13.9.12

Este fue una crónica disparatada que escribí, para olvidar, justo en el traslado del año 2009 a 2010. Me pregunto si su relevancia fue más inmediata o si sigue siendo presente.



Últimos días en Juárez
En el territorio donde se pierde la ficción.

           
Llegamos a la medianoche, después de diez horas de traslado desde Caléxico, California. Atravesamos la aduana, enmudecida por la noche, tenuemente iluminada y trastocada por un sereno que bien pudo ser humo. Ciudad Juárez a las 12:30 a.m. está en silencio. Es más grande de lo que imaginaba, limpia, brillante, de avenidas amplias y plazas grandes, con monumentos y rotondas y muros con anuncios esperanzadores del gobernador en turno. Se reiteran algunos estantes y letreros de comercios que encuentras en cualquier otra ciudad fronteriza. Pero no había ni un alma en las calles. Fue como si hubiésemos entrado a un pueblo fantasma. No. Fue como si hubiésemos entrado a una ciudad escondida detrás de las ventanas. Temerosa. Como en aquellas películas de vaqueros cuando los pistoleros maleantes llegaban a hacer su desmadre (insértese imagen de anciano en cachorones y sombrero lelo apuntando su escopeta desde la ventana.) Podía imaginar los ojos asomándose entre las cortinas, a la espera de todo: un hijo, una balacera, la nieve, una corretiza de automóviles, un asalto, un enfrentamiento, lo que sucede todos los días.

Llegamos al primer semáforo. El hueco ronroneo de los autos. Un indigente se acercó a la ventana. Caminaba como tullido, la mano derecha agarrotada. Hizo señales y ademanes de pedigüeño, hice señales y ademanes de no traer monedas. Zigzagueó entre los otros tres o cuatro carros detenidos en el semáforo, y me dio la sensación de que fingía su condición física. Se sentía actuada, pero nunca se sabe. En ningún caso se sabe con certeza y en todos los casos se sospecha. Es como todo, es como esta ciudad desolada, con sus locales cerrados y su gente compungida. La imaginación traiciona en más medidas de las que uno puede prever y, por lo tanto, la acción que tenemos de esta ciudad en nuestras cabezas los que no vivimos ahí es demasiado espectacular como para creer su realidad una vez que estamos insertos en ella. Así que no me creí el cuento del tullido, al que no quise leer más allá de lo que cualquier indigente te ofrece, acepté su realidad como tal y proseguí mi camino. No obstante, conforme pensaba en ese pequeño incidente, mientras veía mis alrededores, el silencio, las calles vacías, la ausencia de bullicio, la idea de que todos estaban escondidos en sus casas, refugiados, muertos de miedo, muertos del alma en Ciudad Juárez, Chihuahua a principios del siglo XXI, mientras hacía todos esos andamios intelectuales me di cuenta de algo bien básico: normalmente no hay gente en cualquier calle de cualquier ciudad, un domingo a la medianoche. Pero igual y sí. De modo que, por piedad, por salud mental, decidí tampoco creerme el cuento que Ciudad Juárez vive una suerte de estado de sitio, con dos frentes luchando una compleja batalla llena de vericuetos internos y relatos escalofriantes. Porque, según yo, no puedo creer algo que me llega como rumor, como mito, si al mismo tiempo observo el campo de acción donde estas cosas suceden…y no sucede nada.

Es absurdo todo esto, lo sé.

Por otro lado: mientras nos dirigíamos a la casa donde nos hospedamos, mientras observaba las luces tenues de la ciudad, sus semáforos que pasan de verde a rojo sin que pase un solo carro, tiendas con luces apagadas, la voz del anunciante de la estación de radio nos dice “Hay Pancho para todos,” [1] mientras descubría poco a poco lo que Cecy ya había descubierto hacía mucho tiempo, en su infancia, cuando vivía en esta ciudad, mientras yo ingresaba a esa realidad que los escaparates, encabezados y espectaculares del mundo señalan como una de las ciudades más violentas del mundo, mientras sucede todo eso al mismo tiempo, descubro también que entro a un terreno donde la ficción no existe, o mejor dicho, donde la línea que divide a la ficción de la realidad se nubla por completo. Aquí, en Juárez, nada es ficción. Aquí, en Juárez, todo es realidad. Y ambas, ficción y realidad, se sienten a flor de piel. Es una terrible paradoja.

Y también: no es simple retórica (que una ciudad como esta ya no merece más retórica –periodística, editorialista, literaria—que la que se le ha derramado en los últimos cinco años), ya que hay más peso de lo que se imaginan en las últimas dos afirmaciones.

