9.6.10

Es largo, lo sé; pero creo que la lectura de este artículo es imprescindible para cualquiera que haya reflexionado sobre el estado de la crítica literaria y la reseña de libros en años recientes. Pone las cosas en perspectiva, además de que hace un recorrido histórico por los orígenes de los suplementos literarios. Es una lectura divertida, y al mismo tiempo, señala (aunque desde la perspectiva estadounidense) cuáles son los principales males que padece la crítica seria en nuestros tiempos.
Muerte y vida de la reseña de libros
John Palattella 2 de junio, 2010

El repaso de los resúmenes de periódicos y revistas sobre política y cultura normalmente se convierte en una lectura aburrida, y el año pasado no fue la excepción. Algunos escritores lucharon por extraer una gota de buenas noticias que surgieron durante la década. Otros dieron el salto y arrasaron con las acusaciones. De cualquier modo, fue un mal remiendo, una tarea imposible. Al hacer una glosa de diez años en trocitos de 300 o 500 palabras, los escritores realizaron un ejercicio que estaba encaminado a convertir cualquier observación en torno a una década baja y deshonesta en la perfecta expresión de la misma.

En busca de un poco de consuelo, tomé un libro, y en cuestión de minutos leí el siguiente pasaje:
Ahora que cualquiera tiene la libertad de imprimir cualquier cosa que deseen, muchas veces ignoran aquello que es mejor, y en vez de ello escriben, sólo para fines de entretenimiento, lo que sería mejor olvidar, o, más bien, lo que debería borrarse de todos los libros.
El sentimiento de empobrecimiento ante una sobreabundancia de información; de impotencia ante la necesidad de detectar materiales relevantes en un torrente de cosas efímeras; de vértigo, provocado por el descubrimiento de que “el presente” se vuelve cada vez más y más abrumadoramente accesible: muchos de nosotros, supongo, hemos tenido estas reacciones, después de leer esos resúmenes de finales de año, o si gastamos un poco de tiempo en línea. Ahora todo mundo tiene la libertad de imprimir cualquier cosa que deseen. Esto pudo haber sido dicho por alguien quejándose sobre los blogs, Facebook, Flickr, YouTube o Twitter, y no en 500 o 300 palabras sino en nueve. El problema es que no fue así. La querella fue obra de Niccolò Perotti, un docto clasicista italiano, al escribirle a su amigo Francesco Guarnerio en 1471, menos de veinte años después de la invención de la imprenta.
Esta anécdota no nos sugiere que el pasado es prólogo, sino que más bien subraya la importancia de pensar históricamente, de asumir una visión a largo plazo, al tratar de comprender los cambios en los patrones, profundamente enraizados de la cultura literaria. Me topé con el lamento de Perotti en la colección de ensayos de Robert Darnton, The Case for Books: Past, Present and Future (2009). Al rechazar la noción común de que la tecnología digital ha traído una nueva era, “la llamada era de la información,” Darnton sostiene que cada era en la cual una nueva tecnología ha alterado las formas de escritura y la comunicación ha sido una era de información, y que en cada una de estas eras “la información nunca ha sido estable.” Hay una continuidad en la historia de las transformaciones tecnológicas, nos sugiere Darnton: lo que se encuentra siempre presente es la experiencia de ruptura. Anthony Grafton, otro historiador del libro, presenta un punto similar en “Codex in Crisis,” de su reciente colección de ensayos Worlds Made by Words (2009): “El impulso actual por digitalizar el registro escrito es uno de un número de proyectos críticos en la larga saga de nuestro impulso por acumular, almacenar y recuperar información de manera eficiente. Dará como resultado no la infotopía que los profetas conjuran sino, más bien, una más en la serie de nuevas ecologías de información, todas estas desafiantes, en las cuales los lectores, escritores y productores de textos han aprendido a sobrevivir y florecer.” El dato impresiona porque una de sus implicaciones es que una innovación tecnológica, ya sea la imprenta, el telégrafo, la televisión o el dispositivo digital, aunque nos presenta información en una forma nueva, no es necesariamente la raíz de los problemas con –o de las controversias en torno a—la lectura y la escritura que han surgido a partir de éstas.
