28.12.18

Purga para un rancho sin nombre

Este rancho ya no es un rancho. Este es un rancho sin secretos. Llano y lego, un animal dócil pero fácilmente encabritado. Este ya no es un rancho porque los ranchos que fueron desiertos no pueden darse el lujo de sufrir posibles catástrofes ambientales. Los ranchos, son espacios llanos y legos, desde donde la mente puede desplazarse con simplicidad. Este es un rancho con tuberculosis, un rancho con gigantismos enanos, un rancho para ricos pobres y pobres que se pegan una chinga para bailar en las noches y pegarles a sus respectivos amores. Un rancho no tiene espectros viviendo en sus plazas, nunca han existido ranchos con zombies. Este es un rancho con rascacielos temerosos y con la imaginación ceñida a los límites de una pantalla. Este es el rancho desde el cual nuestros hijos toserán y beberán la sangre de sus propias tuberculosis. Los ranchos no viven vidas sórdidas, los ranchos tienen los gobernantes que no nos merecemos, este ya no es un rancho. Este es el escaparate, la tienda de campaña al servicio de inversiones que le otorgan más seguridad a la imaginación ranchera del que se conforma con las breves riquezas. Este es un rancho donde todos somos explotados y nadie quiere ver más allá de sus ombligos botados y llenos de algodón. Hay de ranchos a ranchos, y este rancho ya no tiene establos pero sí perímetros delimitados por la imaginación tuberculosa del que sufre sus miedos en silencio. Este es un rancho donde todavía pervive el asombro por las tecnologías y el miedo indescriptible hacia el otro, el diferente. Criptozoología de una clase media extendida a lo largo y a lo ancho de un rancho ancho y tuberculoso. Este rancho guarda una mentira y doce casas para los ricos más pobres en la ciudad de San Diego, California. Rancho sin vaqueros, vaqueros que gustan de nalgas de jovencitos y pompas fúnebres donde puedas compartir tus arrugas con los otros afligidos. Este es un rancho donde todos morimos poco a poquito de una tuberculosis de la imaginación. Despertamos por las mañanas para sentir manchas en los ojos, para respirar las sustancias tóxicas que esparcen las pobres riquezas de nuestro mundo. Rancho de cervezas y cuerpos dispersos, filas de obreros y filas en los bancos, filas en la Costco y filas a la espera de los cheques que nos otorgan las pobres riquezas que nos hacen un poquito más tuberculosamente felices. Este no es un rancho para la gente feliz, sin embargo, todos somos felices y olvidamos que ya no somos rancho pero lo somos. En este rancho la sofisticación se castiga y los ociosos usan chamarras de chaleco y piensan en la compañera a la que “le quieren llegar” en las fiestas decembrinas. Un rancho que incendia a la gente, un rancho que entierra a la gente, un rancho que ahoga a la gente, un rancho de gobernantes regordetes y de las sonrisas jamás negadas de los hijos de su chingada madre. En este rancho somos el desierto tuberculoso desposeído de lenguaje. Cuando gritamos nadie nos escucha, de modo que gritamos la lengua poseída. Nos gustan las palmadas en la espalda pero también las puñaladas, guardamos nuestros secretos en el oído izquierdo de Drag Queens que cantan canciones perdidas en el anonimato de los setenta, amplificadas por sonidos ochenteros en antros y bares de un centro tuberculoso. Este es un rancho sin senderos, un museo a cielo abierto para el que todavía imagina paraísos breves en medio de la catástrofe ambiental. Un rancho que no reconoce su cinismo ni su sordidez, baila perdido en la noche y no conoce más que el hartazgo y los sueños de ricos pobres. No sabemos la diferencia entre trabajo y catarsis, descreemos de la hipocresía y lo nuevo nos asusta sin darle oportunidad a que nos guste. Bailamos nuestros secretos y los dejamos escritos en notitas que guardamos en los bolsillos de chamarras de chaleco y que volvemos a descubrir el invierno que sigue. Nuestro rancho es el rancho del Siglo XXI, padecida de provincia orgullosa que todavía de espanta de la modernidad. Los restaurantes son carpas para las comilongas de jornaleros satisfechos por las labores de la temporada. Somos rancho de engorda y de reproducción, ranchos para escuelitas que cuidan los sueños futuros de imaginaciones limitadas por la bruma del desierto la realidad y el lenguaje. El otro está siempre y nunca presente en los ranchos desérticos, el otro es una tuberculosis que no puedes contener en tu pecho, el otro se escupe por los aires y el aire lo atrapa en su red de contaminantes. En este rancho no te sueñas detrás del televisor, pero sí le bailas a la Drag Queen que te dijo el secreto de sus amantes en el gobierno del estado tuberculoso. Este es un rancho que le gusta que le sirvan los platillos con redilas, que las bebidas estén escarchadas y que los niños jueguen con cohetes porque los cohetes son para los que no chillan. Nadie tiene permiso para chillar en este rancho. Porque el que chilla pierde, y perderlo significa renunciar a la pobre riqueza del rico pobre. En este rancho los árboles jamás pidieron permiso para respirar y seguir creciendo. 