Nosotros venimos a Juárez de paso, ya que vamos a un poblado al sur de Chihuahua a pasar el año nuevo. Nos dirigimos a una de esas colonias clásicas de ciudad mediana –la colonia Nogales— para pasar la noche. Hacía frío, no tanto como esperábamos, e igualmente las casas de la colonia nos recibieron con esa mezcla de frialdad clasemediera y acogimiento familiar que tanto se aspira en momentos de paz y descanso. Conforme buscábamos el domicilio pude percatarme de los cercos, las mallas con púas en los muros, las casetas de interfon con pantalla, cámaras de vigilancia en los perímetros de las casas, cocheras oscuras, un poco de viento helado, moreras y setos, muchos pinos delgados y grandísimos, trozos de varillas de cohetes en las orillas de las calles. Entramos a la casa que nos resguardó inmediatamente del frío. Fuimos recibidos con calidez y felicidad por nuestros parientes, que no serán nombrados por respeto, pero también porque son como cualquier pariente de Juárez, asustados, temerosos, imbuidos en la historia negra de sus días y noches de violencia. Recién sentados en la sala, comenzaron a contarnos el relato de sus días cotidianos. Conocemos las historias, las escuchamos a diario: esposos secuestrados, asaltados, asesinados, hijos perdidos, encontronazos en tiendas, antros, bares, restaurantes, descabezados, destripados, calcinados, rociados en balas, tirados en fosas, orillas de carreteras y en la cochera del vecino, cabezas en bolsas de plástico arrojadas a la entrada de edificios institucionales (así como en las puertas de iglesias), que era el hermano del amigo de mi cuñada, que era mi hijo o el amigo de mi hijo al que buscaban, que era un vecino que llegó de repente a la colonia y quién sabe cómo ni cuándo pero ahí estaba su cuerpo colgado en el patio trasero con jardines cubiertos de buganvillas, que el otro día en el banco, que anoche afuera de mi casa, que desde el mes de marzo, cifras diarias indicadas como si cada juarense tuviera un asesinómetro en mano, persecuciones, relatos de asaltos, personales y ajenos, testimonios que discurren con una suerte de miedo y franqueza, a veces de hartazgo, mientras estás sentado en la sala y apenas comprendes el aroma peculiar de la ciudad (todas las ciudades tienen sus aromas; Juárez huele a hierba quemada, huele a nieve, a frío, a luces navideñas, a vaho, a manos de velador que toma su Nescafé mientras escucha las noticias del infierno en su pequeña grabadorcita). Esto es, conforme me hacía una imagen de esta ciudad que apenas iba conociendo, tenía que enfrentarme a la visión de sus pobladores, como una ciudad donde simplemente ya no se puede vivir.


¿Qué se hace en una ciudad donde en su diario devenir predomina el miedo, por encima de todas las cosas? Reconozco qué puede suceder en ciudades donde ha predominado el caos, el hambre, el infortunio climático, la intolerancia racial. Sin embargo, cuando es el miedo el que rige todas tus acciones, la vida se vuelve una perpetua táctica en pos de la seguridad: cercos más altos, electrificados, cámaras de vigilancia, cierre de cuadras en el vecindario con puertas eléctricas, cuatro o cinco dispositivos distintos de seguridad en tu carro, en tu recámara, ventanas enrejadas, armas debajo de la cama, detrás de la puerta, mirillas, monitores y sistemas de comunicación interna de recámara a recámara, el walkie talkie puesto en la mesita de cama enseguida del angelito de porcelana, el Selecciones del Reader’s Digest circa 1984 y la canastita con popurrí de aroma navideño, el vecino nuevo al que diriges una mirada esquiva, el otro un perpetuo sospechoso, cuando tienes a flor de piel la sensación de que en cualquier momento te puede tocar, pero igualmente no te toca nunca, pero no se sabe así que ni modo, hay que mantenernos encerrados con candados en nuestras casas, hay que llamar constantemente para averiguar dónde estamos, hay que buscar todas las medidas, todas las tácticas posibles, para sentir un poco de paz. Porque eso otro que sucede allá, cruzando la calle o escuchado desde la recámara, eso otro que le sucedió a mi hermana, vecino o conocido incidental, eso me puede pasar a mí.  