Me gustaría hablar acerca de una fusión nuclear, que ocurre no en Wall Street sino en Grub Street, ese ámbito relatado de escritores, libreros, bohemios y escritorzuelos. Aunque los problemas en Grub Street son pequeños comparados con las dificultades que han recaído sobre millones de personas, gracias más que nada a Wall Street, son cuestiones de importancia cultural. En Grub Street, durante casi una década, y especialmente durante los últimos cuatro años, la gente ha estado lamentándose, desgarrando sus vestiduras si no es que vociferando su disgusto por el deterioro en la cobertura de libros en los Estados Unidos. (La fusión en Grub Street coincidió con el surgimiento de Kindle en 2007, pero el vendaval de ansiedad y las ráfagas de delirio surgidas en las editoriales por parte de los lectores digitales son otra historia). Los lamentos se han enfocado más que nada en la cobertura de libros que hacen los periódicos, porque, con derecho o no, ha sido considerada por mucho como un barómetro preciso del delicado clima de la vida literaria. ¿Quién no ha escuchado [por lo menos en Estados Unidos, aunque no sé dónde se aplicaría en México/Latinoamérica] a alguien en una librería o a un amigo preguntar, “¿Has leído la novela que el Times Book Review acaba de elogiar?”
Es innegable que ha ocurrido una profunda erosión en la cobertura de libros en los periódicos. Los periódicos que han eliminado o drásticamente reducido la cobertura durante los últimos años incluyen el Los Angeles Times, el Washington Post, el Chicago Tribune, Newsday, el Minneapolis Star Tribune, el Boston Globe, el Atlanta Journal-Constitution y el Cleveland Plain Dealer, para nombras unos cuantos. Pero esta caída, aunque severa, no ha sido repentina, ni limitada a los periódicos. Con la excepción de The Nation, The New Yorker, The New Republic, The Times Literary Supplement, The Atlantic y Harper’s Magazine, los semanarios y los mensuales comenzaron a disminuir la cobertura de libros en la década de los noventa. En cuanto a los periódicos, no hay mejor ejemplo de la larga contracción que el New York Times Book Review. Cuando el crítico y novelista John Leonard editó el Book Review a principios de los setenta, una era generalmente considerada como su época dorada, en algunos domingos podía contar con un lienzo de por lo menos ochenta páginas. En 1985, el Book Review promediaba las cuarenta y cuatro páginas; dos décadas después, promediaba treinta y dos o treinta y seis, y en meses recientes su tamaño promedio ha vacilado entre los veinticuatro y las veinte páginas. El Book Review sigue siendo la sección de libros más visible del país, pero ya no hay mucho que leer en ella.

Por lo tanto, algunas preguntas nos sirven como piedras limítrofes para el paseo que se viene: ¿Será cierto, como sostienen muchas personas han comentado sobre el tema, que la reciente caída en la cobertura de libros es un problema para la cultura en general, también representativa de problemas culturales mayores? ¿Las secciones de reseñas están desapareciendo o encogiéndose porque no reportan ganancias? ¿O acaso se debe a que no pueden competir con el material que se origina en la red? ¿Por qué las revistas semanales y mensuales, a pesar de que producen una buena cantidad de ensayos profundos y reseñas de libros, son generalmente dejadas de lado cuando se conversa sobre la cobertura de libros? Y finalmente, en cuanto a la calidad de la cobertura –por lo cual no quiero decir reseñismo sino escrutinio, el análisis deliberado y mesurado de las preguntas literarias e intelectuales sin respuestas obvias o fáciles— ¿puede originarse este tipo de cobertura en línea y también encontrar un público fiel ahí?
