29.6.12

Hola.

Como muchos de ustedes, yo estoy consternado por el futuro de mi país. La historia de México siempre ha sido una tragicomedia llena de vericuetos y tramas espeluznantes, asombros y heroísmos fabricados para la relatoría de nuestras vidas y muchas, muchas ilusiones/desilusiones, todo enmarcado por un teatro violento, apesadumbrado y a la vez, paradójicamente, feliz. Imbricado en esa historia, en esa picaresca de personajes color sepia, una historia exquisita y grotesca a la vez, se encuentra el ADN de nuestra cultura. Y como parte integral de este código genético, se hallan los impulsos vitales del poder, en todos los niveles, desde la familia hasta el barrio y subiendo hasta las primeras filas de la clase política, y se trata del poder que corrompe, el que reprime, el que refuerza a la sociedad de castas y perpetúa la visión de México como el país fiel que todo lo soporta, el que suaviza las cosas al tiempo que las ataca salvajemente, el que construimos juntos y cuya forma más subrepticia es representada por entidades como el Partido Revolucionario Institucional. Hay quienes sostienen que el PRI lo llevamos en la sangre. Ese partido es lo que es, porque así somos nosotros, y viceversa. Pero también hay muchos mexicanos que ya no creemos eso. O por o menos, que ya abrimos las puertas a una manera distinta de imaginarnos a nosotros mismos.

Porque no obstante esa certeza aparentemente irefutable, ha surgido un nuevo tipo de pulsión sanguínea, y distintos eventos en los últimos meses nos han llevado a revestir de otras posibilidades al teatro de nuestra vida nacional, compartiendo, más que nunca en la historia de las elecciones presidenciales, nuestras opiniones, posturas, visiones, sueños y deseos de la realidad mexicana que hemos vivido todos los días, y que han puesto en desafío nuestra naturaleza e idiosincracia. Y claro, tenemos dos opciones: o pensamos las cosas así, o aceptamos que todo esto es un romance empedernido que un sector de la sociedad tiene con la ilusión de cambio. Aun no lo sabemos. Lo que sí sabemos, creo yo, es que todo comenzó cuando el virtual candidato de ese partido “incrustado en la psique mexicana” puso en evidencia su incapacidad intelectual, aquel fatídico día en la FIL, cuando trastabilló y no pudo nombrar tres libros que hubiesen impactado en su vida. (¿Cómo queda incrustado ese suceso en nuestra historia? ¿cómo lo representaremos en las láminas para los periódicos murales del futuro?) De ahí en adelante, desde el momento en que un futuro presidente nos pusiera tan torpemente en evidencia sus limitaciones, la inminencia de nuestra narrativa trágica ha sido puesta en duda, y pasamos de la melancolía y el fracaso a la lenta y progresiva indignación. Qué bien.

Por otro lado, como prácticamente todo mexicano que tiene acceso a internet, he seguido el proceso electoral, de las primeras columnas periodísticas de 2011, que vaticinaban una catástrofe –como convencionalmente lo ha hecho la prensa crítica en este país desde que tengo memoria—, pasando por la infinidad de comentarios, posturas, declaraciones, análisis teóricos, antropológicos, económicos, estudios foráneos e imágenes compartidas con información estadística, mensajes con “datos duros,” recuentos de sucesos, evidencias audiovisuales, inserciones de periódicos viejos, todo un aparato colectivo de análisis semiótico y de producción de “copy” improvisado para atacar o alabar al oponente, toda una serie de artilugios de discurso cuyo objetivo ha sido la puesta en común de que, francamente, las cosas nunca han estado bien en este país. Como si un médico brujo hubiera puesto sobre la mesa la larga historia de fracasos, horrores y absurdos, mediatos, inmediatos e históricos, y nos dijera que, ahora sí, ya no podemos encoger los hombros y soltar la carcajada como Pedro Infante. La sociedad civil, sumergida en los mares turbulentos de información en la red, se ha vuelto fugaz y volátil, al tiempo que “ha salido del clóset” en cuanto a la manifestación pública (por lo menos en la red) de posiciones ideológicas, culturales o políticas en las apuestas electorales y, por añadidura, en el presente y futuro de México. De repente, todos somos expertos, teóricos de conspiraciones, historiadores, cómplices, fans, enemigos, ingenuos y sabios, todos exigimos una tribuna para pontificar sobre esto y aquello, originando un marasmo que va de la revelación del escándalo de las últimas horas al fanatismo a ultranza, con dos que tres muestras de violencia física y/o verbal, amenazas que imitan viejas formas de “arrear al pueblo,” y afortunadamente, de búsquedas creativas para concebir otra manera de participación democrática. Probablemente no entendamos ciertas acciones y tácticas, pero todos estamos de acuerdo que algunos hemos hecho del ejercicio civil algo más que la simple aceptación de una realidad inminente.  Yo, en lo personal, creo que nunca había compartido tanto mis opiniones sobre la contienda electoral, nunca había visto a tanta gente revelar sus preferencias, sus fobias, prejuicios, miedos y esperanzas.

