre algún lugar donde podamos ir, y qué ver en México, por Dios santo!”

JT: Y luego lo publicó. ¿Gaddis supo de ese ímpetu?


DM: Esto también es chistoso. “The Recognitions” surgió en 1955. La leí dos veces cuando salió, y luego escribí a Gaddis una carta. Es quizás la única otra carta que he escrito a un autor que no conocía, pero fue completamente distinta a la que había escrito a Lowry. En este caso, estaba enfurecido por las reseñas horripilantes y simplemente quería decirle al tipo que los mandara al demonio, y que había algunos de nosotros que sí vimos lo que logró. Nunca tuve respuesta, aunque eventualmente escuché de segunda mano que Gaddis había estado muy deprimido en la época como para enviarme algo. O que finalmente decidió que era demasiado tarde. Pero luego, en 1961, no mucho después del incidente con Asher, escuché algo. Esto fue seis años después del hecho, una larga carta que comenzaba con algo como “Querido David Markson, ¡si puedo atreverme a responder tu carta de junio de 1955!” Y que finalmente terminaba diciendo que Asher estaba de hecho a punto de hacer una primera reimpresión.

JT:¿Sé que te hiciste amigo de él posteriormente?

DM: De vuelta aquí en Nueva York, sí. El periodo en que nos vimos más debió haber sido en los siguientes diez o quince años.

JT: ¿También conociste a Jack Kerouac en ese periodo?

DM: En realidad no muy bien. Y extrañamente, mi conexión con Kerouac no comenzó como alguna suerte de relación “literaria”, aunque de hecho es ese tipo de cosas que sólo ocurren en Nueva York. En realidad, era un viejo amigo de mi vecino, un ingeniero de sonido llamado Jerry Newman, con el que había estado escuchando mucho jazz. Elaine y yo éramos cercanos a Jerry, también, y Jack esencialmente pasaba de un departamento a otro cuando estaba en la ciudad –o si Jerry no estaba usaba nuestro sofá.

JT: Considerando las fechas de las que estamos hablando, ¿supongo que no estaba en la mejor condición?

DM: Mal, mal. Extremadamente deprimido, siempre borracho. Y de alguna manera asombrosamente aislado. Recuerdo haber recibido una llamada muy noche, de un cantinero que yo conocía en el White House Tavern que me decía que había “alguien” ahí que dice que su nombre era Jack Kerouac, y que está completamente borracho, pero que también dice que se está quedando en tu casa y que si podía recogerlo. Claro que era Jack. A medio trago de un colapso total, y completamente solo. Me parecía una tristeza. Aunque nunca pude llegar a él lo suficiente como para resolverlo. Y luego unos años después se murió.

JT: ¿También conociste a Dylan Thomas?

DM: Ahí también, menos que íntimamente. Aunque esto fue por vía de Lowry, también. El nombre de Mac surgió en lo que de otra manera hubiera sido muy posiblemente sólo un encuentro casual, que llevó a otras tardes juntos. Dios, ha sido hace tanto tiempo. Escribí un texto para el Village Voice en el vigésimo aniversario de su muerte –y ya nos estamos dirigiendo al cuarenta aniversario.

JT: Todo lo cual me regresa a mi primera pregunta, sin embargo. Durante todo ese tiempo, ¿tú no habías escrito nada?

DM: En realidad algunas cosas comerciales, después de un tiempo. Hice un número de cuentos, incluyendo unos cuantos Westerns, la mayoría de las veces para revistas de las que nadie ha escuchado ya, y muchas veces bajo seudónimo. Y luego tres novelas de crimen, originales de Paperback.

JT: Pero estabas en tus treinta y tantos años antes de que comenzaras a publicar narrativa seria. ¿Por qué el comienzo tan tardío?

DM: Igualmente podrías preguntar porqué tan poca producción desde entonces. Honestamente no lo sé. Mi padre lo hubiera llamado flojera de corral y probablemente no estaría muy alejado de la verdad. Al principio pudo haber un elemento de miedo en ello, muy probablemente lo había. Pero incluso ahora tengo un cuerpo de obra moderadamente aceptable tras de mí con el que puedo estar durante meses, a veces hasta años, sin escribir una sola palabra. Y claro, me quedo perplejo, desconcertado por aquellas personas que parecen publicar un libro nuevo cada diecinueve días. Hay una especie de compulsión en eso, o de necesidad, que simplemente yo no poseo en ningún grado.

JT: Pero igual, siempre hay alguien como Djuna Barnes que puede tomarse como modelo.

DM: Gracias, sí. Otra escritora que amé con todo cariño, por cierto –o en “Nightwood,” en cualquier caso—y que llegaron hasta los noventa años con nada que llegara a aproximarse a una producción masiva. Incidentalmente, sin contar los periodos fuera del país, nunca viví más de media docena de cuadras de ella, durante unos treinta años, aquí en el Village, pero que yo sepa nunca vi a esta mujer.

JT: ¿Sigue siendo una excepción, no obstante?

DM: Repito: no tengo una respuesta verdadera.

JT: En alguna parte de “Going Down,” tu personaje Steve Chance llega a comentar acerca de las personas que producen “libros innecesarios.”

DM: Ese es un factor posible, sí. Toda esa, digamos, mismidad, con tantos de esos tipos de un-libro-al-año. Para bien o para mal unas cuantas de mis propias obras han sido un tanto radicalmente distintas, las unas de las otras, incluso estilísticamente. Lo cual entonces ayuda a explicar porqué han vendido tan poco –ya que evita que los lectores puedan lograr una aproximación cómoda al asunto.


JT: Entiendo que incluso tuviste dificultad de publicar algunos de estos libros.

DM: Ni me lo recuerdes. Incluso “The Ballad of Dingus Magee,” por más inocuo que haya sido ese menjuje. Pero tuvo veintidós rechazos. La explicación que se daba es que nunca había existido tal cosa como un Western satírico antes. Por otro lado, “Going Down” y “Springer’s Progress” estuvieron bien. Pienso que la primera fue botada una vez, y “Springer” se fue a cuatro o cinco lugares simultáneamente, de los cuales dos la quisieron.

JT: En realidad estaba pensando en “Wittgenstein’s Mistress.”

DM: Sí, lo sabía. Sospecho que estableció un record. Durante años, el mayor número de rechazos que llegué a escuchar fueron treinta y seis, por “The Ginger Man.” Luego leí en la biografía de Deirdre Bair que “Murphy” tuvo unos cuarenta y dos. “Ironweed” tuvo una docena, según recuerdo, y una vez le comenté bromeando a Bill Kennedy mientras estaba en lo de “Wittgenstein” que, si los rechazos eran una señal de calidad, entonces mi obra ya era el doble de buena que la suya. Pero luego dejé a Donleavy y a Beckett muy atrás.

JT: ¿Más o menos de cuánto estamos hablando?

DM: Casi hasta me da coraje anunciarlo. Cincuenta y cuatro.

JT: ¿Para una novela así de bien pensada? ¿Qué no hubo un solo editor de entre cincuenta y cuatro capaz de ver “algo” en ella?

DM: Obviamente no todo era blanco y negro. Sí, como un tercio no les gustó para nada, y quizá otro tercio lo hicieron inadvertidamente evidente que no entendían ni una palabra. Y sí, lo acepto, no puedes culpar las respuestas totalmente negativas –o las insípidas tampoco, ya que esas corresponden más o menos con el porcentaje de los editores que sabes que son estudiantes que sacan ochos, para comenzar. Pero es el otro tercio el que realmente causa dolor. Digo, cuando las cartas prácticamente suenan como citas para el Premio Nobel –“brillante,” “veinte años adelantado a su tiempo,” “nos honra que haya pensado en nosotros”…

JT: ¿Y?

DM: El golpe predecible, claro. No se venderá. O lo que es peor, no pudimos pasarla más allá de los vendedores. Reconocer de hecho que esos semiletrados no sólo participan en el proceso editorial, sino que dictan sus decisiones. Dios mío santo.

JT: ¿Cuánto tuvo que pasar?

DM: Algo así como cuatro y medio años. Hubiera tomado infinitamente más tiempo si el libro no hubiera sido frecuentemente enviado a lugares distintos al mismo tiempo.

JT: ¿Cómo mantuviste tu salud mental bajo tales circunstancias? Particularmente cuando tú mismo tienes que saber lo que habías escrito.

DM: A veces llegas hasta el maldito límite, créeme. Una reacción que me ayudó “inmensamente” fue la de Ann Beatie. Ella había sido la primera persona a la que le había mostrado el manuscrito, de hecho, principalmente porque sabía que si me hubiera ido de boca en cualquier parte ella hubiera sido lo suficientemente fuerte como para decírmelo sin ambages. En vez de esto, me marcó el día siguiente, en lo que probablemente puede ser la llamada telefónica más inolvidable que jamás haya recibido. Bueno, tú has visto la nota publicitaria que puso en el libro después.

JT: “Tan deslumbrante como Joyce” y “una obra maestro absoluta,” sí.

DM: Gordon Lish me animó también. Quiso llevarla a Knopf, y no pudo pasarla, pero le preocupaba lo suficiente como para pedirla e intentar de nuevo por lo menos dos veces. Además, difícilmente puedo dejar de lado a Elaine. El amor no ha tenido un agente más grande que ella, que fuera capaz de enviar un manuscrito cincuenta y cuatro veces, para un ex marido.

JT: Lo que me gustaría hacer a continuación es pasar a las novelas. Quizás los orígenes de cada una, ¿lo recuerdas?

DM: De hecho, con “Dingus Magee” tenía la intención de que fuera una novela de género comercial, por lo menos antes de que me sentara en la máquina de escribir. He mencionado haber escrito Westerns para revistas. “Going Down” ya se encontraba en el cajón –un borrador de principio a fin, e incidentalmente dos veces más largo que como terminaría la versión final—pero no estaba llegando a ningún lado y pensé que podría obtener un poco de dinero para la renta. Pero luego, no había terminado de sacar la portada de la máquina cuando me di cuenta que estaba en problemas. Lo que ocurrió fue que descubrí que me aburría toda la idea –de modo que estaba poniendo de cabeza a todo el mito. Todo mundo cobarde o un incompetente, todas las mujeres poco apetecedoras, ese tipo de cosas. Sin mencionar que me hallé a mí mismo escribiendo en una suerte de variación lúdica de prosa faulkneriana también, como si quisiera ver si se puede usar esa misma sintaxis compleja al tratar con un absurdo tan patente.

JT: ¿En otras palabras, adiós la narrativa de género?

DM: Así es. Pero no creo que haya tenido tanta diversión con un libro, a decir verdad. “Springer’s Progress” es una novela extremadamente ingeniosa a su manera, pero hay una suerte de ingenio de una-línea-a-la-vez a la que sólo podía llegar por medio de una revisión exhaustiva. Con “Dingus” mi mente se mantenía adelantada a mi máquina de escribir, inventando esas situaciones profanas e hilarantes que nunca sabía que terminarían en la historia. Y de hecho, escribí el libro en unos cuantos meses –cuando normalmente me toma esa cantidad de tiempo dejarle una nota al cartero.


JT: ¿Puedes hablar un poco más acerca de ese asunto de que “Going Down” la pusiste de lado?