Los periódicos que muchos de nosotros, o muchos de nuestros padres, crecimos leyendo fueron producto del sitio más preciso del siglo XX: el boom de la postguerra. Para mediados de siglo, la ocupación de reunir noticias había sido completamente profesionalizada, y durante las siguientes tres décadas un abundante ingreso por venta de espacio publicitario le permitió a los periódicos expandir sus salas de redacción e incrementar la calidad y cantidad de la cobertura. Entre 1964 y 1999, el volumen de noticias publicadas por algunos periódicos metropolitanos se duplicó. Las dimensiones de las noticias cambiaron también. Como Leonard Downie y Michael Schudson explicaron el año pasado en el Columbia Journalism Review, durante los años del boom, los periódicos comenzaron a gravitar lejos de una antigua preocupación con el gobierno y con sujetarse a la cobertura de eventos políticos específicos; los periódicos seguían trabajando en estos temas, pero también comenzaron a cultivar “un entendimiento mucho más amplio de la vida pública que incluía no sólo eventos, sino también patrones y modas, y no sólo en la política, sino también en la ciencia, la medicina, los negocios, los deportes, la educación, religión, cultura y entretenimiento.”
En algunos casos, los editores de periódicos reaccionaban a las lecciones de los derechos civiles y los movimientos de las mujeres: la política no es del dominio exclusivo de hombres blancos; lo personal es político. En otros casos, los editores reaccionaban a los cambios en el mercado de los medios. Tuvieron que detenerse o revertir la pérdida de lectores que se dirigían a las estaciones televisoras o a la televisión por cable para obtener las noticias, o hacia revistas que ofrecían más profundidad que amplitud; también tuvieron que renovar su atractivo a lectores cuyas dietas de noticias habían cambiado desde que dejaron las ciudades para irse a los suburbios. De modo que los periódicos emprendieron la tarea de ampliar la cantidad de lectores añadiendo o expandiendo la cobertura de negocios, deportes, salud, bienes raíces, comida y cine. Y libros. El Los Angeles Times Book Review fue lanzado como una sección de tabloide dominical de doce páginas en 1975. The Washington Post Book World debutó como sección de tabloide domnical en los sesenta; fue inserto en el periódico para mediados de los setenta, sólo para resucitar como publicación individual a principios de los ochenta. (Ninguno de éstos existe hoy en día). The New York Times Book Review no es un boomer sino un centenario. Ha sido una sección del periódico desde que Adolph Ochs compró el periódico en 1896. No obstante, el resto del Times es boomer. A principios de los setenta, el gerente de edición Abe Rosenthal rediseñó el periódico, para expandir su cobertura hacia las artes, la ciencia y los negocios, y para introducir secciones de servicios amigables a la publicidad.
Aunque los periódicos, impresos o en línea, siguen siendo la principal fuente de noticias del país, la base económica ha sido socavada por Internet. Obviamente, la cultura perniciosa de contenido gratuito en el ámbito digital, así como bajas barreras de entrada para negocios y publicidad de bajo costo han quebrantado la sujeción que los periódicos tenían con los públicos y la publicidad. Los periódicos comenzaron a perder publicidad nacional y de comercios, con la llegada de la televisión; como respuesta, doblaron sus espacios de anuncios clasificados. Durante la década pasada, perdieron mucho del mercado de clasificados con sitios como Craiglist. En vez de cobrar por noticias en línea, los periódicos se saquearon a sí mismos y ofrecieron noticias gratis como una manera de atraer lectores y publicidad. Hubo una pequeña alza en los ingresos por publicidad a principios y mediados de la década de 2000, pero se disminuyó con la recesión; e incluso en su punto más álgido, las pequeñas sumas provenientes de publicidad en línea se quedaban cortas en recuperar los ingresos perdidos de la publicidad impresa. Con sus balances generales en problemas, los periódicos comenzaron a reducir la escala de cobertura de las noticias, reduciendo el tamaño de sus salas de redacción.
El periódico de la postguerra no ha pasado a la historia como la paloma mensajera. Algunos diarios metropolitanos y nacionales siguen dedicando recursos considerables a artículos de investigación y reportajes de responsabilidad. Siguen cultivando un juicio noticiario enfocado en una agenda pública y orientada hacia el lector general. Tal periodismo es esencial –y caro. Pagar por éste significa decidir no pagar por algo más, y en muchos periódicos ese algo más es la cobertura de libros.