En este contexto, se desarrolla el escenario que han creado los partidos políticos, con su aproximación al manejo de estas herramientas informáticas, de esta búsqueda por entender el proceso electoral desde las redes de socialización en línea, asumiendo comportamientos positivos, propositivos, o negativos y siniestros, con acciones que van de lo más cínico y calculador (el recurso de los medios que ha utilizado el PRI para la construcción de su candidato, un afiche para la tele, las revistas de farándula, y una retórica de imitaciones y simulaciones con el uso de facebook y twitter como herramientas para consensuar la mentira) a lo más inteligente (la estrategia "amorosa" de AMLO, que la proclamo inteligente mas no con ello la mejor, ya que, con toda la frialdad del mundo, son los resultados electorales los que demostrarán la eficacia de las estrategias de campaña), a lo más brutal y grotesco (la campaña sucia y percudida del PAN, con una candidata que fue abandonada en el trayecto, por propios y extraños –además de un Fox con síndrome de Asperger—dejándola enloquecida y envuelta en su propio absurdo: tal y como ha sido el régimen desde que el PAN está en el poder), a lo anodino (Quadri, un candidato que bien pudo haber salido de una novela de Vonnegut –o de Ibargüengoitia— y que entraña la desfachatez de un sistema educativo podrido de poder, pero encubierta en la imagen de un maestro de prepa que da las clases de literatura y que todos los alumnos sospechan que fuma mariguana, pero que dista mucho de ser eso. Hubiera sido mejor, o más entretenido.)

Para contrarrestar el manejo que los partidos políticos han hecho de estas herramientas informáticas, en el otro lado del espectro, tenemos esa presencia sin presencia que han sido los actores de las redes de intercambio en línea, esa otra enorme cortina de humo que se ha creado para contrarrestar, por un lado, la presencia de los partidos en la red, y por el otro, la presencia real, física, de los medios tradicionales: prensa, radio y televisión, salvo heroicas excepciones, han construido un velo de imágenes que son forma sin fondo, discursos diseñados para el espectáculo, un entramado que no se sostiene más que por la pura inercia en la que hemos vivido los últimos cien años. Medios como Facebook, Twitter, una infinidad de blogs, Youtube, el periodismo en la red, entre otros, han sido el podium o templete para múltiples aproximaciones de la realidad: depende de cuáles sean las tendencias y posturas ideológicas o estético-morales de tu círculo de contactos, esa es la realidad que se construye alrededor de ti. Sin embargo, debo devolverme a esa realidad física, que ya se comporta como una especie de simulacro a la Matrix, donde se juega con la verdad (de por sí relativizante) para evitar el más temido de los deseos: el cambio. Son los medios televisivos, la prensa y la radio, los que han perpetuado el orden de las cosas, y del destino. En el transcurso de los procesos electorales, sólo tenías que ir a una estética, o al gimnasio, o sentarte en la sala de espera de un consultorio, o quedarte unos momentos con la tendera de los abarrotes de la esquina, o esperar el autobús en la estación, o meterte abruptamente en una casa particular, para darte cuenta de cómo opera la realidad: en cada uno de estos lugares, te encuentras un televisor transmitiendo el canal de las estrellas, un medio que ha llegado a niveles de excelencia en la fabricación de una realidad ficticia.