DM: “Dingus” salió en 1966, aunque por alguna razón su copyright es del año anterior, y “Going Down” fue de 1970. Pero un esbozo anterior, un par de escenas sobre una muchacha sola en Nueva York, habían sido escritas, más o menos, allá por 1957. Luego en México, envié eso a un centro de escritores que le daban becas tanto a americanos como a mexicanos, y obtuve una beca por un año de trabajo. Ahí fue cuando hice esa versión completa de más o menos unas setecientas páginas, desde el verano de 1960 hasta el verano de 1961. Luego fui revisándolo de vez en vez –la mayor de las veces nada—durante la siguiente década, en Nueva York y durante un tiempo en Londres, donde vivimos en 1967 con algo del dinero de aquella horrible cinta que se hizo de “Dingus Magee.” Luego escribí el borrador final de vuelta a aquí, más o menos en un año, en 1968 y 1969.


JT: ¿Fueron esas primeras escenas esbozadas sobre la muchacha los orígenes del personaje que llamas Fern?

DM: Sí, lo eran. Se convirtieron en los flashbacks de Nueva York en los cuales conoce a mi hombre Steve. Pero para cuando comencé la versión más larga sentí que ya tenía bastante controlado lo de México –viví ahí dos años completos antes de obtener esa beca—de modo que monté el resto allá.

JT: Particularmente con personas que saben de tu relación, ¿alguna vez has sido acusado de tomar prestado de Lowry en ese sentido?

DM: Pues, quizá una o dos reseñas superficiales, no lo recuerdo. Pero en buena medida son dos Méxicos, sustantivamente distintos, a decir verdad. El de Malcolm está lleno de esa “historia negra, melancólica,” ese tipo de cosas, mientras que mi trabajo está más apegado a la realidad ordinaria. Por lo menos parte del tiempo en “Going Down,” una letrina puede ser un lugar para orinar y no necesariamente para contemplar la eternidad. De hecho, cuando pienso en retrospectiva, no estoy muy seguro dónde encontré las agallas para escribir aquellos capítulos desde el punto de vista de campesinos mexicanos analfabetas –y no obstante, estoy casi convencido de que yo los traje. El mejor cumplido que llegué a recibir en torno al libro, posiblemente, vino de una amiga mexicana, una mujer, que estaba casi enojada por descubrir que presté tanta atención a cosas, cuando parecía aparentar que durante tres años no hacía más que beber demasiado.

JT: ¿Y qué me dices de la presentación de Steve? Toda esa lejanía, la intelectualidad aguda –¿hay incluso un toque de Gótico, quizás?

DM: Es difícil recordar. Pude haber tenido demasiado Dostoyevsky en mi mente, quizás. Él cambió su nombre de Steve Chazen a Steve Chance, y casi sospecho que en un momento jugué con la noción de convertirlo originalmente en Steve Rogin.


JT: ¿Debo estremecerme? ¿Satvroguin, de “Los Demonios”?

DM: Créeme, yo me estremecí rápidamente para descartar la noción. Aunque de hecho una vez que alguien me preguntó de qué trataba la novela –digo, cuando seguía escribiéndose—sí le dije con poca seriedad de que se trataba de una versión modernizada de lo que Dostoievsky dejó, ese enorme hoyo que no puedes más que notar en el fondo del libro, cuando Stavroguin ha estado fuera del escenario. Con poca seriedad, reitero. Aunque se me haría difícil decir que de donde el resto de esa abstracción y turbiedad realmente vino de Steve. Un poco de “Hamlet” filtrado, posiblemente. Pienso que se alude a ello muchas veces.

JT: En términos generales de estilo, ¿habría posiblemente algo de Faulkner que no se hallaba derramado un poco?

DM: Posiblemente, en algunas partes de la narración externa. Probablemente, de hecho. Y posiblemente/probablemente algo de Joyce y de Lowry en los aspectos interiores –o quizás Faulkner, nuevamente, de la sección de Quentin en “El sonido y la furia.” Y quizás algunos toques de Gaddis en los diálogos. Olvidé dónde dije esto, pero creo que me han citado en alguna parte indicando que prefería escribir prosa que haga algo, y ser acusado de mis orígenes, que ser acusado de nada porque mi prisa no hace nada tampoco. Obviamente, uno espera lo más posible que estés asimilando, de crear tu propia mezcla. Yo sé que llegué infinitamente más lejos que aquellas personas en mis siguientes dos libros, aunque también sé hasta qué punto algunos de ellos seguían siendo el pozo desde el cual generaba mis enunciados. ¿Puede alguien pensar en una mezcla más formidable que la de Faulkner? Y no obstante, hubo un tiempo en que yo hubiera estado dispuesto a apostar qué novelas de Conrad estaba leyendo cuando hizo algunas de sus novelas. Y acabo de nombras una más de él que jamás pudiera haberse escrito si “Ulises” no hubiese aparecido doce años antes.

JT: Platícame de los orígenes de “Springer’s Progress.”

DM: Esa la puedo señalar con exactitude. Alguien murió. Una vieja novia, a la que llamé Maggie Oldring en el libro. Habían pasado años, años, desde que anduvimos juntos, y no tenía idea de lo importante que ella seguía siendo en mi vida. O mejor dicho, qué tan importantes eran los recuerdos –algunos de los mejores de mi juventud, todos esos sueños—y en Nueva York, por si fuera poco. Evidentemente, ni siquiera me di cuenta cuando murió, hasta que me volví conciente de que incluso semanas después las personas me decían que me veía como si hubiera visto a alguien atropellado por un camión. De modo que me senté y comencé a trabajar. Es una figura menor en la novela, en realidad, y el libro no es nada si no es que artificio –es todo lenguaje—y no obstante, en su corazón, para mí, por lo menos inicialmente, se encontraba esa pérdida, esa tristeza. Imagínate nomás.

JT: Ya que estás aceptando cierto elemento autobiográfico en el libro, ¿será de algún valor para el lector saber quiénes eran los personajes originales?


DM: Para nada. De cualquier forma, la naturaleza misma de la manera como trabajo hace del concepto de autobiografía algo con muy poco sentido. Aun si llegas a pensar en dichos términos, ya estás inventando para beneficio de la estructura, de un “relato” elemental, en tus primeros borradores. Y entonces, en ese libro en particular, cada uno de esos capítulos cortos fueron revisados interminablemente, algunos hasta treinta veces, más seguramente menos de dieciocho o veinte. De modo que, ¿qué tipo de “personas reales” terminarían hasta ese punto?

JT: Ahí se encuentra el mismo Springer. ¿No son sus hábitos de trabajo similares a los tuyos?

DM: Si quieres decir en la medida en que él generalmente no trabaja, como ya lo he reconocido, desafortunadamente sí.

JT: Me refiero a cuando sí lo hace. Una vez que comienza su propia novela, la gente queda repetidamente impresionada con la rapidez en la que escribe, pero sigue insistiendo que es de alguna manera casi analfabeta.

DM: Ese es un dato también, sí. Casi siempre, literalmente arrojo las cosas lo más rápido que se pueda escribir a máquina –sin ningún pensamiento en torno a algo excepto la sustancia misma. Nadie en realidad me cree, pero la mayoría honestamente se lee justo como fue saliendo del barco.

JT: ¿Y el propósito es…?

DM: En cierta medida, siento que siempre tengo que “arrojarlo todo” de principio a fin. De modo que pueda ver la arquitectura –para ver si se trata de un libro. Luego reviso palabra por palabra durante todo el tiempo que sea necesario.

JT: ¿Hay acaso novelistas que revisan conforme avanzan?

DM: Muchos, seguramente. Aunque obviamente implica un sentido mucho más amplio de control directo que el que he sentido. ¿Qué sucede cuando tomas un giro inesperado en el camino, y tienes que descartar un folder gordo lleno de páginas? Dios sabe, prefiero hacer eso con trabajos con los que todavía no haya agonizado.

JT: ¿Pasamos entonces a “Wittgenstein’s Mistress,” los orígenes de esta?

DM: Resulta que es más complicada que las otras. Y por cierto, es una de esas raras instancias en las que sí revisé muy pronto, más o menos unas 125 páginas, que posteriormente tuve que tirar. Pero comenzó primero como un cuento. Algo de lo que no me había dado cuenta hasta hace poco, es que fue muy parecido al comienzo de “Going Down.” Una mujer, esencialmente solitaria. Obviamente, es un tema que me atrapa, Fern durante todos esos años y luego esta mujer que llamo Kate aquí. En un relato titulado “Healthy Kate,” aunque el título, claro está, era irónico. Estaba a mediados de su vida, una buena artista pero que adolecía de una falta de reconocimiento, por el recuerdo de un hijo que murió hace mucho, también atrapada en tu clásica relación con un hombre casado que obviamente no iba a ningún lado. El relato funciona bien, pero me dejó con una sensación de que había más en ello. Finalmente, comencé a empujar el concepto central, la idea de la soledad, y articulé la metáfora más extrema que pudiera imaginarme –literalmente la de convertirla en la única persona en la tierra.

JT: ¿Lo cual se convirtió en la “Amante de Wittgenstein”?

DM: Excepto que no del todo. Esto te sonará ridículo o medio de ciencia ficción en una síntesis, seguramente, pero primero comencé una novela en la que la mujer en realidad se despertó para descubrirse en esa situación. Sola, todo el mundo vaciado. No entraré en detalles sobre cómo lidié con ello –que baste con decir que pensé que funcionaba—pero lo que siguió fue una narración directa en primera persona de los siguientes ocho o diez meses de su vida, todo el pánico, la descreencia natural, el terror sobre quién más pudiera estar allá afuera, si es que acaso había, el ajuste gradual a todo eso. En la medida que ella pudiera ajustarse. Y claro, con un interminable cuestionamiento de la realidad también. Y/o de la locura. De modo que cuando la llevé a través de su primer invierno aislado y nevado, casi se volvió loca. Completamente segura de que vio a Modigliani paseando por los alrededores nevados en pantaloncillos de Bermuda, encontrándose con Brahms tocando el piano en un restaurante, ese tipo de cosas. Pero luego, un buen día, quién lo iba a decir, llegó la primavera. El punto es que, hasta ese momento, de que ella pudo sobrevivirlo. Fin de la primera parte. Luego iba a saltarme hasta diez años después. Mi misma mujer, pero con la mayoría de esos temores olvidados, simplemente viviendo la situación, lidiando con ella, psicológicamente alimentándose de lo que fuera capaz de sostener el equilibrio. Pero para volver a ese tema del esfuerzo desperdiciado por unos minutos, esta vez escribí la primera sección por alguna razón, en vez de inmediatamente comenzar la segunda mitad me detuve para revisar. Más o menos unos ocho meses, esas 125 páginas que ya mencioné. Hasta, pero sin incluir, ese último capítulo alucinante. Luego resultó que dejé Nueva York, para irme a East Hampton durante el verano y cuando llegué decidí usar el cambio de aires para entrar después de todo a la segunda mitad. Y luego supe, lo supe, en menos de dos o tres días, que ese era el libro. Su totalidad. De repente, ahí estaba, así de abierto, la mujer “declarando” que estaba sola pero con nada en el texto que lo verificara, y todo tan improbable para el lector –abriendo las cosas para todo tipo de cuestiones infinitamente más sutiles de la realidad que los que hubiera sido capaz de lidiar de la otra manera. En un nivel, estaba muerto de miedo, preguntándome cómo podía salirme con la mía, con algo tan ambiguo –pero simplemente me “encantó”. Y mientras tanto, claro, todo tipo de incidentes a los que la mujer se refiere como que ocurrieron en la década pasada –tales como, veamos, montar todas sus pinturas para exhibirlas en el Museo Metropolitano, o aprendiendo cómo cambiar de un auto abandonado a otro cuando se topaba con obstrucciones en la calle—todo eso realmente ocurrió en la sección que estaba descartando, pero claro, ahora aparentemente como mucha más irrealidad inventada por ella. Además, tenía la cabeza llena de personas como Wittgenstein y Heidegger en aquel entonces, quienes ahora podía usar con respecto a todo tipo de significados añadidos –de la misma manera como ella se cuestionaba a sí misma. Vaya foco proverbial encendido en tu cabeza. Excepto que también me sentía bastante fuera de mis sentidos al mismo tiempo, por haber durado tanto tiempo para llegar ahí. O quién sabe, quizás cada minuto de esos primeros trabajos fueron necesarios.