2.8.18

Tres tendencias para el arte futuro
Ben Davis
e-Flux Journal #89 - Marzo 2018

Las siguientes predicciones provienen de un reporte creado en 2007 por el Future Arts Alliance, titulado “# Mind-Melting Facts About the Future of Art”. Han resultado ser un clásico de la futurología del arte en las décadas entremedio, a pesar de todas las dislocaciones ocasionadas por años de conflicto civil y desplazamiento ecológico, mayormente debido a sus acertadas suposiciones sobre estas fuerzas motivantes políticas y económicas.

El documento que aquí se reproduce está inalterado [salvo la presente libre traducción al español], sin cambio alguno en sus dispersas imprecisiones, exageraciones y terminologías ahora consideradas arcaicas.

Para mediados del siglo XXI, predecimos que se volverá cada vez más claro que lo que solía llamarse “arte visual” se ha dividido esencialmente en tres tendencias, dispares pero bien definidas.

Pare estos tiempos, la “estetización del capitalismo” de la que hablaban los teóricos de medios y los sociólogos está completa. La vida cultural ha migrado mayormente a distintas plataformas mediadas y virtuales, todas estas controladas por corporaciones cuasi-monopólicas.
El mercado para nuevos y singulares objetos de arte se desploma conforme las modas de la decoración de interiores favorecen el ultra-minimalismo que les sirve mejor como muro de fondo para proyectar distintas formas de realidad aumentada, elaboradas a partir de las especificaciones del usuario.

Ejemplos de las antiguas artes bidimensionales y tridimensionales, creadas bajo las tradiciones artesanales, son relegados a clubes especializados en investigación histórica, más que a instituciones dirigidas a públicos. El “Arte”, en el sentido Romántico de la expresión de la individualidad heroica se vuelven anacrónicos, un objeto para ser apreciado del mismo modo que las ruinas antiguas o los sitios históricos hoy en día.

Esto es, ese tipo de tradición artística es considerada históricamente importante, con el pathos de representar la forma-viva de una era de la cultura ya sustituida, pero sin una conexión con las subsecuentes formas vernáculas de expresión creativa.

En la sociedad insoslayablemente “presentista”, los museos se transforman. Las instituciones de arte mutan hasta convertirse en los proveedores de atracciones de feria para adultos (el llamado “Big Fun Art”), integrados en un mundo cada vez más fluido y móvil de un ocio basado en la “experiencia”.

Prácticamente, esto significa hacer de lado cuestionamientos sobre autoría, en favor de las exigencias de interactividad en la esfera cultural de mediados del siglo XXI. Poco importará al público de una futura sala de artes quién hizo algo o el simbolismo personal o social involucrado, más allá de cómo compite por sus dólares o como atracción, y gratifica un apetito por entretenimientos personalizables en-persona.

La más reciente proeza de instalación maximalista realizada por un artista, se vuelve conceptualmente indistinta, a los ojos del futuro consumidor cultural, desde un entorno pop-up completamente auspiciado por una corporación para efectos publicitarios. Los artistas exitosos individuales persisten, en este periodo, pero como las figuras representativas de las empresas de eventos y experiencias, del mismo modo que los diseñadores de moda persisten hoy en día como las figuras representativas de los conglomerados de vestimenta.

En esencia, así como al advenimiento de la fotografía en el siglo XIX desplazó gradualmente la base de la pintura como el modo privilegiado de representar el mundo, el siglo XXI gradualmente disuelve cualquier conexión entre algo distintivo llamado “arte” y la experiencia placentera del esparcimiento, en general.

