25.9.21

 Neverfuckingmind


En 1991 mi vida estaba en pausa. El sueño de estudiar cine se desvanecía al mismo tiempo que la bruma hormonal de mi recién concluida adolescencia. Mi cuerpo, en ese entonces, avanzaba hacia delante tan sólo por la idea de morir lentamente y con una sonrisa de entenderlo todo a pesar que no entiendes ni madres. Al abandonar mis estudios y sin un futuro a la vista, me uní a un grupo de amigos que comenzaron a trabajar en una distribuidora de artículos de limpieza para oficinas y locales comerciales. Era, junto con otro amigo, el cobrador. De lunes a viernes hacía los rondines en mi audaz pero abrumado Chevrolet Cavalier de frenado incierto y ventanas eléctricas que no funcionaban (tampoco la refri, por cierto), mientras aprendía a trazar el mapa de mi ciudad. El carro fue herencia de mi hermana mayor, y con él venía un reluciente autoestéreo recién instalado. Ese autoestéreo fue el responsable que mi memoria de este pasado tuvieran banda sonora. El álbum central de estas aventuras laborales fue Nevermind, de Nirvana.

En 1991 la vida era larga. Los días se sucedían con una mezcla de náusea y un torrente de sacarosa en las venas. Fueron años perfectos para explorar algunas convicciones éticas, estéticas y musicales. A los veintitantos años el mundo te debe cosas, todos son sospechosos la desesperanza se nubla con tus ideales y el amor es algo que se apretuja en la garganta. Dos o tres años antes, había descubierto lo que en aquel entonces llamaban música alternativa, donde confluían una serie de bandas que se nutrieron de la furia del hardcore punk con una serie ecléctica de estilos que podrían venir del rock pesado de los setentas, del country-folk, el blues, el heavy metal, etc., vaciándolos en una licuadora en distintas combinaciones para ver qué clase de menjurje espeso te ofrecían en un tarro alto y cromado. Yo bebía plácidamente de todos esos licuados. Buscaba sabores provenientes de varias geografías, escenas musicales y sellos discográficos. La finalidad era que mi vida en pausa estuviera acompañada de estruendos dulces y emputados, vestidos de ironía y un espíritu de independencia, como la que sientes cuando comienzas a emanciparte del seno familiar. Cuando dices “ahora me toca a mí”, pero todavía no quieres desprenderte de la rebeldía utópica que caracterizaba tu juventud y que, pues, necesita del seno familiar para no caer en el abismo. Por eso Nothing’s Shocking de Jane’s Addiction nos tomó por sorpresa, con su teatralización zepellinesca de la decadencia chic hollywoodense; por eso Daydream Nation de Sonic Youth sustituyó el cableado sonoro que se había forjado en nuestras cabezas (no recuerdo quién dijo “el que no haya entendido el Daydream Nation no entiende el 60% de la música que se produce hoy en día”); por eso Repeater de Fugazi nos había dado una patada en el pecho; por eso Butthole Surfers nos reconcilió con la locura y lo grotesco infantil; por eso Hüsker Dü nos hizo vernos en el espejo y aprender a llorar. Y por eso, claro, sentimos tan lógico que surgiera una disquera como Sub Pop, heredera de los sellos independientes de los ochenta (SST, Homestead, Enigma, entre otros), y que solían promover a sus bandas en pequeñas inserciones en las revistas musicales independientes o semiindependientes de la época. Tus amigos melómanos y tú recolectaban retazos de estos discos y estas bandas a través de un ritual de distribución orgánica en cassettes que pasaban de casa en casa, de grabadora en grabadora, animando las fiestas repentinas en cocheras y recámaras de luces oscuras, en un lento ejercicio de comunión entre todas y todos aquellos que pensamos que la vida estaba en otra parte. Añádase a esta mezcla un poco de cerveza y mariguana, un poco de soberbia y esnobismo, y de pronto formabas parte de una tribu de jóvenes felices, encabronados e incomprendidos.
En 1991 ya había escuchado a Nirvana. Bleach formaba parte de esos cassettes que pasaban de cochera en cochera, de recámara en recámara, todos felices por esos riffs fangosos y esa voz aguardentosa de Cobain. Aun cuando a mí me gustó mucho, no dejaba de imaginarlos como una versión más juvenil de Mudhoney, esa tropa de mandriles que revivieron el rock de garaje y la adrenalina de los Stooges. Pero algo otro sucedió cuando lanzaron el Nevermind. Lo sentí cuando comenzó la rotación del video Smells like Teen Spirit en MTV. Era un swing distinto, el beat al mismo tiempo desenfrenado y metronómico de Grohl le otorgaba un golpazo distinto a la vibra de las canciones. Todos los que habíamos crecido con la música alternativa pudimos identificar la condensación de poco más de diez años de bruñir una cierta estética sonora, una cierta actitud frente a la música, que nacía de las entrañas, escupida por voces que aprendieron a matar a sus ídolos. “Nadie”, pensaba yo, absorbido por una soberbia tan pero tan ingenua, “tendrá oportunidad de escuchar esta belleza de álbum”.
