30.4.13



Lo primero que pensé al ver esta foto fue "Los inicios de la subversión". Luego me dije, "¿No soy yo el que le está otorgando ese sentido a la foto, para mi beneficio espiritual?" Sin embargo, ¿habrán sido los inicios de la subversión y la irreverencia que me caracterizan hoy en día? ¿Cómo se originó? ¿Por qué sigue ahí? 

El recuerdo de la infancia es el más puro de nuestros mitos, un relato de orígenes sencillos que ejercen fortaleza mediante el anclaje de incidentes que nos cuentan otros. En la etapa adulta nos dedicamos a reconstruir ese pasado como si cada dato fuera un hecho. Siendo sinceros, creo que no recordamos ni la mitad de lo que vivimos en la infancia. 

De niño, me preguntaban si extrañaba a mi mamá, que falleció cuando yo tenía cinco años. Yo siempre les decía que no. Y cuando me preguntaban si la quería, yo les decía que no se podía querer a alguien a quien no conociste. Luego se me quedaban viendo feo. O pensaban que estaba reprimiendo mis sentimientos o que era una especie de niño del mal. 

El más grande mito de la niñez es la inocencia que depositamos en ella. 

Por otro lado, la inocencia que depositamos en los niños es de orden ético. Dicho orden te conduce a la subversión o al miedo. Todos los niños tienen el potencial de ser subversivos o temerosos de la realidad. El temeroso es mucho más peligroso. No soporta las mentes libres y cuestionadoras de las reglas. Porque no tiene el ímpetu natural de hacer lo mismo. 

El niño mexicano tiene tres modelos históricos a seguir: Benito Juárez (la rectitud pragmática combinada con la experiencia y las movidas siniestras del político), Pancho Villa (anárquico e independiente, es igualmente el dueño de una empresa agrícola norteña o el jefe de un cartel del narcotráfico) o Emiliano Zapata (medita en silencio su resistencia, como si reconociera que no es su tiempo; también puede convertirse en el sumiso abnegado que lo soporta todo, el niño en el rincón del salón que aguanta toda la carrilla y se guarda sus rencores). 

Nada más puro que la mirada de aquel padre de familia que desconoce la malicia engendrada en su retoño. 

Todos los niños deben vivir la experiencia de una cortada en el dedo, un raspón en las rodillas, una cabeza descalabrada, una fiebre intensa que lo hace tener pesadillas, un piquete de algún insecto venenoso; si es varón deberá enfrentarse a puños con otro de su tamaño y debe aprender a caerse, mucho, para que aprenda a no dejarse. 

Por otro lado, todos los niños deberían ser forzados --sí, forzados-- a leer por lo menos tres horas diarias. Alejandro Dumas es un buen y tradicional inicio. 

El inicio de la aspiración y desilusión clasemediera comienza la primera vez que el niño desea un juguete. 

El final de la infancia comienza cuando descubres que los adultos somos unos patanes. No se sabe a ciencia cierta a qué edad descubrimos eso. 

Y finalmente: contrario a la opinión de los medios y el conocimiento común, los niños no son el futuro de un país. Si así lo fuera, deben reconocer que nosotros somos ese futuro que alguna vez prometimos ser cuando éramos niños. Y no podemos decir que las cosas están muy bien que digamos, ¿o sí?. 

23.4.13

Muerte y resurrección 
perpetua del libro. 

Comencemos con la pregunta incómoda pero obligada: ¿Qué es un libro? 

Si hacemos a un lado los lugares comunes (puerta de la imaginación, un modo de cultivar la mente y el espíritu, un medio a través del cual queremos que todos los problemas sociales se resuelvan, la llave del conocimiento, etc.), podemos reducirlo a esto: un libro es un objeto, un artefacto de linaje antiguo, la conjunción de una estructura ordenada de pensamientos, ideas, imágenes, visiones y reflexiones sobre la vida y el mundo, compactados en una serie de hojas encuadernadas cuyo impacto depende de los modos de difusión, del estado de circulación de dichos objetos, así como de la capacidad que tiene el pensamiento que contiene para generar por lo menos el más mínimo cambio de ánimo en la mente de quien abre las páginas para leerlas. 

