24.1.12

Breve historia de una vida breve

Hace dos semanas, casi al inicio del año, nuestra perrita, Nube, dio a luz a cinco carhorros. Recibimos la noticia con una mezcla de gusto y deconcierto, sobre todo porque todo este tiempo nos referíamos al padre de estos críos como el “hermanito” de Nube. Una mañana, ahí estaban, cinco leves, diminutas vidas aferradas a las tetillas de su madre.

Pudimos notar en los siguientes días cómo Nube se volvía aprehensiva con sus hijos, cómo dividía su ímpetu entre celebrar nuestra llegada al trabajo y atender a los cachorros, que estaban dentro de una casita, la mayoría del tiempo chillando.

Cecy y yo pensábamos en la mejor manera de repartirlos, en llevar al buen Wilfrido al veterinario para esterilizarlo, incluso en la posibilidad de quedarnos con uno de los cachorros, una hembra. Para que le hiciera compañía a Nube.

Al cabo de dos semanas los cachorros ya comenzaban a crecer, pero Cecy de pronto descubrió que una de las cachorritas se iba quedando más flaca. Detectó que todos los demás cachorros fácilmente se alimentaban de la leche de su madre, pero esta en particular tenía problemas. No sabemos a ciencia cierta si se debió al abandono de la madre, a la posible detección de un padecimiento que nosotros humanos no detectamos, o simplemente a una lucha por sobrevivir que, por azares del destino, le otorgó más voluntad a los demás y menos voluntad a esta perrita. No sabemos estas cosas. Simplemente suceden, han sucedido siempre, todo el tiempo, desde hace mucho, mucho tiempo.

***

Fue en la noche cuando Cecy la encontró. Me resquebrajé emocionalmente cuando vi a tan diminuta criatura, su tamaño no mayor que la palma de una mano. Su cabeza se tambaleaba en busca de un sostenimiento, en busca de sustento, husmeando aquí y allá, gimiendo, los ojos cerrados, el cuerpo nervioso, huesudo. Si acercaba mi oído a su boca, podía escuchar su respiración. Si la sostenía en mi mano podía ver sus patitas moverse frágilmente. Si la presionaba muy ligeramente podía sentir el latido de su corazón. Si dejaba que se calentara en mi pecho podía sentir una vida, luchando por permanecer en esta realidad.

Me detengo unos momentos para plantear lo siguiente: por supuesto que una lectura desenfadada y carente de asombro tomará todos estos detalles como melosos, ñoños, sentimentales, quizá un poco ingenuos. Igualmente, he descubierto cómo la escritura ha engendrado en mi cuerpo y en mi pensamiento una fuerte coraza, de la que no son exentos la mayoría de los escritores (sobre todo cuando celebran la muerte que nos rodea, con una voz como de profecía que emula la oscuridad de nuestra cultura, pero sin un céntimo de empatía) que no se inmuta con nada, que prefiere dar paso al cinismo y la ironía y que cualquier dejo de emociones entra al rubro de lo melodramático. De lo simplón. De lo que “no tiene chiste”; sin embargo, creo que el cúmulo de experiencias de los últimos dos días ha dejado en mí una marca indeleble, permanente, que al mismo tiempo me ofrece la claridad para detectar, en su flujo, cómo la vida transcurre con tanta fragilidad. De cómo la vida es un golpe de suerte. Y no sé si esto deba celebrarse o respetarse o aceptar resignadamente.

Si alguien considera que lo que estoy escribiendo es “cursi,” puede irse mucho a chingar a su madre.

***

Al principio creíamos que era macho. Incluso, creo que sí habíamos detectado que se trataba de una hembra, pero por alguna razón pensamos lo contrario, y en algún momento, mientras decidíamos qué hacer y Cecy ya había conseguido una toalla y una canastita donde poder acogerlo, llevó el nombre de Romualdo. Fuimos al veterinario. Ella nos explicó que estas cosas suceden, que es parte de la naturaleza, y que debemos aceptar lo que pase. Tiene posibilidades de vivir, y tienes posibilidades de morir. 50/50. Claro, sería sencillo que nosotros optáramos por dejar que esa vida se desvaneciera. “Así son las cosas,” “Es la ley de la naturaleza,” “No podemos luchar contra un orden establecido,” “En este mundo, el que sobrevive es el más fuerte, el más capaz.” Y el más rapaz.