Hace unos momentos mencioné que vivimos en esta realidad desde hace cien años. Y sí. Creo que la primera revelación del alma oculta de los mexicanos fue la revolución, único suceso contingente y trasgresor de nuestra historia; y que una vez cooptada por el partido oficial (esta es una historia larga, abordada por intelectuales, escritores, novelistas y uno que otro chamán psicoterapeuta o anquilosado marxista de la vieja y misógina escuela de "radicales"), la revolución fue eliminada de la dinámica cultural, ya que, pues, es, supuestamente, parte de lo que nos sustenta como nación. Después de eso vino un cambio de partido, pero no un cambio de idiosincracia, de mentalidad, ni siquiera de sentido histórico. El PAN, desde el principio, nunca ha sabido cómo embonar con la compleja, contradictoria, insatisfecha, acomodaticia y exasperante cultura mexicana. Lo ha hecho en algunas latitudes, donde se celebra el orden y la mismidad a expensas de un cambio social verdadero, de raíz; pero en realidad, este fue un partido que jamás ha sabido cómo gobernar. Ha sabido administrar y mantener la máquina en movimiento. A su vez, el PAN ejerció el populismo de la misma manera en que las señoras bien ejercen su papel de benefactoras en un asilo de ancianos: con una sonrisa de plástico y un discurso bonito, que ninguna de las dos partes cree. Pero si el PAN en verdad hubiera entendido a México, no se encontraría en el predicamento en el que se encuentra: a punto de salir, derrotado por su incapacidad para conectarse con el pueblo y con un presidente que vio cómo todo se desmoronaba frente a él.

Por lo tanto, si consideramos que el PRI nunca ha abandonado las filas del poder, y que el PAN perpetuó o incluso afianzó el ejercicio del poder que siempre ha regido a nuestro país, entonces podemos decir que el PRI, en realidad, nunca se ha ido. De modo que no podemos pensarlo como un regreso. No regresa lo que nunca se ha ido.

No obstante, creo que en gran medida, los acontecimientos de los últimos tres o cuatro meses, responden a ese sentido de cambio que por lo menos una parte de la sociedad reclama. Desde la primera vez que voté (1988) a la fecha, nunca había visto a una sociedad tan compenetrada en el proceso electoral, dentro y fuera de los medios. Será una cortina de humo, la revolución como espectáculo patrocinado por Telcel, o la ilusión del cambio, pero les apuesto que estas serán las elecciones con mayor participación ciudadana. Está en las calles, en los cafés, en las salas de cine (donde la gente, hastiada, abuchea los anuncios del Partido Verde), no sólo en los intercambios virtuales, los memes y fotos y enlaces a páginas y periódicos y videos que sirven como evidencia de lo fatal y lo virtuoso, de la ignominia, el escándalo y la sinrazón. Se ha tejido una trama esquizofrénica, un discurso histérico, aquél que no debe dejar ni un cabo suelto antes de externar su opinión. Y eso es una forma de compromiso, por lo menos más entusiasta que la inercia con la que hemos abordado estas contiendas en el pasado (a no ser que vivas en alguna región de México acostumbrada al enfrentamiento, a las vejaciones, el maltrato, la persecución y/o desaparición del disidente o el opositor). Asimismo, nunca he visto a la sociedad mexicana tan desafiante, tan abrumada por la información y tan consciente de la racionalización de su voto.

Mi padre me contó que cuando era joven, mi abuelo les pedía sus cartillas militares a él y a sus dos hermanos, cuando había elecciones. Mi abuelo votaba por el PRI (¿quién no votaba por el PRI antes?), y las cosas eran así y no había nada más que hacer. Yo, por mi parte, soy de la primera o segunda generación de mexicanos que no puede no pensarse en medio de una crisis económica, la que no conoce otra manera de "ser" en este país. Nuestras preferencias de partido, o fueron modificadas por nuestras formaciones profesionales, o se mantienen fieles a la línea familiar (hijos de priistas, hijos de panistas; no puedo hablar de hijos de la izquierda, porque en México, la izquierda siempre ha sido huérfana, por lo menos fuera del Distrito Federal). Ya sea que nos persignamos o le mentamos la madre a las autoridades, ya sea que nos gusta aceitar los engranes de la burocracia o del sistema judicial y espetar a los cuatro vientos canciones rancheras para evadir la verdad, ya sea que nos resignamos a vivir con lo que se tiene como se pueda, nos hemos vuelto pragmáticos e inmediatos, viviendo para trabajar, en vez de trabajando para vivir; no nos comprometemos con nada, porque nada ni nadie se ha comprometido con nosotros como sociedad. Nos preparamos lo mejor que pudimos, y rendimos honor a nuestra condición pequeño burguesa de la mejor manera posible. En el proceso, se fue desvaneciendo la capacidad crítica de muchos de nosotros. Tenemos hipotecas que pagar, hijos que cuidar y educar, estilos de vida que mantener, y nos importa un carajo la desigualdad, siempre y cuando no la veamos a la vuelta de la esquina. La pobreza está ahí, como una amenaza latente para despabilarnos y seguir trabajando (y consumiendo, claro).  

