6.9.04

Strange land in a stranger I
No hay nada mejor que un triunfo deportivo de carácter mundial, para darte cuenta de la vulnerabilidad, el sufrimiento, la pasión, el deseo, pero también el asco, la repugnancia y el miedo que puede causar un pueblo. Al momento que escribía esto, un tenista chileno llamado Nicolás Massú acababa de ganar una medalla de oro en la competencia de singles de tenis en las Olimpíadas de Atenas, 2004. Tuve la oportunidad de escuchar cómo el cronista deportivo del canal de Televisión Nacional se desmoronó y comenzó a llorar en plena transmisión. Antes de la catarsis última, el cronista gritó a los cuatro vientos "¡Viva Chile, mierdaaaaa!" Hubo un par de minutos de recomposición, y luego el cronista se disculpó, diciendo que había sido traicionado por la emoción. Chile nunca había ganado una medalla olímpica. Más o menos unos diez millones de personas pudieron escuchar los sollozos de los cronistas en la cabina de transmisión. Uno de ellos, incluso, tuvo que sonarse la nariz.
No pasaron cinco minutos, cuando comenzaron a escucharse los pitidos de los carros, que pasan por la avenida bastante transitada en la esquina de mi departamento. En estos momentos, he llegado a la conclusión de que la fiesta no va a terminar, que no voy a poder dormir hoy, que los pitidos de los carros son tan insistentes. Okey, me voy a poner cínicamente intelectual, pero pienso que la celebración de triunfos como éste es una retroproyección de otro tipo de derrotas. Derrotas sociales, derrotas culturales, derrotas del individuo y del espíritu, enmarcadas en un espacio geográfico que siempre se ha sentido aislado, pero cuyo aislamiento pone de manifiesto un sentimiento patriotero que, románticamente, puede traducirse en pasión del pueblo. Sin embargo, también puede traducirse en un montón de sentimientos encontrados, relacionados con el sentido mismo de la vida.
Por otro lado, no puedo dejar de sentir un cierto contagio por lo que estoy presenciando. México es un país que alecciona a los clasemedieros a ser un poco distantes, en lo que se refiere a manifestar públicamente -con vítores, con banderas colgando de las ventanas de los carros, con gritos eufóricos y llenos de dolor, honrando al país que sistemáticamente te parte la madre. Pero la energía que estoy presenciando es tan contundente, que no puedo sino unirme a la causa. A la causa del grito y la celebración.
Ahora bien, ¿me pertenece o no me pertenece? El hecho de que yo no sea chileno, ¿me descalifica de toda posibilidad de sentir algo por lo que ellos celebran? Ser de otro país no me permite gritar con ellos. Lo que nos pertenece es la experiencia vital, por encima de cualquier otra cosa, y si estoy viendo a un pueblo celebrar con tan obsesivo y sospechosamente doloroso ahínco, este tipo de triunfos, pues. . .creo que de todos modos no podría concentrarme en otra cosa. El ruido es espantoso.
Lo que pasa es que vi el partido. Y debo admitir, como aficionado a un deporte tan elitista como el tenis (un rollo muy chileno: no sienten esa barrera de clase cuando se refiere al apoyo de tenistas nacionales, aunque no debes mencionarle que los dos jugadores que representan a su país vienen de familias cuicas (fresas)), que ha sido una de las contiendas más dramáticas que jamás haya visto. Una prueba de resistencia. El tipo había jugado la noche anterior, una partida de dobles -por la cual también obtuvieron la medalla de oro, dicho sea de paso- y si alguien sabe la cantidad de energía que se gasta en el tenis, sabría que uno no se recupera de un juego de la noche a la mañana. Pues ahí estaba Nicolás Massú, a las doce del día, listo para seguir jugando; lesionado, con severos dolores musculares, se aventó cinco sets super reñidos contra un gringo que dio lata hasta el final. Podían verse los públicos de distintas nacionalidades unidos al apoyo de este tenista. Fue como ver Karate Kid, versión tenis. Fue un alivio verlo ganar. Pero luego recordé cómo celebran los chilenos este tipo de triunfos. Ya han pasado cuatro horas desde el triunfo, y los carros siguen pitando.
Se dirigen a Plaza Italia, centro neurálgico de la ciudad de Santiago, sitio en donde se encuentran todos los barrios de la ciudad. De Plaza Italia para arriba, se encuentran los cuicos; de Plaza Italia para abajo, el pueblo. Todos se encuentran en la Plaza para celebrar juntos, cualquier cosa. Imagino que se ha de haber puesto buena la fiesta cuando por fin sacaron a Pinochet del poder. Aunque ahorita recuerdo que salió con un 40% del pueblo a favor de que se quedara. Este es un país muy extraño.
Lleno de contradicciones. Una casta militar que se merece el respeto de todo el país, una aristocracia militar que rinde honor a la historia guerrera y agresiva del chileno. Porque los chilenos son aguerridos, un ejército de ofensiva que siempre está listo para sacar las garras y ponerse al tú por tú con los peruanos o los bolivianos. Una sociedad compuesta por lo que son probablemente los latinoamericanos más hermosos del mundo, hombres y mujeres, que los hace, creo yo, racistas por naturaleza, y clasistas, homofóbicos y machistas por una especie de consenso social.
Y con un sentido de la democracia que no les impide encontrarse en constante diálogo y consenso, pero que también poseen un cuerpo policíaco cuyo lema es Orden y Patria (yikes!). Que tienen el testimonio de toda una generación de políticos que vivieron la persecución y la tortura del régimen de Pinochet, pero cuyas cabezas principales aun se encuentran en el poder. Creo, incluso, que entre este tipo de consensos, se encuentra la conciencia de un país culturalmente aislado, con la mira románticamente puesta en el viejo mundo como ideal (aquí el brit pop y The Cure son la neta. Lo único que marca culturalmente de los Estados Unidos es el hip hop, pero es para los barrios que se sienten malillas y creen que viven en la violencia y la marginación social. Ya los quisiera ver en un barrio de Mexicali, o poniéndose al tú por tú con un punketo del D.F.), pero con el constante recordatorio que no van a ser tan culturalmente presentes como los argentinos. País de poetas, sí, pero por tradición. Nadie, o pocos, narran este mundo, acá en Chile. Cuando me dirigí a Plaza Italia para ver el marasmo de gentes y banderas y perros asustados, quedé casi con la certeza de que nadie se animará a lograr un testimonio narrativo de esta experiencia. Al final, sólo quedan unas cajitas de Parmalat con vino Concha Y Toro, aplastadas en la calle.
Es bien extraño este TeletubbieLand de país.