Es necesario explicar estas amplias corrientes económicas para entender un punto crucial y que se pasa por alto: principalmente, que es falso que los ejecutivos de los periódicos justifiquen la eliminación o reducción de las secciones de libros sosteniendo que estas secciones no generan ganancias. Innegablemente, las matemáticas de los ejecutivos son correctas. La sección de libros de un periódico, si fueran a totalizar sus costos, pierde dinero. ¿Pero no lo hacen la sección de deportes o la metropolitana? No obstante, de todas las secciones que no logran generar ingresos propios, es la sección de libros la que mayormente se elimina o reduce. El argumento de que las secciones de libros son eliminadas o disminuidas porque no pueden sostenerse es falso. Es indisputable que los periódicos se han debilitado por los tiempos difíciles y por un giro tecnológico mayor en la diseminación de las noticias; no es indisputable que la cobertura de libros en los periódicos ha sufrido por las mismas razones. Estas secciones han sido destripadas principalmente debido a fuerzas culturales, no económicas, y la más implacable de estas fuerzas se encuentra al interior más que por fuera de las salas de redacción. No son los iPads o Internet sino el ethos anti-intelectual de los mismos periódicos.
“Anti-intelectual” es una acusación pesada, pero tengan paciencia conmigo, mientras lo corroboro con unas cuantas historias de las salas de redacción, así como observaciones sobre las respuestas de las secciones de libros de los periódicos en torno a algunas corrientes editoriales importantes de las últimas décadas. Primero, una definición. En el contexto de las noticias, “anti-intelectual” no necesariamente quiere decir antipatía hacia las ideas, aunque también puede ser eso. Uso la palabra “anti-intelectual” para describir una sospecha de las ideas que no se recogen del reportaje y una falta de interés en las ideas que no sean completamente temáticas.
En 1999, Steve Wasserman llevaba tres años de antigüedad como editor del Los Angeles Times Book Review, y en julio publicó una reseña de la nueva traducción de The Charterhouse of Parma de Stendhal, hecha por Richard Howard. La razón era simple: Howard se encuentra entre los mejores traductores de literatura francesa. Como Wasserman explicó hace unos años en una memoria de sus días en el Los Angeles Times, publicada en el Columbia Journalism Review, la reseña del libro, escrita por Edmund White, fue hecha con estilo y laudatoria. El lunes después que se publicó el texto, el editor del periódico citó a Wasserman a su oficina y lo amonestó por publicar un artículo sobre “otro hombre blanco, europeo y muerto.” Pero los lectores en Los Angeles pensaron de otro modo. Poco después que apareció la reseña, las ventas locales del libro se dispararon; las ventas nacionales también lo hicieron, cuando otras publicaciones reseñaron el libro. El New Yorker terminó un artículo en su sección “Talk of the Town,” que rastreaba el inesperado éxito del libro hacia el Los Angeles Times Book Review. En sus memorias, Wasserman relata una historia similar sobre Carlin Romano, en aquel entonces crícita en el Philadelphia Inquirer, quien fue regañada por un editor, por publicar como la historia principal de su sección la reseña de una nueva traducción de Tirant Lo Blanc, una épica catalana amada por Cervantes. “¿Te has vuelto loca?” le preguntó el editor. “Quizás el aspecto más destacado de los periódicos en Estados Unidos en los noventa,” reflexionó Romano, “es su hostilidad en torno a la lectura en cualquiera de sus formas.”
