22.11.10

Un poco velado, pero aquí se los dejo:
la presentación del libro Señora Krupps,
de Javier Fernández,
en el marco de la Feria del Libro Netzahualcóyotl.


Señora Krupps, de Javier Fernández

(ed. Static Libros)

Por Alejandro Espinoza

A manera de (críptica) introducción, quisiera comenzar la presentación de este libro con una cita en extenso. Es de un cuento chino, anónimo, titulado La protección por el libro. El cuento dice:

El literato Wu, de Ch'iang Ling, había insultado al mago Chang Ch'i Shen. Seguro de que éste procuraría vengarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo, a la luz de la lámpara, el sagrado Libro de las transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas. También éstos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel. Wu las guardó como a la primera. A media noche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta.

-Soy la mujer de Chang -declaró-. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad.

-Ni sus hijos ni su marido están en mi libro -contestó Wu-. Sólo tengo estas figuras de papel.

-Sus almas están en esas figuras -dijo la mujer-. Si a la madrugada no han vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir.

-¡Malditos magos! -gritó Wu-. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos, pero no pida más.

Le dio una de las figuras de cara negra.

Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esa noche.

Los personajes de Javier Fernández son esos personajes atrapados en un libro protector. ¿Qué es lo que protege este libro? La posibilidad de que la realidad todavía pueda asirse a través del lenguaje.

*

Creo que en la actualidad se escriben dos tipos de libros de literatura, uno de ellos más raro, más difícil de gestar, que el otro. Primero, existen libros que forman el cúmulo de la sobreproducción literaria, libros buenos de buena factura, que denotan la continuación no de una tradición o de una línea o estilo particular de escribir, sino de un cierto tipo de eficiencia. Esta sobreproducción se debe a que la actividad escritural poco a poco ha ido refinándose, en una suerte de doble juego entre la proliferación de obras y la ignorancia casi absoluta de una sociedad contemporánea que, ya dejémoslo por sentado, simplemente no va a leer. O por lo menos, sus procesos de lectura (cantidad y, si se puede, calidad) evolucionan al margen de cómo evoluciona el ejercicio literario. Similares asuntos ocurren, por ejemplo, con la pintura contemporánea: ante la eficiencia de los modos de representación (de lo fotográfico a lo digital, así como la apropiación de estilos paradigmáticos del arte moderno) pintar se convierte en puro estilo, esto es, manierismo virtuoso para creadores que abordan toda la flexibilidad del acto pictórico, un “tipo Guernica” sin el peso de la dimensión histórica que nos trajo tanto la forma como el contenido de la obra. Estas obras – en este caso literarias—, por decirlo de algún modo, son profesionales, reconocen y aplican todas las fórmulas y estándares del ejercicio narrativo, y probablemente algunos de éstos libros, en estos precisos momentos, se caiga de los estantes de un Sanborn’s, a no decir la sección atiborrada de libros en los supermercados. Ocho de cada diez de estos libros son escritos, según rezan las contraportadas, por algunos de los escritores contemporáneos más importantes de la era. Nadie, en ninguna época en la historia de la letra escrita, hubiera imaginado tanto buen escritor.

Sin embargo, uno de los factores que distinguen a estos libros es su docilidad, con respecto a las formas, las temáticas, el abordaje del lenguaje: aunque suene terriblemente romántico o idealista (o incluso conservador e ingenuo) muy pocos de estos libros realmente se encuentran definiendo los tonos que emanan de nuestra realidad. Dicen cosas, muchas cosas, y las dicen muy bien, con un cuidadoso manejo de las formas y la cantidad recomendable de páginas para ser suficientemente atractivo para el corporativo que viaja tres veces por semana y se entretiene con todo lo que saquen las editoriales de mejor circulación nacional; pero al mismo tiempo, y aunque suene determinista, dicen nada. Con la proliferación de la actividad editorial en el mundo, vino también un estado de mismidad en la literatura que puede dejar a cualquier escritor arriesgado, que conoce, o por lo menos que siente, la necesidad de escribir un libro porque tiene que escribirse. Incluso aquellos libros “arriesgados” de la literatura contemporánea están, por decirlo de algún modo, flotando en las aguas de la normalidad.

