13.5.10

Zombieland, Arizona

Cada quien decide pintar al enemigo

a imagen y semejanza de sus propias pesadillas.


Siento decirlo, pero estoy de acuerdo con esta ley que desean hacer efectiva en Arizona, que les permite, según entiendo, indiscriminadamente (je jeje) perseguir, detener y tratar como criminales a todo inmigrante ilegal que se encuentre en su territorio. Los entiendo, los comprendo, no los culpo. Es más, hasta cierto punto lo celebro.

Lo que pasa es que ellos ya tienen bastantes problemas con ese otro asunto que tienen que resolver. En breve les explico.

En lo que respecta a mí, un pobre, triste y desamparado mexicano discriminado en su propio país porque parece gringo (el 84% de las veces soy identificado por todos aquellos connacionales que me ven en la calle pero no me conocen como “güerito”), siempre que he cruzado por el estado de Arizona me he sentido en territorio inhóspito. Fantasma. Hay algo oculto en sus pequeñas ciudades insertas en el desierto, las lucecillas en las chozas que se ven a lo lejos desde la carretera, los rostros inexpresivos de los conductores, los que atienden los comercios, las meseras antisépticas que te traen un platillo gozosamente engordativo. La atmósfera de Arizona es abrumadora, silenciosa, pero sobre todo, genera sospecha. Como que algo no anda bien entre los seres humanos de ese lugar. Hay mala vibra en Arizona. Siempre la ha habido. Pero no nos han querido decir porqué.

Yo ya sé porqué.

Hace poco menos de un año, estuve en una exposición en una galería comunitaria de la ciudad de Yuma. Presentaban una colección del archivo Casasola de fotografías de la Revolución Mexicana. Una de las salas estaba repleta de dignatarios, estudiantes y un extraño contingente de pálidos ancianos que merodeaban con sus ojos las fotos de mexicanos oscurecidos, sepias, grises, mexicanos que caminaban por veredas polvorientas o atiborrando un edificio histórico o subidos en los vagones de trenes o mostrando sus rifles y pancartas y sus propios ojos alternativamente asustados o malignos (como todos los ojos mexicanos). Todos mirábamos las reproducciones fotográficas con una mezcla de espasmo y respeto, por el registro, por las imágenes, por la presencia de la memoria mexicana en territorio estadounidense. Ellos, los ancianos, veían las fotos con una especie de…gusto.

En una sala adjunta, se encontraba otra exposición muy peculiar. Se trataba de una serie de fotografías que había tomado el dueño de un estudio de fotografía comercial en esa ciudad, durante no sé cuántos años. Cincuenta años, fácil. Ustedes conocen ese tipo de fotos. Los colores saturados, la beatitud de los rostros, sonrisas de plástico, pecas en las mejillas, poses estudiadas, fondos de tapices con escenarios idílicos de bosques y campos, o cortinas que le dan una cualidad teatral a la fotografía de familia. No podía dejar de ver esas fotos. Una impresionante colección de gringos –niños, ancianos, jóvenes vestidos de marines, muchachas con sus vestidos de la noche de graduación o del baile de debutantes, los chapetes retocados y un brillo espectral en los ojos—todos ataviados para servir como testimonio de un momento en la vida social de ese pueblito en medio de la nada: Yuma. Y cuando digo impresionante, no me refiero a la cantidad o la calidad, sino a las cualidades fantasmagóricas de los sujetos fotografiados: era como si hubieran dejado de existir. Como si sólo existieran en esa fotografía y nada más. Sentí como si todas estas personas –precisas representaciones del gringo medio, del blanco anglosajón protestante y devoto a sus religiones (el trabajo y el Señor)— hubieran desaparecido. O por lo menos, si es que no habían muerto ya, todos los fotografiados tendrían unos ochenta años actualmente.

Luego salí a la calle. No había nadie, sólo el viento. Algunas luces escondidas dentro de los locales. Caminé un poco por los alrededores, y me topé con una tienda. Estaba cerrada. En los aparadores me encontré con distintos tipos de antigüedades, artilugios del pasado, pósters de viejas superestrellas, ropa de segunda, poltronas de principios de siglo, molinos, cafeteras, planchas de hierro oxidado, figurillas de porcelana y charolas y escudos de cervezas y letreros de neón. La tienda estaba cerrada con cadenas, las luces apagadas, y cuando pegué mi cara a la puerta de cristal para ver al interior, algo me espantó, súbitamente.

