26.9.11

Forever nevermind

Fue al término del verano de 1991 cuando escuché por primera vez “Smells like teen spirit.” Estaba en mi casa, viendo un programa de videos, cuando de pronto escuché los afamadísimos acordes de esta canción. Un destartalado rasgueo de guitarra eléctrica pasa de un F, a un Bb, a un G#, a un C#. Estos acordes tienen su propia historia. Pueden comenzar con “Debaser” de Pixies, pasando por “More than a feeling” de Boston, y atravesar un larguísimo historial que se originó, según creo yo, con Louie Louie. Ha sido a lo largo de los tiempos una infalible fórmula para producir un hit.

Sin embargo, esta presentación de los tres acordes sonaba distinto. Sonaba a intención. Creo que existe, a lo largo de la historia de la música pop y rock contemporánea, una suerte de alineación cosmológico-sonora, desde la cual un sonido conocido y reconocido tiene la capacidad de presentarse de una manera más contundente. Los acordes de “Smells like teen spirit” arrastran consigo su historia pero también consiguen ser el resultado o propósito de su existencia. Es como si los acordes, que habían estado ahí desde hace mucho tiempo, se originaron para que luego fueran traducidos por un sensible y doliente gringuito del noroeste de Estados Unidos. No soy –creo—muy afecto al determinismo histórico (porque huele a romanticismo), pero en realidad, ese momento se sintió distinto. Lo sentí cuando escuché la canción la primera vez. No presté mucha atención al video sino al modo como Nirvana aproximó la dinámica patentada por Pixies, de combinar momentos suaves con momentos explosivos. Ayudaba mucho la voz aguardientosa de Kurt, a no decir de esa precisión tan rica e intuitiva como Dave Grohl atacó el ritmo de la canción, así como las melifluas líneas del bajo de Krist Novoselic. Descarté casi inmediatamente el concepto que tenía de esta banda, ya que había escuchado su disco anterior y me pareció (en retrospectiva me río de ello) una copia más de la fórmula grungera de Mudhoney.

Poco después de escuchar la canción compré el cassette de Nevermind, y de ahí siguió una larga historia alternativa de mis encuentros y desencuentros con ese disco. Primero que nada, porque fue el soundtrack del año que viví abandonando los estudios profesionales y dedicándome a ser cobrador en una distribuidora de artículos de limpieza para oficinas. La rutina era básica, no podía (no quería) aspirar a lo mismo que aspiraban (y ganaban) los vendedores, y cuando llegaba el fin de semana nos juntábamos en casa de un amigo y colega del trabajo y jugábamos cubilete. En un par de ocasiones, el muchacho que se dedicaba a almacén y repartición de artículos perdió el salario de toda una semana. Repito, no era mucho, pero me otorgaba la libertad de ganar dinero propio. Fue en esos contextos donde absorbí el disco de Nevermind.

Ese cassette lo escuché prácticamente todos los días, del 30 de septiembre al 30 de noviembre de 1991. El autoestéreo tenía la opción de replay así que absorbí el disco como un continuum. A su vez, reafirmaba la capacidad que tenían los LPs para ir construyendo un relato, donde cada canción es un capítulo, donde el paso de una a otra canción (una vez que aprendes la secuencia) produce una expectativa que proviene de la memoria afectiva: es como un suspiro saber, por ejemplo, que justo en cuanto termina Smells like teen spirit comienza el aparentemente torpe inicio de In Bloom; los nanosegundos que dan paso de una a la siguiente canción es uno de los grandes inventos del LP, cuestión que se ha perdido en la actualidad –un mundo que regresa a la experiencia de los singles—pero que debemos reconocer que es una ciencia no exacta que se genera una vez que terminan de grabarse las canciones que conformarán el álbum, y que prácticamente se rige por la capacidad narrativa de un disco.

Huelga decir que cuando termina In Bloom comienza Come as you are. Y el recuento de las canciones se suceden con una riqueza y una simplicidad “calculada” que convierte al disco en una delicia de principio a final. Todo este tipo de cosas las pensaba mientras recorría la ciudad de Mexicali en mi viejo Chevrolet Cavalier color café cobrizo (un estándar de finales de los ochenta, estos carros) rumbo a los negocios a los que debía entregar contrarecibos o recibir de ellos un cheque, muchas veces post fechado. Mis subidas y bajadas a los establecimientos dejaban inconclusa una canción en el estéreo, que finalmente continuaba a mi regreso y todo esto cobró una familiaridad tan tremenda que simplemente no quería que el tiempo prosiguiera. Podía estar en ese modo de operación durante toda la vida, si la vida no exigiera más vericuetos. Y sobre todo, si la vida no hubiera convertido a este disco en un importante documento del fin de los tiempos.