El tabú sigue existiendo, y a veces es reforzado no por otros editores sino por las mismas secciones de libros de los periódicos. En agosto de 2008, el New York Times Book Review publicó un texto de Walter Kirn sobre el libro de James Woods, How Fiction Works. Wood es uno de nuestros más animados críticos de narrativa, y How Fiction Works es su intento por escribir algo como Aspects of the Novel de E.M. Forster. La reseña de Kirn se desborda de desprecio por el conocimiento que Woods tiene sobre el tema. Irritado por las lecturas que Woods hace de las grandes novelas de grandes novelistas como Joyce, Proust y Balzac, Kirn atacó a Wood por su supuesta “cursi condescendencia,” “su personalidad pedante y melindrosa,” su predilección por novelas que ofrecen “precisión y claridad por encima del vigor y la potencia” y por ataviarse con sus conocimientos. Kirn despreció el aprendizaje de Wood, lo que quiere decir su lectura; sonaba como crítico de restaurantes castigando a un chef por pasar demasiado tiempo en la cocina. Pero existe otro giro. El texto de Kirn fue la historia principal del Book Review en esa semana. La principal reseña en uno de los pocos suplementos dominicales de libros en el país fue un ataque en torno a la lectura. Kirn escribió la pieza, pero no la puso en la portada. Los editores del Book Review hicieron eso, y su decisión fue un recordatorio de que, en su actual encarnación, la publicación se parece a la versión del Book Review criticada por Elizabeth Hardwick en la revista Harper’s de 1959: “una suerte de ejercicio de disuasión oculto, gentil, superficial y respetuosamente rechazando cualquier interés vivaz que pudiera haber en los libros o en cuestiones generales de literatura.”
Las peleas de Wasserman y Romano con sus editores apuntan a otro síntoma del anti-intelectualismo de muchas reseñas de libros en los periódicos: su falta de curiosidad por las obras en traducción. Las traducciones son ocasionalmente reseñadas por los periódicos, pero generalmente sólo si el autor del título es premiado por el Nobel o una personalidad conocida en su país de origen, o cuando los derechos de traducción para un libro fueron comprados a partir de una guerra entre editoriales. También ayuda ser un autor de un país empobrecido, o destrozado por una guerra o con una vida melodramática. Esta última es una de las razones por las que la obra del autor chileno Roberto Bolaño ha sido ampliamente reseñada en los Estados Unidos, mientras que la de muchos de sus coetáneos en Latinoamérica no.
Hay un renacimiento en la traducción, que ocurre en los Estados Unidos, tanto en narrativa como en poesía, de amplitudes jamás vistas desde los sesenta y setenta, cuando los poetas americanos traducían la obra de un buen número de modernistas europeos y surrealistas latinoamericanos. El renacimiento actual ha sido iniciado no sólo por editores incondicionales como New Directions, Grove, Dalkey Archive, Metropolitan y Farrar, Strauss and Giroux, así como editoriales universitarias como Nebraska, Northwestern, Yale y California, entre otras, pero también por un número de pequeñas editoriales lanzadas en la última década, entre las más notables Archipelago, Ugly Duckling, Melville House y Open Letter. Esto necesita enfatizarse, porque las grandes épocas de la literatura también han sido periodos de intensas traducciones; como Eliot Weinberger ha dicho, “Sin noticias del exterior, una cultura termina repitiendo las mismas cosas a sí misma. Necesita lo extranjero no para imitar, sino para transformar.” Pero la revolución en la traducción de la actualidad no ha sido televisada; apenas y ha sido reportada, por lo menos por las secciones de libros de los periódicos.
En sus memorias, Wasserman explica que los entusiastas del Los Angeles Times Book Review siempre están en la minoría de los lectores totales del diario. En el transcurso de cuatro domingos en 2004, de los 6.4 millones de lectores del periódico, 1.2 millones habían leído el Book Review. Esto representa el 19 por ciento de los lectores del periódico, convirtiendo al Book Review en la sección menos leída del periódico dominical. Sin embargo, entre la demografía de los más educados y leídos, la sección era una lectura obligatoria. Esos lectores son un número pequeño, unos 320,000, o 27 por ciento del total de lectores del Book Review, pero eran ávidos y leales, y les encantaba saber acerca de la nueva traducción de The Charterhouse of Parma. Y así, como John Leonard en el New York Times Book Review a principios de los setenta, Wasserman descaradamente editó en contra de los prejuicios de la industria cuando dirigió el Los Angeles Times Book Review, de 1996 a 2005. Su experiencia ahí le enseñó dos lecciones. Primero, que una lectura en masa eludirá a cualquier sección de periódico en los Estados Unidos dedicada a la reseña de libros. Segundo, la falta de un atractivo para las masas hace que incluso la vibrante reseña de un libro publicada en un periódico difícil de vender a los anunciantes de libros, porque el costo de una sola página de publicidad en un periódico grande se excede a los presupuestos de promoción para la mayoría de los libros.