Y podría sucederle a cualquiera. Allá afuera, en esa Ciudad Juárez que sólo visité de pasada; una ciudad de inviernos grises con árboles que mudan todas sus hojas y crean un espectro siniestro, rodeados por sitios emblemáticos, comercios, plazas y changarros que dan cuenta de una comunidad noble y pujante, de sonrisa amplia, sincera, puramente norteña y feliz y orgullosa, una ciudad cuyo desarrollo económico, social, urbano y cultural es eminentemente fronterizo, bilingüe y, por lo tanto, bipolar, con esa tendencia que han tenido las ciudades de frontera, de haber crecido sustantivamente con la llegada de las maquilas, que también trajeron una dinámica sociocultural compleja y tensa, donde pervive una extraña combinación de ética protestante y fervor católico, en esa Ciudad Juárez en la que, para el segundo día, sí pude detectar unos cuantos camiones con soldados; que los autos grandes, especialmente camionetas blancas con vidrios polarizados, no dejan de ser advertidos con sospecha; que no sé si mi imaginación me traiciona, pero su circunstancia está casi morbosamente en las cabezas de todos, que la gente está harta, y no hay nadie ni nada en particular a quién culpar, que es una violencia que ha ido en escala hasta llegar a situaciones extremas de cotidianeidad. Pero también me he dado cuenta que la vida sigue, transcurre, que cuando hay que trabajar hay que trabajar, y que también debe hacerse a un lado toda lectura ajena a dicha realidad que no intente comprenderla como tal, de manera que no seas traicionado por tus propias referencias mediáticas. De manera que, cuando ves a una mujer pasar, no piensas en su posible victimización, de manera que, si ves a un hombre con botas y lentes oscuros, no pienses en su posible culpabilidad. Porque ninguno de ellos es víctima, ninguno de ellos es culpable, y como todos, como cualquiera de nosotros, están aquí para sobrevivir, en esta realidad compleja, caótica, violenta, mediada, mediatizada, interconectada, sitiada por el resto del mundo. 








[1] Me refiero a la estación de radio que veníamos escuchando, mejor conocida como “PANCHO,” y que presenta un ramillete de canciones románticas mexicanas de los setenta y ochenta. El contraste entre esta música y los alrededores de Juárez por la noche es tierno y devastador al mismo tiempo.

10.9.12





Relatoría de un proyecto en ruinas
Alejandro Espinoza
(Transcripción incompleta de la pasada conferencia-performance, realizada el viernes 7 de septiembre en las instalaciones de Mexicali Rose, espacio independiente de artes y medios) 

Esta es la historia de un mundo fulminado y de un proyecto en ruinas. Es la historia de un escritor arruinado, de una realidad desmoronada, de un sistema que da muestra de sus harapos. Es la historia de un eco que dejó de escucharse hace mucho tiempo. Es la historia de cómo las cosas dejan de ser, simplemente porque sí: el amor, la vida, las flores, el viento, el agua clara que cruza por un lago casi convertido en hielo, el aleteo de un colibrí y el aliento ajeno, todo deja de ser. Todo se arruina, sobre todo en verano. Es la historia de la posibilidad de una obra de arte, y de las posibilidades del arte para comenzar una revolución o para no comenzar nada. Es una historia que, para mí comenzó en la mítica década de los ochenta y no se ha detenido, aunque en el camino ha sufrido una serie sucesiva de abolladuras espirituales. Fue una tarde tibia en la ciudad de Calexico, para ser específicos, a unos metros del paso aduanal a Mexicali. Mi padre me preguntó: “Pero ¿qué quieres ser de grande?” Yo, en mi ridícula necesidad de ser obtuso y enigmático, conmigo mismo y con él, le dije “no lo sé, no lo puedo explicar con palabras, sólo tengo una idea en mente: quiero crear.” Esta es la historia de esa afirmación, y la fuga perpetua a la que me someto para evitar crear, de manera que me encuentro siempre ante una creación descreada, ante una creencia descreída, el perpetuo desvanecimiento de una idea que tenía y he tenido sobre mí, sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre una realidad que va a pérdida y, con ella, toda posibilidad de salvación. Esta, es la historia de algo que nunca sucedió.

Y sin embargo, es una historia feliz. Feliz y bruta, ya que esta no es una historia lúgubre, ni mucho menos una victimización inerte de lo que pretendo ser y hacer. En realidad, es algo chistoso, absurdo, noble, salvaje y lleno de sonidos y furias y epifanías y polvo y nada.