Hay antecedentes y contextos que rodean mi apreciación de Nevermind, que, digamos, forman parte del “entendimiento” de esta música con respecto al origen que la gestó. Hay leyendas, pequeños relatos que nos contábamos los primeros fans del disco y del grupo, como el hecho de que Smells like teen spirit, antes que el disco saliera a la venta, la debutaron en la gira que Nirvana realizó como teloneros de Sonic Youth, cuando éstos promovían su disco Goo. Esa gira pasó por el legendario Iguanas de Tijuana, así que Smells like teen spirit llegó a escucharse por primera vez ahí, unos cuantos meses antes de la hecatombe, misma que sucedía mientras yo circulaba con mi carro por Mexicali en busca de cheques. A su vez, este disco venía junto con otros lanzamientos esperados por aquellos que de manera entusiasta seguíamos la denominada “escena alternativa.” Junto al mencionado Goo, se encontraban Green Mind de Dinosaur, Jr., Blood Sugar Sex Magic de Red Hot Chili Peppers y, Steady Diet of Nothing de Fugazi y, dos meses después del lanzamiento de Nevermind, Loveless de My Bloody Valentine. Al mismo tiempo, se gestaba alrededor del mundo una búsqueda distinta en la música, tras años de predominio de baladas metaleras, que llevaba a algunos a apostar por un futuro electrónico que, en retrospectiva, era genuino pero ingenuo (como el caso de Jesus Jones, banda que unos meses antes sacó su segundo LP, y cuyo líder proclamaba tener la fórmula para la música del futuro, aunque muy errado estaba), así como toda la retahíla de bandas de la escena de Manchester, y que fueron los responsables de producir fácil media docena de canciones que utilizan el mismo patrón rítmico (el sincopado Funky drummer, mismo que se convirtió en el ritmo sincopado por excelencia, e indirectamente marcó la pauta para que el ritmo de Smells…fuera igualmente sincopado). Sin embargo, este disco hizo que todo esfuerzo previo fuese inútil. Las canciones de Doubt de Jesus Jones suenan terriblemente “fechadas.” Nevermind se alinea a esa lista de discos imperdibles que son recuperados generación tras generación, como Back in Black, el Dark Side of the Moon o The Wall, y así sucesivamente. Nadie sabe a ciencia cierta cómo sucedió.

Tiene que ver, por supuesto, que es uno de esos discos “perfectos” en su simplicidad, su capacidad para traducir sonora y lingüísticamente un sentir y un devenir, cómo la música guarda correspondencia no sólo con su tiempo sino con el tiempo en general; de lo que habla es de un dolor no sólo generacional sino universal, por lo menos como afecciones de finales del siglo XX. Es un testimonio perenne de la ironía contemporánea, dolida por aceptar una realidad sin posibilidades transformadoras, pero dispuesto a asumirlo con una risotada sufriente. Señala la época del oxímoron emocional: la urgencia y el letargo, el esnobismo intelectual acompañado de la abulia, la insoportable pesadumbre del mundo y de una vida a la que no te quieres comprometer del todo porque de todas formas nada importa. Pero importa mucho cómo expreso el hecho de que nada importa. Whatever. Nevermind.

Repito que fue inexplicable el éxito de este disco. Inexplicable y necesario explicar, sobre todo para comprender cómo este disco –y este año quizás—fueron los últimos tiempos antes de la integración total de la sociedad del espectáculo, un mundo donde todo es cooptado y mercadeable, siempre y cuando el consumidor se reconozca en el estilo de vida de su procedencia.

Recuerdo nítidamente el momento en que descubrí que este disco no pertenecería a esa larga línea de joyas musicales de las cuales me sentía orgulloso de conocer de manera íntima e individual, pero no lo suficientemente masivos como para que fueran una experiencia popular compartida. En aquel entonces, contaba mucho conocer a alguien que ya había escuchado el Ritual de lo Habitual de Jane´s Addiction; el disco de Ten de Pearl Jam fue un secreto a voces durante un tiempo, y muchos otros discos y bandas eran apreciadas aun a pesar de que reconocíamos que el resto del mundo no podía experimentar la emoción que nosotros experimentábamos. Nos hacía sentirnos como iniciados en algo. Y construimos una contradicción: por un lado, nos dábamos de golpes en la cabeza, incrédulos y sin aceptar que el resto del mundo escuchara esta música; por otro lado, queríamos mantener esta música como una experiencia nuestra. Esas son varias de las tribulaciones que comenzaron cuando de las cenizas del movimiento underground en los ochenta surgieron bandas con un poco más de posibilidades para brillar.