JT: ¿Qué hiciste con las secciones descartadas?

DM: El cuento se publicó, ese se sostiene por sí mismo. El resto se encuentra en la cima de un estante, en alguna parte, pero sospecho que lo destruiré.

JT: ¿No tendrá quizás algo de valor para los especialistas?

DM: Posiblemente. Si la novela llega a tener una vida sostenida. Pero lo que me temo es que un loco crítico futuro pudiera unir las dos –es el tipo de sandez de las que son capaces los críticos –y claro, el libro tal y como fue publicado es el libro. El otro montón no tiene nada que ver con éste.

JT: Platícame acerca del título

DM: Originalmente la iba a llamar “Wittgenstein’s Niece.” Sin saber, claro, que Thomas Bernhard eventualmente publicaría algo llamado “Wittgenstein’s Nephew.” Pero incluso antes de que lo presenté, sabía que tendría suficientes problemas para encontrar un editor tal y como estaba –difícilmente la cantidad que de hecho tenía, pero algo—de modo que, al no querer agravar la dificultad la cambié a “Keeper of the Ghosts.” Que es algo que tomé de Lowry, por cierto, de un personaje llamado “Ghostkeeper.” Pero una vez que el manuscrito terminó en manos de una pequeña editorial que no se iba a preocupar por el valor del reconocimiento, en Downers Grove, Illinois, o entre los cabezas de chorlito en una conferencia de ventas, me regresé a lo de Wittgenstein. “Mistress” (amante) había estado en la misma lista de ideas que “Niece,” y decidí entonces que me gustaba más.

JT: ¿Y quiere decir básicamente que tu heroína es la amante del pensamiento de Wittgenstein?

DM: Bueno, así como de otras personas, sí. Pero como comencé a decir hace unos minutos, el Wittgenstein es frecuentemente el más obvio, por la manera misma como cuestiona muchas de sus “proposiciones,” como tales.

JT: ¿Quisieras ilustrarme un poco?

DM: Bueno, pues, Kate caminando por el bosque, digamos, y viendo el humo salir de su cocina, y diciéndose a sí misma, “Ahí está mi casa” –pero luego claro, dándose cuenta inmediatamente que difícilmente se trata de su casa, sino de “sólo” humo. Eso no podría sonar más banal como un ejemplo aislado, pero todo se vuelve infinitamente más sofisticado conforme las cosas se despliegan.



JT: Sólo de paso, ¿Cómo reaccionas tú con la lectura de Wittgenstein –particularmente el estilo, si tan sólo fuese comparado con el tuyo?

DM: Puede ser toda una experiencia. Como si tartamudeara cuando escribe. Y claro, mi propio estlo –la “voz” en la que caí con Kate—es innegablemente más suave. Y aun así la novela es por lo menos superficialmente similar al “Tractatus” por medio de todos esos párrafos cortos también, y con las frecuentes secuencias de variantes que pasan por la mente de Kate en torno a una sola idea. De modo que si hubiera querido ser bobalicón incluso pude haber tomado del sistema de numerado de Wittgenstein.

JT: Hablando de esos párrafos, “Wittgenstein” ha sido llamada narrativa “minimalista.” Y no obstante, está tan repleta de lo que la misma Kate se refiere como “carga intelectual.” ¿Cómo reconcilias el minimalismo con todo ese peso, esencialmente clásico?

DM: No lo reconcilio. Básicamente, porque no pienso que el libro sea minimalista. Esa misma “voz” que mencioné es minimal solo porque la misma situación de vida de Kate está extirpada hasta sus mínimos elementos esenciales –llevar el agua, desmantelar la casa enseguida para obtener leña. Todas esas cosas en su cabeza son otra cosa, pero ciertamente no podría lidiar con ella como una prosa jamesiana.

JT: Aun así, el libro se mantiene abierto para una gran cantidad de interpretaciones postmodernas. ¿Qué tanta teoría contemporánea conocías cuando estabas escribiéndola?

DM: Yo desecho un buen porcentaje de lo que sí conozco, creo, muchas veces como si fuera vino viejo en botellas nuevas. Por otro lado, esa casa que comenté que Kate estaba “desmantelando” –ella usa la misma palabra en la novela—que sentí que probablemente era un “poco” más sutil que “deconstruir.” Y si bien recuerdo, ella por lo menos juega un poco con Levi-Strauss y un poco de Barthes aquí y allá –y con un “Jacques” no identificado en uno de los mismos contextos. En otras palabras, no discutiría con mucha vehemencia sobre lo que podría tomarse de ahí.

JT: ¿Pero personas como Barthes y Derrida no fueron de ninguna manera influencias?

DM: Realmente siento que no. Las cosas no corren paralelas en un flujo cultural. De modo que es bien posible convertirse en un minimalista o postmodernista o lo que quieras por medio de Wittgenstein, de la misma manera como por medio de aquellos que usan las etiquetas.

JT: ¿Por medio de Beckett también?

DM: Eso es interesante, porque prácticamente todas las reseñas de “Wittgenstein” lo mencionaron. Y no obstante, realmente es una suerte de respuesta rápida y superficial. Lo que he escrito es un monólogo, sí, pero incluso al olvidar que es una mujer la que habla, ¿va más allá la comparación? Esos párrafos cortos que mencionamos –abre cualquiera de los mejores libros de Beckett, ciertamente la trilogía central [Molloy, Malone Muere, El Innombrable], y te confrontas a bloques sólidos de tipografía, formando justo el punto contrario al mío, tanta compulsión que no hay tiempo para cuestionar nada de ello. Pero luego se encuentra todo ese bagaje intelectual, cientos y cientos de referencias, desde música hasta arte hasta mitología griega hasta filosofía. O incluso hasta Casey Stengel. ¿Hay algo de eso en Beckett? El aislamiento que encontramos ahí es de algunas maneras casi por fuera de la “cultura,” mientras que mi propia mujer carga con todo el peso de ésta. Es la escritura del último volumen de la historia de la manera como Herodoto escribió la primera, dejo que ella diga. Admiro muchísimo a Beckett, pero dudo que le haya otorgado tres ideas vagas al hacer esa novela.

JT: ¿Qué me puedes decir de otras influencias? ¿O incluso otros escritores que simplemente admiras?

DM: Sabes, debo interrumpir para decir que con solo una excepción, realmente ya no leo a las personas que ya hemos mencionado. Incluso Lowry, no desde que terminé ese estudio de “Volcán” allá en los setenta. De hecho, se me preguntó en una conferencia internacional acerca de él, no hace mucho, y medio esperé no entender nada de lo que los demás estaban hablando.

JT: ¿Y el que sigues leyendo?

DM: Ah, bueno, Joyce. En su caso no creo que pasan seis meses que no regreso ya sea a “Ulises” o por lo menos a algún libro reciente acerca de él. O para ser más sinceros, me parece a veces que tomo algo de los estantes unos minutos o dos, prácticamente cada tercer día. Hay ocasiones en las que siento que “respiro” al tipo.

JT: ¿Te he preguntado acerca de otros escritores, aun cuando no han sido influencias? ¿O libros en particular?

DM: “Moby Dick” y “Cumbres Borrascosas” se encuentran en la cima de la lista. “El extranjero,” lo primero de Celine, “El plantador de tabaco” [The Sot Weed Factor, de John Barth]. Hemos mencionado “El bosque en la noche” [Nigthwood, de Djuna Barnes]. Y “El hombre de mazapán” [The Ginger Man, de J.P. Donleavy]. Y bueno, algo de Beckett, como ya mencioné. Y no olvidemos a Raymond Chandler. Ah, y aunque no es narrative, sé que el universo es un sitio mejor cuando puedes leer [al columnista de deportes] Red Smith cinco días a la semana. ¿No mencioné a Herman Hesse?

JT: ¿No mencionas a nadie más joven? ¿O demasiados contemporáneos más cercanos?

DM: Eso es por algo que nunca en mi vida esperaba decir, pero honestamente no leo mucha narrativa de ningún tipo estos días.

JT: ¿Alguna explicación?

DM: Demasiadas decepciones, quizás. Aunque la mayoría de las veces estoy hasta el cuello en otros tipos de libros. Hace un buen tiempo podía estar, digamos, dos años completos leyendo y releyendo a todos los griegos y latinos, no sólo los autores mismos sino todo tipo de comentarios, historias culturales y demás. Luego estuve unos años haciendo lo mismo con filosofía. Lo cual no me deja mucho tiempo para Jay McInerney. También parece que tomo muchas dosis de crítica y de biografía crítica.

JT: ¿Ha habido tiempo para Pynchon?

DM: Tengo un viejo prejuicio en contra de él. Posiblemente en buena parte debido a que Dick Poirier dijo que “V” era la primera novela más magistral en la historia de la literatura, o algo igual de tonto. No sólo ignorando que el libro prácticamente no pudo haber sido escrito si Pynchon no se hubiera devorado “The Recognitions,” [de William Gaddis] sino también olvidando que “The Recognitions” también se trataba de una primera novela. Lo cual también probablemente coloreó mi respuesta al “Arcoiris de la Gravedad.” Es una obra mayor, pero pienso que de algún modo caricaturesca.

JT: No obstante, ¿hubiese pensado que por lo menos el contenido intelectual te atrajo?

DM: Es un contenido intelectual de otra galaxia. Siempre he creído que es la responsabilidad de un lector serio recoger de prácticamente cualquier alusión literaria válida –aunque un escritor astuto trata de enterrar esas cosas también, claro, de modo que el contexto tiene sentido aun cuando las resonancias se pierden. Pero en cualquiera de los casos, no deberías necesitar un doctorado en Max Planck para resolver las cosas. La elección es el privilegio de Pynchon, seguramente. Pero pienso que es un error.

JT: ¿Y qué me puedes decir de los críticos que lees? ¿O que solías leer?

DM: Kenneth Burke probablemente sería el número uno, cuando veo en retrospectiva. De hecho, dije algo ahorita acerca del vino viejo en botellas nuevas, y sospecho que la mitad de las veces el vino viejo es Burke. Es asombroso cuántas veces él estuvo ahí, primero que nadie, sin importar la nueva jerga que estuviese utilizando la mafia de Yale. Aunque creo que leí casi todo lo que llegó a escribir William Empson también, y “Siete tipos de ambigüedad” fue una lección verdaderamente seminal sobre cómo leer cuando apenas despertaba al lenguaje. Lo que quiere decir, a fin de cuentas, una lección sobre cómo escribir –la responsabilidad de pensar en torno a la docena de posibilidades distintas de significado en cada frase. En un nivel distinto, solía prácticamente reverenciar a Gilbert Murray, también; la especialidad creativa en un libro como “The Rise of the Greek Epic” sigue haciendo que me dé vueltas la cabeza. El libro de Stanley Edgar Hyman, “The Armed Vision” fue otro de tipo educativo. Más recientemente, aprecié a George Steiner durante años, aunque en los últimos libros se ha coagulado un poco –como si se estuviera traduciendo de un alemán decimonónico. Probablemente también leí por lo menos diez libros de Hugh Kenner, quien tuvo el sentido de hacerte sonreír aun cuando está siendo endurecedor. Aunque claro, la manera como exonera a Pound es inexcusable.