Esta es la Tendencia A.      

Todas las otras tendencias de lo que solían llamarse artes visuales o contemporáneas se definen a sí mismas como contrarias a la Tendencia A, ya que esta última representa el mainstream cultural, con fines de lucro, de un mundo capitalista, con fines de lucro.

Nosotros predecimos, sin embargo, dos tendencias adicionales, aunque ambas son autodefinidas por su estatus de minoría relativos a la Tendencia A.

Conforme la segregación espacial se vuelve casi completa en la nación del siglo XXI, los ricos se amurallan en zonas hiper-patrulladas. Los fastuosos espectáculos del Big Fun Art pueden proveer más que suficiente entretenimiento, tanto para la diminuta clase dominante y su aledaña clase sirviente. Pero no cumplen con el otro propósito restante del objeto clásico de arte: simbolizar, a partir de su singularidad, el singular estatus de la clase dominante por encima de la pirámide de la sociedad.

El artista contemporáneo individual, por lo tanto, sobrevive, pero más bajo la modalidad de un coach de estilos de vida y fabricación de mitos a la medida. Un pequeño número de artistas –muy pequeño, de hecho, enseguida de los ejércitos industrializados que se emplean en los espectáculos intricados de la Tendencia A—asumen un nuevo lugar, entretejido en la vida privada de los peldaños más altos de la clase dominante, mayormente aislada.

Tener a tu artista personal se convierte en un servicio, similar a tener un entrenador personal o un chef.

Sus servicios de elaboración de significados funcionan como ungüento para la persistente duda personal en torno a la forma fragmentada que ha asumido la sociedad. El antiguo objeto artesanal de estatus incluso sigue vivo, junto con varias formad de meditación y prácticas de “mindfulness”, como un pasatiempo curioso. En su preservación secreta entre los acaudalados, el arte recuerda a los ultraricos sobre su singular centralidad y humanidad en el mundo descentrado e inhumano que ellos han asegurado para sí mismos, y, a través de sus códigos compartidos, proporcionan la base de las redes de estatus para cimentar una identidad común para la clase dominante.

La exclusividad misma se convierte en el medio. Ocasionalmente, se filtran imágenes de esta red cultural clandestina, ya sea accidentalmente para exponer sus excesos o intencionalmente como Relaciones Públicas, titilando a través de la conciencia pública general. Pero sigue siendo principalmente la propiedad simbólica de una clase ociosa impenetrable. Rituales secretos y emblemas privados, inaccesibles para un público más amplio para poder reanimar el sentido de destino personal para los privilegiados... los artistas de este modo sobreviven.

Esta es la Tendencia B.

Todavía resta, finalmente, el rol del artista más allá de los muros de las doradas ciudadelas de este nuevo mundo, en los suburbios arruinados y desgraciados del mundo dividido, sometido por la guerra civil, la disfunción social y el colapso ambiental. La misma cuadrilla de artistas que se van por un lado, convirtiéndose en bufones y sujetos pintorescos alquilados para los clubes privados y los bares clandestinos de la Tendencia B, también pueden rechazar ese mundo, y encontrar su destino en las inquietas zonas periferias del imperio.  

El discurso cultural de principios del siglo XXI ya había preparado el camino para esto, con tendencias en boga de distintas formas de “Arte Políticamente Comprometido” (APC). Sin embargo, con los ricos bajo un mandato sin oposición de las manivelas del poder estatal, la base social del arte comprometido socialmente se erosiona. Los titanes del futuro, simplemente no necesitan ser los mecenas, por medio de fondos directos o indirectos, de un arte que pretende sanar las divisiones sociales –por lo menos no por fuera de sus enclaves fuertemente protegidos.

Así, la última frontera de los artistas es lo que se convierte irónicamente en algo llamado “Arte Políticamente Descomprometido” (APD) –“descomprometido”, esto es, de la pretensión por sanar las divisiones sociales. En cambio, el arte reconoce francamente estas divisiones. El artista profesional tiene aquí un papel, como el Oficial Cultural de las distintas organizaciones revolucionarias, organizando en el underground invisible de las provincias olvidadas.

Para estas grandes porciones de la población, descartadas como desechables en este periodo, surgen varias formas de subcultura, así como varias formas de creencia mesiánica. La propaganda de las ciudades proyecta el poder de la élite como aterradora e inexpugnable, mientras que los brillantes espectáculos del entretenimiento ocioso cosmopolita permanecen como un ideal, aunque sea inaccesible para las masas reducidas a la subsistencia, con ningún ingreso desechable verdadero.

