23.12.13

Mi Santa Claus favorito


Mi Santa Claus favorito fue un indigente que conocí en un Wendy's localizado en la zona de Point Loma en San Diego, California. Se había colocado en el centro de las mesas, rodeado de comensales que trataban de digerir sus hamburguesas y papas fritas mientras hacían caso omiso del aroma espeluznante que emanaba de la silla de ruedas donde él estaba sentado. 


El olor de la comida procesada, el sodio nuclear y la grasa saturada podía percibirse desde dos cuadras de distancia. Teníamos hambre después de tomarnos unas cervezas en un concierto de The Cure, si mal no recuerdo. No fue un buen concierto, y nuestros cuerpos deseaban saturar un poco las arterias para el largo camino a casa. Entramos al Wendy's con un espíritu festivo pero relajado. Todavía recuerdo los patrones de la alfombra, la barra de ensaladas debajo de una enorme campana iluminada, la voz de un tipo que estaba en el centro de las mesas. Los rostros de la gente que decidió desaparecerlo de su conciencia. 

Santa Claus traía puesto el que ha sido probablemente el traje de Santa más percudido que yo jamás hubiera visto. No necesitaba una barba falsa, pero debo admitir que, más que blanca y reluciente, su barba era amarillenta, unas cuantas migajas atrapadas, la salpicadura de saliva que el hombre escupía al hablar. Su gorro de Santa, por el contrario, sí era nuevo. Parecía recién puesto, recién conseguido, recién robado. 

Traía en su mano un hilo. Del hilo estaban amarrados tres globos, uno rojo, otro azul y otro blanco, suspendidos en el aire, pero a punto de desfallecer. Cuando te acercas a la barra de ensalada, descubres que predomina el olor del aderezo mil islas. Siempre he pensado que ese aderezo lo inventó un marinero, el encargado de cocina de alguna flotilla de marinos que se dirigían al viejo continente. Semanas de patatas hervidas y pescado insípido fueron suficientes para confeccionar este revoltijo de crema, catsup y pepinillos picados. Las guerras se tornan menos trágicas con estos breves destellos de sabor. 

No dudaba que este Santa Claus fue marinero en tiempos pasados, antes de su indigencia, antes de su papel como predicador antinavideño. Por lo menos, debió haber sido un soldado. Indudablemente, su apariencia y la locura de sus proclamas me daban a entender que se trataba de un veterano de guerra, ve tú a saber de cuál de todas. Nuestra historia es la historia de esas breves tragedias que ocurrieron en estas guerras, que al parecer, el cuerpo, mente, espíritu y flujo sanguíneo de los Estados Unidos de Norteamérica necesita como si fuera una droga. Curiosamente, este Santa Claus no se veía drogado, como la naturalidad de nuestros prejuicios nos lo indicaría. Un poco tomado, quizás sí. 

Pero sí se veía fuera de sus casillas. Sobre todo, porque este Santa Claus proclamaba a su audiencia que Santa Claus no existía. Henos aquí, un grupo de jóvenes que salieron de un concierto y deseaban un poco de grasa en sus cuerpos, enfrente de un Santa Claus limosnero adentro del restaurante (el falso respeto de los gringos le impedía al gerente de sacarlo del establecimiento, con eso de que era veterano de guerra, ¿o el pobre muchacho habrá creído que era realmente Santa Claus?), y que decía en voz alta su diatriba en contra de los Santa Clauses y los modos de consumo desmedido en estas vacaciones decembrinas. 

Pude haberlo descartado como otro fundamentalista más, un cristiano desquiciado que aprovecha las fechas para exacerbar su fervor religioso ante todo el que se encuentre a su alrededor. Pude haberme desecho de esa experiencia, de ese recuerdo; pero la verdad de las cosas, ese día tuve una suerte de epifanía. 

(Cierto, tenía veintitantos años y a esa edad no se nos permite tener epifanías, pero en mi caso, la experiencia adquirió su justa dimensión con el tiempo, el recuerdo. Puedo recordar muy bien al señor. Olía a días podridos, a rastros de callejones de distintas ciudades, a restos de comida, a camas de basura, a pliegues y pliegues de alcohol; podían verse las costras de mugre acumularse como anillos en su cuello, que contaban la enorme cantidad de días sin un baño decente. Puedo recordar cómo temblaban sus mejillas al hablar, pero sobre todo, puedo recordar cómo entendía el miedo de la gente, cómo lo aprovechaba para su beneficio. Esta epifanía, que vino a mí una década después, ha sido definitiva en mi vida). 