Vivimos en una era de transición, donde conviven en un mismo espacio y tiempo paradigmas distintos, formas de convivencia distintas, modos de acercarnos a la información, modos de hacernos de dispositivos que nos permitan mantenernos en el mundo. En dicha transición, podemos ver cómo el libro, por primera vez en siglos, es desafiado por nuevas maneras de acceder a su información. Conviven, a su vez, los estados de significación emocional que tenemos alrededor de un libro, así como de otros productos culturales. No es muy distinto de un disco de vinilo (me refiero a este artefacto que ya muchas generaciones ni siquiera conocen, pero esto se debe a que el formato de reproducción en disco compacto fue terriblemente efímero, el paso previo a la proliferación y tránsito veloz de la música digital), en el sentido de que ambos poseen una cierta cualidad fetichista, por parte de las personas que los coleccionamos (en mi caso, ya no colecciono vinilos; la mayoría de estos se encuentran abandonados en la parte superior de un clóset en el departamento desocupado de mi hermano mayor), con la que nos relacionamos íntimamente, aunque sea a la distancia. Muchas personas pueden reconocer el sentimiento que produce echarle un vistazo a nuestros libreros. Haciendo a un lado el romance, lo que vemos en esos lomos acomodados según nuestras apetencias u obsesiones, es el potencial de algo que, según yo, poco se discute en torno a estos artefactos, y esto es su capacidad de contenido vital para la experiencia. 

La experiencia de leer un libro, en efecto, es transformadora, pero de ahí a que los libros sirvan o han servido para cambiar el mundo es algo que tiene que ligarse a otras transformaciones socio-políticas. Han sido, creo yo --como lo fue Candide de Voltaire, o Madame Bovary o El Capital-- los acompañantes de fuerzas sociales mayores, el amigo cuyos comentarios sobre la realidad pudieron estar sintonizados con los tiempos que se vivían. No sé qué libro en la actualidad tiene el potencial de hacer eso. La enorme proliferación de estos objetos en el mundo seguramente tiene uno que otro extraviado por ahí. 

Lo que creo que realmente sucede cuando leemos un libro es que obtenemos, por un lado, una nueva manera de pensar en algo que ya habíamos pensado; por el otro, nos ofrece una nueva perspectiva, jamás pensada (yo no veo del mismo modo los festines familiares después de leer algunos pasajes de Paradiso que se refieren a ellos), que no necesariamente enriquece nuestra experiencia, sino que nos ayuda a desarrollar un pensamiento más dialéctico. Sopesamos mejor las cosas en la medida que las ponemos a prueba a raíz de que leemos las perspectivas que narradores, poetas, filósofos, científicos y demás, han desplegado en sus escritos. 

No, los libros no nos hacen automáticamente mejores. Esa es una noción pragmática que siento ha dañado muchísimo la percepción general que se tiene de los libros y la lectura. Ha propiciado, por ejemplo, la permanencia de una actitud soberbia, pretenciosa y muy elitista, por parte de aquellos que nos dedicamos a la escritura. A su vez, ha generado propuestas tecnócratas encaminadas a ver el conocimiento como algo de utilidad inmediata, y es así como surgieron compendios de información que nos ayudan a conocer, en un solo libro, una serie generalizada de temas. Es así como surgieron libros que se dedican a presentarnos "los cien poemas que debes conocer antes de morir" (y aquí puedes reemplazar la palabra "poemas" por "obras de arte", "cuentos", "pensamientos filosóficos", "avances científicos" y demás). 

Lo que sí pueden hacer los libros --y los mejores libros así lo hacen-- es perturbarnos. Desafiar los modos como nos relacionamos con la vida, la gente, el mundo, la sociedad y el poder. Es por eso que su potencial es tan temido por el status quo, porque una vez que atraviesas la experiencia de ser perturbado por los pensamientos de otro (y los mejores perturbadores son en realidad seductores, persuaden al lector a voltear hacia lados insospechados de la experiencia humana), comienzas a preguntarte: ¿Por qué mejor vemos la vida así, de este otro modo? 

Ni una sola campaña de fomento a la lectura estaría dispuesta a plantear las cosas de este modo.  

4.4.13


Crónica de un suceso que
nunca ocurrió




El primer temblor fue recibido con una mezcla de costumbre, precaución y sonrisas nerviosas. Ocurrió un jueves por la noche –5.4 en la escala de Richter— e inició el reencuentro con nuestros rituales más primigenios: la búsqueda del refugio mientras las cosas se caían de las repisas, el caminado tambaleante en las recámaras y pasillos de oficinas, la mirada cuidadosa que observa sospechoso los postes de la luz, los tendederos en el patio trasero, el tambaleo festivo pero preocupante de los semáforos, la posterior revisión instintiva de todo el desacomodo, que va desde una inspección a nuestras facciones (queremos verificar que no se revele el increíblemente angustiante pavor que nos produce el hecho de que la tierra literalmente se mueve desde su interior) pasa por los objetos regados (muebles pequeños, cajones que se abrieron como en las escenas de la película Poltergeist y quizá hicieron saltar un par de calcetines) las llaves abiertas, los tanques de gas, hasta las estructuras mismas de las casas y edificios donde nos encontrábamos, de los sitios seguros –una especie de mirada de reojo a mesas y escritorios, marcos de puertas, esquinas, rincones, espacios abiertos, etc.—acciones y reacciones realizadas en milésimas de segundos, que reflejaron nuestra capacidad para sobrevivir. En esos momentos, todos somos expertos en construcción, y reconocemos no se sabe de dónde los posibles puntos débiles de casas y edificios.
            En alguna parte del proceso, en silencio, en nuestro fuero interno, suspiramos. Luego actuamos como si no pasara nada.
Y la vida, como siempre, pudo haber continuado como si nada. Pero luego vinieron otros, algunos más fuertes, algunos casi imperceptibles, y la ciudad entera se avocó a vivir la experiencia de encontrarse en zona sísmica (fue como si la naturaleza finalmente nos estuviera diciendo “sí, vives en zona sísmica, así que acostúmbrate a ello), siempre un recuerdo latente, esa miradilla de reojo que indica que señalaremos en medio de la conversación “…y es que vivimos en medio de una falla”

