14.3.08

Todos llegamos a este mundo con dientes blancos. Dientes de leche. Bueno, no llegamos a este mundo inmediatamente con dientes, pero por lo menos, todos llegamos con la necesidad de besar. De morder unos labios. En el camino, perdemos la inocencia y ganamos un poco de dinero y luego advertimos que la belleza reside en el ojo de un canario pintado en el hombro izquierdo de una mujer de un hombre que alguna vez soñamos. Cuando teníamos dieciséis años. Cuando nuestros dientes comenzaron a mancharse.
Nadie llega a este mundo con la idea absoluta de que las cosas van a marchar bien. Sucede que de pronto tu dedo inserto en el tostador o en la boca de la vecina, que la herida en la rodilla cuando te raspaste en la alfombra tejida con material industrial, que la foto donde apareciste con tus últimos dientes de leche. Nunca marchan bien, las cosas. Pero eso es lo bonito.
Ayer hizo un tibio magnífico. Era como si nuestros cuerpos fueran abrigados con un manto de clima mediocre. La tibieza es una virtud de los que no quieren pensar más allá del cerco en sus casas. Abren los ojos por la mañana, y antes de sonreír sus sonrisas cada vez más manchadas por las inclemencias del tiempo y la comida picante y el café, deciden que sus vidas serán cada vez menos extraordinarias. Y luego se acuerdan de la sonrisa inicial, la posterior a obtener el primer grupo de dientes. Se acuerdan de cómo sabía la leche cuando a los cinco años. Sobre cómo sabía el cereal y las galletas y las caricaturas.
Nada nunca es igual. Y eso es lo bonito.