A esto, repito, añadámosle el detalle de que el cúmulo de la sociedad simplemente no va a leer. O no puede. O no tiene tiempo. O dinero.

Quienes leen estos libros, quienes consumen esta literatura, forman un porcentaje no mayoritario de lectores arriesgados, que buscan en la literatura una manera pragmática de “hacerse del mundo,” no una manera de deshacer heréticamente el entretejido de la realidad, ahí donde, desde la literatura, podemos darle sentido al sinsentido, podemos comprender lo que significa vivir en nuestro tiempo. No desdeño por completo estas obras, pero sí forman una masa fangosa de novelas temáticas, históricas o coyunturales, que para el lector aficionado se vuelve más difícil separar las perlas de los granitos de azúcar.

Porque luego se encuentran esos otros libros. Los que son producto de un consciente ejercicio literario, cuya finalidad es descubrir este entretejido. Libros que se escriben porque tuvieron que ser escritos, porque hay una necesidad en ellos que difícilmente cumple esa otra producción literaria. Libros que significan, en más sentidos de los que uno puede imaginar. Ya no puede decirse que marcan un hito, pero sí puede decirse (aun puede decirse) que señalizan mejor las marcas de su tiempo. Lo hacen no con un abordaje de comprensión realista en torno a las realidades que vivimos, sino como un ejercicio con el lenguaje y sus posibilidades de desaprendizaje.

Este es uno de esos libros.

Y no es porque Señora Krupps se enmarque dentro de ese canon que a diario confecciona el campo literario actual, o porque el desarrollo formal o técnico nos lleve a desplazamientos de originalidad inusitada. Tampoco porque se convierte en un artefacto cultural, productor de lifestyles y retóricas espectaculares que definen a una generación cuyos nombres se convierten en catchphrases o citas citables en la próxima fiesta bohemia, ahí donde se celebran o se vilipendian las propuestas literarias de los escritores. Este es un libro escrito por alguien que se dedicó a la tarea de confeccionar una de las prosas más ricas, más complejas, más propositivas de nuestra región. Dicha confección, octaédrica, fractal, de imaginarios rizomáticos y de un hiperrealismo que se deshace de la digresión y se enfoca en la conformación de mundo, fue el resultado de un proceso a cuentagotas, enmarcado por la fecha de término de cada texto, nos da a entender que Fernández obsesiva y compulsivamente refinó (¿y acaso sigue refinando?) todos los componentes estructurales de cada relato, en busca de la precisión, la diminuta corrección de estilo, intencionalidad, forjamiento de imágenes, lucidez, rítmica y construcción de universo que sólo distingue a los grandes libros. Se trata de una de las colecciones más inauditas de la narrativa bajacaliforniana, un secreto a voces que señala, como ninguna otra la complejidad de nuestras múltiples realidades.

*

Un proceso de enmienda perpetua dilató la presentación de Señora Krupps ante el público. ¿Su objetivo?, creo yo que es el más insólito que pueda proponerse en la narrativa: la perfección. Esta observación no se vale, pero me encantaría leer los distintos estadios en los que han existido estas historias, para verificar el proceso, las tomas de decisiones, la contraposición de silencios y ruidos, los impecables saltos de tiempo, la lenta nutrición de sus personajes, la pausada meditación y respiro que encontramos en una prosa que, por un lado, hace corto circuito con la mayoría de las estratagemas de los narradores en BC, pero por el otro, le otorga al absurdo de la realidad contada en las historias una cuota de intemporalidad.