Fíjense, quizá extienda el sentido de esta experiencia demasiado, pero desde el momento que vi a esa criatura en esa delgada línea entre luchar por la vida o sucumbir a la muerte, me di cuenta que nos hemos olvidado que todo está conectado con todo, que ese es un ser vivo, como todos los seres vivos que estamos pululando, respirando, farfullando, cogiendo y consumiendo en este mundo, y que un par de minucias como el lenguaje y la razón nos ha permitido prescindir de estas conexiones. “Esa breve vida es la vida de todos nosotros,” he pensado para mis adentros desde que tuve a este cachorrito en mis manos, “es la vida que enfrentamos con imaginación pero al mismo tiempo con un afán darwiniano que intenta justificar lo abominable como ley inamovible.” Creo que el hecho de que este tipo de vidas breves haya pasado a un segundo plano de importancia, ha permitido también que nosotros pasemos a ese segundo plano todas las vidas –humanas, animales, naturales, orgánicas—y les deleguemos esa conciencia a los hippies y a la gente new age. Creo que olvidamos una cosa concreta, y repito: esa vida es todas nuestras vidas, es una sola vida.

Es la vida de nuestra atmósfera, de nuestros latidos como ritmo pulsante en el mundo; es la vida de todas las especies, de todos los organismos, desde el más insignificante hasta el más gigantesco; es la vida de nuestra sangre, la sangre que corre por nuestras venas, es la vida de esa sangre que se cruza en el camino con otra sangre para extender las posibilidades autopoiéticas de nuestra especie; es la vida de las plantas que circulan a nuestro alrededor, a veces también sucumbiendo a las inclemencias del tiempo; es la vida de los animales, algunos silvestres que logran escabullirse entre las piedras, algunos domesticados que nos han servido de alimento o de compañía; es la vida de una flor, de un fruto que se desprende de una rama, son las polvosas ramitas de un diente de león que se esparce con una ráfaga de viento; es la vida de nuestros movimientos, de eso que solíamos llamar el “espíritu,” y que en ocasiones lograba trascender y transformar su alrededor. Es la vida de los que no tienen las mismas oportunidades, las de los animales que emigran a otras latitudes para poder sobrevivir, es la de las personas que conforman un constante tráfico humano que se desterritorializa en aras del progreso, las de los trabajadores explotados, los campesinos rodeados de una tierra en ruinas, las comunidades indígenas que luchan, como lucha cualquier vida breve, por reclamar un espacio, una convivencia, una existencia en este mundo.

No se trata de una analogía, y nuevamente, sé que estoy estirando mucho el sentido de este argumento, pero creo sinceramente que esa relación tan fría que hemos nutrido con respecto a la vida que nos rodea, y que nos permite simplemente decir “pues que se muera ese perrito,” es la misma relación que nos ha permitido decir “pues que se mueran esos indígenas, esa prole, esos trabajadores, esos animales, esas plantas, esas comunidades sepultadas por la violencia y la desigualdad social.”

Porque es la ley de la naturaleza, una ley que se acomoda justamente a nuestras necesidades como especie, la que nos ha permitido aceptar que unas personas lo tienen todo para vivir, y otras personas lo tienen todo para morir. Y así las cosas, pues. No hay nada qué hacer.