Un tipo, entre albino y pelirrojo (no sé cómo más describirlo), flacucho, traslúcido, como de unos sesenta años, estaba oculto en un rincón, en las tinieblas, comiéndose… algo. Advirtió mi presencia y se dirigió inmediatamente a la puerta; acto seguido, salí despavorido de ahí. Pude voltear de vuelta hacia la puerta mientras me retiraba, pero el tipo ya no se veía.

Es ahí cuando me di cuenta de algo: estaba en tierra de zombies.

A partir de ahí, todo lo demás se fue clarificando.

Como por ejemplo: cuando llegamos a la zona (en el centro histórico de Yuma) no había ni un alma en los alrededores, y los locales, las oficinas, los edificios, producían la extraña sensación de estar en un set de película de terror. En algún momento imaginé que el interior de estos edificios estaba vacío, simple utilería para un escenario fílmico. Caminábamos sigilosamente por las calles, dudando incluso hasta de la autenticidad del asfalto. Hasta las plantas colocadas en las macetas de concreto se sentían falsas.

Al terminar el evento, varias de las personas que asistimos, convocados por el hambre, nos metimos a uno de esos antiguos restaurantes de hamburguesas, de esos repletos de memorabilia local, banderines de equipos deportivos locales, placas con frases chuscas, algunas de corte patriótico, años de grasa impregnada en las paredes con paneles de madera aparente, menús que no han cambiado en más de veinte años, y el suave y tranquilizante aroma del aceite y la comida chatarra, que todo locatario considera propio, parte de su corriente sanguínea. Era raro descubrir que afuera no había nadie y adentro estaba lleno de parroquianos. Cuando nos instalamos en una mesa, fuimos atendidos por un muchacho, de origen mexicano pero que no hablaba español, que traía un preocupante morete en su ojo izquierdo, el iris rodeado de sangre. Una de las personas con las que yo venía le preguntó qué había pasado. Larga historia; según nos contó, él trabajaba en una firma de asesores en mercadotecnia, en la ciudad de Phoenix. Perdió su puesto (al parecer, de rango ejecutivo) a causa de la recesión, y ahora se encontraba de vuelta en el trabajo que tuvo cuando estaba en la high school, atendiendo mesas en un restaurante local. El golpe –según él—lo obtuvo en un trabajo intermedio, en otra ciudad de Arizona, en la que fungió como guarura de un bar.

Sin embargo, había algo extraño en su rostro: resolución, tristeza pero también un velo de absoluto y obnubilante pánico. No nos estaba contando toda la historia. Y lo que pude percibir que nos ocultaba, pero que obviamente no podía decirnos, dado que estábamos rodeados de comensales locales, mayormente ancianos y de pintas dudosas (no se sabe lo que piensa un gringo de ochenta años detrás de esas gafas oscuras de armazón grueso y cachucha de camionero), es que estaba bajo amenaza de estos comensales, de los dueños del lugar, incluso de otros meseros, los cuales ni siquiera quisieron acercarse a nosotros cuando recién llegamos. La amenaza produjo un respingue de su parte, seguramente, y del respingue de este mexicoamericano desamparado en la ciudad de Yuma, que regresó con la cola entre las patas después de haber huido literalmente de aquí, se produjo una discusión, que terminó con algún gringo garañón propinándole sendo golpe en la cara. ¿Lo que no había que indicarle a los foráneos? Que todos los comensales eran zombies.

Sí, señores. Zombies. Los habitantes de Arizona son zombies.

Lo había notado antes, había tenido mis sospechas, pero no estaba seguro. Había algo detrás de esas presencias medio neandertalescas, de gringos anodinos que mantenían una comunicación dispersa conmigo cada vez que les pedía algo, ya fuera en una tienda de ropa en Yuma, o en el café de la librería Barnes and Noble, o en uno de esos restaurantes de pueblo a medio camino, de esos lugares donde entras, todos advierten tu presencia, guardan silencio unos segundos, y luego continúan sus charlas mientras degustan de sus turkey pot pies.

Recuerdo cuando salimos del restaurante de hamburguesas, que nos asomamos a otro restaurante más pequeño en la misma acera; estaba cerrado, pero ni tardo ni perezoso, se nos acercó un gringo a decirnos que en ese lugar preparaban el mejor armadillo que había comido en su vida.