Más o menos en este concepto tenía yo el disco de Nevermind. Hasta que fui a una fiesta en el Forum, en Mexicali.

Por alguna razón, me encontraba platicando con una muchacha (yo solía esconderme en un rincón del segundo piso con mi vaso de vodka tonic; me gustaba ver de lejos a la gente), y por alguna otra razón, metieron en el set list de esa noche la canción de Smells like teen spirit. Recuerdo cómo ella saltó de la emoción, y comenzó a compartir el sentimiento de que TODO EL MUNDO DEBERÍA ESCUCHAR A ESTE GRUPO. Claro que sentí una conexión con ella (“entiende esta música, por lo tanto, me entiende a mí.” Hasta la fecha me da vergüenza lo ensimismados y autovanagloriados que nos sentíamos los que pertenecimos a la denominada generación X). Al mismo tiempo, pude percatarme de que la difusión del disco se ampliaba y diversificaba. Creo que el punto culminante de ese dominio que tuvo Nevermind en la conciencia colectiva de la época fue cuando, más o menos un año después, fui a una fiesta donde una banda se atrevió a tocar una versión de esta rola…con sintetizadores. Y, si mal no recuerdo, con batería eléctrica. The horror.

Y claro, ahora fácilmente encontramos la versión lounge de esta canción, así como –creo haberlo escuchado—una versión de todo el disco en clave bossa nova. Y la circulación de las principales canciones de este disco son prácticamente el estándar a seguir de toda reverencia radiofónica a los noventa, junto con Pearl Jam y, curiosamente, el disco Dangerous de Michael Jackson (que vive una especie de revival torcido el cual no me explico). Algunas de las joyas de la época se mantuvieron fuera del mainstream, a pesar de que su relevancia cultural ha sido impactante (Loveless), algunos otros, como el disco de Jesus Jones, se mantienen atrapados en ese momento sonoro (pienso en Out of time de R.E.M. que, aun a pesar de la permanencia de Losing my Religion, no es considerado como lo mejor de su discografía). Y lo que hace a este disco excepcional, lo que lo mantiene vivo como una manifestación viva de furia y desencanto se debe a una serie de decisiones creativas muy importantes, que están cernidas sobre la totalidad del disco, como obra, no sólo como artefacto cultural (sobre todo ahora, que la música se ha vuelto vaporosa y volátil), y que, a su vez, marcaron definitivamente cómo el mundo del rock, del pop y de la “música independiente” decidieron hacer paralelamente su trabajo.

Entre estos elementos, encontramos lo siguiente: primero, la producción del disco, mismo que apretó las tuercas que mantenían al barco Nirvana en una posición endeble (en vivo, puedes escuchar cómo siempre estaban al borde de mandar la rola al carajo), y que el productor, Butch Vig, resolvió inteligentemente, acudiendo al sonido prístino de la compresión, así como a la creación de capas y pliegues que le permitieron hacer que las canciones sonaran pegajosas (la voz que escuchamos en los coros de cada canción es, en realidad, dos o hasta tres voces grabadas, desplazadas en varios canales y empalmadas para darles cuerpo y mayor “garra”); segundo, la calidad de las melodías. Todas las canciones tienen coros perfectos; quienes conocen este disco al dedillo saben a qué me refiero. Se requiere una gran maestría –no reconocida—para confeccionar un coro que invite a cantarlo. Sobre todo en este disco, porque el coro era la oportunidad para que Kurt gritara con toda fuerza el peso del mundo que cargaba como una bilis. Aunado a esto, pues, tenemos las letras de Kurt: crípticas, tiernas y crueles al mismo tiempo, dan cuenta de una aflicción y de un humor que sopesa su carga existencial.