Los artistas se enfocan en la tarea de construir los tótems de la cultura opositora que puede convocar a la gente a acercarse más a sus respectivas facciones políticas, para proveer el enfoque cultural que simbolice una verdadera disidencia social.

Es una cultura de contraseñas cuidadosamente protegidas y conciertos subterráneos. Un espejo fantasmal de espectáculos privados de privilegio al interior de la Tendencia B, la cultura ingeniada por esta cuadrilla de artistas define una práctica por naturaleza opuesta militarmente a la visibilidad, indivisible del mundo de guerrilla que le dio nacimiento.

Para un público “mainstream”, los signos de este arte salen a la superficie sólo en momentos de insurgencia, cuando todo el mundo subterráneo de pompa ha fusionado bloques de posibles revolucionarios en un movimiento con intereses comunes que se dispara hacia la superficie, como lava.

Una vez que el levantamiento es derrotado, las formas de arte del PDA, de aquí en adelante secretas, se hacen disponibles para su cooptación por los respectivos mundos del arte del espectáculo tradicionalista y del arte lujoso privado. Estos intentan cooptar las formas de las prácticas artísticas underground, sobre todo para darle un semblante de significado integral al orden árido de un ámbito segregado, incorporando las formas culturales neutralizadas del Afuera exóticamente oprimido.

Los artistas disidentes individuales, vistos como más plegables que los verdaderos líderes políticos disidentes, pueden volverse en mercancías de moda en este periodo, siendo blanco de lujosas promesas de amnistía y beneficio personal si abandonan a sus camaradas. Algunos caen junto con sus movimientos, brutalmente ejecutados por mantener los principios fundacionales del arte opositor; otros se venden.

La cultura solo puede reformarse nuevamente en secreto, en coalición con una cuadrilla fresca de los oprimidos, manteniendo viva la memoria de las luchas por la justicia que fueron quebrantadas. Los artistas comienzan a inventar de nueva cuenta, a pesar del espectáculo implacable de la represión.

Esta es la Tendencia C.


Este texto fue escrito para la exhibición “William Powhida: After the Contemporary”, en el  Aldrich Contemporary Art Museum.

© 2018 e-flux y el autor.

[Libre traducción: Alejandro Espinoza]

3.5.18


Las estructuras imposibles


[Estudio] Espacio
de Héctor Bázaca
I21.
Espacio de arte
local I21, Pasillo verde, Tianguis del Caballito.
Hasta el 5 de mayo, 2018

Héctor Bázaca tiene la inusitada audacia de convertir el ejercicio dibujístico en una apuesta por las utopías. No lo hace, evidentemente, de una manera convencional, sino por medio de una aproximación al campo del dibujo que, paradójicamente –y esta pieza es una paradoja—“desdibuja” los componentes representacionales del dibujo, que se vuelven restrictivos, para vincularnos con esa otra esencia, que emana de la vida del trazo abstracto, desprovisto de figura, y que le concierne a la mente. Por otro lado, no es lo primero que piensas cuando te topas con esa estructura “rara” e inexplicable en los pasillos de un tianguis. Sin embargo, esa es una de sus dos misiones.

La segunda, es una invitación a imaginar posibilidades: de relación con el espacio, de relación con los materiales, con la condición orgánica de las formas, y sobre todo, con la insistencia utilitaria que le queremos otorgar al objeto de arte. No hay utilidad aquí. Aquí hay expansión.

Cuando visité la pieza hace cuatro semanas, intenté jugar el torpe juego de recorrer los pasillos del Tianguis del Caballito con mi iPhone en la mano, estilo “steady-cam” para que la cámara capturara el encuentro inusitado con una estructura compuesta de madera y montículos ordenados de carbón y cuyas formas conocía con antelación. En medio de la algarabía de las bocinas de los locales y sus múltiples versiones de exactamente los mismos patrones rítmicos del reggaeton, en medio de paredes tapizadas con camisetas, blusas, anuncios de aparatos electrónicos, zapatos y demás parafernalia tianguera, el espectador se encuentra con un edificio extraído de algo que quiere pero no puede sentirse como pesadilla distópica. Independientemente de la naturaleza de los materiales (barrotes de madera pura, seguramente pino, así como un conjunto aglomerado de trozos de carbón para asador, apilados obsesivamente), cuya crudeza nos hace percibir una especie de forma derruida, con lo que nos encontramos en realidad es con una forma en proceso: el andamiaje de lo posible, siempre abstracto, siempre incierto. Pero posible.