No obstante, mi formación intelectual, ética y política se ha mantenido sobre la base de ciertos fundamentos democráticos y de cierto espíritu anárquico. He sido, como muchos otros, un testigo silencioso del desmoronamiento de la clase media; asimismo, formo parte de la generación más autoconciente de nuestros problemas, como cultura, como nación… a pesar de que no hacemos nada al respecto. Nos gusta mucho entender, ya que estamos obsesionados porque no “nos vean la cara,” aunque nos la vean todos los días. De manera que la posibilidad de cambio nos es remota, pero creo que es porque las condiciones de posibilidad nunca se habían dado antes. Hay una frase del filósofo contemporáneo Jacques Ranciére que ha inundado mis pensamientos en los últimos diez meses, y que más o menos plantea lo siguiente: ahí donde todo es posible, nada es posible; por lo tanto, no existe lo imposible.

Y el truco, nos dice, es volver a pensar en lo imposible. Debemos revirar la consigna de Leibniz y sostener que vivimos en uno de tantos mundos posibles. Esta premisa puede ser la que marque el nuevo sentido que tendrá no sólo México, sino todas las sociedades en general.

Pero bueno, volvamos al planeta tierra: ¿Qué es lo imposible en la historia de nuestro país? Ya planteé cómo mi generación y dos que tres anteriores mantenemos una distancia en torno al cambio. Sin embargo, no somos los únicos actores en este nuevo teatro mexicano. Yo creo que la imposibilidad más alta es la del cambio, que las cosas, simplemente, ya no sean iguales. Porque, a fin de cuentas, podemos decir que "no estamos tan mal" (una noción que permea en mi comunidad, complaciente, mayormente acrítica, circunspecta, ocupada en lo suyo, no obstante con una serie de manifestaciones intersticiales que, aun cuando están creciendo en números e impacto, distan mucho de ser el rompimiento definitivo con la relativa tranquilidad regordeta en la que vivimos), y desde esa premisa, el salto al vacío que significaría el cambio pasa al plano de los sueños guajiros. Creo que ese ha sido el principal anzuelo del status quo: la relativa calma del "todo está bien" como prolegómeno para mantener la inercia. Es en esa inercia donde recogemos las migajas y dádivas que el sistema nos ofrece, y lo hace como si nos estuviera haciendo un favor, no como si estuviera cumpliendo con una responsabilidad.

Destaco la situación de mi comunidad, porque una de las cosas que me ha llamado la atención es que gran parte de la "visión del cambio" proviene del centro; en estos momentos, toda voz de disenso en distintas regiones del país emula la voz que se originó en Ciudad de México, de manera que se genera la ilusión (siento mucho decir esto) de que esa voz de disenso es la misma que podremos encontrar en todo el país. No es así, desafortunadamente.[*]

Pero afortunadamente, por otro lado, es una voz que ha hecho metástasis en partes inusitadas de nuestro país, generando, efectivamente, un movimiento rizomático, sin puntos de fuga, sin líneas de asociación directa, una entidad de cuerpos sin órganos indescriptible (y por lo mismo, vulnerable).  Lo que se critica del movimiento #Yo soy 132 es lo mismo que se ha criticado de movimientos como Occupy Wall Street: su indefinición, y su búsqueda por resolver la complejidad. Lo que no reconocen es que esta es precisamente su fortaleza. Los vemos como pequeños, ingenuos, frágiles, fácilmente cooptados. Lo que no hemos querido entender es que este movimiento no nos pertenece. Y si bien esta juventud no articula sus propuestas de la misma manera como lo hicimos o hicieron generaciones pasadas, piensen en esto: nosotros tampoco articulábamos la realidad de la manera como hubieran querido nuestros padres. Detrás de un movimiento como el del 68, hay una generación anterior que no comprendió la naturaleza o sentido del discurso. Es posible que –no todos, claro—la parte más recalcitrante de la generación que vivió el 68 sea la más crítica ante las no-posturas del movimiento #Yo soy 132. “Necesitan asirse a algo,” parecen decirles. “Nosotros nacimos sin asirnos a nada,” ellos responden. O mejor dicho, “Nosotros nacimos compenetrados en todo.”

