11.4.12

Lo confieso: he tenido conversaciones informales con un vendedor de chicles desde hace dos años, aprox. Creo que comenzó con una cordialidad --hay que saber a quién arrojar tu sonrisa de vez en cuando-- pero luego se convirtió en algo que sólo puedo llamar amistad ambulatoria. Va y viene, de pronto, cada vez que espero en el semáforo de esa esquina (de esas esquinas que se sienten como paso de umbral), cada vez que él advierte mi presencia, hace notar la suya, bajo el vidrio y él me estrecha la mano como quien estrecha la mano a un amigo de la infancia, de esos que hace mucho no ves pero que siempre recuerdas, de los que forman parte de tu anecdotario de la infancia.

Esta vez, sin embargo, fue distinto. Porque el vendedor de chicles, traía algo consigo. Una pesadumbre, una tristeza, una mirada perdida. Sonrió con la misma jovialidad de siempre (y es raro que le creas a un vendedor de chicles, sobre todo los que vienen de centros cristianos de rehabilitación, que combinan su sonrisa de venta con un semblante beatífico, como si fueran los iluminados de este mundo. No lo son, están a dos pasos de la indigencia), pero se sintió algo más. Un hondo pesar, una sospecha. Se acerca a mi ventana y me pidió que abriera la palma de mi mano. Me entregó un papelito doblado. Me dijo: "Aquí viene la explicación a todo."