Es triste, quizás, que uno llegue a los cuarenta años con muchas de las etapas de la vida adulta sin cumplir. Por lo menos, no puedo decir que tengo la vida resuelta, y que de aquí en adelante me dedicaré a engordar y a caminar por los pasillos de Wal Mart con mis huaraches de suela de llanta y mis calcetines blancos que suben casi hasta la rodilla, la barriga creciendo y las arterias adelgazándose mientras yo, un hombre más, simplemente me doy por vencido. Todo lo demás estaría arreglado para mí –el trabajo cómodo, la esposa cómoda, la casa cómoda, las canas cómodas, los viajes cómodos a la playa—y lo único que faltaría hacer sería morir. Nada de eso ha sucedido, aunque se supone que ya debió suceder. De modo que, por un lado, me siento el hombre más afortunado del mundo; por el otro, me siento en ruinas. Arruinado. Cansado y con una sola certeza: en este momento, he caído en cuenta que no seré lo que nunca he sido. Pero creo que esto es lo que me tiene en este dilema, frente a ustedes, presentándoles un remedo de proyecto, una idea, una propuesta que ha volado por mi cabeza durante mucho tiempo y que ahora, cuando buscaba llevarla a su culminación, a su existencia física, una serie sucesiva de obstáculos fuera de mi control me lo impidieron. Los obstáculos son, irónicamente, la vida misma, la vida y sus vericuetos, sus trucos, sus pendientes, sus urgencias y sus presiones. Esta, [click] es la historia [click] de una exposición que no pudo llegar a ser.

La historia comienza en el origen de la obra de arte. Muchos la postulan en ese instante efímero en que la cosa llega a ser eso otro que nosotros queremos que sea, pero yo la verdad pienso que se origina en ese umbral en el que vivimos, dentro y fuera del orden natural, cada objeto una ventanita que nos permite ver hacia el otro lado: el paisaje en ruinas. Si lo vemos desde cierta perspectiva, la obra de arte esconde tras de sí el desencanto de todo el polvo acumulado o disperso en su objeto: hasta las obras más conocidas e importantes en la historia tienen almas que penden de un hilo. Flotan en un vacío, a veces llamado museo, a veces galería, a veces la sala de la casa de tu tío o del excéntrico dueño de una petrolera y su colección de bolas de básquet firmadas por algún artista británico de cuyo nombre prefiero no acordarme. Detrás de cada obra de arte se encuentra su esqueleto, sus huesos, poco a poco royéndose por el tiempo.

Las obras de arte son la ruina de algo que se mantuvo: el pasado, la mirada de un viejo sátiro, el semblante simbólico de un ente divino, la furia momentánea de un trazo salvaje, un escenario escandaloso, una búsqueda por unirse al cosmos que termina con el sujeto perdido en el anonimato de sus propios pensamientos. Las obras son la memoria aferrada. Esta es la historia de una memoria que se inventa: la memoria de una exposición ficticia.

Pero, ¿es ficticia? Déjenme les platico lo que iba a hacer.

Hace mucho tiempo, decidí que mi gran tema por abordar en las artes visuales sería la memoria. La memoria, me dijo un maestro, es la cosa más fugaz, más arbitraria y más repentina del mundo. Y siempre es algo que va a pérdida. Lo único de lo que podemos sostenernos para que prevalezca la memoria es la huella que deja a su paso. Huella de huaraches cruzando un pasillo de Wal Mart sí, pero también huella de una mancha que deja los rayos solares en el piso de la cochera, huella los restos de comida que deja un indigente al fondo de un callejón, huella y rastro las heces que arroja un pichón en el parabrisas de un auto, huella el hueco de sonido que deja la voz de una persona que te ha marcado en la vida, y que de pronto entra nuevamente en tu cabeza. Huellas las que dan testimonio de lo que fue, las que permiten especular la historia secreta de las cosas, las personas, los espacios, los mundos.

Descubrí que Mexicali es una ciudad de escombros y huellas permanentes. Poco a poco he visto la transfiguración de algo que se ha mantenido igual, o de algo que mantiene la ilusión de que las cosas se han mantenido igual. Lugar sin ecos que juega con expandirse hasta el infinito, a pesar de que todo lo deja a su paso: colonias, barrios, centros de ciudad, las grietas y baches en las calles, la separación de los marcos en las puertas, no nos damos cuenta que es una ciudad en constante desmoronamiento: físico, mental, emocional, espiritual, una suave pero salvaje decadencia. Me gusta ver los pliegues de tierra con incrustaciones de basura, me gusta pensar que esta es una ciudad en la que todos sus caminos de salida te conducen a cementerios, esto es: hacia la última huella, la más contundente. La que nos dice: aquí yace lo que una vez intentó ser.