JT: ¿Y [Lionel] Trilling, a quien mencionaste hace poco?


DM: “Extremadamente” sobrevalorado. ¿Quién soy yo para decirlo? –pero honestamente no puedo identificar a alguien tan estrecho que pudiera lograr ese tipo de reputación. De hecho, una vez me senté en una de sus clases, y Dios me libre que algo surgió que estaba un poco fuera de su terreno –fue tan inadecuado que hasta dio vergüenza.

JT: ¿Ahora te quedas con la mirada en el aire?

DM: No es una crítica, o no estrictamente, lo que pasa es que soy adicto a los “Diarios” de Goncourt. Y deberé mencionar a algunos de los shakesperianos, ciertamente Bradley, G. Wilson Knight, Dover Wilson. Schoenbaum, quizás. ¿Puedo también arrojar el “Ensayo sobre Crítica” de Pope?

JT: No hemos hablado de ningún poeta. ¿Existe alguno al que le has dado la misma importancia que a alguno de los novelistas que enlistaste?

DM: Fuera de Shakespeare, nuevamente, estoy casi seguro que hay más Eliot enterrado en “Going Down” y en “Springer’s Progress” que cualquier otro hasta ahora. Lo encuentro inescapable, de hecho. Aunque me viene a la mente que en muchas de estas respuestas estoy mostrando mi edad.

JT: Hablando de eso, mencionaste a William Kennedy anteriormente. Y a Union College, en Schenectady. Aunque eres de Albany originalmente y más o menos de la edad de Kennedy.

DM: Casi exactamente. Pero nunca nos conocimos de niños. Aunque hemos sido amigos durante veinte años.

JT: Estaba pensando sobre la manera como nunca has escrito una sola palabra sobre ese tipo de antecedentes –mientras que Kennedy no puede escaparse de ello.

DM: Incluso con lo que tienen que ser experiencias compartidas, sí. Quizás sea cuestión de influencias externas versus internas, mi inclinación hacia toda esa intelectualidad subjetiva.

JT: Esto es difícilmente una cuestión de experiencias compartidas en ese mismo sentido, pero me recuerda que Barthes dijo en alguna parte que un texto es un “tejido de citas” que surgen de prácticamente cualquier número de fuentes culturales. Lo que quiere decir, claro, que nada es original en un autor. ¿Qué tan bien podría describir esto a gran parte de “Wittgenstein’s Mistress,” donde el narrador se la pasa evocando fuentes culturales casi a pesar de sí misma?

DM: Me tendrás bajo esa influencia. De hecho, bien podrías leer a Kate como alguien que ilustra eso, seguramente. Un amigo una vez se refirió a ella como una “vagabunda intelectual,” lo cual me deleita. Pero el punto crucial sigue siendo que lo que se encuentra en ese bagaje es lo que yo escojo poner ahí. Lo que incidentalmente casi quiere decir que podrías llamar a esta una novela autobiográfica de cierta clase, también.
JT: ¿Será esa quizás la primera vez que un autor masculino se ha referido a una novela escrita desde el punto de vista de una mujer como autobiográfica?

DM: De nuevo, es pura hipérbole. Simplemente quiero decir que Kate sabe lo que yo sé. De hecho, fácilmente podría reescribir toda la novela con un conjunto completamente distinto de referencias intelectuales. Pero supongo que ciertas personas que leerán esto les sonará como a Samuel Johnson pateando la roca, probablemente.

JT: Por cierto, ¿qué tan desafiante fue hacer todo esto desde una perspectiva femenina? ¿Te han hecho algún cumplido por esto?

DM: A decir verdad, me sentí bastante confiado de que podía. En parte, porque siempre he creído que las escenas en la conciencia de Fern, en “Going Down” fueron igual de convincentes que todo lo que he escrito.

JT: Pero al mismo tiempo tienes tres personajes femeninos separados en “Springer’s Progress”, que todas son vistas desde ese otro ángulo externo, y las tres son autónomas, creaciones completamente trazadas, también.

DM: Gracias. Posiblemente sea solo porque me “gustan” las mujeres. De hecho, ¿no sería esta una encantadora declaración con la cual terminar con esto?

FUENTE: Dalkey Archive Press

http://www.dalkeyarchive.com/book/?fa=customcontent&GCOI=15647100621780&extrasfile=A09F7CC9-B0D0-B086-B6651CCDAC0362C1.html

9.6.10

Es largo, lo sé; pero creo que la lectura de este artículo es imprescindible para cualquiera que haya reflexionado sobre el estado de la crítica literaria y la reseña de libros en años recientes. Pone las cosas en perspectiva, además de que hace un recorrido histórico por los orígenes de los suplementos literarios. Es una lectura divertida, y al mismo tiempo, señala (aunque desde la perspectiva estadounidense) cuáles son los principales males que padece la crítica seria en nuestros tiempos.
Muerte y vida de la reseña de libros
John Palattella 2 de junio, 2010

El repaso de los resúmenes de periódicos y revistas sobre política y cultura normalmente se convierte en una lectura aburrida, y el año pasado no fue la excepción. Algunos escritores lucharon por extraer una gota de buenas noticias que surgieron durante la década. Otros dieron el salto y arrasaron con las acusaciones. De cualquier modo, fue un mal remiendo, una tarea imposible. Al hacer una glosa de diez años en trocitos de 300 o 500 palabras, los escritores realizaron un ejercicio que estaba encaminado a convertir cualquier observación en torno a una década baja y deshonesta en la perfecta expresión de la misma.

En busca de un poco de consuelo, tomé un libro, y en cuestión de minutos leí el siguiente pasaje:
Ahora que cualquiera tiene la libertad de imprimir cualquier cosa que deseen, muchas veces ignoran aquello que es mejor, y en vez de ello escriben, sólo para fines de entretenimiento, lo que sería mejor olvidar, o, más bien, lo que debería borrarse de todos los libros.
El sentimiento de empobrecimiento ante una sobreabundancia de información; de impotencia ante la necesidad de detectar materiales relevantes en un torrente de cosas efímeras; de vértigo, provocado por el descubrimiento de que “el presente” se vuelve cada vez más y más abrumadoramente accesible: muchos de nosotros, supongo, hemos tenido estas reacciones, después de leer esos resúmenes de finales de año, o si gastamos un poco de tiempo en línea. Ahora todo mundo tiene la libertad de imprimir cualquier cosa que deseen. Esto pudo haber sido dicho por alguien quejándose sobre los blogs, Facebook, Flickr, YouTube o Twitter, y no en 500 o 300 palabras sino en nueve. El problema es que no fue así. La querella fue obra de Niccolò Perotti, un docto clasicista italiano, al escribirle a su amigo Francesco Guarnerio en 1471, menos de veinte años después de la invención de la imprenta.
Esta anécdota no nos sugiere que el pasado es prólogo, sino que más bien subraya la importancia de pensar históricamente, de asumir una visión a largo plazo, al tratar de comprender los cambios en los patrones, profundamente enraizados de la cultura literaria. Me topé con el lamento de Perotti en la colección de ensayos de Robert Darnton, The Case for Books: Past, Present and Future (2009). Al rechazar la noción común de que la tecnología digital ha traído una nueva era, “la llamada era de la información,” Darnton sostiene que cada era en la cual una nueva tecnología ha alterado las formas de escritura y la comunicación ha sido una era de información, y que en cada una de estas eras “la información nunca ha sido estable.” Hay una continuidad en la historia de las transformaciones tecnológicas, nos sugiere Darnton: lo que se encuentra siempre presente es la experiencia de ruptura. Anthony Grafton, otro historiador del libro, presenta un punto similar en “Codex in Crisis,” de su reciente colección de ensayos Worlds Made by Words (2009): “El impulso actual por digitalizar el registro escrito es uno de un número de proyectos críticos en la larga saga de nuestro impulso por acumular, almacenar y recuperar información de manera eficiente. Dará como resultado no la infotopía que los profetas conjuran sino, más bien, una más en la serie de nuevas ecologías de información, todas estas desafiantes, en las cuales los lectores, escritores y productores de textos han aprendido a sobrevivir y florecer.” El dato impresiona porque una de sus implicaciones es que una innovación tecnológica, ya sea la imprenta, el telégrafo, la televisión o el dispositivo digital, aunque nos presenta información en una forma nueva, no es necesariamente la raíz de los problemas con –o de las controversias en torno a—la lectura y la escritura que han surgido a partir de éstas.
Me gustaría hablar acerca de una fusión nuclear, que ocurre no en Wall Street sino en Grub Street, ese ámbito relatado de escritores, libreros, bohemios y escritorzuelos. Aunque los problemas en Grub Street son pequeños comparados con las dificultades que han recaído sobre millones de personas, gracias más que nada a Wall Street, son cuestiones de importancia cultural. En Grub Street, durante casi una década, y especialmente durante los últimos cuatro años, la gente ha estado lamentándose, desgarrando sus vestiduras si no es que vociferando su disgusto por el deterioro en la cobertura de libros en los Estados Unidos. (La fusión en Grub Street coincidió con el surgimiento de Kindle en 2007, pero el vendaval de ansiedad y las ráfagas de delirio surgidas en las editoriales por parte de los lectores digitales son otra historia). Los lamentos se han enfocado más que nada en la cobertura de libros que hacen los periódicos, porque, con derecho o no, ha sido considerada por mucho como un barómetro preciso del delicado clima de la vida literaria. ¿Quién no ha escuchado [por lo menos en Estados Unidos, aunque no sé dónde se aplicaría en México/Latinoamérica] a alguien en una librería o a un amigo preguntar, “¿Has leído la novela que el Times Book Review acaba de elogiar?”
Es innegable que ha ocurrido una profunda erosión en la cobertura de libros en los periódicos. Los periódicos que han eliminado o drásticamente reducido la cobertura durante los últimos años incluyen el Los Angeles Times, el Washington Post, el Chicago Tribune, Newsday, el Minneapolis Star Tribune, el Boston Globe, el Atlanta Journal-Constitution y el Cleveland Plain Dealer, para nombras unos cuantos. Pero esta caída, aunque severa, no ha sido repentina, ni limitada a los periódicos. Con la excepción de The Nation, The New Yorker, The New Republic, The Times Literary Supplement, The Atlantic y Harper’s Magazine, los semanarios y los mensuales comenzaron a disminuir la cobertura de libros en la década de los noventa. En cuanto a los periódicos, no hay mejor ejemplo de la larga contracción que el New York Times Book Review. Cuando el crítico y novelista John Leonard editó el Book Review a principios de los setenta, una era generalmente considerada como su época dorada, en algunos domingos podía contar con un lienzo de por lo menos ochenta páginas. En 1985, el Book Review promediaba las cuarenta y cuatro páginas; dos décadas después, promediaba treinta y dos o treinta y seis, y en meses recientes su tamaño promedio ha vacilado entre los veinticuatro y las veinte páginas. El Book Review sigue siendo la sección de libros más visible del país, pero ya no hay mucho que leer en ella.