Pudimos haber seguido el dictado de esta naturaleza, pero Cecy y yo decidimos ayudarle a esta cachorrita luchar por su vida, por su breve, débil vida. Existen las opciones, podemos dejarla morir, podemos ahogarla para que deje de sufrir, podemos dejar que se desvanezca entre los demás cachorros y que luego sirva de alimento para ellos mismos. Podemos dejar, pues, que la naturaleza siga su curso. Pero también podemos intentar hacer algo al respecto. Y eso es lo que hicimos. Pregúntense qué tan frágiles son esta toma de decisiones, mismas que pueden propiciar la continuación de una vida, el nutrimento de una vida, el establecimiento de condiciones de igualdad ante un orden natural que define el destino de maneras azarosas pero que los seres humanos podemos considerar terribles. Fíjense cómo estas consideraciones pueden transferirse a nuestra relación con el prójimo, sobre todo el menos favorecido. Pregúntense cuántas veces han decidido dejar que la naturaleza siga su curso.

En la veterinaria compramos una solución en polvo y un biberón para alimentar a la cría nosotros. Teníamos que cuidar de la cachorrita (ahora llamada Garbancito por Cecy, ahora llamada Romualdita por mí), de manera que había que alimentarla cada tres horas, y mantenerse en observación permanente de su desarrollo. La perrita lloraba, gemía, y en la noche parecía como si pidiera el calor de su madre. La llevé de vuelta a la casita, y pude ver cómo los demás cachorros se pusieron encima de ella, como queriendo acobijarla. A la mañana siguiente, me di cuenta que la cachorrita había amanecido separada del resto, su cabeza bamboleando, temblorosa, perdida en el mundo.

La metí a la casa y la puse en su canasta. Preparé más solución para el transcurso del día, y la llevé al trabajo. Me estuvo acompañando toda la mañana, pequeña, breve, una cabecita llorona y unas patitas delgadísimas que rasgaban débilmente el aire. La mantuve en mi pecho la mayor parte del tiempo, y sólo la desatendía cuando la devolvía a su canasta para preparar su biberón. Se alimentó medianamente bien, me di cuenta de cómo se le iba formando una barriguita y pensé que estaba engordando, por la comida. No paraba de llorar. No paraba de decirme algo. “Dejame ir.” “Ayúdame.” Nunca sabemos lo que realmente nos quieren decir los animales, incluso los seres humanos. Lo que sí pude sentir es que la vida para esta cachorrita resultaba demasiado pesada, demasiado desafiante, llena de riesgos y obstáculos, que su cuerpo no estaba en condiciones de soportar. Era renuente cuando le ponía el biberón en su hocico, intentaba exprimir la teta y salía la leche, pero luego sus fuerzas se desvanecían y dejaba de tomar.

Hoy, aproximadamente a las 14 horas con cuarenta minutos, esta cachorrita dejó de respirar. Y no hay nada más qué decir.

14.1.12

Ya no necesitamos partidos políticos.

Necesitamos partidos poéticos.

Un partido poético podría cambiar nuestras vidas.

Necesitamos un partido que aprenda a llorar, a desconsolarse espiritualmente con los fracasos y tragedias humanas, un partido que asista a todos los velorios que ocurran en su ciudad, donde deberán consolar a las señoras, a los viudos, a los hijos desamparados. Deberán pensar en la muerte como antaño: un recordatorio de la transitoriedad del tiempo. Deberán pensar en el cosmos que formula azarosamente todos estos acontecimientos en el mundo, personas que fallecen por enfermedad, por accidente, por asaltos fortuitos o simplemente porque se arrojaron de un puente. Esto los ayudará a comprender la ridícula e inoperante situación que vive nuestro país, donde la muerte es moneda de cambio, anécdota matutina, meneo de cabeza en señal de incredulidad, con la mirada dirigida a un líder que simplemente no conoce de poesía.

Necesitamos un partido poético, que piense en lo imposible, necesitamos que deje de ser razonable, y si en algún momento la apetencia vital les dicta que ese día todos los ciudadanos debemos comer un algodón de azúcar, que así sea. Si declaran día de sueño, durmamos todos hasta la mañana siguiente. Si declaran que durante seis meses trabajaremos juntos para tener lo que cada quien necesita en cada uno de los rinconcitos y recovecos de este país, que así sea.