Sí, Kurt no era el compa más relajado del mundo; fue confeccionándose a sí mismo como una extraña (y letal) mezcla entre la sensibilidad del artista outsider (sus héroes del underground en la música así como de artistas como Daniel Johnston, lo hacían aspirar a esa figura trágica y genial que se mantiene en los márgenes pero con una enorme cantidad de seguidores) y la superestrella que compone canciones para que todos las escuchemos. Es por ello que sus letras contienen una carga de ironía fuertísima, pero acompañada de líneas melódicas no muy distintas a las canciones de cuna (“todas las canciones de cuna del futuro provendrán de la música pop,” dijo una vez Andy Partridge de XTC); tanto la inflexión de su voz en el coro como la letra que acompañaba a estas líneas estaban cargadas de sentido irónico. Desde el “Hello, hello, hello, how low?” de Smells… hasta el “yeeeh yyeahh” de Lithium, se servía de estos canturreos para, figurativamente, sacarle la lengua al significado de sus propios sentimientos. Y todos, desde ese momento, nos identificamos con eso.

Actualmente, hay una serie de cosas que mantienen viva mi afición por este disco. Trato de no entrar en la modalidad conceptual del disco y su impacto cultural (porque corres el riesgo de que no te guste porque no te gusta lo que el disco representa culturalmente, lo cual es un error que cometen muchos aficionados a la música), pero sí se encuentra tras bambalinas cuando lo escucho. En estos momentos lo hago; lo escucho a través de un video de youtube, donde alguien tuvo a bien poner el disco entero en un solo upload. Me gusta escuchar un disco tan simple y a la vez tan puro de intención. Puedo seguir entendiendo porque llegó a establecer conexión con todo el mundo. A su vez, puedo entender cómo se convirtió en el estándar a seguir, para bien o para mal. Mientras más directa la influencia, más terrible la parodia. Por otro lado, la dinámica de las composiciones (silencioso luego explosivo) fue el pan de cada día de todas las bandas que siguieron, incluyendo Radiohead (puede escucharse Creep como la versión lenta de Smells…); puedo seguir impresionado por la batería de Dave Grohl, que desde lejos se nota que golpeaba el bombo y los tambores con una furia que sólo podría describir como atlética, que afianzaba el terreno sobre el cual se sostenía el teatro de Kurt. Puedo seguir pensando, para repetir algo que escribí antes, cómo se sucede una canción tras otra. Hubo un tiempo, allá cuando trabajaba de cobrador, por ejemplo, en el que mi disfrute del disco se cernía específicamente a la siguiente dinámica: lo ponía desde el principio, sólo para llegar al momento en que comenzara Drain you, de todas, mi canción preferida de Nirvana.

Puedo, también, pensar en la voz de Kurt. Recientemente, encuentro una ternura y un dolor que no comprendía del todo, sino hasta ahora. Es el dolor hacia una sinceridad que difícilmente se encuentra, en todos los órdenes, sociales, morales, políticos, amorosos, interpersonales. Pude comprenderla después de detectar que fue el padecimiento de muchos artistas de la generación de Kurt. Incluso un escritor como David Foster Wallace padecía este dilema, que sólo podría explicar como una afección íntimamente ligada a una búsqueda por un margen de verdad en un mundo regido por el cinismo. Simplemente no podían soportar ser cooptados o absorbidos por el régimen de la ironía y el desencanto cool. No podían soportar tanto relativismo, sobre todo siendo creadores en un mundo donde fácilmente pueden supeditarse a las condiciones que imperan en la sociedad, vista como un enorme mercado de deseos, apetencias y escapatorias. Lo que distingue a estos artistas es una estricta ética que no acepta la incongruencia, que no acepta ciertos órdenes establecidos, sensibilizados como seres humanos masculinos en un mundo que les cae encima como bomba de golosinas, y que no están dispuestos a asumir con un simple encogimiento de hombros. Foster Wallace sostuvo en entrevistas que su búsqueda era terminar con el cinismo (aun cuando su narrativa fue terriblemente irónica); Kurt asumió este cinismo, esta ironía, pero reconociéndola como un arma poderosísima de resistencia. No como algo que me gusta porque “suena bonito.” Esto último es la marca de los tiempos que actualmente vivimos.

6.9.11

Los nuevos cuentistas

Seamos sinceros hasta donde se pueda: la realidad es que el futuro dirigente de nuestro país ya está decidido. Es algo terrible e inevitable, frustrante, opresivo, y sólo algo que podría denominarse por los expertos como “contingencias” (imposible saber cuáles) cambiaría la jugada, aunque de todas formas, sería para beneficio de aquellos que están confeccionando la historia.