(afirmación imprecisa pero que nos permite mostrarnos ante los otros como que “estamos al tanto” de las minucias de la realidad, de esas actitudes que asumimos cuando estamos dispuestos a amonestar a otros que no estén al tanto, señalando su poca preparación y entendimiento de “la situación,” y esto va desde el reconocimiento de estar en zona sísmica hasta las “condiciones reales” bajo las cuales fulanito político llegó al poder. “Y es que no puedo creer que no sepas cómo está el rollo.” Pero en fin.)

Iniciaron los pánicos al tiempo que iniciaron las especulaciones y las anécdotas sobre dónde nos encontrábamos en el momento del temblor previo; el vecino se convirtió en nuestro amigo, aliado, e incluso hasta la persona que probablemente imaginamos ver segundos antes de que todos desaparezcamos. Mientras tanto, los temblores, los breves sismos, y dos que tres movimientos catalogados científicamente como terremotos, se fueron sumando conforme pasaban los días. Las sonrisas nerviosas crecieron. Algunos, muy pocos, decidieron salir de la ciudad.
En el transcurso, la gente hablaba alternativamente sobre su capacidad para soportar estos sucesos, o sobre los designios que la naturaleza y un posible dios asestan contra la humanidad. Una especie de poética apocalíptica. Muchos hablaron sobre “saldos de cuentas”; otros, partieron de un cientificismo en ciernes y concluyeron racionalmente que estas cosas deben pasar y debemos estar alerta en todo momento. Se diseñaron aproximadamente ciento dieciocho presentaciones en power point, en distintas empresas, escuelas, instituciones de diversa índole, con la finalidad de advertir concientemente a los usuarios de los respectivos espacios no sólo qué hacer en caso de un temblor, sino qué hacer en caso de que este fuera el final (una de estas presentaciones se titulaba Así que te tocó estar vivo durane el fin del mundo? (así, sin el primer signo de interrogación)). Los ánimos, podría decirse, no estaban tranquilos. Pero igual, la vida seguía. No obstante, cada que sucedía un temblor, las llamadas a seres queridos bloqueaban los sistemas de telefonía celular en toda la zona. Pasaban unas horas y, ya que se reestablecía la conexión, los llamados de localización dejaban de ser tan alarmantes y sólo hablabas con el ser querido para hablar de otra cosa. Los temblores tienen un parámetro de tiempo establecido en el que se genera un sentimientod e pánico. Una vez que atravesamos ese umbral, las cosas regresan a su relativa normalidad.
Por otro lado: la gente utilizó el primer sismo, y todos los que siguieron en esos primeros días, para narrar el momento personal que vivieron, convirtiéndose en el principal motor de comunicación, de identificarse como parte de una tribu que comparte un suceso natural: estaba en el escusado, estábamos en el cine, leía un importante pasaje bíblico, acababa de pelear con mis padres, muy curiosa y al mismo tiempo ominosamente me encontraba en una notaría poniendo mi firma en el testamento, acababa de entrar al cine, estaba viendo la televisión; me tropecé con unas cajas rumbo a la puerta de salida, no me di cuenta que estaba temblando hasta que me despertó mi mamá, a mí nada me sorprende y detecté el movimiento antes que todos, estaba comprando unas papitas en la tienda de la esquina, estaba cogiendo, estaba a punto de ejecutar a alguien, estaba frente a la chica/chico que me fascina, y fue muy romántico, estaba en una fiesta y todos comenzamos a bailar, estaba con el Joaquín, que después de un rato se puso muy briago y comenzó a escupir estupideces sobre un tío que le hizo algo, y ya después de ahí no me gustó; vi a la vecina desnuda correr por la calle, escuché los gemidos de los perros anunciadores de catástrofes una hora antes de que sucediera, el vecino salió en pelotas, la vecina salió en pelotas, el padrecito salió con una toalla en la cintura pero a la señora que siempre está con él le salieron dos lagrimitas de emoción.
No había momento en el día en el que no estuvieras escuchando estos intecambios, en la calle, en los autobuses, en los mercados, frente a una mesa con sendos vasos de cerveza, en las oficinas, en los antros, en los cuartos de hoteles de paso, los taxistas, enfermeros, lectoras del tarot, policías amigables que decidieron platicar con la señorita a la que finalmente perdonaron la multa, y demás. (Una observación adicional: cuando se cuentan estos relatos, la gente nunca nunca nunca ve a su interlocutor. Es como si estuvieran perdidos en la memoria. Miran hacia el cielo o hacia el suelo, pero nunca a los ojos. Es así como reconoces que parte de lo que dicen es pura invención. Por lo tanto, este tipo de catástrofes son una oportunidad para compartir, por medio de un relato exagerado, que estás vivo).