Necesitamos un partido poético que se entusiasme por las minucias, las costumbres de abuelas y princesitas de rancho, que aprenda a recoger la basura al final de la fiesta y que no desperdicie la oportunidad de tomarse unos caballitos de tequila con el señor de al lado, el que por fin salió de su covacha y se animó a convivir con los vecinos, necesitamos que los partidos se sienten con este señor, que lo escuchen, y a su vez, este señor debe aprender que la oportunidad de hablar con un miembro del partido poético no es para exigir y quejarse, de vivir en su triste predicamento, o de "aprovechar las circunstancias," ni de regodearse en su tragicomedia, sino para platicar. ¿De qué? De lo que sea. Apuesto que este señor tuvo un amor imposible. Seguramente se llamaba Azucena. Seguramente fue hermosa, seguramente se fue del pueblo hacía muchos, muchos años. Seguramente por eso es tan infeliz.

Necesitamos un partido poético que se mantenga en vela hasta que resuelva sensatamente los problemas que nos aquejan, pero que también se asome por la ventana y comience a fabular. Y necesitamos un partido poético que regrese a su infancia. Imagínense a los actuales candidatos a la presidencia evocando pequeños restos de esa nada que llamamos infancia, la que huele a churritos o esquite o flautas, la de las cacerías de sapos y los zapatos enlodados, la de los mejores amigos y los refrescos compartidos, la de los días en cama debido a un resfriado, la de los pantalones que ya no les quedan, los juguetes que ya no les interesan y las muchachitas o muchachitos que comienzan a atraerles. Necesitamos un partido poético enamoradizo, melancólico, que permanezca en silencio cuando no haya nada qué decir, y que grite a los cuatro vientos cuando haya que decirlo todo.

Necesitamos un partido que poetice la vida, y que en su afán poetizante nos ayude a poetizar nuestras vidas. Porque hace mucho que no lo hacemos. Porque hace mucho que perdimos la esperanza. Porque nuestros sueños están hechos de virtualidad, porque el imaginario que impera en nuestros sentidos es un imaginario de sangre y de cuerpos calcinados. Necesitamos un partido poético que nos lleve al campo, que nos lleve a recorrer a pie las ciudades, que nos invite a besar y abrazar extraños, desempistolar a los malos y majaderos, darle de cosquillas a los prepotentes y burlarse en bola de todos los cínicos que no saben cómo vivir mejor. Porque realmente, en la actualidad, no se vive mejor.

Necesitamos un partido poético que aprenda a pintar consignas poéticas en las paredes, que asigne un día especial para no hacer absolutamente nada más que imaginar; a su vez, necesitamos un partido que camine las rutas de los trabajadores hacia el trabajo, que comparta un vaso de sopa Maruchan con dos que tres albañiles, que prepare unas gorditas, que se coma unos tlacoyos sin sonreír hipócritamente cuando lleguen las cámaras de Televisa, y que vaya los jueves a los confesionarios, nomás por diversión, para burlarse de los pecados de doña Chona, la que secretamente está enamorada del joven sacerdote, el de los bigotes delgados y los ojos negros, que acaba de llegar al poblado; necesitamos un partido poético que se siente con un grupo de niños a la hora del recreo, que saque a bailar a las más feas y les susurre cosas bonitas al oído, necesitamos que aprenda a pizcar algodón, frutos silvestres, que corte el trigo y que le tuerza el pescuezo a gallinas para la hora de la cena. Necesitamos que vea los crepúsculos que todos nosotros vemos todos los días. Necesitamos que lea el periódico con indigentes y que se queje del precio de la gasolina (para que entienda que en este mundo las cosas están muy caras, y no a todos nos alcanza) que se ponga tatuajes y que baile slam, que se ponga piercings en los labios, que fume mota y que bese en la boca a hombres o mujeres sin distinción de raza o de preferencia sexual, necesitamos que se corte el cabello como un emo, que se deje la barba como un hipster y que cante canciones de Natalia Lafourcade o de Juan Cicerol. Necesitamos un partido que se quede toda la noche bailando cumbias, que se quede alrededor de una fogata en las afueras de Mérida, Yucatán, escuchando las historias que se lleva el viento, la voz aguardientosa de un señor con el poder mágico de relatar fantasías que suenan a hechos reales.