Existe una larga aunque poco conocida tradición en el campo del arte, que consiste en la edificación de estructuras imposibles. No obstante, desde las mismas edificaciones imaginarias que nos dan cuenta las antiguas civilizaciones, la humanidad siempre ha pensado acceder a las cualidades del espacio para erigir aquello que se presenta insistentemente en su imaginación: Babel, la Torre Eiffel, la Torre de Pisa, Stone Hendge, a no decir de la infinidad de edificios imaginarios provenientes de la literatura sacra y fantástica. También podemos verlo en los primeros intentos de arte-instalación, a inicios del siglo XX, con algunas piezas de Kurt Schwitters,  el trabajo de Frederick Kiesler (1890-1965), quien desarrolló una idea muy original de escultura ambiental, la cual estaba basada en su principio de la “casa interminable”, e incluso las extrañísimas Torres de Watts en Los Angeles. El impulso vital detrás de esta obsesión humana, además de conquistar el espacio y dominar el entorno (que no es lo mismo que la naturaleza totémica de la escultura), consiste en generar una presencia de lo posible, de los “alcances” y “alturas” a los que puede llegar la empresa humana. Si extraemos el impulso humano de construir su refugio y aposento (Deleuze denomina a la arquitectura como la primera y más esencial de las artes, precisamente por ese instinto de animal territorial de construir la casa-cueva-madriguera-nido, y del que no podemos extraernos los seres humanos), y si extraemos el impulso de dominio territorial que proviene de nuestra naturaleza colonizadora (¿también animal e instintiva?), los seres humanos construimos castillos en el aire, en la arena, en la tierra y en los lugares inhóspitos como una forma de representar los límites de nuestra imaginación. Invita, pues, a ver posibilidades.

Es lamentable que el acercamiento superficial a estas formas no incite a que el espectador vea dichas posibilidades, sobre todo si insertamos ese calificativo incómodo llamado “arte”. Sobre todo, también, porque las posibilidades visuales, perceptuales, estéticas e incluso ideológicas de una pieza como la de Bázaca –sobre todo inserta como ejercicio de resistencia ante las inercias de la producción artística actual en un entorno como el de Mexicali, tradicionalista a pesar de sí misma—pueden ser infinitas. Pero como toda obra de arte-instalación (peco en esta entrada de blog al incluir una imagen de la pieza), es necesario respirarla en su interior para comprender corporalmente su función y sus capacidades relacionales.

Primero que nada, porque insisto: se encuentra al interior de un local de tianguis. Un ejercicio por demás acertado por parte de Adrián Pereda, dueño y supervisor de las exhibiciones del espacio I21, la presencia de este andamiaje de madera y carbón es de una imponencia enorme, aunque al mismo tiempo no invasiva, respetuosa de las características de su entorno. Segundo, porque al ver la forma, y al ver la pieza en su proceso, podemos dar cuenta de algo inusitado, casi poético: el andamiaje sirve para suspender en el aire las piezas de carbón, para revelar, por así decirlo, para poner en evidencia, las invisibles partículas de carbono que componen nuestra atmósfera, representadas en un mineral que, desde hace milenios, ha acompañado al ser humano como portador de energía.

Y la estructura imposible genera un cuadrado inclinado de carbón que “flota” por encima del espectador que se coloca en el centro. En ese mismo centro, de una manera un tanto ritualista y formal, una suerte de altar, o de versión compactada, del edificio insólito. Dirigimos la mirada al suelo y podemos percatarnos del cuidado con el que se genera una mancha delineada del carbón, que desde su posición suspendida desprende fragmentos que forman un cuadrado perfecto, paralelo al que se encuentra arriba. Luego también, al fondo, en una pizarra, Bázaca nos presenta su minucioso plan de juego, trazando y re-trazando distintas versiones de esta forma que se suspende encima de ti. La estructura se vuelve imposible de fijar, no porque sea endeble, sino porque no es permanente. No obstante, esta condición es la que le otorga su inmanencia como forma posible.