Por lo tanto, algunas preguntas nos sirven como piedras limítrofes para el paseo que se viene: ¿Será cierto, como sostienen muchas personas han comentado sobre el tema, que la reciente caída en la cobertura de libros es un problema para la cultura en general, también representativa de problemas culturales mayores? ¿Las secciones de reseñas están desapareciendo o encogiéndose porque no reportan ganancias? ¿O acaso se debe a que no pueden competir con el material que se origina en la red? ¿Por qué las revistas semanales y mensuales, a pesar de que producen una buena cantidad de ensayos profundos y reseñas de libros, son generalmente dejadas de lado cuando se conversa sobre la cobertura de libros? Y finalmente, en cuanto a la calidad de la cobertura –por lo cual no quiero decir reseñismo sino escrutinio, el análisis deliberado y mesurado de las preguntas literarias e intelectuales sin respuestas obvias o fáciles— ¿puede originarse este tipo de cobertura en línea y también encontrar un público fiel ahí?
Los periódicos que muchos de nosotros, o muchos de nuestros padres, crecimos leyendo fueron producto del sitio más preciso del siglo XX: el boom de la postguerra. Para mediados de siglo, la ocupación de reunir noticias había sido completamente profesionalizada, y durante las siguientes tres décadas un abundante ingreso por venta de espacio publicitario le permitió a los periódicos expandir sus salas de redacción e incrementar la calidad y cantidad de la cobertura. Entre 1964 y 1999, el volumen de noticias publicadas por algunos periódicos metropolitanos se duplicó. Las dimensiones de las noticias cambiaron también. Como Leonard Downie y Michael Schudson explicaron el año pasado en el Columbia Journalism Review, durante los años del boom, los periódicos comenzaron a gravitar lejos de una antigua preocupación con el gobierno y con sujetarse a la cobertura de eventos políticos específicos; los periódicos seguían trabajando en estos temas, pero también comenzaron a cultivar “un entendimiento mucho más amplio de la vida pública que incluía no sólo eventos, sino también patrones y modas, y no sólo en la política, sino también en la ciencia, la medicina, los negocios, los deportes, la educación, religión, cultura y entretenimiento.”
En algunos casos, los editores de periódicos reaccionaban a las lecciones de los derechos civiles y los movimientos de las mujeres: la política no es del dominio exclusivo de hombres blancos; lo personal es político. En otros casos, los editores reaccionaban a los cambios en el mercado de los medios. Tuvieron que detenerse o revertir la pérdida de lectores que se dirigían a las estaciones televisoras o a la televisión por cable para obtener las noticias, o hacia revistas que ofrecían más profundidad que amplitud; también tuvieron que renovar su atractivo a lectores cuyas dietas de noticias habían cambiado desde que dejaron las ciudades para irse a los suburbios. De modo que los periódicos emprendieron la tarea de ampliar la cantidad de lectores añadiendo o expandiendo la cobertura de negocios, deportes, salud, bienes raíces, comida y cine. Y libros. El Los Angeles Times Book Review fue lanzado como una sección de tabloide dominical de doce páginas en 1975. The Washington Post Book World debutó como sección de tabloide domnical en los sesenta; fue inserto en el periódico para mediados de los setenta, sólo para resucitar como publicación individual a principios de los ochenta. (Ninguno de éstos existe hoy en día). The New York Times Book Review no es un boomer sino un centenario. Ha sido una sección del periódico desde que Adolph Ochs compró el periódico en 1896. No obstante, el resto del Times es boomer. A principios de los setenta, el gerente de edición Abe Rosenthal rediseñó el periódico, para expandir su cobertura hacia las artes, la ciencia y los negocios, y para introducir secciones de servicios amigables a la publicidad.
Aunque los periódicos, impresos o en línea, siguen siendo la principal fuente de noticias del país, la base económica ha sido socavada por Internet. Obviamente, la cultura perniciosa de contenido gratuito en el ámbito digital, así como bajas barreras de entrada para negocios y publicidad de bajo costo han quebrantado la sujeción que los periódicos tenían con los públicos y la publicidad. Los periódicos comenzaron a perder publicidad nacional y de comercios, con la llegada de la televisión; como respuesta, doblaron sus espacios de anuncios clasificados. Durante la década pasada, perdieron mucho del mercado de clasificados con sitios como Craiglist. En vez de cobrar por noticias en línea, los periódicos se saquearon a sí mismos y ofrecieron noticias gratis como una manera de atraer lectores y publicidad. Hubo una pequeña alza en los ingresos por publicidad a principios y mediados de la década de 2000, pero se disminuyó con la recesión; e incluso en su punto más álgido, las pequeñas sumas provenientes de publicidad en línea se quedaban cortas en recuperar los ingresos perdidos de la publicidad impresa. Con sus balances generales en problemas, los periódicos comenzaron a reducir la escala de cobertura de las noticias, reduciendo el tamaño de sus salas de redacción.
El periódico de la postguerra no ha pasado a la historia como la paloma mensajera. Algunos diarios metropolitanos y nacionales siguen dedicando recursos considerables a artículos de investigación y reportajes de responsabilidad. Siguen cultivando un juicio noticiario enfocado en una agenda pública y orientada hacia el lector general. Tal periodismo es esencial –y caro. Pagar por éste significa decidir no pagar por algo más, y en muchos periódicos ese algo más es la cobertura de libros.
Es necesario explicar estas amplias corrientes económicas para entender un punto crucial y que se pasa por alto: principalmente, que es falso que los ejecutivos de los periódicos justifiquen la eliminación o reducción de las secciones de libros sosteniendo que estas secciones no generan ganancias. Innegablemente, las matemáticas de los ejecutivos son correctas. La sección de libros de un periódico, si fueran a totalizar sus costos, pierde dinero. ¿Pero no lo hacen la sección de deportes o la metropolitana? No obstante, de todas las secciones que no logran generar ingresos propios, es la sección de libros la que mayormente se elimina o reduce. El argumento de que las secciones de libros son eliminadas o disminuidas porque no pueden sostenerse es falso. Es indisputable que los periódicos se han debilitado por los tiempos difíciles y por un giro tecnológico mayor en la diseminación de las noticias; no es indisputable que la cobertura de libros en los periódicos ha sufrido por las mismas razones. Estas secciones han sido destripadas principalmente debido a fuerzas culturales, no económicas, y la más implacable de estas fuerzas se encuentra al interior más que por fuera de las salas de redacción. No son los iPads o Internet sino el ethos anti-intelectual de los mismos periódicos.
“Anti-intelectual” es una acusación pesada, pero tengan paciencia conmigo, mientras lo corroboro con unas cuantas historias de las salas de redacción, así como observaciones sobre las respuestas de las secciones de libros de los periódicos en torno a algunas corrientes editoriales importantes de las últimas décadas. Primero, una definición. En el contexto de las noticias, “anti-intelectual” no necesariamente quiere decir antipatía hacia las ideas, aunque también puede ser eso. Uso la palabra “anti-intelectual” para describir una sospecha de las ideas que no se recogen del reportaje y una falta de interés en las ideas que no sean completamente temáticas.
En 1999, Steve Wasserman llevaba tres años de antigüedad como editor del Los Angeles Times Book Review, y en julio publicó una reseña de la nueva traducción de The Charterhouse of Parma de Stendhal, hecha por Richard Howard. La razón era simple: Howard se encuentra entre los mejores traductores de literatura francesa. Como Wasserman explicó hace unos años en una memoria de sus días en el Los Angeles Times, publicada en el Columbia Journalism Review, la reseña del libro, escrita por Edmund White, fue hecha con estilo y laudatoria. El lunes después que se publicó el texto, el editor del periódico citó a Wasserman a su oficina y lo amonestó por publicar un artículo sobre “otro hombre blanco, europeo y muerto.” Pero los lectores en Los Angeles pensaron de otro modo. Poco después que apareció la reseña, las ventas locales del libro se dispararon; las ventas nacionales también lo hicieron, cuando otras publicaciones reseñaron el libro. El New Yorker terminó un artículo en su sección “Talk of the Town,” que rastreaba el inesperado éxito del libro hacia el Los Angeles Times Book Review. En sus memorias, Wasserman relata una historia similar sobre Carlin Romano, en aquel entonces crícita en el Philadelphia Inquirer, quien fue regañada por un editor, por publicar como la historia principal de su sección la reseña de una nueva traducción de Tirant Lo Blanc, una épica catalana amada por Cervantes. “¿Te has vuelto loca?” le preguntó el editor. “Quizás el aspecto más destacado de los periódicos en Estados Unidos en los noventa,” reflexionó Romano, “es su hostilidad en torno a la lectura en cualquiera de sus formas.”
El tabú sigue existiendo, y a veces es reforzado no por otros editores sino por las mismas secciones de libros de los periódicos. En agosto de 2008, el New York Times Book Review publicó un texto de Walter Kirn sobre el libro de James Woods, How Fiction Works. Wood es uno de nuestros más animados críticos de narrativa, y How Fiction Works es su intento por escribir algo como Aspects of the Novel de E.M. Forster. La reseña de Kirn se desborda de desprecio por el conocimiento que Woods tiene sobre el tema. Irritado por las lecturas que Woods hace de las grandes novelas de grandes novelistas como Joyce, Proust y Balzac, Kirn atacó a Wood por su supuesta “cursi condescendencia,” “su personalidad pedante y melindrosa,” su predilección por novelas que ofrecen “precisión y claridad por encima del vigor y la potencia” y por ataviarse con sus conocimientos. Kirn despreció el aprendizaje de Wood, lo que quiere decir su lectura; sonaba como crítico de restaurantes castigando a un chef por pasar demasiado tiempo en la cocina. Pero existe otro giro. El texto de Kirn fue la historia principal del Book Review en esa semana. La principal reseña en uno de los pocos suplementos dominicales de libros en el país fue un ataque en torno a la lectura. Kirn escribió la pieza, pero no la puso en la portada. Los editores del Book Review hicieron eso, y su decisión fue un recordatorio de que, en su actual encarnación, la publicación se parece a la versión del Book Review criticada por Elizabeth Hardwick en la revista Harper’s de 1959: “una suerte de ejercicio de disuasión oculto, gentil, superficial y respetuosamente rechazando cualquier interés vivaz que pudiera haber en los libros o en cuestiones generales de literatura.”
Las peleas de Wasserman y Romano con sus editores apuntan a otro síntoma del anti-intelectualismo de muchas reseñas de libros en los periódicos: su falta de curiosidad por las obras en traducción. Las traducciones son ocasionalmente reseñadas por los periódicos, pero generalmente sólo si el autor del título es premiado por el Nobel o una personalidad conocida en su país de origen, o cuando los derechos de traducción para un libro fueron comprados a partir de una guerra entre editoriales. También ayuda ser un autor de un país empobrecido, o destrozado por una guerra o con una vida melodramática. Esta última es una de las razones por las que la obra del autor chileno Roberto Bolaño ha sido ampliamente reseñada en los Estados Unidos, mientras que la de muchos de sus coetáneos en Latinoamérica no.
Hay un renacimiento en la traducción, que ocurre en los Estados Unidos, tanto en narrativa como en poesía, de amplitudes jamás vistas desde los sesenta y setenta, cuando los poetas americanos traducían la obra de un buen número de modernistas europeos y surrealistas latinoamericanos. El renacimiento actual ha sido iniciado no sólo por editores incondicionales como New Directions, Grove, Dalkey Archive, Metropolitan y Farrar, Strauss and Giroux, así como editoriales universitarias como Nebraska, Northwestern, Yale y California, entre otras, pero también por un número de pequeñas editoriales lanzadas en la última década, entre las más notables Archipelago, Ugly Duckling, Melville House y Open Letter. Esto necesita enfatizarse, porque las grandes épocas de la literatura también han sido periodos de intensas traducciones; como Eliot Weinberger ha dicho, “Sin noticias del exterior, una cultura termina repitiendo las mismas cosas a sí misma. Necesita lo extranjero no para imitar, sino para transformar.” Pero la revolución en la traducción de la actualidad no ha sido televisada; apenas y ha sido reportada, por lo menos por las secciones de libros de los periódicos.