De manera que todos estos pensamientos me llevaron a inventar piezas donde lo único que prevalece es la capacidad plástica de lo derruido, de lo descompuesto, lo baldío. Me gusta ver los trozos de cartón de yeso en el suelo de un edificio abandonado, porque es la señal de que las cosas regresan a su estado original: la arena. El polvo. Me gusta ver las inscripciones incidentales en los muros, en las puertas de vidrio de edificios abandonados, las aperturas en los ductos de la refrigeración que suelen alojar a hombres a gatos o a pichones. Desde niño he pensado que los lotes baldíos, incluso los cercados por sus dueños, son el aviso de que todo, en algún momento, regresará a un origen: al vacío.

¿Y quiénes son, para mí, los salvadores, los héroes de esta trama perpetua de desvanecimientos, de cosas, objetos, espacios y personas que van a pérdida? Puedo dividirlo en dos: primero, hablemos de los recolectores de polvo; luego hablemos de la vida interna de los objetos olvidados.

Los recolectores de polvo. No me refiero a los basureros, ni a un plumero, siempre amenazando con convertirse en pajarraco. Me refiero a aquellas personas que se dedican al lento, arduo y vilipendiado trabajo de recoger el polvo que se sienta en nuestros carros: los franeleros. Son una especie proliferante en la ciudad, fantasmas benignos que acarician superficies, que impiden el contacto visual con el conductor para poder hacer su trabajo, que se esmeran en resguardar en sus franelas el polvo que este mundo desprende. ¿De dónde viene este polvo? ¿No se han dado cuenta que nuestros vehículos motorizados son los que ayudan a que distintas clases de polvo circulen en la ciudad? Puede venir del valle o de San Felipe, puedes hacer un largo viaje o cruzar un sendero de terracería, perderte luego en el centro de la ciudad, estacionar tu carro en un edificio que está siendo demolido, puedes dejar tu carro varado en una colonia desconocida, durante días y días, ya que por algún motivo no funcionó y tuviste que dejarlo ahí. Y luego ese polvo que se acumula en el techo y en el cofre y la cajuela, que se incrusta en los vidrios y los espejos retrovisores, luego descubres que ese polvo es el polvo de todos. No sabes cuántas pieles desprendidas y convertidas en polvo pueden asentarse en la superficie de tu carro. Es ahí donde entran estos hombres. Con parsimonia e insistencia, como un ejercicio disidente se acercan a los coches en los semáforos, en supermercados, en las filas para cruzar al otro lado, y con una elegancia que casi nadie ha descubierto, se dedican a bailar alrededor de tu carro, incrustando en la franela aceitada el cúmulo de polvo de tu mundo acumulado, el registro de tus andares, todo esto generando una suerte de manchismo accidental en esa otra superficie: la franela.



Estas franelas tienen el polvo de todos nosotros: el polvo en el carro del vendedor de seguros, el de la señora emperifollada que va de prisa porque necesita comprar sus pastillas supresoras de apetito, el polvo en un vehículo demasiado chico como para aglomerar a tal cantidad de niños y tías y primos, sardinas sudorosas en el asiento trasero (obviamente sin refrigeración), el polvo del padre de familia que trabaja en el corporativo o en gobierno del estado y de vez en vez se da sus escapaditas a un motel de paso para verse con su amante, otro padre de familia de otro corporativo. Se encuentra el polvo en el carro de la madre de casa, de la madre soltera y de la madrecilla aquella, ese chaparrito cabrón y acomplejado que siempre quiere liarse a golpes y gritos con todo mundo. A veces, los franeleros tienen que escalar hasta la cima de enormes Pick Ups piloteados por un señor con las canas pintadas de un color que no corresponde al de su cabello. Pero no importa, porque reconocen su labor: son los acumuladores de la vida desvanecida de las cosas de nuestro mundo. Y se hallan concentradas en sus franelas.

Quise rendirle homenaje no sólo a estos tipos sino a las franelas. Así que decidí, hace mucho, que un día de estos iría a la garita localizada en la calle Novena, donde había encontrado una vez a la mayoría de estos fantasmas, e intercambiarles sus franelas por franelas nuevas. Le pedí a Rey Larios que me acompañara, para no verme como un freak al que no se le puede confiar, pero más que nada, para sumar a otra alma al mini proyecto. Estuvimos recientemente en la garita, donde duramos menos de cinco minutos, canjeando franelas. La primera persona que abordamos fue un poco rejega: las franelas no venían “tratadas.” No obstante, en poco tiempo aparecieron otros franeleros, como si los hubiera producido el pavimento (y es que al principio no los divisamos) cargando con sus franelas en busca de un remplazo.  No pude evitar la ternura de un muchacho que me dijo no tener franela qué intercambiar, solo un trapo amarillo, pero que si de todos modos le regalaba una.