Este libro, creo yo, viene con su propio dispositivo procesual. Pero no lo vemos. Lo que vemos es lo que el autor quiere que veamos. Las obras –los cuentos—en el grado de término más perfecto posible. Sé que en otra parte de la realidad se encuentran esos otros libros, esos otros relatos que en su proceso llegaron a ser. Enmiendos, tachaduras, borrones, páginas recortadas, un proceso de edición que es en sí mismo un ejercicio literario.

Y lo que creo que pasa es eso: el ejercicio literario puede aun convertirse en una búsqueda por la precisión.

Este es uno de esos libros tristes que te hacen morir de risa.

[Extraigo de aquí un párrafo de la escritura original, en el cual abordaba algunos detalles sobre las historias, los personajes. Prefiero concentrarme mejor en el libro como acontecimiento, el suceso de un libro de literatura en Baja California y todo lo que esto implica. Porque debemos preguntarnos: ¿Quiénes nos leemos, entre los escritores locales, sin llegar a la desventura o la indiferencia? Por otro lado, ¿Qué libros son LOS libros de nuestra literatura, o si se quiere, para no entrar en clasificaciones geográficas o culturales, qué libros son los que mejor se sostienen como obras literarias, independientemente de su gestación como parte de la cultura en la que se encuentran inmersos? No lo sabemos, aun cuando los especialistas en materia, continúen con su loable labor de diagnosticar sus aristas y puntos de fuga.]

Javier Fernández posee una prosa que obliga la adjetivación insulsa: prosa crocante, prosa sofisticada, extravagante, llena de símiles brillantes, bruñidos, precisos a pesar de su configuración insólita. Me niego a admitir las proposiciones que el mismo Javier me señaló como posibles calificativos para su trabajo: Narrativa con parálisis. Realismo infectado. Ficción autista. Pero como lo acabo de hacer, entonces pues, sí, las admito.

Lo que sí puedo decir con mayor claridad son dos cosas. Primero, que, como las películas de David Lynch, este libro no es para leerse, en el sentido práctico de reunir en el tiempo una sucesión de hechos para acumular una interpretación sobre lo sucedido: este libro es para entender su vibra, experimentar sensorialmente el universo finisecular como si en medio de un sueño. Hay un elemento muy particular de este tipo de prosa que lo considero como el componente adictivo: la capacidad de hacer saltar al cerebro en su proceso de descodificación. No sé bien cómo explicarlo. Sucede en la recurrencia del lenguaje, o en lo recursivo del lenguaje, en el arte combinatoria de imágenes que, en su proceso de asociación, nos asocia con lo otro y su extrañeza. Sucede en el manejo de metáforas inusuales, de asociaciones poco comunes, de descriptores nítidos que te llevan a configurar toda la hiperrealidad sin permitir que emane de ella un juicio moral. Estamos, pues, ante la literatura, tal y como creo que debe ser: siempre desde el lenguaje.

Para mí, así como señalo que hay dos tipos de libros que se producen hoy en día, también puedo decir que hay dos tipos de deleite en la lectura: el que nace del placer y el que nace de la relación. Obtenemos una experiencia relacional cuando advertimos que la realidad imaginada por el autor es similar a la nuestra, en sentido, emoción y dirección. Este elemento relacional es el mismo que experimentamos cuando decimos, llanamente: “me parezco al personaje de esa película,” una identificación que nos llega íntimamente, porque siempre nos atrapa en plena soledad. En cambio, obtenemos placer cuando el escritor nos permite integrar aquello que está afuera desde múltiples lugares, que, en el mejor de los casos, es como si las imágenes saltaran a la vista, literalmente. Si lo deseamos, nos gusta sentirnos conducidos por los vericuetos verbales de quien da consecución al hecho narrado. Este es un libro de imágenes poderosísimas, que se las atribuyo a su proceso de confección: símiles recalcitrantes, alusiones a una metafórica desgarradoramente puntillosa, que exige del lector no un seguimiento cercano a la consecución de los hechos, sino al imaginario desplegado que los contiene.