A su vez, estas anécdotas se acompañaban de actitudes en torno al suceso: a mí no me dan miedo los temblores, a mí me dan pánico los temblores, los oscilatorios se sienten más que los trepidantes, no es cierto, es lo contrario, yo nunca había sentido un temblor, ha habido peores, yo sobreviví a tal o cual terremoto, la vida es corta y hay que vivirla al máximo, yo quiero ser yo, siempre, y no me arrepiento de nada, soy una persona sencilla de fuerte corazón y sentimientos, que no obstante tiene muy oculto en las entrañas de su alma ese residuo de memoria genética que le avisa que cuando llega un terremoto lo primero que hay que hacer es protegerse y gritar despavorido hasta que la furia de la tierra deje de sentirse, es por eso que te amo y es por eso que te pegué esa cachetada, porque no estabas reaccionando y no eres la única persona que debe perder los estribos cuando pasa algo así. Yo también tengo derecho a caer en el sinsentido.
            Algunos fuimos sacudidos de nuestras rutinas, algunos no dejamos que estos movimientos telúricos nos sacudieran de los habituales tiempos y movimientos y la obligación moral de trabajar por el bien común. Mientras la tierra se movía, el mundo tenía que seguir moviéndose. De modo que los pendientes en las oficinas de gobierno –el cumplimiento de las actividades de las partidas presupuestales asignadas, algunos cuantos cursos de capacitación para los cuales contrataron a personas del extranjero o del centro del país, mismas que quisieron pero no pudieron cancelar el compromiso, con eso del miedo hacia lo ajeno y los rumores de visitantes en hoteles que se cayeron de segundos pisos y demás—de modo que el cumplimiento de los indicadores para el siguiente trimestre, las entradas y salidas de mercancías que debían llegar a sus destinos, el mejoramiento de las estratgias de servicio al cliente, las reuniones con distintas cabezas de los carteles de las regiones, el saldo de cuentas con acreedores, esposas e hijos, el cumplimiento de las metas de negocio, el crecimiento finamente estandarizado y proyectado a corto, mediano y largo plaz, las lecciones previamente sancionadas por el estado para mantener las cifras de alfabetización lo más aparentemente estables, las tasas de empleo lo suficientemente creíbles, y en el ámbito individual, las promesas de principios de año, de abandonar el alcohol, los cigarros, los chocolates y los tacos, de acoger el yoga y el ejercicio y esa novela de misterio o romance o policíaca empolvada en la mesita de la cama, así como las súbitas escapaditas al otro lado de la ciudad para visitar a la amante, que ya quiere que se cambie el nombre en el título de la propiedad que su queridito le pasó para tenerla por lo menos un poquito más cerca y que no ande moliendo, de modo que las bardas por pintar, el pendiente de servicio de los autos, las citas con especialistas en mejoramiento capilar y las sesiones con el psicólogo, todos estos flujos debían seguir su curso; aunque una parte de la conciencia colectiva se preguntaba, a menudo pero muy quedito, si de todas formas tenía caso tanta preocupación. Los temblores seguían y al parecer, las cosas se iban desmoronando poco a poco. Como una imagen pixelada que comienza a perder sus partes. Las grietas en los edificios, al principio, era como uno de esos espejismos o engaños de la vista, que sin embargo después de enfocar bien la mirada, podías ver claramente fisuras en las paredes, esquinas estructuras de escaleras y demás. Las formas del entorno parecían tener la consistencia de una galleta salada.
            Muchos niños advirtieron con no poca sorpresa –y sí con un pánico que bordeó en el horror— ese concepto totalmente nuevo para ellos llamado temblor, particularmente ese pequeño detalle de que los seres humanos somos impotentes ante ellos, o que ni siquiera tuviéramos alguna ingerencia sobre cómo y cuándo la corteza terrestre sufre un reacomodo dictado por las leyes de la naturaleza. Eso –llamémosle el realismo con el que se manifiesta la naturaleza— a nadie le importaba, o mejor dicho, nadie lo tomaba en cuenta, lo que sí tomábamos en cuenta es la facilidad con la que se interrumpe la realidad, aunque lo hubiésemos pensado muy poco: cuando salimos a la calle, tenemos la certeza de que al cruzar las avenidas en nuestros autos, o cuando tendemos la ropa a secar, todas las cosas a nuestro alrededor se mantienen en su sitio. Y cuando se mueven, solamente se lo atribuimos a la poesía del viento, y cualquier acomodamiento de las placas tectónicas se convierte en una especie de recordatorio de que las cosas no son inamovibles, que vivimos sobre una superficie cuyas modificaciones no van a la par con las nuestras. Algunos lo reflexionaron así, cuando en las pláticas con los compañeros de trabajo, o las pocas conversaciones incidentales en el supermercado o en la fila del banco.
            Algunos –muchos, casi todos en realidad—simplemente lo vieron como un “obstáculo” más en su diario devenir. Como cuando das por hecho que ese vado en la avenida que cruzas a diario para ir a tu trabajo jamás se reparará. La sucesión absurda de temblores y resquemores de la tierra comenzaron a integrarse a la vida diaria.
Obviamente, muchos nos refugiamos en un racionalismo defensivo y sostuvimos que los geólogos han de ser las personas más relajadas del planeta. Nos cubrimos bajo el manto de la ironía, para no salir al descubierto. Muy dentro de nosotros, estábamos muertos de miedo.
           