¿Cuál era la idea, de aquí en adelante? Simplemente, mostrarle al público las vicisitudes plásticas que contienen estas franelas. Quería colocarlas en un marco, pero que se vieran las texturas y manchas por los dos lados, quería que colgaran suspendidas en medio de la sala, frente a una franela mayor. Esta franela sería de unos seis metros, y colgaría del techo hasta caer al suelo, y estaría compuesta de diversos tipos de polvos: sería la acumuladora de polvos mayor, ya que con ella pensaba realizar una acción en el Blvd. Justo Sierra, en la cual pudiéramos quitarle el polvo a los carros que cruzan los viernes por la noche.

[se levanta para hacer la descripción física del espacio y del montaje. Reparte franelas a los asistentes]

Probablemente sientan que se trata de mugre, incluso de gérmenes y otros contaminantes. No se preocupen por eso. Concéntrense en las manchas, las posibles impresiones de las huellas o la presión de las manos y los dedos de los franeleros: ¿Cómo sucedió eso? ¿A través de qué accidente feliz comenzaron a detallarse las manchas abstractas en la superficie de la tela? Las manchas, por lo tanto, son la abstracción de nuestra pérdida. La acumulación del polvo de nuestros tiempos.

¿Cómo son nuestros tiempos, cómo es el polvo de nuestros tiempos? Es el fétido olor de los insecticidas, de los desechos de las maquiladoras, la acumulación de gases, el humo de neumáticos quemados, es el aroma del exceso, la densidad postapocalíptica, postcapitalista, en medio de una ciudad que vive inmersa y apesadumbrada por la acumulación de su propia energía. Cada humareda de taquería, cada camión que deja una estela negruzca, cada ventarrón fatídico, cada cúmulo de polvo en los rincones de las calles, las entradas de las casas, los patios traseros, las orillas de este mundo, es el aviso de una ruina original.

Pero existen otras ruinas, o mejor dicho, otros cuentos, otros relatos que son asumidos por la mirada que contempla y que trata de evidenciar las posibilidades de algo. Son los objetos arruinados, mitad basura mitad desecho, que colindan entre el olvido y la memoria. Son los objetos encontrados en sitios abandonados, espacios en desuso, sitios acordonados para evitar una fatalidad. Son, por ejemplo, las últimas obras de arte que encontré en una vieja galería.

Muchos, no todos, lamentamos la caída del Mercado Municipal. Caída metafórica, caída contundente que nos recuerda que esta ciudad desecha y se dirige a otras planicies. Lo que una vez sirvió deja de servir, lo que una vez significó poco a poco pierde su significado, se abandona para pasar a otras latitudes. Recuerdo mucho al Mercado Municipal como un espacio donde los artefactos en desuso de nuestro mundo iban a parar, los objetos que consumimos como soldados desterrados que buscan un sitio donde perecer. Hubo varios locales con antigüedades, hubo muchos locatarios en el Mercado Municipal que eran en sí mismos una antigüedad andando. Recuerdo una tienda de jugos, donde pude ver acumulado el sumo de miles de naranjas que fueron exprimidas ahí: una imagen nada salubre. Recuerdo, especialmente, la galería García Arroyo, estandarte de las prácticas más libres de la producción artística local, un sitio que daba la bienvenida –a veces a regañadientes—a toda propuesta que surgiera de una mente artística febril y con escasos recursos. Pude ver en esa galería desde las exposiciones más emblemáticas hasta la congregación de un gremio pequeñísimo de artistas y entusiastas de la cultura. El espacio también pudo ver una infinidad de jóvenes y niños sentarse en las mesas a producir obras, que podían ir de las manualidades más básicas a las formas más esquizofrénicas. La galería García Arroyo fue un sitio desde el cual se pretendía, sin pretensiones, activar la expresión cachanilla.

Y tras una visita que realizaron unos estudiantes de artes plásticas, desde donde se intentaron producir diversos tipos de propuestas, fotográficas, audiovisuales, performáticas, pude rencontrarme con un espacio ya en ruinas.

Hay una extraña fascinación por los sitios abandonados; tienen esa cualidad de revelar más de su historia a partir de los rastros que encontramos en nuestro paso: el vidrio en el que venía la inscripción biselada “SALA DE ARTE” y que estaba en la parte superior de la entrada de la galería, se encontraba sospechosamente colocado en la planta baja, rodeado de objetos que daban la impresión de ser los restos de una ciudad desalojada apresuradamente. Alrededor, había una serie sucesiva de papeles, revistas, anuncios de Sabritas y Coca Cola, y un álbum con recortes de periódico de todos los eventos artístico y culturales que habían ocurrido en los últimos veinticinco años en Mexicali. Parecía el escenario final de una fiesta, la llegada a término de un espacio abandonado a la fuerza. El Mercado Municipal, ahora es una  estructura endeble en la cual se resguardan seres igualmente endebles: indigentes, pepenadores, y la numerosa colección de objetos olvidados.