En sus memorias, Wasserman explica que los entusiastas del Los Angeles Times Book Review siempre están en la minoría de los lectores totales del diario. En el transcurso de cuatro domingos en 2004, de los 6.4 millones de lectores del periódico, 1.2 millones habían leído el Book Review. Esto representa el 19 por ciento de los lectores del periódico, convirtiendo al Book Review en la sección menos leída del periódico dominical. Sin embargo, entre la demografía de los más educados y leídos, la sección era una lectura obligatoria. Esos lectores son un número pequeño, unos 320,000, o 27 por ciento del total de lectores del Book Review, pero eran ávidos y leales, y les encantaba saber acerca de la nueva traducción de The Charterhouse of Parma. Y así, como John Leonard en el New York Times Book Review a principios de los setenta, Wasserman descaradamente editó en contra de los prejuicios de la industria cuando dirigió el Los Angeles Times Book Review, de 1996 a 2005. Su experiencia ahí le enseñó dos lecciones. Primero, que una lectura en masa eludirá a cualquier sección de periódico en los Estados Unidos dedicada a la reseña de libros. Segundo, la falta de un atractivo para las masas hace que incluso la vibrante reseña de un libro publicada en un periódico difícil de vender a los anunciantes de libros, porque el costo de una sola página de publicidad en un periódico grande se excede a los presupuestos de promoción para la mayoría de los libros.
La casi extinta cobertura de libros en los periódicos, y la calidad mediocre de lo poco que queda de la cobertura, es efectivamente un problema cultural, pero uno que surge más de prejuicios culturales y problemas estructurales al interior de los periódicos que por cualquier asunto al interior de la cultura en general. De hecho, la demografía de los lectores de Wasserman en el Los Angeles Times son prueba de que existe un apetito entusiasta por una cobertura de libros que ofrezca profundidad, no amplitud; que sea selectiva, no una guía completa de servicio al consumidor; que sea indispensable, no efímera; que sea de interés general pero no para el mercado de masas; y que se comprometa con cultivar una comunidad informada y crítica de lectores. Existe una demanda, en otras palabras, por exactamente el tipo de cobertura de libros ofrecida por las revistas.
Hace casi cinco décadas, un inteligente grupo de escritores y editores, entre ellos Robert Silvers, Elizabeth Hardwick y Edmund Wilson, vieron la crisis en los periódicos de su tiempo como una oportunidad para capitalizar en la demanda de lectores. En diciembre de 1962, una prolongada huelga de impresores en Nueva York sacó de circulación al New York Times Book Review. Hastiados por los tibios productos servidos por las secciones de libros de los periódicos, Silvers y compañía se aprovecharon de la ausencia del Book Review para lanzar The New York Review of Books en febrero de 1963. Del mismo modo, en 1979 un cierre prolongado en el Times de Londres mantuvo al Times Literary Supplement fuera de circulación, su ausencia creando una oportunidad para el lanzamiento del London Review of Books, primero como una inserción para el NYRB y seis meses después como una publicación individual. El New York Review of Books preservera como una revista bisemanal de política e ideas, y el año pasado el LRB, también una revista bisemanal, celebró su treinta aniversario.
Estamos a punto de sufrir la agonía de otra crisis en los periódicos, no obstante, nada comparable al NRYB o al LRB ha surgido, impreso o en línea, aunque existe, creo yo, una hambre genuina por una cobertura seria de los libros. También existe un profundo sentido de inercia. Por ejemplo, a principios de 2007, conforme cada semana o mes nos traían más malas noticias sobre secciones de libros en periódicos que estaban siendo eliminadas o reducidas, el National Book Critics Circle, la asociación profesional de reseñistas de libros, anunciaron una campaña para Salvar la Reseña de Libros. Se organizaron paneles en la ciudad de Nueva York, Washington y otras ciudades. El resultado más sostenido de toda esta terapia de grupo ha sido el lanzamiento de un triste blog llamado Critical Mass, usado primordialmente para promover la obra de los miembros del National Book Critics Circle publicados en otras sedes. Es como si el NBCC hubieran notado un hoyo en un dique, y en vez de tratar de repararlo o dirigir la carga a terreno alto, ofreciera clases de natación, con descuentos.
Hace un siglo, los periódicos eran el nuevo medio de la era, y levantaron la presentación de palabras tanto como la Web lo ha hecho en nuestro tiempo. Los periódicos aparecieron en ediciones múltiples, rastreando los desarrollos de una historia a lo largo del día. Múltiples encabezados en la página principal competían por la atención del lector; imágenes se daban empujones entre los textos, y la publicidad entre los artículos. Revistas como The Atlantic, Harper’s y, para la década de los veinte, The New Yorker, no eran tan proteicos como los periódicos, pero también mezclaban comercio con cultura, y sus ingresos publicitarios sustanciosos y su frecuencia semanal o mensual le proporcionaba a sus editores y directores de arte con una libertad creativa y el tiempo suficiente para diseñar combinaciones de palabras e imágenes más artísticamente que los desplegados de cualquier periódico. Como Grafton escribe en “Codex in Crisis,” los “periódicos y revistas de los primeros años del siglo no tenían la casi total flexibilidad del moderno sitio en la red, y sus lectores no podían saltarse de un vínculo a la siguiente yuxtaposición de contenidos serios y triviales, y su habilidad para confrontar a los lectores con el shock de lo nuevo fueron igual de ampliamente notables –y a veces obligadamente deplorados—por los contemporáneos como artículos similares en la red.” De alguna manera, señala Grafton, “el mundo de la escritura no se ha transformado” tanto por la red, sino que se ha restaurado como una versión fantasmal e hiperactiva del mundo de la prensa de principios del siglo XX.
A pesar de la gran muerte del periódico, la sensibilidad de los periódicos experimenta una segunda vida en línea. Escándalos, catástrofes económicas, metidas de pata políticas, debates políticos, datos en forma de encuestas o presentaciones públicas de las agencias de gobierno, campañas y elecciones –tales son las búsquedas y recursos de sitios noticiarios como Talking Points Memo, la cual combina periodismo narrativo y de agregación con reportaje, algunos de éstos de investigación, y depende de la participación de un público leal con mucho entusiasmo y expertise. En el mundo de la política, las cosas que valen la pena suceden haca hora del día; hay mucho que cubrir, y la red permite que alguien como Josh Marshall, editor de Talking Points Memo, publicar lo que es en esencia una edición circular de un pequeño diario dedicado a la política.
Por el contrario, escribir sobre libros e ideas que favorecen un análisis deliberado y medido de preguntas sin respuestas obvias o fáciles es una aproximación que se acomoda mejor a las revistas, lo cual es una razón por la que nada como el NYRB o el LRB se ha originado en la red. En su ensayo de 1959 en Harper’s, sobre la reseña de libros, Elizabeth Hardwick hacía un llamado para que las secciones de libros dieran la bienvenida a “lo inusual, lo difícil, lo largo, lo intransigente, y por encima de todo, lo interesante.” Esa es una propuesta maravillosa, poco modesta, una que nunca dejo afuera de mi mente. No describe a la cobertura de libros disponibles en Daily Beast de Tina Brown o en muchos blogs de libros, donde cuando la gente no está posteando reseñas encapsuladas, escriben sobre contratos de libros, guerras de precios para e-books entre Amazon y los editores o el último chisme de la industria. Los periodistas han estado durante mucho tiempo cautivados por el rumor y glamour de la edición de libros, pero como tema es un pobre sustituto para una cobertura de calidad. Una excepción es el Barnes & Noble Review, una empresa sólo para la red que generalmente evita el chisme y la charla de sobremesa. Está mejor editado que cualquier sección de libros de periódico, pero también resulta ser la propiedad de una de las cadenas de librerías más grandes del país. Ni la calidad de sus reseñas ni la generosidad de sus honorarios para los escritores puede expurgar de sus páginas su comercialismo innato.
Hay una razón para preocuparse sobre el futuro del periodismo literario, y el periodismo de las revistas en general. Una razón es la economía de la edición electrónica, ese mundo delirante de comercio, dentro del cual muchas revistas impresas han canalizado tiempo, dinero y expectativas durante la década pasada. La velocidad reina en el ámbito digital, siendo la teoría que una maximización del tráfico, posteando una ráfaga de historias es la mejor manera de atraer lectores y, a su vez, anunciantes. Pero de acuerdo con “Magazines and Their Web Sites,” una encuesta llevada a cabo por el Columbia Journalism Review de 665 revistas de consumidores con los sitios en la Web, la velocidad puede pervertir los estándares periodísticos. “La mayoría de las revistas tienen una edición de textos y un chequeo de datos menos rigurosa que la de sus ediciones impresas,” explican Victor Navasky y Evan Lerner, los editores del reporte. La idea de estas publicaciones es que “si el número de ‘ojos’ triunfa sobre la calidad de la presentación del copy, y produce menos errores de datos, que así sea.” En la red, el valor de la velocidad es comercial, más que periodístico. La cantidad le gana a la calidad; ser el primero le gana a ser el mejor. La velocidad se confunde con la pertinencia, y el valor de la pertinencia es puesta de lado por la obsesión con la simple velocidad.
Pero resulta que la velocidad está comercialmente sobrevalorada. De acuerdo con el estudio de la CJR, los dividendos financieros de la velocidad han sido mediocres: el 68 por ciento de las revistas encuestadas reportaron que la publicidad es la principal fuente de ingreso para su sitio; en la gran mayoría de los casos, una mejora en sus balanzas generales, y la añadida visibilidad han sido comprados baratos con un periodismo inferior. La encuesta de la CJR hace surgir una pregunta fundamental sobre las revistas en la red: ¿acaso un modelo de negocios centrado en la publicidad nos sugiere que no existe un modelo de negocios viable?
Agravando la cuestión, se encuentra la cultura de lo gratuito. Los lectores están acostumbrados a ver contenido gratis en la red, pero gratis no es un buen precio para las editoriales, los editores y los escritores. Claro, los periódicos y las revistas son en parte culpables, por haber enseñado al público a esperar materiales gratuitos en línea. Igualmente culpables son los editores que justifican no tener que pagar a los contribuyentes en línea, sobre la base de que sus artículos les otorgan una exposición invaluable. (Trata de pagar la renta con exposición). Como James Rainey declaró hace unos meses en el Los Angeles Times, “la tecnología que proporciona al mundo entrada a un tesoro inimaginable de arte, imágenes e información, también está eliminando los límites que una vez le permitieron a la clase creativa a ganarse la vida.” En la red, todos somos internos.
Una segunda razón para preocuparse son los cambios en los hábitos de lectura. Grafton explica en “Codex in Crisis” que “los periódicos y revistas de los años alrededor de 1900 coexistían con formas más estables de escritura –encima de todos, el libro serio—y presuponieron la superioridad de un estudio comprometido e informado de textos aun cuando no lo promovían. Por el contrario, el vínculo ardiente y el motor de búsqueda parecen simbolizar una manera particularmente postmoderna de aproximarse a los textos: rápido, superficial, apropiativo e individualista.” En la red, la práctica dominante entre los lectores, especialmente los jóvenes, es la de sumergirse, verificar, y pasar rápido. “La mayoría de los estudiantes comienzan sus búsquedas de información en Google, más que en una página de biblioteca en la red que enlista motores de búsqueda más refinados,” explica Grafton. “Aquellos que consultan sitios de e-books se mantienen en ellos un promedio de cuatro minutos.”
Confieso que yo pido más de cuatro minutos de los lectores. Una cobertura de libros que sea de calidad está basada en la sensibilidad de las impresiones –lo que la editora de libros Elizabeth Sifton llama “su lentitud relativa,” en su alcance, complejidad y autoridad. Para mí, esto quiere decir que hay que editar una sección de revista sobre libros que sea como una biblioteca: un sitio disciplinado pero acogedor, sus columnas repletas de fuentes que permiten una deliberación y un estentóreo debate, y que sostengan a un público diverso de lectores serios y apasionados. Tiene como meta estar al día sin ser necesariamente actualizado a las modas, y sin una sola herida proveniente de los discursos arcanos de la teoría académica o la condescendiente perogrullada de los expertos. Busca hacerse preguntas importantes más que proponer respuestas fáciles; abjurar la pose y la simple toma de posición, a favor de un análisis de los arcos retorcidos del sufrimiento y la liberación que atraviesan la historia y la política modernas; abordar el ámbito de la imaginación con no menos seriedad que el ámbito de los hechos, sin olvidar que la imaginación no está libre de los hechos reales, aun cuando pueda resistir sus presiones. Busca ser un sitio de encuentro para escritores aspirantes y establecidos, cada uno una inspiración para el otro.
A pesar de las confusiones y las dudas, pienso que no hay mejor momento que el presente para estar cubriendo libros. El instinto de la horda está casi extinto: los periódicos inadvertidamente lo eliminaron cuando redujeron la cobertura de libros en masa; y la red, no obstante sus multitudes y su supuesta sabiduría, es una zona de cantones sin federaciones. El campo está completamente abierto. Si no puedes arriesgarte ahora, si en este ambiente no puedes asumir el riesgo de buscar un aire legítimo y raro, ¿cuándo podrás?
Libre traducción