***

Como lo mencioné antes, los temblores se multiplicaron conforme pasaban las horas y los días. Algunos se sentían más que otros –la medida de los sismos, para el común de la gente, está basada en la cantidad de objetos que encuentras fuera de lugar en tu casa— pero la gran mayoría, según lo establecieron en el Departamento de Protección Civil, pasaban desapercibidos, sólo unos cuantos podían reconocer que la cantidad era inusual: un promedio de treinta a cincuenta movimientos por hora, algunos ascendiendo a tal grado que en las oficinas y en las tiendas de autoservicio podía sentirse un movimiento bajo los pies. Los nativos de esta ciudad propensa a los sismos volvieron a los hábitos de precaución habituales. Siguiendo la regla establecida por distintos manuales, las recomendaciones de las autoridades y los señalamientos de todas las abuelitas de la ciudad, las familias comenzaron a diseñar y preparar sus propias estrategias de supervivencia, dibujando rutas de escapatoria a zonas seguras en el perímetro de los hogares, llenando hieleras y mochilas con provisiones, asegurándose que las linternas disponibles tuvieran baterías vigentes, revisando obsesiva-compulsivamente todos los rincones de las casas para verificar la más mínima herida en las paredes, los mínimos refugios de protección contra techos siempre visualizados como posibles aplastadores de cuerpos. Cada persona, cada familia, demostraba su capacidad para revestir de histeria su vida cotidiana. Los supermercados se vaciaron, ya que de pronto, todo era “útil” para sobrevivir catástrofes, desde una caja con veinticuatro galones de agua embotellada en Estados Unidos, hasta chicles, cámaras fotográficas desechables, fruta seca, vendas y aspirinas, latas de conservas, revistas pornográficas, lentes osucros, toalas sanitarias, latas de conservas de productos que jamás has consumido, insecticidas (con eso de que los fines del mundo vienen acompañados de extrañas plagas de animalejos gigantescos), deshidratadores de frutas y verduras, y una infinidad de rollos de papel de baño. Hubo una extraña compra de lentes para leer, reproductores de DVD, refrigeradores portátiles, multivitamínicos, condones, alcohol con hierba de mariguana (en las tiendas de las esquinas, en los barrios populares, donde llegabas a la zona y te mandaban con la Lupe o el Chencho), aspirinas y ropa interior. Mucha ropa interior. Los de menor poder adquisitivo, formaron brigadas y recolectaron todos aquellos implementos de supervivencia que necesitarían en el caso de un suceso de mayor catástrofe. Las acumularon en zonas específicas, mostrando una solidaridad distinta a la de las colonias más acomodadas. No obstante…en estas mismas zonas comenzaron los primeros brotes de histeria colectiva, los sentimientos más abrigados por las prescripciones religiosas: como lo mencioné antes, muchos temían que este sería el fin de fines. Hileras de casas con veladoras en las ventanas principales, mujeres de semblante tenebroso con los rostros cubiertos por velos en las calles, rezando mientras se trasladaban de rodillas quién sabe a dónde. Dos que tres persecuciones a “demonios” (chavitos vagos que ya tenían hartos a los vecinos). Repartición masiva de muchos panfletos de distintas religiones protestantes (las miradas de estos tipos de creyentes no son muy distintas a las de los extraterrestres que aparecen en las películas, en las que visitantes de planetas extraños se han infiltrado en nuestras sociedades y simulan ser “como nosotros.”) Los hombres líderes en estas colonias populares mantenían alternativamente la calma y el pánico, algunos proclamándose guías espirituales y otros aglomerándose en “sindicatos” hechizos para ningún propósito en particular.
            Por otro lado, en alguna parte del país, el presidente fue entrevistado para hablar sobre el asunto de la ciudad donde no dejaba de temblar. Pero su informe fue demasiado oficial, corto, conciso. Muchos de los habitantes de la ciudad temblorosa se quejaron por ello.
            Asimismo, y como un dato no relacionado con el anterior, a un grupo local se le ocurrió componer una cumbia, La temblorosa. En alguna parte del ciberespacio se pueden encontrar el video. No es muy buena la canción.
           