La casi extinta cobertura de libros en los periódicos, y la calidad mediocre de lo poco que queda de la cobertura, es efectivamente un problema cultural, pero uno que surge más de prejuicios culturales y problemas estructurales al interior de los periódicos que por cualquier asunto al interior de la cultura en general. De hecho, la demografía de los lectores de Wasserman en el Los Angeles Times son prueba de que existe un apetito entusiasta por una cobertura de libros que ofrezca profundidad, no amplitud; que sea selectiva, no una guía completa de servicio al consumidor; que sea indispensable, no efímera; que sea de interés general pero no para el mercado de masas; y que se comprometa con cultivar una comunidad informada y crítica de lectores. Existe una demanda, en otras palabras, por exactamente el tipo de cobertura de libros ofrecida por las revistas.
Hace casi cinco décadas, un inteligente grupo de escritores y editores, entre ellos Robert Silvers, Elizabeth Hardwick y Edmund Wilson, vieron la crisis en los periódicos de su tiempo como una oportunidad para capitalizar en la demanda de lectores. En diciembre de 1962, una prolongada huelga de impresores en Nueva York sacó de circulación al New York Times Book Review. Hastiados por los tibios productos servidos por las secciones de libros de los periódicos, Silvers y compañía se aprovecharon de la ausencia del Book Review para lanzar The New York Review of Books en febrero de 1963. Del mismo modo, en 1979 un cierre prolongado en el Times de Londres mantuvo al Times Literary Supplement fuera de circulación, su ausencia creando una oportunidad para el lanzamiento del London Review of Books, primero como una inserción para el NYRB y seis meses después como una publicación individual. El New York Review of Books preservera como una revista bisemanal de política e ideas, y el año pasado el LRB, también una revista bisemanal, celebró su treinta aniversario.
Estamos a punto de sufrir la agonía de otra crisis en los periódicos, no obstante, nada comparable al NRYB o al LRB ha surgido, impreso o en línea, aunque existe, creo yo, una hambre genuina por una cobertura seria de los libros. También existe un profundo sentido de inercia. Por ejemplo, a principios de 2007, conforme cada semana o mes nos traían más malas noticias sobre secciones de libros en periódicos que estaban siendo eliminadas o reducidas, el National Book Critics Circle, la asociación profesional de reseñistas de libros, anunciaron una campaña para Salvar la Reseña de Libros. Se organizaron paneles en la ciudad de Nueva York, Washington y otras ciudades. El resultado más sostenido de toda esta terapia de grupo ha sido el lanzamiento de un triste blog llamado Critical Mass, usado primordialmente para promover la obra de los miembros del National Book Critics Circle publicados en otras sedes. Es como si el NBCC hubieran notado un hoyo en un dique, y en vez de tratar de repararlo o dirigir la carga a terreno alto, ofreciera clases de natación, con descuentos.
Hace un siglo, los periódicos eran el nuevo medio de la era, y levantaron la presentación de palabras tanto como la Web lo ha hecho en nuestro tiempo. Los periódicos aparecieron en ediciones múltiples, rastreando los desarrollos de una historia a lo largo del día. Múltiples encabezados en la página principal competían por la atención del lector; imágenes se daban empujones entre los textos, y la publicidad entre los artículos. Revistas como The Atlantic, Harper’s y, para la década de los veinte, The New Yorker, no eran tan proteicos como los periódicos, pero también mezclaban comercio con cultura, y sus ingresos publicitarios sustanciosos y su frecuencia semanal o mensual le proporcionaba a sus editores y directores de arte con una libertad creativa y el tiempo suficiente para diseñar combinaciones de palabras e imágenes más artísticamente que los desplegados de cualquier periódico. Como Grafton escribe en “Codex in Crisis,” los “periódicos y revistas de los primeros años del siglo no tenían la casi total flexibilidad del moderno sitio en la red, y sus lectores no podían saltarse de un vínculo a la siguiente yuxtaposición de contenidos serios y triviales, y su habilidad para confrontar a los lectores con el shock de lo nuevo fueron igual de ampliamente notables –y a veces obligadamente deplorados—por los contemporáneos como artículos similares en la red.” De alguna manera, señala Grafton, “el mundo de la escritura no se ha transformado” tanto por la red, sino que se ha restaurado como una versión fantasmal e hiperactiva del mundo de la prensa de principios del siglo XX.