Necesitamos que nade en un cenote, que se interne en las selvas, que baile calabaceado, que cante en un palenque y platique con esas señoras pícaras que se han adueñado de la psique de su comunidad; necesitamos un partido que se deje el cabello largo y que deje de usar trajes o chamarritas sport. Necesitamos que sea lo que le dé su regalada gana, no lo que un orden absurdo y cada vez más extraído de la realidad le dicta. Necesitamos que le pinte el dedo a todas las televisoras y medios que desean ponerlo a cuadro, enmarcarlo para beneficio del espectáculo. Necesitamos que desaparezca de las redes sociales, que llegue descalzo y hambriento a nuestras casas, que se tome un cafecito instantáneo mientras platica con el tío sobre la vecina horrenda que no deja de escuchar a Juan Gabriel.

Necesitamos un partido poético, irreverente, insumiso y regañón. Necesitamos que sea como una mamá hostigosa, como un padre autoritario, como un visionario y un loco irrazonable, necesitamos que le dé unas nalgadas a quienes se lo merezcan (independientemente de la edad o condición social, sean éstos grandes empresarios, jefes militares o sicarios buscados en tres países) y a su vez, necesitamos alguien que señale con el dedo alguna maravilla que el resto del pueblo no ve. Me gustaría que los discursos de los miembros del partido poético comiencen con una indicación sobre el clima, sobre las angustias de la doñita que está al fondo de la multitud, que regañe al niño insolente y tirano que le perdió el respeto a sus padres. Y que se siente a la orilla del escenario, y que le pida a todo mundo que acaricie una flor, o a un perrito callejero, que dirijan su mirada hacia el árbol repleto de chanates.

Necesitamos que se vista de mujer, si es hombre. Necesitamos que se vista de hombre, si es mujer.

Necesitamos partidos poéticos que se olviden del pasado, de la historia y de las "cosas inevitables," que se olviden de las relaciones y de nuestra (supuesta) idiosincracia. Necesitamos que nos ayuden a descubrir que no tenemos padres, que no venimos de ninguna sangre, que no arrastramos penas y que el mundo puede ser lo que uno desee; que no tiene mucho sentido pensar en el destino, ni en la injusticia, ni siquiera en un sentido para la vida. Necesitamos un partido poético que haya aprendido la lección de Sísifo, que rechace el complejo de Edipo, que corte la cabeza de la Medusa y que se deje crecer las uñas, para que cuando visite una mina, un campo cultivado, un taller de textiles, pueda acumular un poco de mugre en sus dedos. Porque la mugre en las uñas es buena, es necesaria para un poeta.

Necesitamos un partido poético que acuda a las residencias de los principales capos de la mafia y les pida, de favor, que detengan la pelea. Necesitamos que organicen partidos de fútbol con ellos, o mejor, peleas de box, a ver si siguen siendo muy machitos. Necesitamos que le avisen de estas peleas a las mamás de estos capos, especialmente a las más renegonas, las que criaron un machito que no se deja y que lo hicieron bien peleonero y enojón.

Necesitamos un partido poético que sea insulso, caprichoso, deseante, metamorfoseante, impasible, impaciente, corajudo, travieso, alburero, soñador, absurdo y chistoso, crédulo, que pueda nombras los cien libros más importantes de su vida, con la capacidad de asombro de un niño de seis años y la capacidad de enamoramiento de una niña de quince, un partido poético al que le importe un bledo la codicia, la avaricia, la soberbia, y sobre todo, el poder.

Necesitamos un partido poético. Porque los partidos políticos ya no nos sirven de nada.