***
            La vida continuó, los días pasaron, y los temblores no cesaban. 
La mayoría de nosotros vimos modificadas nuestras vidas al concluir los primeros meses de temblores perpetuos.
            Nadie podía explicárselo, ni los centros de sismografía, ni los departamentos de geología del estado y de las universidades, ni los expertos japoneses, chilenos y californianos que el segundo mes de sismos se congregaron en la ciudad para estudiar el caso. La tierra simplemente no dejaba de moverse. Leves movimientos de piso se convirtieron en una realidad habitual conforme pasaban los días.
            No obstante, es curioso cómo las histerias colectivas se relajan cuando dejan de ser noticia, cuando dejan de ser parte del relato colectivo. La gente guardó en distintos rincones sus “kits de supervivencia”, olvidándose de ellos al tiempo que los mantenían presentes al finalizar el día,  se congregaron familias –incluso parientes foráneos—para platicar, al calor de un café o una copita de brandy, sobre la novedad de lo inexplicable. En las oficinas, se volvió parte de la dinámica de trabajo, esperar la broma del compañero de trabajo mientras todos sentíamos un ligero resquemor en el suelo. Dos que tres titubeábamos antes de coger las tazas de café, después de un temblorcillo. También nos habituamos a la presencia de inspectores, revisando ésta y aquélla zona del edificio propensa a sufrir daños. Muchos recibíamos aplausos al salir del baño. Mi secretaria se acostumbró a llevar consigo un rosario. Su esposo la había abandonado, y durante estos días, el tipo regresó, sin saber exactamente qué lo impulsó a hacerlo. Algún tipo de instinto lo hizo volver a su papel de protector. El hijo estaba contento pero ella no. El rosario lo cargaba para sentir protección, pero no he sabido si fue por el regreso de ese imbécil (borracho golpeador) o si fue para tener un objeto a quien rezarle en caso de que las cosas se pusieran peligrosas, que llegase un terremoto más fuerte que los recurrentes.
            Al finalizar los primeros seis meses de temblores ininterrumpidos, parecía como si todos estuviéramos de acuerdo en que los temblores no presentarían daño alguno en el futuro. Dos que tres dudas quedaban volando en el aire. A veces nos lo advertían las alarmantes declaraciones de los inspectores, a veces Protección Civil, en los ahora-por-todos-visto reportes nocturnos, sostenían que siempre había la posibilidad de que llegara el bueno. El mero mero. El que California hizo famoso con la frase “The Big One”.
Una actividad divertida en estos días consistía en llegar a las oficinas y los comercios y ver las caras de las personas en el interior, sonriendo nerviosas pero cada vez menos sorprendidas, preguntándo inmediatamente: “Acaba de temblar, justo cuando usted abría la puerta para entrar. ¿No lo sintió?”
Mientras todos continuábamos con nuestras vidas, los temblores ocurrían como si ya fueran parte de la dinámica urbana. Digamos que habíamos inaugurado un nuevo concepto, el de una “ciudad móvil.” Los gobiernos federal, estatal y municipal estaban en pláticas para organizar estrategias que los llevaran a resolver una catástrofe mayor en caso de que sucediera. Los noticiarios nacionales tuvieron juntas para discutir la posibilidad de asignar equipos especiales que reportaran cada sismo mayor como si siguieran los pasos de una celebridad. Los cárteles del narcotráfico se reunieron en las afueras de la ciudad, proponiendo un plan de tregua temporal hasta que las cosas se pusieran menos escabrosas. Los capos de la mafia son gente muy religiosa.
            Pasaron doce meses, y los temblores continuaban. Todo normal.
Pero fue justo cuando los temblores que antes percibíamos dejaron de llamar nuestra atención, que una noche de martes, aproximadamente a las doce y media de la madrugada, cuando prácticamente toda la población bajó la guardia, sucedió un terremoto mayor. Casi dos minutos del movimiento telúrico más fuerte que habíamos sentido en toda la historia, 8.9 en la escala de Richter. La ciudad literalmente se abrió, en todos los sentidos. Como cuando abres con los dedos un panquecito, de adentro hacia fuera; brotes de pavimento comenzaron a partirse y desnivelar algunas zonas clave del tránsito diario. Se abrieron grietas de más de cinco metros de separación y, al parecer, un infinito de profundidad. Ahora sí vimos trozos de construcción azotando el pavimento, aplastando carros y un buen número de personas. Algunos edificios se partieron de manera tal, que podías ver la estructura interna, la división de los cuartos, como si le hubieran quitado la cara a la construcción. De pronto, la ciudad fue como la arena con piedrecillas que se filtra por la malla de un colador sostenido por dos manos gigantescas que lo agitaban fuertemente.