A pesar de la gran muerte del periódico, la sensibilidad de los periódicos experimenta una segunda vida en línea. Escándalos, catástrofes económicas, metidas de pata políticas, debates políticos, datos en forma de encuestas o presentaciones públicas de las agencias de gobierno, campañas y elecciones –tales son las búsquedas y recursos de sitios noticiarios como Talking Points Memo, la cual combina periodismo narrativo y de agregación con reportaje, algunos de éstos de investigación, y depende de la participación de un público leal con mucho entusiasmo y expertise. En el mundo de la política, las cosas que valen la pena suceden haca hora del día; hay mucho que cubrir, y la red permite que alguien como Josh Marshall, editor de Talking Points Memo, publicar lo que es en esencia una edición circular de un pequeño diario dedicado a la política.
Por el contrario, escribir sobre libros e ideas que favorecen un análisis deliberado y medido de preguntas sin respuestas obvias o fáciles es una aproximación que se acomoda mejor a las revistas, lo cual es una razón por la que nada como el NYRB o el LRB se ha originado en la red. En su ensayo de 1959 en Harper’s, sobre la reseña de libros, Elizabeth Hardwick hacía un llamado para que las secciones de libros dieran la bienvenida a “lo inusual, lo difícil, lo largo, lo intransigente, y por encima de todo, lo interesante.” Esa es una propuesta maravillosa, poco modesta, una que nunca dejo afuera de mi mente. No describe a la cobertura de libros disponibles en Daily Beast de Tina Brown o en muchos blogs de libros, donde cuando la gente no está posteando reseñas encapsuladas, escriben sobre contratos de libros, guerras de precios para e-books entre Amazon y los editores o el último chisme de la industria. Los periodistas han estado durante mucho tiempo cautivados por el rumor y glamour de la edición de libros, pero como tema es un pobre sustituto para una cobertura de calidad. Una excepción es el Barnes & Noble Review, una empresa sólo para la red que generalmente evita el chisme y la charla de sobremesa. Está mejor editado que cualquier sección de libros de periódico, pero también resulta ser la propiedad de una de las cadenas de librerías más grandes del país. Ni la calidad de sus reseñas ni la generosidad de sus honorarios para los escritores puede expurgar de sus páginas su comercialismo innato.
Hay una razón para preocuparse sobre el futuro del periodismo literario, y el periodismo de las revistas en general. Una razón es la economía de la edición electrónica, ese mundo delirante de comercio, dentro del cual muchas revistas impresas han canalizado tiempo, dinero y expectativas durante la década pasada. La velocidad reina en el ámbito digital, siendo la teoría que una maximización del tráfico, posteando una ráfaga de historias es la mejor manera de atraer lectores y, a su vez, anunciantes. Pero de acuerdo con “Magazines and Their Web Sites,” una encuesta llevada a cabo por el Columbia Journalism Review de 665 revistas de consumidores con los sitios en la Web, la velocidad puede pervertir los estándares periodísticos. “La mayoría de las revistas tienen una edición de textos y un chequeo de datos menos rigurosa que la de sus ediciones impresas,” explican Victor Navasky y Evan Lerner, los editores del reporte. La idea de estas publicaciones es que “si el número de ‘ojos’ triunfa sobre la calidad de la presentación del copy, y produce menos errores de datos, que así sea.” En la red, el valor de la velocidad es comercial, más que periodístico. La cantidad le gana a la calidad; ser el primero le gana a ser el mejor. La velocidad se confunde con la pertinencia, y el valor de la pertinencia es puesta de lado por la obsesión con la simple velocidad.