No estamos leyendo a un narrador en ciernes, ni a un afortunado ganador de premio local que dirime sobre las posibilidades de tomarse en serio el ejercicio de escribir. Tampoco estamos leyendo la consecución (i)lógica de quienes tratan de posicionar una visión de entorno con todo y figuras retóricas del sitio (frontericidad, gringuismo, relatorías populacheras de la “realidad” cruda, cuentos sobre crudas, atisbos conservadores a las formas canónicas). Nada de eso. Lo que estamos leyendo es literatura, plain and simple. El ejercicio (que siempre es ejercicio) de uno de los narradores más brillantes de nuestra región.

Como nota final, sólo quisiera declarar que este es el debut de una editorial independiente, Static libros, y que con ello quisiera manifestar, por favor, que este sea su primer libro, no su único, ya que han proporcionado, con la edición de Señora Krupps, con una joya que merece salir de este mundo.

2.11.10

TODOS MIS MUERTOS

En orden de aparición (pero me refiero a un orden de aparición de la memoria, que no se comporta cronológicamente) y sin contar los muertos que he presenciado mediáticamente, a través del cine, la televisión y la prensa, ya que éstos son lejanos, ajenos, pero sobre todo, demasiado numerosos.

1. Mis abuelos. Ambos abuelos paternos y mi abuela paterna. No tengo memoria de sus vidas pero estoy seguro que hubo un mínimo intercambio, ya que yo ya había nacido. Por lo menos, me llegaron a ver en la cuna. No sé si platicaron conmigo, en ese estadio en el que las palabras son sonidos dúctiles que pueden significar todo o nada. Los abuelos son fotografías de viejos álbumes familiares. Mi abuela era una viejita con demencia senil que se mantenía postrada en la cama. Recuerdo el sitio y la perspectiva exacta, donde me encontraba parado, creo, a los dos o tres años, cuando la sacaron de la recámara en una camilla. No volví a verla.

2. Mi madre. A mis cinco años ella muere de cáncer. Desde entonces, no sé si vivo con el recuerdo efectivo que tengo de ella en mi infancia, o si estos recuerdos fueron construidos, míticamente, a partir de las historias que me han contado sobre ella. Por lo tanto, recuerdo lo que deseo que sea su voz, lo que deseo que sea su tacto, lo que deseo que sea su risa, su silencio. Creo que lo único que recuerdo de ella es su fragancia. Un perfume que usó durante los meses que estuvo hospitalizada en Los Ángeles. Ese perfume siempre me lleva a otro lado, cuando lo huelo en alguna parte del mundo.

3. Marcelino. Viejo conocido desde la primaria y personaje recurrente en mi vida hasta la adolescencia. Cuando estábamos en preparatoria, era el tipo que andaba en motocicleta, situación que lo hacía parecer rebelde, a pesar de su carácter bondadoso y conservador. Cuando salió del taller donde arreglaron su simbólico transporte, fue arrollado por un camión. Su madre vio todo el incidente.

4. Primer suicidio. Una muchacha desconocida de la prepa. Al parecer, la encontraron sus padres en el clóset de su recámara, colgada con su cinturón de karate.

5. Primera víctima de la guerra. No recuerdo su nombre, o mejor dicho su apodo, pero a un año de salir de mi carrera, me lo encontré limpiando vidrios en una calle transitada. Adicto al cristal. Era un punk que siempre quiso pertenecer a las grandes ligas de los malandros conocidos, se defendía por su sentido del humor, pero era el tipo de personas que siempre estuvo tras bambalinas. Se desconoce su paradero.

6. Dios. A los dieciocho años. Tras una conversación con mi hermana. Lo que realmente murió fue el Dios de la iglesia apostólica y romana. El otro todavía anda por ahí.

7. Segundo suicidio. Un vecino con mal de parkinson. Estaba con un amigo en la esquina cuando se escuchó el primer disparo. Nos dirigimos hacia el origen del disparo. Vimos salir de la puerta de su casa a este señor, acompañado de un par de niños que gritaban asustados. El segundo disparo lo dio frente a todos. Fueron dos balazos porque con la temblorina no pudo atinarle a la sien la primera vez.