1.6.10

Utopía
y
Distopía
Los mundos perfectos son juegos para ser jugados siguiendo las reglas al pie de la letra.
Por Paul La Farge
Hace más de unos años, cuando vivía en San Francisco, pasé frente a las oficinas de una dot-com, competidora en el negocio de las tiendas de mascotas en línea, que se había ido a la quiebra. Era medianoche cuando pasé por su atrio, brillantemente iluminado, ausente de humanos y de mobiliario, excepto por un solo escritorio, donde un velador estaba sentado, mirando con desaliento hacia la calle. Un enorme letrero blanco colgaba por encima de su cabeza, con letras rojas de unos cinco pies de alto, que decían THIS IS PETOPIA. No quiero ser displicente ni equiparar la estrategia de mercado de la compañía con un impulso utópico genuino, pero sí se me ocurrió que la idea de utopía es peculiarmente persistente. Brota en toda clase de lugares; este fue uno de ellos. Incluso personas que no han leído el libro de Tomás Moro, Utopia, de 1516, ni cualquier otro de los libros de la tradición utópica –esto es, la mayoría de la gente—reconocen la utopía como una parcela deseable de bienes raíces. Puedes vender cosas por la pura fuerza de su idea, o por lo menos así les pareció a los fundadores de PETOPIA, allá en la década de los noventa en San Francisco, cuando muchas personas mantenían esperanzas utópicas para Internet, esa región literalmente sin lugar, o u-tópica. Gran parte de esas esperanzas se desvanecieron como lo hizo PETOPIA: los muebles vendidos en subastas, los espacios de oficina en remate. Pero la pregunta se mantiene: aparte de su valor cuestionable como estrategia de mercado, ¿para qué es buena la utopía?

No había leído a Moro cuando pasé por PETOPIA; ya lo he leído, aparte de otros escritores utópicos. Puedo reportarles que, aparte de las jornadas laborales cortas y las mujeres atractivas (que no son un aspecto que encontramos en el libro de Moro, pero sí casi en cualquier libro de utopías escrito desde entonces: casi todos ellos, incidentalmente, escritos por hombres), la utopía no es un lugar en el que me gustaría vivir. En el estado ideal de Moro, por ejemplo, el día comienza con una lección matutina, luego tres horas de trabajos forzosos, almuerzo, tres horas más de trabajo, una hora de recreación y luego una cena en la que viejos y jóvenes se sientan juntos, de manera que la “gravidez sapiente y la reverencia de los viejos evite que los jóvenes sean licenciosos en palabra y comportamiento.” Nadie en Utopia viaja sin permiso; para una simple caminata en el bosque, en las afueras de la ciudad, un hombre debe obtener “la venia de su padre y el consentimiento de su esposa.” Aquellos que rompen las reglas son castigados con la esclavitud. Cierto, los esclavos de Utopia son restringidos con cadenas de oro, pero ya que el oro no tiene valor en Utopia, el principal detalle que pueden notar los esclavos es el peso. “Ahora podemos ver,” dice Moro, “cuan poca libertad tienen que desperdiciar los utópicos, cómo no pueden dar lugar a los pretextos o al ocio. No habrá tabernas para tomar vino, ni casas cerveceras, ni ocasión para el vicio o la maldad, ni esquinas acechantes, ni sitios para concejales maliciosos o asambleas ilícitas.” Para divertirse, juegan un juego educativo “no muy distinto al ajedrez,” donde las virtudes pelean con los vicios: es el único lugar en Utopia donde los vicios a veces ganan.
Las comunidades ideales de los socialistas franceses que tomaron la idea de la utopía tres siglos después, son igual de malas. Charles Fourier, un vendedor ambulante que perdió su dinero en la Revolución Francesa, creyó haber descubierto “el cálculo analítico y sintético de la atracción apasionada,” una ciencia por medio de la cual el deseo humano podría canalizarse hacia fines armoniosos y productivos. En la práctica, esto significaba la organización de los personajes en “falanges” de 1,620 miembros, un representante masculino y uno femenino para cada uno de los 810 tipos de caracteres humanos. Todos los tipos se levantan temprano: a las 5:00 a.m. hay un desfile de trabajadores cantando y tocando instrumentos conforme marchan hacia los campos. No hay una autoridad central; en cambio, los miembros negocian su trabajo, sus comidas, y sus acuerdos sexuales en una suerte de intercambio bursátil. “Cuando termina una sesión de Intercambio,” escribe Fourier, “todos escriben una lista de los encuentros que ha acordado atender, y los negociadores y directores crean un sumario de todas las transacciones. Este sumario es inmediatamente enviado a la prensa y luego distribuido a las comunidades vecinas por un perro que lo trae colgando de su cuello.”

Luego se encuentra Étienne Cabet, un legislador de izquierda de Dijon, bajo la Monarquía de Julio, que fue desterrado a Inglaterra por sus ideas políticas. Ahí fue donde escribió Journey to Icaria (1840), acerca de una nación imaginaria donde la comida es preparada por el comité de nutrición, la ropa cosida por el comité de vestido, el trabajo que cada ciudadano realiza decidido por el comité del trabajo. Incluso hasta los perros son puestos a trabajar, llevando bienes a través de la ciudad capital de Icar. Aquí tenemos una típica escena Icariana: “Dos mil quinientas mujeres jóvenes (vestidoras) trabajan en una fábrica, algunas sentadas, algunas de pie, casi todas encantadoras…La regla de que cada trabajadora produce el mismo objeto dobla la rapidez de la manufactura y la lleva igualmente a la perfección. Miles de los artículos más elegantes para la cabeza son creados todas las mañanas por las manos de estas encantadoras trabajadoras.” Lo cual es, efectivamente, lo que ocurre en las fábricas, sólo que las trabajadoras no parecen disfrutarlo de la misma manera que Cabet creyó que lo harían. Como lo planteó el filósofo rumano E.M. Cioran:
Los sueños de utopía se han realizado en su mayoría, pero bajo un espíritu totalmente distinto al que habían sido concebidos; lo que fue perfección para la utopía es para nosotros una fracaso; sus quimeras son nuestros desastres.

La historia de las utopías en el mundo real nos revela su observación. Uno de los experimentos utópicos más conocidos en América fue realizado en Brook Farm, en Massachussetts, donde los miembros de la intelligentsia Trascendentalista, entre ellos Nathaniel Hawthorne, intentaron una vida comunal inspirada en los escritos de Fourier. Los Brook Farmers no tenían los fondos para vivir bien ni las habilidades para vivir con bajos recursos; entraron en deuda y discutieron la doctrina, y cuando su falanstería a medio construir se quemó en la primavera de 1846, la comunidad entró en decadencia, de la cual nunca se pudo recuperar. El momento más perdurable para Brook Farm fue la novela de Hawthorne, The Blithedale Romance (1852), misma que, lejos de alabar el experimento, describe a un grupo de gentes de ciudad yéndose a menos, sus mentes obnubiladas por el trabajo, sus corazones inflamados con mezcolanzas románticas imprácticas y finalmente trágicas.


La mala fortuna de los Brook Farmers fue pequeña, comparada con la de los icarianos. Es difícil ver cómo la novela de Cabet pudo haber inspirado a cualquiera a una actividad en serio; no obstante, en 1848, sesenta y nueve franceses, vestidos con uniformes negros de velour, zarparon de La Havre a Texas, donde establecerían una colonia. Se establecieron en Red River, donde padecieron de fiebre amarilla; para cuando Cabet llegó con el segundo grupo de colonos, un año después, su sociedad se había desecho. Los icarianos se relocalizaron en Nauvoo, Illinois, de donde los Mormones habían sido perseguidos: aparentemente, las bienes raíces eran baratas. Mil quinientos icarianos se reunieron en Nauvoo, pero lograron poco, más allá de imprimir un tratado en el cual Cabet describió lo bonita que sería la sociedad que él pudiera armar si alguien pudiera darle medio millón de dólares. El grupo se dividió; Cabet y sus leales partieron para Saint Louis, donde Cabet murió unos años después. El resto del grupo compró tierras en Iowa, lo cual agotó tanto sus recursos que vivieron durante años en casas de barro y caminaban con suecos. Su esplendor radicaba en su constitución, “un tanto elaborada,” escrita por Cabet, “la cual dispone con gran cuidado de la igualdad y hermandad de la humanidad, y el deber de sostener todas las cosas en común; otorga la abolición de la servidumbre y del servicio (o los sirvientes); otorga el mandato del matrimonio, bajo penalidades; proporciona educación; y requiere que la mayoría debería dominar.”

Eventualmente, los icarianos construyeron una escuela y un salón de eventos, pero su sociedad no logró encantar al mundo exterior. De los sesenta y cinco miembros que se mudaron a Iowa en 1856, treinta se fueron para 1860, y los últimos icarianos se desbandaron en 1898. La mayoría de las sociedades utópicas se encontraron con desenlaces similares: los Armonistas de Pennsylvania perdieron su dinero en una demanda legal; los Separtistas de Zoar menguaron hacia la nada. Los Perfeccionistas de Oneida, notables en su época por practicar un poliamorío institucionalizado, cayeron en el escándalo y en las riñas internas, luego se reformaron como una compañía de platería, misma que dejó que sus miembros formaran sus propios grupos.

Pienso que erramos al tomar seriamente la utopía. El libro de Moro está lleno de guiños dirigidos al lector. El viajero que regresa del Nuevo Mundo con una historia sobre los Utópicos es llamado Raphael Hythlodaeus, cuyo apellido quiere decir “vendedor de sinsentidos” en griego; de hecho, la nomenclatura utópica no es nada más que una serie de juegos de palabras griegas. Como varios comentaristas lo han señalado, Moro era un ironista; y Utopia es una obra de ficción. Igualmente lo son la mayoría de los escritos utópicos, con la excepción de Fourier –aunque la metodología de Fourier es tan bizarra que en realidad es más fácil leerlo como escritor de ficción o como un paródico fuera de sus casillas. Esto se debe, como señala Louis Marin en su estudio Utopiques: Jeux d’espaces (1973), porque la utopía no es una idea sino un espacio. Sus dialécticas, como tales, se encuentran al servicio no de la verdad sino de la descripción.