Con [Estudio] Espacio, Héctor Bázaca nos invita a edificar lo imposible, como tentativa para comenzar a pensar en posibilidades. Es justo lo que necesitamos en medio de la incertidumbre. Es por ello que los invito a que la visiten, antes de que el edificio desaparezca.

24.4.18

Para volver al cuerpo. 
Consideraciones sobre la danza contemporánea, a partir de dos piezas de Miguel Mancillas y Co. 

Los descalzos 
Antares Danza Contemporánea 
Fue Yo
La Manga Video y Danza 

Soltemos el cuerpo. No nos hagamos tontos. Todos entendemos la danza contemporánea. Al mismo tiempo, nadie la entiende. No podemos entender aquello que atendemos desde la ausencia de nuestros propios cuerpos. La danza contemporánea no debe entenderse. Hay cosas en la vida que no deben, no hay necesidad de entenderlas. No debe entenderse la danza contemporánea. La danza contemporánea debe sentirse. A veces se siente, a veces no. Pero, ¿Qué es sentir? No qué significa. Qué es eso que llamamos sentir. Cómo opera, cómo se diluye en los vasos comunicantes de nuestra percepción para ser traducidos como sentimiento. Odiamos la insuficiencia de la comprensión, nos volvemos tiranos de aquello que nos decimos es la verdad. La danza contemporánea no se entiende, se siente y la memoria devuelve los rastros de algo que te dejó fulminado. El sollozo de una mujer. Atado su ser a una silla pero sin amarras. Sus ojos envueltos en plástico. Dispara en tu mente imágenes de lo que no quieres ver pero ves todo el tiempo. Te dices “no entiendo la danza”; luego caminas unos pasos y te descubres tropezando con la realidad. Realidades de cuerpos ausentes. Cuerpos criminalizados. El cuerpo mexicano es uno que siempre ríe y siempre se desvanece. Cuerpo que deviene tragedia. La danza no se entiende, se siente. ¿Qué es lo que sientes? Las contracciones de un mundo feroz.  

Entendemos más de lo que queremos aceptar, particularmente eso que llamamos danza contemporánea. No lo queremos aceptar porque detestamos la necesidad de que algunas cosas no necesiten explicación. No permites que ocurra eso que ocurre cuando estás en presencia de algo que tiene posibilidades de ser sublime. Ocurre algo innombrable. Ocurre la torpeza de tu cuerpo. La manera tan torpe como has decidido que tu cuerpo no se permita ciertos movimientos. Lo que ocurre en esa breve temporalidad en escena es la manifestación de todo aquello que no te permites. Al mismo tiempo, es la manifestación de todos los deseos y violencias que confabula tu mente en relación con tu cuerpo. Con el cuerpo de los otros. Porque no quieres a los otros, pero estás obsesionado con ellos. No te das permiso de bailar descalzo, de usar falda, de golpearte el pecho, de envolverte en el cuerpo del otro. Ni siquiera en el sexo, ya que el sexo dejó de ser vida para convertirse en consumo. Consumimos los cuerpos y consumamos nada. El orgasmo es la moneda de cambio de nuestro sueño pueril. No obstante, nos damos al otro. Y cuando los cuerpos no desean ser dominados, llega la fuerza brutal del cuerpo como otro que te ama hasta hacerte pedazos. Esto no lo quieres entender. Prefieres perderte en el parsimonioso recorrer de las horas. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste descalza(o)?, ¿hace cuánto no abrazas a alguien?, ¿cuándo decidiste olvidar que la fuerza primordial de nuestra especie deriva de su capacidad para envolverse en los cuerpos de los otros? Somos masa, carne-multitud, y el arte es un monumento hecho de cuerpos que se desplazan encabronados o fascinados por las fugas y colores y sonidos del territorio que habitas.