Esa noche fue la primera vez en mucho tiempo que temblé de miedo. Mi vecino salió despavorido a la calle, su brazo derecho dislocado, gritando como si fuera el único recurso disponible para un ser humano que está siendo reducido a su esencia animal y decide convertirse en chicharra. El muro lateral de su casa se cayó por completo, y su esposa yacía entre bloques de cemento en el interior de su casa (que bueno, en este momento diferenciar entre interiores y exteriores se volvía confuso), el auricular de un teléfono en mano, el cordón desprendido de su base.  Como muchos que me rodeaban, quisimos reconfortarlo, pero la conmoción del terremoto se combinaba con la imagen de un chaparrito flacucho de nalgas caídas llorando frente a un montículo de piedras, la mano de su esposa saliendo de entre el escombro, así que decidimos quedarnos como animales pasmados alrededor de la escena. Nuestras casas no estaban en buen estado tampoco, y en menos de quince minutos comenzamos a escuchar llantos similares provenientes de otras cuadras de la colonia. 
            Llegaron finalmente los fotógrafos de las agencias informativa internacionales. Por fin salimos en la revista Time.
            Y lo bueno –aunque es un decir— es que la devastación en esta ciudad no fue mayor. Digo, no como lo hubiera sido en metrópolis más desarrolladas. No fue necesario captar imágenes aéreas de edificios desensamblados o en llamas, ni de personas chillando en medio de la calle, ni testimoniales apresurados con señoras y ancianos de voces cortadas relatando las tragedias incidentales que se suscitaron en cada esquina. Miles de personas pudimos ver, finalmente, un resquemor genuino por parte de un oficial de gobierno. Al reconocer la autenticidad de su declaración, y después de mirarnos a los ojos para dar crédito colectivo del suceso (tienen que imaginar la escena: rodeados de casas destrozadas, colocando un televisor entre los escombros, buscar una conexión disponible, ver las noticias entre vecinos y seres queridos), fue cuando nos dimos cuenta que las cosas sí eran delicadas.
Los ejes viales recién construidos se derrumbaron como si hubieran estado hechos de mazapán. Enormes grietas en prácticamente todas las avenidas mayores, comercios clausurados después de una serie de trágicos motines que vieron la llegada del ejército nacional y los subsecuentes acribillados en plena luz del día. Ruinas y ruinas de tiendas OXXO por todas partes, brigadas de camionetas Suburban merodeando en las colonias populares, ex miembros de los principales cárteles de drogas dedicándose a salvar vidas y auxiliar a familias desamparadas. Linchamientos de cuerpos policíacos, el alcalde refugiándose en alguna ciudad de California, perseguido por ordenar el genocidio de cientos de pacientes del hospital general que no permitían el acceso a los heridos de gravedad. Imágenes surrealistas de autobuses de transporte urbano arrugados y machacados por algún percance que tuvieron durante el devastador terremoto, ya que postes de luz, estructuras de edificios de alturas medianas, así como otros automóviles, chocaron o aplastaron parte de sus carrocerías. Podías ver señoras rumbo a sus trabajos como sirvientas, sentadas en una porción rebanada de los autobuses, observando la calle como si todavía lo hicieran desde una ventana que ya no estaba ahí.
            Fue duro recuperarse de ese primer golpe. El entorno se convirtió en un escenario apocalíptico, habitado por seres presurosos que quisieron continuar con sus vidas, evitando que su mirada se posara sobre las ruinas que los rodeaban.
            Y es que, efectivamente, de la misma manera como nos fuimos acostumbrando a los leves temblores anteriores al terremoto mayor, todos tuvimos que continuar con nuestro trabajo; o, mejor dicho…bueno, no es que hayamos tenido que continuar con nuestro trabajo sino que simplemente lo hicimos, no había nada más que hacer o pensar o decir, la vida continuaba, sólo que nosotros vivíamos con el muy distintivo detalle de que la tierra bajo nuestros pies se encontraba en un perpetuo movimiento, a veces fuerte, a veces débil, pero siempre presente. Siempre nosotros concientes de que el mundo se tambaleaba. Y lo hicimos a duras penas, trabajar, mientras reconstruíamos la ciudad, mientras los negocios mejoraban sus semblantes y las ruinas fueron maquilladas, ya sea con murallas de madera o con una efectiva reconstrucción de los locales.
           