Sí: armadillo. Sólo los zombies comen armadillo. Eso todos lo sabemos.

Es por eso que todo comienza a tener sentido para mí. Arizona es tierra de zombies, lo ha sido desde hace mucho tiempo. Pero también se encuentran entre sus habitantes personas “de verdad”. Ellos no quieren dejar bajo el dominio total de los zombies estas tierras desérticas (y si se quiere, un poco mágicas). Tienen años, décadas, luchando contra ellos. En cuanto a esa colección de fotografías de gringos en estado de sublimación que exhibían en el museo, era en realidad un registro de posibles targets de quienes combaten a los zombies, como los que tienen en las oficinas de correos. Todos los fotografiados eran zombies. La niña zombie con vestido de muselina, el señor zombie con esas patillas que se conectan al bigote (un candado inverso, según entiendo), la señora zombie con su melanoma en el pómulo izquierdo y la inscripción con pluma de tinta dorada que decía thank you for the memories, Nancy. Aquellas fotografías eran el testimonio fiel de todos los zombies que han mantenido embrujadas las ciudades de Arizona. Y están siempre a nuestro acecho.

Les explico.

Por un lado, estos no son zombies ordinarios: no es el cerebro su exclusivo manjar. Por otro lado, estos arizombies tienen décadas comiendo carne humana. Carne humana mexicana. Los nutrientes que encuentran en los cuerpos mexicanos son su principal fuente de energía.

Al parecer, somos ricos en proteínas y hierro. Sin embargo, algunos zombies han manifestado problemas dentales debido a la ingesta excesiva de sucrosa, proveniente de cuanto dulce y coca cola haya consumido el mexicano almorzado durante su vida. Y lo repito, llevan décadas haciendo esto. Me refiero a comer mexicanos. Inmigrantes mexicanos.

Los zombies los llaman food. O como diría un zombie:
¡Foooooooooooood!

Pero no hay que temer, y es por eso que celebro la iniciativa de los legisladores de Arizona: aunque no lo crean, no todo está perdido. Hay héroes en estas ciudades, que velan por nuestros intereses. Son los otros, los no infectados por lo que haya sido que infectó a los antiguos habitantes de Arizona, los que luchan día y noche contra ellos. Nunca se sabe lo que oculta en la penumbra una ciudad desértica, pero en el caso de este estado, lo que oculta es la larga batalla contra el dominio de los zombies, ejércitos de ancianos blancuzcos que a su vez emigran a estas tierras para huir del bullicio de las ciudades más modernas, ahí donde no admiten actividad zombie. Estos combatientes han hecho todo lo posible por evitar que los zombies salgan del estado. Asimismo, han evitado lo mejor posible que esta noticia salga a la luz de los medios. Y han luchado a capa y espada para que los zombies no sigan usando al cuerpo mexicano como alimento. Créanme que lo han intentado, lo atestigua el rostro perdido de ese muchacho que nos atendió en el restaurante. Nos lo dicen entre líneas, a todos los extranjeros con visa láser que visitamos sus ciudades: “Anda con precaución. No te puedo decir lo que te va a pasar, pero evita cuanto baño público, fonda local, iglesia presbiteriana o fiesta de colonia en estas tierras; porque cuando menos te des cuenta, uno de estos viejillos te va a soltar una mordida.”

Es por eso que, cuando viajes a Estados Unidos y cruces el estado de Arizona, puedes ser recibido por los rostros brillantes de un zombie disfrazado de policía, o de mesera, o de cajero en una tienda de autoservicio, cazándote detrás de sus lentes de espejo y enjugándose la lengua. Casi no se nota, son discretos, pero esto se debe a que los héroes andan tras ellos. Un disparo en la frente es todo lo que necesitan para desactivarlos.

Pero han tenido que elevar las medidas de prevención. Es por eso lo de la ley, esa supuesta acción de perseguir y criminalizar al que cruce ilegalmente por su territorio. La estrategia es rescatar a los cuerpos que cruzan ilegalmente por estas tierras, canalizarlos, reenviarlos a México sin que los zombies puedan siquiera oler sus suculencias. Es una medida preventiva que salvará a la especie mexicana, tan pronta a la candidez y la confianza en el prójimo, sobre todo cuando buscan trabajo en otras latitudes. Nos están salvando, en realidad.

Y nosotros que los estamos acusando de racismo.