8. Tercer suicidio. Una vecina, misma calle pero a tres casas de la mía. No conozco las circunstancias de su muerte.

9. Una tía. Poéticamente, era la tía Angelina, de Los Ángeles, California. Durante mi pubertad y primera adolescencia, fuimos grandes amigos. Ella me llevaba al cine a Hollywood, me llevaba a los Estudios Universales, yo lo único que tenía que hacer era estar con ella mientras degustaba de sus cheves y sus Benson mentolados. Ha sido la muerte más concisa, y al mismo tiempo, la más penetrante. Falleció de un golpe en la cabeza al resbalar en la regadera.

10. Segunda víctima de guerra. Armando, "el Negro," más por su piel que por su carácter, siempre dulce y tierno y salvaje al mismo tiempo. El primero de una serie de pochos que se instalaron en la colonia. Querido por todos, igualmente la vida la ganó cuando le empezó a rendir cuentas. Todos a su alrededor transitamos hacia otras aventuras, mientras él se mantuvo cada vez más y más en los márgenes. La última vez que lo vi, sonreía solo mientras caminaba por una calle cercana a mi casa. Adicto al cristal. Su corazón le falló una tarde. Tenía aproximadamente veintiséis años.

11. Lo cual me recuerda a otro muerto, otro vecino, también fallecido de un infarto prematuro. Su nombre era René. Fue un héroe para muchos. Estrella del fútbol, un atleta vigoroso de ojos saltones y maneras crueles que hacía con los plebes del barrio (éramos unos tres años menores que él) lo que le diera su regalada gana. Pero su heroísmo fue en decadencia, cuando se dio cuenta que el mundo evolucionaba a su alrededor, menos él. Su hermano Juan Carlos es una de las personas que más admiro en este mundo.

12. Persona incidental conocida en una carne asada en casa de un viejo amigo viejo. No recuerdo su nombre, pero recuerdo su muerte, o mejor dicho, su vida interrumpida: al bajar de prisa y despistadamente las escaleras de su casa para salir a entregar las películas a Blockbuster, tropezó y se dio un golpe en la cabeza que lo llevó casi inmediatamente a convertirse en vegetal.

13. Jorge Alvarado. Poeta. Narrador. Gran conversador, un agudo sentido del humor. Un día antes de su desaparición, Bibiana Padilla y yo lo vimos en las afueras de Calexico. Originalmente, el plan es que los tres fuéramos a un concierto de Beck. Él estaba entre ir con nosotros o irse con unos amigos a Ensenada. Al regreso del concierto tuvimos un presentimiento, en forma de una mujer que nos encontramos en medio de la carretera. Al día siguiente o dos días después, nos enteramos que se perdió en las ominosas playas de Ensenada. Encontraron su cuerpo meses después.

14. El hijo de mi hermano. Falleció a menos de un mes de haber nacido. Vi su cuerpo en el féretro. Las cosas no han sido las mismas desde entonces, en más sentidos de los que pudiera imaginar.

15. Raúl Olguín. Siempre me dio la impresión de que estaba enojado con el mundo; no que el mundo le debiera algo, ni siquiera pedía que el mundo le rindiera cuentas. Pero su respiración, su mirada penetrante, la pesadumbre con la que cargaba su cuerpo, me ayudaron a darle sentido a su muerte.

16. Carlos Dautt. Ver http://akurtz.blogspot.com/2010/03/carlos-dautt-indie-star.htm

15. Mi padre. Segundo ser vivo de quien pude presenciar su último suspiro. El primero fue un toro, en mi primera y única corrida. Me acerqué, en ambas ocasiones, a ver cómo estos dos toros se despedían del mundo. El primero, tirado y herido en un extremo del ruedo, no quería irse. El segundo, postrado en la cama del hospital y herido espiritualmente por su cuerpo, quería irse desde hacía mucho tiempo.