            Pero las cosas no volverían a la normalidad.

***

Pasaron cinco años desde ese primer temblor. Nuestra vida ya no la entendemos sin el constante movimiento de la tierra. Vivimos entre escombros, vivimos de las provisiones que llegan de otros lados, de las promesas de las corporaciones con las que trabajamos, de los comercios que seguimos abriendo aunque en realidad no haya nada qué abrir –en más sentidos de los que puedan imaginar—seguimos llevando a los niños a la “escuela.” Siguen existiendo parejas temblorosas que se desean y se enamoran y piensan en el porvenir.
Es interesante ver cómo la humanidad se acomoda a la más difícil de las circunstancias. Ahora entiendo la resistencia de los pobladores de ciudades propensas a las catástrofes, cómo las víctimas de lluvias torrenciales, de huracanes, ciclones, tsunamis, inundaciones, desbordes de ríos, fisuras en la tierra que abrían el tejido de los espacios urbanos. No obstante la dificultad de este tipo de vida, he llegado a la conclusión que las personas nos adaptamos a las más brutales de las existencias.
Pero sobre todo los cuerpos. Son nuestros cuerpos los que ahora se conforman a las condiciones de su entorno. Porque eso sí, como buenos personajes de una tragedia absurda, tratamos de mantener nuestros ritmos de vida ininterrumpidos por los constantes movimientos telúricos. Nos hemos acostumbrado tanto, es como si la realidad nunca hubiera sido otra.
Los estudiosos del fenómeno –especialistas que llegaban ahora de todas partes del mundo—consideraban este caso como algo incluso poético de la condición humana. Todos los habitantes comenzamos a generar una especie de síndrome de temblores frenéticos involuntarios. Conforme pasaban los sismos, los terremotos, nuestros cuerpos se habituaron a la dinámica del movimiento. Podían vernos por las calles, en nuestros trabajos (por lo regular, llevados a cabo en literales ruinas de edificios, que de todas formas trataban de mantener la apariencia de funcionalidad: imagínense una tienda de ropa, un banco, un supermercado, sin techos, a veces sin puertas, a veces sólo el perímetro demarcado del piso separando a la tienda de la intemperie), en nuestros remedos de casas, continuando con nuestras vidas, manifestando ligeros y en ocasiones tumultuosos espasmos corporales. Caminamos temblando, hablamos con los compañeros de trabajo entre tartamudeos y repentinos aferres a los barandales.
Vivimos con un constante zumbido en los oídos; las rodillas comenzaron a generar una malformación, una especie de tejido adicional para soportar ese caminado tembloroso que nos ha caracterizado desde hace ya un tiempo. Nuestras cabezas producen movimientos involuntarios, y prácticamente todos tenemos dibujado en nuestros rostros un semblante frenético: el ceño fruncido, los ojos abiertos, los labios apretados.
Ha sido difícil vivir así, lo acepto. Y algunas de las virtudes de esta condición es que nuestra realidad es propensa a muchas especulaciones. Fuimos, debo admitirlo, la inspiración para dos películas de catástrofe; asimismo, un novelista guatemalteco escribió una historia alegórica sobre nuesra ciudad móvil. Y en alguna parte, sepultado en los anales de algún departamento de estudios culturales en alguna universidad estadounidense, se encuentra el planteamiento teórico de un filósofo danés, quien sostiene que, debido a las vicisitudes de la vida contemporánea, a la rapidez con la que fluye la información, y sobre todo, la relación que las sociedades actuales tienen con los sucesos, vistos como una combinación de noticia y espectáculo, llegó a la conclusión no sólo de que nunca sucedió lo que hemos vivido, sino que nuestra ciudad ni siquiera existe. Que somos parte de la ilusión de la realidad contemporánea, llena de espejismos fantásticos y simulaciones de guerras e invasiones y catástrofes naturales. Que, en resumen, nosotros no existimos.
No obstante, mañana hay que levantarse muy temprano para seguir existiendo.