Quiero pensar justo en estos personajes. No sé quiénes son, su figura o presencia en los procesos se mantiene difusa, en ese intríngulis malicioso, siniestro y táctico que llamamos política (de una postmodernidad rampante que todo lo coopta, todo lo adhiere a causas, a visiones simuladas y discursos que mantienen una suerte de orden), pero seguramente se han sentado en las mismas mesas de Sanborn’s en las que se sientan dos que tres narradores con sus cuadernillos o sus laptops a pensar en el rendimiento que tiene la confección de historias para explicar esta realidad.

No son los mismos, dudo mucho que estos tejedores contraten a un narrador de profesión para que les ayude a diseñar una trama interesante y llena de giros de tuerca. Unos, los narradores, siguen en la empresa de contar historias con un ojo en la tradición y el otro en la legitimación de sus obras en el ámbito literario. Noble empresa que, en el mejor de los casos, le permite comer y tomar bien en lugares exóticos. Los otros, quizá provenientes de la mercadotecnia, las agencias de consultoría, la publicidad, los equipos de expertos en psicología social, los fabricantes de líderes, o quizá el oscuro personaje que leyó a Maquiavelo desde la preparatoria y que no ha dado tregua en su empeño por convertirse en el aliado secreto de los poderosos, siempre aledaños al poder, escriben con acciones y escenificaciones el destino de los siguientes meses; son como un staff de telenovela o de sitcom, que por medio del análisis de resultados de las audiencias determinan el rumbo que tomará el romance entre la chavita de barrio y el hijo del mandamás del pueblo.

Señoras y señores: estos últimos son los que han llevado al arte de contar historias a un nivel insospechado. Han borrado las líneas que separan al relato de la vida diaria. Ya no se trata de representar con voces e imaginarios una determinada realidad (o por lo menos la vibra de la realidad) sino que trabajan junto con la realidad para narrar sus próximos vericuetos. Estos narradores, estos confabuladores de historias jamás publican sus relatos. Estos cobran vida cada vez que ofrecen un nuevo hilo para la trama, vertido sobre las dinámicas de la realidad.

No me sorprende, por lo tanto, lo poco sorprendidos que pueden estar algunos de los narradores de generaciones anteriores a la mía, cuando identifican el manierismo con el que abordamos la literatura, y simplemente descartan la posibilidad de encontrar algo interesante en lo que escribimos. Y es cierto, estoy generalizando, pero creo que una de nuestras tareas es la de ubicar los modos como se inscriben las historias en nuestra actualidad, cómo se han imbricado las estrategias del relato en la vida diaria, a través de notas periodísticas, soundbites de figuras políticas e intelectuales, los sucesos “imprevistos” y aparentemente incontrolables que nos han llevado a esta parte del relato mexicano en el que nos envolvemos de violencia y nos regodeamos (grotescamente, justo como sabemos hacerlo los mexicanos) por las tragedias que compartimos prácticamente todas las mañanas.

Por cierto: Felipe Calderón no es quien se ha dedicado a escribir esta parte de nuestra historia. Busquemos al escritor fantasma. Quizá sean varios.

Y es que podemos maravillarnos (sin cinismo, por cierto) por la capacidad que tienen estas figuras invisibles para mantenernos entretenidos. Igualmente, podemos maravillarnos por la capacidad de elevar las intensidades de un relato, integrar personajes insólitos, involucrar referencias a otros relatos, mantener la mirada del espectador fascinada y ahogada al mismo tiempo, un espectador que igualmente discurre sobre los últimos avances en la tragicomedia de los casinos (por ejemplo) al tiempo que sorbe su tarro de cerveza y le confiesa al amigo que él no ve nada de malo en ir a los casinos a apostar. Pero hay un truco detrás de esto.

Fíjense: vivimos décadas de sospecha. Décadas. El nivel de credibilidad que tienen los gobiernos es bajo, si no es que nulo (ya que hay en este sentido dos tendencias: la que afirma que las cosas están bien, porque asumen una perspectiva de fondo sobre la realidad que les permite justificar las más grandes atrocidades, en nombre del orden; la segunda tendencia, es la de todo aquel ciudadano de nuestro país cuya capacidad para discernir el modo como está siendo oprimido se ha nublado, a base de ninguneos o por un velado proceso de hipnosis colectiva, que lo conduce a dedicar su tiempo al FUA más que al entendimiento de su entorno y el compromiso que esto conlleva). Y no obstante esta condición de sospecha eterna, seguimos fascinados por el relato. Y no sé si aceptamos el relato a pesar de que no lo creemos, o si aceptamos el relato porque, muy en el muy siniestro fondo, nos gusta que la historia siga así.