Unas semanas después, decidí visitar de nuevo el edificio; decidí subir al segundo piso para verificar qué rastros habían quedado en el lugar donde antes se encontraba la galería. ¿Mi objetivo? Rescatar obras. Seguramente algún incauto o descuidado artista de los talleres dejó sus trabajos ahí, seguramente encontraría los restos de lo que en un momento pretendía ser arte. ¿Cuándo o en qué momento el arte pretende serlo y cuándo deja de serlo? ¿Es que acaso nunca lo es, o acaso siempre lo es? Son preguntas que dejo flotando en el aire.











Fue en ese encuentro donde pensé en la segunda pieza. La titularía “La última exposición,” y más que un tributo, se trata de, efectivamente, montar la última exposición de obra existente en el espacio de la galería García Arroyo. Solo que esta vez, la exposición no sería en la galería, sino por fuera, en otro espacio, un espacio como éste, en el que nos encontramos. La parte frontal del muro nos mostraría el escenario tal y como lo encontramos hoy: [ver sucesión de imágenes].

Los muros laterales, y algunos pedestales, resguardarían las obras que pude rescatar de entre el escombro y barrotes de madera y formularios de la antigua oficina de reclutamiento militar. Me detendré un momento para hablar de cada una de ellas. Todas, salvo el caso de una, son anónimas.



1. La primera pieza, a la que titulé “la casa ideal,” consiste en una pintura mezcla de acrílico y pastel (aunque al parecer el pastel fue aplicado después, como una suerte de “intervención” de obra) cuya parte central nos presenta una casa en cuyo interior brilla un arcoíris. De intenciones francamente minimalistas, la pieza intenta esbozar un concepto de la casa como hogar, como sitio donde se resguardan los ánimos y los sueños de las personas;



2. La siguiente pieza es algo que podríamos denominar “arte objeto,” o “arte documental.” Se trata de un talonario donde aparecen escritos los datos de personas que se inscribieron a un curso titulado “Belleza.” Sólo me queda especular en qué consistieron las clases, si se trataba posiblemente de un seminario aristotélico-tomista dedicado al acto de contemplación de las cosas bellas. Sospecho que se formularon una serie de acciones de arte muy sutiles, muy sublimes al mismo tiempo, en donde las personas se situaban en distintos lugares de la ciudad para verificar, sin éxito, exactamente dónde reside la belleza de nuestro entorno.



3. Enseguida tenemos una pieza de neográfica que he titulado “Máscaras venecianas,” en realidad, la recreación de un cuento oscuro escrito por Bioy Casares, en el cual la confusión de una danza de máscaras en tiempo de carnaval en Venecia, pone a prueba el amor infinito que se profesaban estas dos personas. Puede ser eso, o simplemente, la persona que hizo la estampa se encontró la imagen en una revista, y le pareció interesante, oscura y sugerente. Tal y como se han formado las mejores obras de arte.



4. A continuación tenemos “La casa ideal # 2,” una interesantísima pieza que combina los valores del arte objeto con la producción artesanal, en la que se recupera la vieja práctica del mosaico esmaltado con estampado hecho a mano, y donde podemos ver, sutilmente, cómo el artista recrea esa serie sucesiva de casas crecientes en los residenciales privados de la ciudad. Es en sí misma una discusión sobre los modos en los que la desigualdad socioeconómica es representada por el desequilibrio en la expansión territorial de los vecindarios, donde, como una suerte de simbolismo capitalista, el vecino rico se come al pobre, o al menos rico, o al necesitado, o al que, a causa del debilitamiento del ingreso y la capacidad adquisitiva de las clases medias, es consumido literalmente por los otros, en un juego rapaz y predador, al que, por cierto, ya estamos acostumbrados.



5. Luego viene “De mística ilusión,” una obra de medios híbridos que combina la serigrafía con el bordado con la inscripción poética-visual, digna de las mejores tradiciones de vanguardia de los años sesenta. Esta recuperación de valores textuales y plásticos (puede verse en las orillas cómo la inscripción “Gabriela Mistral,” rodea todo el óvalo maltrecho) nos habla de una aguda relación entre la factura y la capacidad de expresión de la palabra escrita. Una de las joyas de la exposición.



