6.9.11

Los nuevos cuentistas

Seamos sinceros hasta donde se pueda: la realidad es que el futuro dirigente de nuestro país ya está decidido. Es algo terrible e inevitable, frustrante, opresivo, y sólo algo que podría denominarse por los expertos como “contingencias” (imposible saber cuáles) cambiaría la jugada, aunque de todas formas, sería para beneficio de aquellos que están confeccionando la historia.

Quiero pensar justo en estos personajes. No sé quiénes son, su figura o presencia en los procesos se mantiene difusa, en ese intríngulis malicioso, siniestro y táctico que llamamos política (de una postmodernidad rampante que todo lo coopta, todo lo adhiere a causas, a visiones simuladas y discursos que mantienen una suerte de orden), pero seguramente se han sentado en las mismas mesas de Sanborn’s en las que se sientan dos que tres narradores con sus cuadernillos o sus laptops a pensar en el rendimiento que tiene la confección de historias para explicar esta realidad.

No son los mismos, dudo mucho que estos tejedores contraten a un narrador de profesión para que les ayude a diseñar una trama interesante y llena de giros de tuerca. Unos, los narradores, siguen en la empresa de contar historias con un ojo en la tradición y el otro en la legitimación de sus obras en el ámbito literario. Noble empresa que, en el mejor de los casos, le permite comer y tomar bien en lugares exóticos. Los otros, quizá provenientes de la mercadotecnia, las agencias de consultoría, la publicidad, los equipos de expertos en psicología social, los fabricantes de líderes, o quizá el oscuro personaje que leyó a Maquiavelo desde la preparatoria y que no ha dado tregua en su empeño por convertirse en el aliado secreto de los poderosos, siempre aledaños al poder, escriben con acciones y escenificaciones el destino de los siguientes meses; son como un staff de telenovela o de sitcom, que por medio del análisis de resultados de las audiencias determinan el rumbo que tomará el romance entre la chavita de barrio y el hijo del mandamás del pueblo.

Señoras y señores: estos últimos son los que han llevado al arte de contar historias a un nivel insospechado. Han borrado las líneas que separan al relato de la vida diaria. Ya no se trata de representar con voces e imaginarios una determinada realidad (o por lo menos la vibra de la realidad) sino que trabajan junto con la realidad para narrar sus próximos vericuetos. Estos narradores, estos confabuladores de historias jamás publican sus relatos. Estos cobran vida cada vez que ofrecen un nuevo hilo para la trama, vertido sobre las dinámicas de la realidad.

No me sorprende, por lo tanto, lo poco sorprendidos que pueden estar algunos de los narradores de generaciones anteriores a la mía, cuando identifican el manierismo con el que abordamos la literatura, y simplemente descartan la posibilidad de encontrar algo interesante en lo que escribimos. Y es cierto, estoy generalizando, pero creo que una de nuestras tareas es la de ubicar los modos como se inscriben las historias en nuestra actualidad, cómo se han imbricado las estrategias del relato en la vida diaria, a través de notas periodísticas, soundbites de figuras políticas e intelectuales, los sucesos “imprevistos” y aparentemente incontrolables que nos han llevado a esta parte del relato mexicano en el que nos envolvemos de violencia y nos regodeamos (grotescamente, justo como sabemos hacerlo los mexicanos) por las tragedias que compartimos prácticamente todas las mañanas.

Por cierto: Felipe Calderón no es quien se ha dedicado a escribir esta parte de nuestra historia. Busquemos al escritor fantasma. Quizá sean varios.

Y es que podemos maravillarnos (sin cinismo, por cierto) por la capacidad que tienen estas figuras invisibles para mantenernos entretenidos. Igualmente, podemos maravillarnos por la capacidad de elevar las intensidades de un relato, integrar personajes insólitos, involucrar referencias a otros relatos, mantener la mirada del espectador fascinada y ahogada al mismo tiempo, un espectador que igualmente discurre sobre los últimos avances en la tragicomedia de los casinos (por ejemplo) al tiempo que sorbe su tarro de cerveza y le confiesa al amigo que él no ve nada de malo en ir a los casinos a apostar. Pero hay un truco detrás de esto.

Fíjense: vivimos décadas de sospecha. Décadas. El nivel de credibilidad que tienen los gobiernos es bajo, si no es que nulo (ya que hay en este sentido dos tendencias: la que afirma que las cosas están bien, porque asumen una perspectiva de fondo sobre la realidad que les permite justificar las más grandes atrocidades, en nombre del orden; la segunda tendencia, es la de todo aquel ciudadano de nuestro país cuya capacidad para discernir el modo como está siendo oprimido se ha nublado, a base de ninguneos o por un velado proceso de hipnosis colectiva, que lo conduce a dedicar su tiempo al FUA más que al entendimiento de su entorno y el compromiso que esto conlleva). Y no obstante esta condición de sospecha eterna, seguimos fascinados por el relato. Y no sé si aceptamos el relato a pesar de que no lo creemos, o si aceptamos el relato porque, muy en el muy siniestro fondo, nos gusta que la historia siga así.