Y bueno, pues: ya sucedió un despertar, pero igualmente, ya se tendieron las trampas, los artilugios y las redes de discordia para que las cosas sigan igual. Quizá uno de los aspectos más nauseabundos de este proceso electoral (aparte de la becketiana sucesión de spots televisivos y radiofónicos que han llevado este teatro a un absurdo asfixiante) ha sido el sentimiento de impotencia que produce saber, sentir, que no se podrá hacer nada. Esta, para mí, es una de las esencias de la tragedia: un dictado del destino (el regreso inminente del PRI al poder) anunciado por un oráculo (las encuestas, la prensa) que nos lleva a sacarnos los ojos y deambular por las calles, lamentando en silencio la fatalidad inevitable.

Sin embargo, la peor tragedia es esta: la misma gente que, a lo largo de nuestra historia, ha sido afectada, explotada, mal nutrida, mal educada, oprimida y sometida por el orden social, es la que votará por el mantenimiento de dicho orden social. Y lo hacen, o en un total desconocimiento de causa, o por un acto de supervivencia inmediata, o por esa otra "veta" que nos distingue a los mexicanos: la conveniencia y la solución rápida a circunstancias inmediatas. Claro, también lo harán porque los han mantenido en la ignorancia y el olvido. No cuentan en esta vida, pero al momento de votar, son los primeros en ser contados.

En este sentido, si colectivamente deseáramos eliminar ese destino trágico, ¿Qué significaría que la proclamada "izquierda" (un remanente de la vieja izquierda, una social democracia pragmática, pero no rapaz) llegara al poder? La posibilidad de reinventarnos, de volver a imaginar posibilidades. Piénsenlo por un momento: si corremos la suerte de que ganara López Obrador, y éste atendiera al llamado de una sociedad que se siente alejada del aparato del estado, y que por parte del estado, algunas de las prácticas más inherentes de nuestra conducta y nuestra dinámica política –la corrupción desfachatada, el favoritismo a grupos reducidos de intereses, la negligencia administrativa, el sostenimiento de la clase privilegiada—fueran contrarrestadas por otras propuestas y aproximaciones al ejercicio de gobierno, tendremos a la mano una manera distinta de vernos a nosotros mismos.

Yo creo que eso es posible; lo creo mucho más posible que la idea de que una izquierda representada por López Obrador nos lleve a un escenario como el de Venezuela (noción que, desde mi punto de vista, rebasa el sentido común, y ya la considero la más típica proyección de temor clasemediero, por parte de quienes siguen sosteniéndola). Creo que es posible, porque por primera vez en mucho tiempo, creo en lo imposible. No me caso con la idea de convertir a López Obrador en el mesías que muchos proclaman. No lo es, ni debe serlo. Nuestra cultura debe dejar de fabricar ídolos para vertirles toda la responsabilidad de nuestro futuro.  En lo personal, votaré por López Obrador, porque siempre me ha gustado dirigirme a lo desconocido. Sé que no es la mejor razón para votar, y sé que muchos no comparten este sentimiento. Yo sólo sé que no sé nada sobre ese futuro que nos depararía su llegada al poder. Y eso me entusiasma. Me ayuda a imaginar.

Es una apuesta larga, incierta y riesgosa. Y según vaticinan los oráculos de nuestro tiempo: en estos días se viene lo peor. Sin embargo, ¿saben qué es lo peor que puede pasar? Que no pase nada.



[*] Por cierto: Ciudad de México, posiblemente, vivirá los siguientes años un nuevo boom migratorio, ahora conformado por una clase trabajadora más calificada, en busca de ese paraíso prometido que nunca llegó al resto del país.