En Utopia, así como en las “novelas” que descendieron de ella, New Atlantis de Bacon (1642), Erewhon de Samuel Butler (1872), Looking Backward 2000-1887 de Edward Bellamy (1888), News From Nowhere de William Morris (1890), y Walden Two de B.F. Skinner (1948), entre otras, la trama está prácticamente ausente. En cuanto a personajes, las figuras acartonadas que nos guían en los alrededores son igual de animadas que los robots de Mistery Science Theater 3000 y considerablemente menos encantadoras. Hythlodaeus, quien estuvo cinco años viviendo en Utopía, no nos introduce a ningún ciudadano de dicha nación, pero nos dice que la ciudad capital de Amaurote “sosteníase al lado de una baja colina, sus secciones en cuatro cuartos. En su extensión comienza un poco debajo de la cima de la colina, y continuaba por espacio de dos millas hasta llegar al río Anyder.” Esta es escritura de guía de viajero, o mejor dicho, es la escritura de un viajero que nos cuenta acerca de una ciudad que jamás visitaremos. ¿Qué nos podría importar que Amaurote está dividida en cuatro barrios, que sus calles son de veinte pies de ancho, que cada una de sus casas tienen dos puertas, una enfrente y la otra atrás? Y es lo mismo con Icaria, una ciudad circular donde las calles se desplazan (y de manera impráctica, según se ha señalado) en una rejilla rectangular:

Cada una tiene ocho rieles de hierro o piedra para acomodar cuatro coches, dos que van en una dirección y dos en otra. Las ruedas nunca saltan los rieles y los caballos no se salen de la parte media. Estas cuatro áreas son pavimentadas con piedra o guijarros, todas las otras líneas con ladrillo. Las ruedas no atraviesan ni barro ni polvo, los caballos prácticamente ninguno, los motores en las calles-vías ninguna.

Looking Backward no se entretiene con planeaciones urbanas, pero Bellamy se torna extático cuando habla sobre la mecánica de su sociedad futura imaginaria:

El sistema es ciertamente perfecto; por ejemplo, allá, en esa suerte de jaula, se encuentra el empleado de envíos. Las órdenes, conforme son tomadas por los distintos departamentos de la tienda, son enviados a él por transmisores. Sus asistentes los acomodan y encierran cada clase en una caja de transporte. El empleado de envíos tiene una docena de transmisores neumáticos frente a él, respondiendo a clases generales de bienes, cada uno comunicándose con el departamento correspondiente en el almacén.

En cada momento, el texto asombra con su exceso de practicidad. Nada ocurre en una utopía, pero se nos hace entender cómo todo podría ser, si sólo hubiera transportadores cruzando por las calles, tubos neumáticos escupiendo órdenes en los casilleros correspondientes. ¡Si tan sólo hubiera personas! Quizás PETOPIA era más utópica de lo que creí.

Esto es la utopía: una novela sin personajes, una guía para visitantes de una sociedad que no existe, una ironía que resuelve hasta los detalles más pequeños. Como alguien que estuvo años leyendo los reglamentos para juegos como Dungeons and Dragons, no soy ajeno a este tipo de escritura, o a su singular atractivo . Es el atractivo de una fantasía sin historia fantástica, del tablero de juego antes que el juego comience. Hythlodaeus y los otros narradores demarcan el espacio y enumeran las reglas por medio de las cuales la gente –o mejor dicho, las figuras semi-reales que representan a la gente en una utopía— se mueve. Ahí está la ciudad de Amaurote, sus casas, sus jardines. Ahí está el Bosque de Caramelo de Menta y el Pantano de Melaza. Si caes en ese cuadrito perderás un turno; caes en este y te conviertes en esclavo. La Utopía es un juego que se toma la ardua tarea de explicar porqué es tan controlador. ¿Y qué es un juego sino una serie de reglas?

Es una locura, pues, construir una utopía. Las utopías fueron hechas para ser jugadas. Los Situacionistas, un conjunto auto-desarticulado de vanguardistas franceses que surgieron a en la década de los sesenta, se acercaron mucho a entenderlo: propusieron una ciudad dividida acorde a una estrategia lúdica de atmósferas y sensaciones, las cuales tendrían un Barrio Bizarro, un Barrio Feliz, un Barrio Útil. Incluso habría un Barrio Siniestro, de difícil acceso, con una espantosa decoración (silbatos chirriantes, campanas de alarma, sirenas que aúllan intermitentemente, esculturas grotescas, móviles motorizados, llamados Auto Mobiles), y lo más pobremente iluminado por las noches, al igual que lo más cegadoramente iluminado durante el día, por medio de un uso intensivo de reflexiones.

Afortunadamente, nadie tendría que vivir ahí; los habitantes practicarían una suerte de vagabundeo sin sentido de un vecindario a otro, despertando nuevos deseos, nuevas repulsiones. “Mientras más se aparta un sitio para el juego libre,” afirmaban los Situacionistas, “más influye en el comportamiento de las personas, y mucho mayor es su fuerza de atracción.” Pero los Situacionistas tomaban el juego quizás demasiado en serio. Recuerdo un trabajo que tuve en San Francisco, codificando HTML para una compañía de publicidad en la red: debido a que el trabajo era “creativo,” la oficina tenía un Cuarto de la Diversión, repleto de almohadas de colores brillantes y una mesa de foosball. De vez en cuando se escuchaba un aviso, proveniente de las bocinas: “Todos los empleados, repórtense al Cuarto de la Diversión para una junta.” El Situacionismo, no obstante todas sus exigencias para un nuevo tipo de ciudad, contiene ese tipo de atmósfera en estado embrionario. Y efectivamente, cuando las revueltas en mayo del ’68 condujeron a los Situacionistas a una posición muy cercana al poder político, sus jugueteos se desplomaron hasta llegar a profundidades similares a las de un Cuarto de la Diversión. Olvídense del Barrio Feliz y del Barrio Útil, los comunicados Situacionistas de la Sorbona ocupada estaban igual de cargadas que cualquier cosa que Cabet pudo haber dicho en aquella larga marcha de Nauvoo a Saint Louis:

ABOLIR LA ALIENACIÓN
ABOLIR LA UNIVERSIDAD
LA HUMANIDAD NO SERÁ FELIZ HASTA QUE
EL ÚLTIMO BURÓCRATA SEA COLGADO
CON LAS TRIPAS DEL ÚLTIMO
CAPITALISTA
MUERTE A LOS POLICÍAS
LIBEREN TAMBIÉN A LOS CUATRO TIPOS
ACUSADOS
DURANTE LA REVUELTA DEL SEIS DE MAYO
POR SAQUEO

El humor de este último punto fue, sospecho, no intencional.

Los juegos interrumpen la vida, pero no la suspenden indefinidamente, ni tampoco están dentro de su poder suplantarla. Jugar a la utopía es aceptar su impermanencia. De hecho, esta parece ser la única condición bajo la cual la utopía se convierte en una verdadera posibilidad. En A Paradise Built in Hell (2009), la ensayista y activista Rebecca Solnit cita a Charles E. Fritz, un sociólogo que estudió el efecto de los desastres en las personas que los sobrevivieron:

Por lo tanto, mientras que las fuerzas naturales o humanas que crearon o precipitaron el desastre parecen hostiles y castigadoras, las personas que lo sobreviven se vuelven más amigables, empáticos y serviciales que lo que fueron en tiempos normales. La aproximación categórica hacia los seres humanos es frenada y la aproximación empática se amplifica. En este sentido, los desastres podrán ser un infierno físico, pero dan como resultado algo que –aunque temporal—puede considerarse como una utopía social.

Las inundaciones, los incendios y los terremotos suspenden el orden normal de las cosas y permiten que emerjan otras, en las cuales la valentía y la generosidad toman fuerza por encima del miedo y el interés personal. Solnit cataloga instancias de este fenómeno: los San franciscanos que abrieron cocinas comunitarias después del terremoto de 1906, los mexicanos que se movilizaron a raíz del terremoto en ciudad de México en 1985, para asegurar los derechos de los trabajadores y una mejor construcción de vivienda, los neoyorquinos que se organizaron espontáneamente para distribuir provisiones y construir monumentos conmemorativos después del 11 de septiembre. En ningún caso duró el nuevo orden, no obstante cada desastre dejó atrás una mejora, a veces en las instituciones de gobierno, a veces sólo en la memoria de los sobrevivientes. Solnit sostiene convincentemente que estas comunidades que nacen del desastre son ventanas para ver lo que podría ser la naturaleza humana si no fuera impedida por las estructuras de poder de nuestra sociedad, y concluye, “El desafío consiste en hacer algo al respecto, antes o más allá del desastre: reconocer y realizar estos deseos y estas posibilidades en tiempos ordinarios.” Dado que un desastre permanente es igualmente poco deseable que una revolución permanente, ¿qué hacemos? Aquí, pienso yo, es donde la idea de utopía como juego se vuelve útil.

Durante cinco o seis años, allá en la década de los noventa, asistí a Burning Man, el festival contracultural que se organiza cada verano en el desierto de Nevada. Desde un punto de vista anarquista, Burning Man es nebuloso: cobra por entrar (aunque nada está a la venta una vez que entras); tiene muchas reglas. Incluso tiene un plan de calle: los visitantes tienen que montar sus carpas en las “cuadras” de una ciudad que surge conforme las personas llegan y se instalan para definirla. Las calles son acomodadas en cubos y radios; un año las calles circulares fueron nombradas con los nombres de los planetas; las radiales con las horas del día, lo cual llevó a unas conversaciones interesantes. “¿Cómo le hago para llegar a Marte?”, “¿Estoy yendo hacia delante o hacia atrás en el tiempo?” Fue, en resumen, utópico. Entonces, como podría esperarse, también fue incómodo, desorientador, y en ocasiones tedioso. Tenías que llevar tu propia comida, agua y resguardo, era posible calcular mal tus necesidades y terminar en serios problemas. Estaba caliente y polvoriento durante el día, frío y polvoriento de noche. Si hubiera continuado indefinidamente, o incluso un día más, el festival hubiera sido insoportable. Pero no fue así. No estábamos formando un mundo, sólo jugábamos a tener uno, incluso si en ocasiones nuestro juego se parecía mucho al trabajo. Aun si creíamos, durante el tiempo que duró, en la realidad de nuestras extrañas confecciones de telaraña, fue un juego, una ciudad juguete construida en un desierto real. Y por esta razón, estar en Burning Man fue para mí una suerte de éxtasis –con e minúscula, debo señalar, aunque podías conseguir de ese otro tipo si estabas buscando.
Los juegos terminan. Incluso hasta Raphael Hythlodaeus abandonó Utopia y navegó rumbo a casa para contar su historia. Pero la situación con los juegos, especialmente aquellos con reglas bien definidas, es que pueden ser jugados nuevamente. La ficción utópica es la semilla desde la cual nacen nuevos juegos, cada uno un poco distinto al anterior. Incluso es posible que en el curso de varias partidas nos volvamos mejores para jugarlo. Quizá algún día seamos los grandes maestros. Entretanto, lo importante es que las reglas están ahí; con su promesa de repetición o renovación. Esta promesa es lo que hace soportable el final del juego, el momento en que las torres de la utopía se encogen detrás de ti, cuando se vuelven en no más que una línea de luces en el horizonte, no más que una memoria de algo que fue brevemente posible y, mientras duró, más divertido que cualquier otra cosa en el mundo.

Paul La Farge es autor de Haussmann, or the Distinction (Farrar, Straus & Giroux, 2001), una novela sobre planeación urbana en París durante la década de 1860.