6. Ahora tenemos “El Castillo Encantado,” una obra igualmente de medios híbridos, que combina el bordado en tela con relieve y la libre pigmentación de colores, aplicados directamente en el tejido bordado. Llama especialmente la atención cómo el azul del cielo es dominado por el verde que corona toda la imagen, un recordatorio de la permanencia de la naturaleza indómita, en medio de un Castillo rosado de imponencia majestuosa. Probablemente lo hizo un futuro líder político.



7. Y ahora tenemos “Estudio para ocres y cafés,” una síntesis pictórica que remite a los años en los que prevalecía un arte que mezclaba valores de diseño con elementos de expresión plástica. El círculo rojo colocado detrás de un fondo aparente de barras negras, establece un equilibrio primordial de las partes, ahí donde el ojo identifica su punto de inflexión.





8. Enseguida tenemos una de las piezas emblemáticas de la colección: “Cabeza-consumo” es una suerte de collage tridimensional, consistente en una máscara de papel maché al cual se le insertaron infinidad de etiquetas de marca, no sólo una obvia referencia a la sociedad de consumo, no sólo un homenaje a las viejas tiendas departamentales ubicadas en la ciudad de Calexico, sino también una fiel aplicación de valores estéticos dadaístas, en clave contemporánea.









9. Y finalmente, pero no menos impactante, es la pintura titulada “el lamento de las tortugas,” original de “Adriano” (origen y edad desconocidos) una bellísima exploración de arte “naive” que mezcla algunos valores expresionistas para aludir a distintas maneras de abordar la alegoría de la tortuga como imagen del pensamiento en relación con la perpetuidad y velocidad de la realidad, entendida como la captura meditada del instante.

Como podrán darse cuenta, y como explicaré enseguida, ninguna de estas obras se encuentra en exhibición. De hecho, se encuentran actualmente resguardadas en una bóveda de ambiente climático regulado (ya sabemos cómo nos ha tratado el calor este verano), y serán posteriormente restauradas y catalogadas para formar parte del archivo general de obras artísticas mexicalenses, siendo este hoy en día un archivo y un catálogo inexistentes.

Como les he comentado desde el principio de la conferencia, esta es la historia de una exposición que pudo haber sido, la idea creadora de algo que tuvo el potencial de ser otra cosa: la presentación de una experiencia. Una serie sucesiva de factores personales, económicos, políticos e ideológicos me llevaron a sufrir una severa crisis nerviosa la semana pasada, la que me hizo pensar en la posibilidad de estar perdiendo la razón, pero que, una vez atravesado el umbral de una locura que nunca llegó, pude descubrir una luz. La luz, es la presente conferencia: una manera de exponer sin obra, sin recursos, sin tecnicismos museográficos, sin montaje y, en cierta medida, sin objetos. Estriba de la necesidad inherente en mí de crear algo, pero es aunada a la necesidad de re-crear, ambos campos ambivalentes forman parte de mi quehacer. Y mi intención fue la de fusionar los dos principales componentes de mi vida creativa: la escritura y las ideas visuales. Éstas segundas, por supuesto, han sido mermadas por mi incapacidad –fíjense qué básico—de lograr el presupuesto correspondiente para la producción de las piezas. En algún momento quise darme de patadas en la espalda por no lograr algo tan simple: tener la obra a tiempo. Pero luego me quedé pensando, ¿es realmente toda la culpa mía? ¿No vivimos acaso en un entorno hostil para el productor de artes visuales? Rodeados de espacios que luchan por subsistir en los intersticios de la cultura, en una comunidad que se rehúsa a ver la actividad de los artistas plásticos como una actividad remunerada y económicamente satisfactoria, en un mundo que se niega al coleccionismo de arte local (las figuras son contadas) y en un mundo donde, igualmente –no nos hagamos tontos—el mismo artista vive en la constante duda sobre su quehacer y función en el sitio, lo único que puedo concluir es que vivimos en una suerte de ruina, una suerte arruinada, un tiempo muerto, donde nuestras creaciones se suman a la fugacidad de los objetos y situaciones que van a pérdida.

El sentimiento lúgubre es el siguiente: nada de lo que hemos hecho en los últimos cinco años ha sido registrado en la memoria colectiva de nuestro pueblo. Pero no es nuestra culpa; incluso, podría decirse que es hasta mejor, ya que esto se debe a que el arte producido en la localidad es una de las grandes muestras de resistencia que ha ejercido nuestra cultura presente, un desafío a nuestros modos de asumir el bienestar.