20.6.12


Los afiladores

Hace mucho que no veo a un afilador. Solía verlos, desde la ventana de la sala de mi casa, a los diez años. Llegaban en sus bicicletas con el equipo para afilar en el manubrio, una tablita y un disco de piedra. Les pasabas los cuchillos de cocina, algún machete, tijeras, hachas, y comenzaba el ritual. Me decía mi papá que cobraban caro, pero, ¿qué tanto pudieran ellos cobrar? Hace mucho que no los veo. Los recuerdo cuando los cuchillos no están afilados, o cuando una podadora de árboles se queda trabada. Los afiladores tomaban la herramienta punzo cortante y la inclinaban un poco hacia el disco de piedra; poco a poco, comenzaban a subir la velocidad del disco; tenían un dispositivo, como el de las máquinas de coser, donde ellos aplastaban un pedal y el disco giraba. En ocasiones, hacía chispas.

¿Cuánto tiempo han existido los afiladores en el mundo, y dónde están ahora? Puedo imaginar sus orígenes. Bebían los viernes y durante la semana platicaban con los aldeanos, y dos que tres veces ayudaron a ocultar herramientas ensangrentadas. Los afiladores usaban una especie de armónica para anunciar su llegada. Recuerdo cuando un amigo, sentado en la azotea de su casa, con una guitarra acústica, comenzó a tocar un contrapunto para el sonido de la armónica, que venía de lejos. Sin percatarse, el afilador formaba parte de un efímero dúo de blues. Recuerdo esa anécdota y recuerdo a los afiladores cuando corto una zanahoria, o cuando el trozo de carne se pone rejego y descubro que el cuchillo de la cocina ya no tiene filo. Nunca vi la mirada de un afilador. Nunca supe si eran personas agradables. Soné hace unos días, que los afiladores se reunieron a las afueras de un pueblo. Todos, traían cuchillos en mano. Se dijeron con la mirada “Es hora de degollar gente.” Luego me desperté. No importa qué tan afilado esté un cuchillo, cuando cortas una cebolla del centro hacia fuera, siempre terminas llorando. 

19.6.12


Se conocieron en una marcha y no había nada más que hacer. Caminaron a unos cuantos metros de distancia, acompañados de sus pares, de sus compañeros, y no había nada más que hacer, sólo besarse aparatosamente cuando llegaron los catorrazos. Nadie golpea a dos personas besándose.

Se conocieron en una marcha y ambos luchaban por la paz, por la ignominia, por la injusticia, por la impunidad, por la corrupción, por la congruencia, por las oportunidades, por la desigualdad, por la guerra sucia, por la poca representatividad, por los derechos civiles, por la discriminación, por la violencia, por la inseguridad, por la inestabilidad económica, por los bolsillos vacíos, por las oportunidades truncadas, por los sueños aplastados, por un pueblo que no está conciente de su ignorancia, por la guerra, por la muerte, por las personas que desaparecen día con día, o por lo menos, porque las cosas cambien, aunque sea un poquito. Se conocieron en una marcha que resolvería todos los males del mundo. 

Uno de ellos tuvo mascotas desde niño, y desde niño aprendió a amar al prójimo y a todas las especies. El otro estaba falto de amor. Tan falto de amor, que decidió emprender la lucha por una igualdad que no conoce pero que se escucha terriblemente seductora.

Fue poco el tiempo que tuvieron para platicar, conocerse en medio de una turba es reconocerse como dos hojas recién desprendidas de un árbol en medio de la tormenta. Amor y revolución. Dos hojas fácilmente desprendidas de la realidad. Se tomaron de la mano y se vieron a los ojos. Retomaron lo que ellos creían era una historia suspendida. Dos personas que sintieron, en ese momento, que se habían conocido desde antes. Desde siempre. Desde lejos. Se conocieron en una marcha y desde el principio supieron que todo estaba destinado al fracaso. La democracia, esa mujer insulsa que fabrica emociones y aventuras y ficciones, no era la responsable de su repentino amor. 

Se conocieron en la marcha, poco antes de que asestaran los primeros golpes. A lo lejos, el sonido de coches bomba.

Se conocieron sin conocerse. Esto es, vivieron uno de esos tórridos romances que sólo se viven en las partes angustiosas de una marcha. Quisieron sentirse en Praga, quisieron sentirse en Arabia, quisieron sentirse en Sudáfrica, o en la Plaza de Mayo. Se conocieron sin conocerse, porque sus cuerpos eran guiados por el instinto del deseo. Hubo algo en los ojos de uno, hubo algo en la voz del otro, el sudor en ambos, o quizá fue el pánico de que hay, allá afuera, un destino inevitable que les gustaría corregir. Por lo menos sentir que se puede corregir.