La epifanía fue esta: este Santa Claus era el emisario de tiempos remotos, el que vino a decirnos que el mundo se había acabado, y que lo único que quedaba por hacer en esta vida era comprar. Entre las cosas que decía --y en realidad, el flujo de su mente llegaba casi a dimensiones joyceanas o a una suerte de don de lenguas lúcido e inteligible-- los comensales, los dependientes del local y hasta los cocineros, pudimos escuchar esto: 

Comprar y comprar, como luciérnagas en invierno, perdidos los ojos entre tantas luces, todos muertos como si estuvieran muertos los vivos, como si mañana importara la sonrisa de sus hijos cuando abran sus regalos y se enfrenten al mundo y descubran que mañana es otro día y a trabajar, a trabajar y a coger y a producir más jesuses para el alma. Yo no existo, tienen que entenderlo, yo soy el aviso que ustedes reciben en estas festividades, la advertencia de que todos sólo estamos aquí para pasar un grupo de objetos de un lugar a otro lugar, para comer como si no hubiera mañana y para dejar todas nuestras traiciones en el corazón y en nuestros sueños... 

Lo más interesante de su desplante y su verborrea era que no se detenía, era imparable, y parecía no importarle si lo escuchábamos o no. Por lo menos los señores rechonchos, sentados con sus hijos rechonchos, por lo menos el par de viejillos de pensiones diminutas que sorbían su café en silencio, por lo menos mis amigos y yo, fingíamos muy bien que no nos interesaban sus locuras. Debo admitir que algunas de sus palabras se escaparon de mí, pero la verdad, es que tenía que comer y me distraje de momentos. A lo lejos, podía percibir el aroma del aderezo mil islas. 

La carne que comen no es carne, el pan que comen no es pan, la verdura que comen no es verdura, la sal no es sal, el sabor no es sabor, el sentimiento de satisfacción jamás llega, el aroma no es aroma, lo rico de la comida no es rico, la nutrición no es nutrición, el único alimento que deberá tener el cuerpo y el alma son los frutos que vienen de los árboles, de la tierra, de los animales reales. Pronto verán ustedes que desconocerán por completo el origen de todo lo que consumen, se perderá en la lejanía, allá donde se produce, allá, a lo lejos, allá, donde no conoces, dónde alguien sonríe a veces pero llora todo el tiempo... 

Si nos morimos nos morimos solos, nos morimos siendo padres e hijos, madres e hijas, sobrinos de alguien o tíos de nadie, nos morimos pero jamás seremos esa hamburguesa que se comen en estos momentos. Jamás serán el alimento de otros. Serán los muertos que se acumulan, los que se han acumulado desde el inicio de los tiempos... 

Por cierto, todo esto lo decía en inglés. 

En ocasiones, cuando el sonido de la gente en el local se elevaba, él también alzaba su voz. En ocasiones, parecía que estaba a punto de explotar. En otras, sí trataba de estrechar su mano para pedirle unas monedas a aquellos comensales que se retiraban del lugar. En una ocasión, otro indigente, que entró por su vaso de café gratis, trató de entablar conversación con él, como si fueran cómplices o pertenecieran al mismo sindicato, pero Santa Claus no le hizo caso. 

La Coalición Nacional para Veteranos Indigentes de los Estados Unidos calcula que  hay aproximadamente un millón y medio de veteranos de guerra sin casa, con necesidades de alimentación, cuidado médico y psicológico, perdidos en un lugar que primero los alza como héroes y luego los escupe a la calle a que cuenten sus historias, historias de tristeza, de pesadillas, de tiernas infancias que se quedan guardadas en sus ojos. Pude ver los ojos de este hombre. Vi sus ojos antes de salir. Pude ver que esa historia, la de Santa Claus, no es su historia, y que, como Santa Claus, tenía que personificar a alguien para poder encontrar un lugar en este mundo. Porque el papel que quiso jugar se lo quitaron cuando terminó la guerra. 

Y da la casualidad que me concentro en este indigente y no en los cientos y cientos de indigentes que veo todos los días en las calles de mi ciudad. Lo que pasa es que este indigente es especial: fue el Santa Claus que vino a avisarme que viviríamos en estos tiempos tan terribles, tan injustos, tan inciertos. 

Cuando salimos del lugar, pasamos enseguida de él. Yo vivo con el recuerdo de que, aparentemente, él se percató de que yo lo escuchaba (hicimos contacto visual, porque si algo he aprendido desde muy chico es que a todos los seres vivos hay que verlos a los ojos), de modo que me tomó de la mano y me preguntó: Young man, do you have a dollar to spare? 

En realidad no tenía. Había gastado mis últimos dólares en una hamburguesa de carne cuadrada, y lo único que me quedaban eran unas monedas mexicanas. Sonreí, y le di una moneda de diez pesos, la de forma heptagonal, y él la inspeccionó concienzudamente, como si le hubiera regalado una moneda secreta, con la cual podría dirigirse a un pasado mejor, menos turbulento, menos brutal, donde las cosas costaban monedas y donde se compraba por necesidad inmediata, no por inercia, pretensión o deseo inútil. 

Mientras me alejaba, vi cómo Santa Claus cogió la moneda con sus dedos, la levantó, y me hizo una reverencia, quitándose su gorro de Santa Claus. Seguramente, este señor ya falleció.