Para muchos de los que estábamos enamorados de la música alternativa, la experiencia de ciertos discos o ciertas bandas nos hermanaban con la idea de pertenecer a una cofradía a la que se le había revelado un secreto. Un secreto que queríamos conservar para nosotros, sublime e inmaculado, incorruptible por las almas negras del mainstream. Pero al mismo tiempo nos lamentábamos que muchos de estos secretos no fueran compartidos por más y más personas. Es como cuando descubres la belleza oculta en algo o en alguien que nadie más puede ver: los ojos de una muchacha, la apariencia desvencijada de comercios locales que pasaron a mejor vida, la chamarra de mezclilla desgastada y con un parche mal cosido, las ideas en un libro de Kierkegaard, la aspiración trascendental después de leer a Hesse, los juegos y constructos de un Cortázar, la adolescencia comprimida en el primer álbum de Violent Femmes. Cargas con ese secreto junto con una comunidad que se aprecia distinta pero al mismo tiempo, poseedora de una llave que abre las puertas de un universo abierto a otro tipo de percepciones.
“Qué lástima que sólo unos cuantos escuchemos este disco”, me decía una y otra vez mientras manejaba por las calles de mi ciudad, con un bolso lleno de contrarrecibos para cobrarle al dueño de la carnicería por la compra de cedazos para mingitorio.
Era un deleite escuchar Nevermind una y otra y otra y otra y otra vez, en ese cassette que compré en una tienda de discos al otro lado, casi a la semana de haberse lanzado. Es la cúspide de la fórmula verse-chorus-verse que ha distinguido al pop desde sus inicios. No sólo es aplicable a la raíz punk-alternativa de la que proviene, sino a toda la historia de la música pop hasta ese momento. Podemos constatarlo: los acordes de Smells like Teen Spirit no sólo vienen de Debaser de Pixies (como suele señalarse, incluso por el mismo Cobain), ni tampoco de More than a Feeling de Boston (otra alusión famosa), sino de la misma estructura inaugurada por nada más y nada menos que Louie Louie de Richard Berry, vuelta famosa por The Kingsmen. Pero ese era el caso de su rola más célebre. El resto del álbum sigue siendo esplendoroso para mí, por más diluido que esté en mi ADN sonoro y el de prácticamente todo lo que se produjo después. Cobain era un maestro de la melodía pegajosa, sus coros son muy similares a los de canciones infantiles, básicos, sencillos, pegajosos y listos para ser gritados a todo pulmón cuando manejas por las calles de una ciudad en un auto con las ventanas cerradas, después que el dueño de una refaccionaria te sacó a patadas de su local porque era viernes, ya andaba pedo y estaba endeudado hasta las cachas. Quién me mandaba ir a cobrar un viernes de paga.
En 1991 mi vida estaba en pausa pero no dejaba de enamorarme, de la música, la literatura y las mujeres. El enamoramiento era intenso pero pasajero porque mi vida estaba en pausa y había decidido esperar a que la muerte me separara poco a poco de las cosas. Hay una docena de cartas de amor depositadas en buzones de casas, abandonadas a la suerte de ser leídas por algunas muchachas que me dejaban mudo. Una de ellas, M, fue la que me hizo entender que Nevermind sería algo más que otro disco pasajero de la escena alternativa. Un viernes por la noche nos enclaustramos mis amigos y yo en una discoteca de moda perenne en la ciudad. El lugar se destacaba por sus vodka tonics rebajados y el eclecticismo de sus DJs, provenientes de otra gran escuela de afición musical alternativa, más afincada en las bandas británicas y con especial énfasis en el tecno pop de Depeche Mode y el romanticismo gótico de The Cure.
Esa noche me senté en mi butaca habitual para poder apreciar los ritos de esa fauna tierna y salvaje de jóvenes mexicalenses, cuando de pronto M. se sentó enseguida de mí, una situación más incidental que premeditada. Platicamos porque ella era de las que le gustaba platicar. De pronto, de la cabina del DJ surgió Smells Like Teen Spirit, el mes de octubre de 1991. “¡Amo esa canción!”, me dijo M. Y en ese momento, el disco de Nevermind se disolvió en el éter de la cultura contemporánea. M. no formaba parte de esa cofradía de incomprendidos que alojaba en los bolsos de sus pantalones los secretos de esta música. M. no era común y corriente pero era una escucha adicional, fuera de la esfera de “entendidos”, y ahí fue cuando supe que la bomba iba a explotar.
Todo el espectro animoso de la cultura local se transformó entre finales de 1991 y durante todo 1992. Se iniciaron bandas y se crearon escenas, cambiaron las modas y los modos y las fiestas fueron menos catárticas pero más embriagantes. Se adquirieron más libros de poesía y se subrayaron más ejemplares de Así habló Zarathustra en las bibliotecas de la ciudad. Me tocó escuchar a una banda tocar los acordes de Smells like Teen Spirit con un horrendo sintetizador. Varias centenas de muchachos encabronados y asustados se decoloraron el cabello y se vistieron como indigentes recién bañados. Yo proseguí con mi vida en pausa y formé parte de los primeros exabruptos musicales de mi pequeña cofradía. Conforme han pasado los años descubrí otros pliegues al interior de esa joya perfecta llamada Nevermind. Sus alusiones a la emancipación del cuerpo y la identidad femenina, la relación pecaminosa que tenemos con la naturaleza y la insoportable pesadumbre de la ironía y el cinismo. Pero sobre todo, la sensibilidad que tuvo Cobain, en medio de una realidad en pausa, para derramarnos la miel y la hiel en un mismo suspiro.