La gente pinta consignas en las paredes. El dueño de una tienda de abarrotes ve desde su pantalla del televisor lo que está afuera, en la calle, frente a la tienda. Y lo que está en la tele no es igual a lo que puede ver en carne propia. Pero la tele lo dice mejor. 

Dos tipos rudos con cascos agarran a palos a un conocido de ambos. Ellos prosiguen su camino. A lo lejos, humo. Un incendio. Sonidos de sirenas. 

Caminaron juntos largo rato. Olvidaron por un tiempo a sus compañeros. A fin de cuentas, todos los reunidos en esta muñidiza estaban ahí para el mismo propósito. Uno pudo detectar el pánico en el otro, el otro quiso un abrazo y lo obtuvo. Seguido de un beso, seguido de la grúa de una cámara de noticiario que los puso a cuadro. “Amor y revolución,” dirían los encabezados de doce periódicos a nivel mundial.

Vivían la congoja de su tiempo. Reconocían cómo la vida los apretujaba más, cómo el mundo se iba al carajo. Vivían la congoja y se conocieron en una marcha que prometía el tipo de amor que repentinamente sintió el uno para el otro. Ese amor que no importa. Ese amor que sólo se siente eterno. A lo lejos, se escuchaban las canciones de sus compañeros. Aromas de paso. Más humo. La realidad no se ve con claridad. Otra pareja abrazándose, un indigente pateado al fondo de un callejón. Ambos recuerdan una infancia donde estas cosas no importaban. De repente, en una de esas epifanías que rara vez son compartidas por dos personas al mismo tiempo, el uno y el otro se dieron cuenta de algo...

12.6.12

El ejercicio inútil de la imaginación. 

Hagamos el ejercicio de no imaginar. De no pensar en la posibilidad. De negar todo aquello que pretenda ser una o varias alternativas de mundo. Imaginemos que no imaginamos. Ocultémonos en el velo de la certidumbre de la realidad, aquella que nos dice que nada cambia, que todo siempre es lo mismo y que, por lo tanto, todo sigue y ha seguido igual. No nos imaginemos ni como mujeres, ni como hombres ni como seres viles o virtuosos. Concretemos la idea de que los seres humanos sólo somos un virus con zapatos que en ocasiones opina y en ocasiones dice chistes y los "más inteligentes" o los "mejores" tienen todo el derecho de pisotearnos, decirnos que no podemos imaginar. Pensemos que el mundo que nos rodea no tiene las aristas e ilusiones que nos hacen pensar en algo otro, en revertir el sentido de las cosas y su cimiento aparentemente firme. Dejemos la imaginación a otras especies, a otros mitos. Ya no más imaginarse un rostro bello reflejado en una gota de lluvia, ya no más imaginarse en las orillas de un risco, disfrutando del revoloteo del viento, ya no más imaginar cómo podemos pasar de la tristeza a la felicidad, ni mucho menos imaginar que una puerta es una guitarra y una abeja canta al hacer el amor con las flores. Al final del día, las nubes son formaciones de agua condensada que flotan en el cielo, no presencias ni animales ni rostros ni barcos. Concentrémonos en este mundo. En el aquí. En el ahora. Impidamos que la mente divague, que se pierda en el anonimato de la vida interior. No caigamos en la tentación de perseguir las sombras de lo que imaginamos: sólo son sombras. Tenemos que pensarnos como mujeres, como hombres, como niños y ancianos, todos trabajando para un mismo fin: vivir el mejor de los tiempos posibles, que es este tiempo y ninguno otro, porque cualquier imaginación que permita ceñirse a una quimera es peligroso. Muy peligroso. Hagamos a un lado esa manía de construir castillos en el aire, de mover montañas y de tener fe en algo que no "existe." Hay que creer en lo evidente, lo que está físicamente ante nuestras miradas, aunque lo que veamos sea miseria e injusticia, violencia, pobreza, cinismo y una sociedad impotente que se amarra a sí misma las manos y se rinde ante la contundencia de la realidad. No ejerzamos nuestra imaginación, ya que ésta ha sido coartada por el monstruo abominable de la realidad. Ya que, si comenzamos a imaginar, pensaremos que tenemos opciones. Que podemos elegir una forma distinta de vida y de mundo. Y eso nomás no.