Pero resulta que la velocidad está comercialmente sobrevalorada. De acuerdo con el estudio de la CJR, los dividendos financieros de la velocidad han sido mediocres: el 68 por ciento de las revistas encuestadas reportaron que la publicidad es la principal fuente de ingreso para su sitio; en la gran mayoría de los casos, una mejora en sus balanzas generales, y la añadida visibilidad han sido comprados baratos con un periodismo inferior. La encuesta de la CJR hace surgir una pregunta fundamental sobre las revistas en la red: ¿acaso un modelo de negocios centrado en la publicidad nos sugiere que no existe un modelo de negocios viable?
Agravando la cuestión, se encuentra la cultura de lo gratuito. Los lectores están acostumbrados a ver contenido gratis en la red, pero gratis no es un buen precio para las editoriales, los editores y los escritores. Claro, los periódicos y las revistas son en parte culpables, por haber enseñado al público a esperar materiales gratuitos en línea. Igualmente culpables son los editores que justifican no tener que pagar a los contribuyentes en línea, sobre la base de que sus artículos les otorgan una exposición invaluable. (Trata de pagar la renta con exposición). Como James Rainey declaró hace unos meses en el Los Angeles Times, “la tecnología que proporciona al mundo entrada a un tesoro inimaginable de arte, imágenes e información, también está eliminando los límites que una vez le permitieron a la clase creativa a ganarse la vida.” En la red, todos somos internos.
Una segunda razón para preocuparse son los cambios en los hábitos de lectura. Grafton explica en “Codex in Crisis” que “los periódicos y revistas de los años alrededor de 1900 coexistían con formas más estables de escritura –encima de todos, el libro serio—y presuponieron la superioridad de un estudio comprometido e informado de textos aun cuando no lo promovían. Por el contrario, el vínculo ardiente y el motor de búsqueda parecen simbolizar una manera particularmente postmoderna de aproximarse a los textos: rápido, superficial, apropiativo e individualista.” En la red, la práctica dominante entre los lectores, especialmente los jóvenes, es la de sumergirse, verificar, y pasar rápido. “La mayoría de los estudiantes comienzan sus búsquedas de información en Google, más que en una página de biblioteca en la red que enlista motores de búsqueda más refinados,” explica Grafton. “Aquellos que consultan sitios de e-books se mantienen en ellos un promedio de cuatro minutos.”
Confieso que yo pido más de cuatro minutos de los lectores. Una cobertura de libros que sea de calidad está basada en la sensibilidad de las impresiones –lo que la editora de libros Elizabeth Sifton llama “su lentitud relativa,” en su alcance, complejidad y autoridad. Para mí, esto quiere decir que hay que editar una sección de revista sobre libros que sea como una biblioteca: un sitio disciplinado pero acogedor, sus columnas repletas de fuentes que permiten una deliberación y un estentóreo debate, y que sostengan a un público diverso de lectores serios y apasionados. Tiene como meta estar al día sin ser necesariamente actualizado a las modas, y sin una sola herida proveniente de los discursos arcanos de la teoría académica o la condescendiente perogrullada de los expertos. Busca hacerse preguntas importantes más que proponer respuestas fáciles; abjurar la pose y la simple toma de posición, a favor de un análisis de los arcos retorcidos del sufrimiento y la liberación que atraviesan la historia y la política modernas; abordar el ámbito de la imaginación con no menos seriedad que el ámbito de los hechos, sin olvidar que la imaginación no está libre de los hechos reales, aun cuando pueda resistir sus presiones. Busca ser un sitio de encuentro para escritores aspirantes y establecidos, cada uno una inspiración para el otro.
A pesar de las confusiones y las dudas, pienso que no hay mejor momento que el presente para estar cubriendo libros. El instinto de la horda está casi extinto: los periódicos inadvertidamente lo eliminaron cuando redujeron la cobertura de libros en masa; y la red, no obstante sus multitudes y su supuesta sabiduría, es una zona de cantones sin federaciones. El campo está completamente abierto. Si no puedes arriesgarte ahora, si en este ambiente no puedes asumir el riesgo de buscar un aire legítimo y raro, ¿cuándo podrás?
Libre traducción