En los escenarios suceden cosas que luego dejan de suceder. Suceden luces amarillas, seis, ocho bailarines en escena, el júbilo del virtuosismo derivado del cuerpo entrenado. El cuerpo que aprendió palabras que no conocemos, que no queremos conocer. Cuerpos que aprendieron a decir palabras que pueden iniciar en las uñas de sus dedos meñiques, en el ceño fruncido, en las piernas abiertas, en las rodillas que tropiezan con las contracciones de la realidad y se dejan caer. Hubo un tiempo en que la danza significaba volar por los aires. Hoy en día la danza le grita a los cuerpos que se arrojen al suelo, que pululen en el territorio, en busca de afectos. En una de las piezas, jaulas llenas de papeles en los extremos del escenario. Rostros que de pronto cantan, el cancionero mexicano interpretado como la transfiguración de nuestra psique entendida como pesadilla y llanto. A veces los cuerpos bailan juntos, al son del son. A veces se echan en cara el odio, el desprecio, esa manera tan peculiar que tiene el mexicano de odiarse a sí mismo mientras se celebra. En otra de las piezas, dos sillas blancas y un cuadro blanco en el suelo. Proyecciones de video que presentan imágenes de algo que sucedió en otro momento y que sucede en ese momento. Los cuerpos presentes del público estuvieron en el escenario. Sentados como testigos ausentes de un ritual desgarrador. Dos cuerpos se entrelazan perdidos en sus propias obsesiones, el amor y el odio como monedas de cambio de aquello que nos quita el sueño. La presencia más presente que nunca de la muerte. De pronto los cuerpos en escena son los cuerpos que en otros espacios, en otros territorios, sufrieron las contracciones del cuerpo que sufre, del cuerpo mancillado, torturado, el cuerpo que no queremos imaginar pero luego lo imaginamos muerto después de leer las noticias. Siempre he pensado que es una mentira nuestra relación “peculiar” con la muerte. Es un exotismo inventado por la mente colonizadora, que no entiende el enloquecido espectro de nuestra risa burlona y al mismo tiempo maléfica. Pero no puedo negar nuestro desprecio, de otro modo, no podría explicar el origen de ese odio que le tenemos al otro, especialmente el otro que no somos el mexicano que pensamos que debemos ser. Tampoco puedo negar nuestra obsesión por el drama. El cuerpo mexicano se entiende traicionero de su propio devenir, y eso es algo que Miguel Mancillas entiende bien; o mejor dicho, lo sintió de tal manera que permite trascender la idea de la traición de los cuerpos mexicanos a través de la danza. Pero pueden ser otra clase de fantasmagorías las que vemos en estas piezas de danza. Son danzas densas. Se requiere atención y un pecho que permita que se sientan las contracciones de los afectos que pululan en tu cuerpo cuando ves estos cuerpos moldearse a sí mismos a imagen y semejanza de sus propias obsesiones. Siempre que veo danza, siento una leve traición, una leve injusticia: no puedo atender a todo lo que sucede en el escenario. Le sucede lo mismo a los demás, pero no es distracción, es incapacidad de absorción. Sucede con cualquier dimensión y contexto de la realidad, pero se siente particularmente intenso con la danza. Los cuerpos se mueven en el escenario sin la plena conciencia de que aquello que les sucede dejará de suceder en unos segundos. Contracciones, tobillos doblados, columnas encorvadas, brazos que forman minuciosas líneas de fuga, cuerpos que se dejan llevar por los vientos agresivos de la violencia sin fin. Me seduce la idea de que este texto deje las suficientes heridas como para comprender que es imposible regresar a la reseña, al análisis bienportadito de la experiencia crónica de algo que solo entenderías si estuvieses ahí. Pero debo admitir estos escenarios: el goce de la danza es inagotable cuando los bailarines ejecutan con un rigor por la forma, porque en esos instantes sus cuerpos dejan de ser suyos. O quizá, es el momento en que sus cuerpos les pertenecen por completo. Creo que más que un abandono es la reincorporación al orden natural. No se trata de un salvajismo sino de una génesis que es a la vez retorno. Todo lo que sucede en un escenario jamás volverá a suceder.

3.4.18


Tiempo e intemporalidad 
en la música de Rubén Tamayo (aka Fax)

 
Fax. Silda EP
(Static Discos)



Diahgonal
(Stasis Recordings. Solo Vinil)


Podemos encontrar una cantidad de misterios alrededor del nombre de Silda. Nos refiere tanto a una isla localizada en la municipalidad de Vågsøy en Noruega, en donde se gestó una batalla entre el Reino Unido y el Reino de Dimamarca-Noruega durante las guerras napoleónicas, cuya fortuna asume el recuento de los mitos; nos refiere también a un personaje conocido como Silda la Inadvertida, una vagabunda nórdica experta en robo de carteras y que aparece en un juego en línea llamado The Elder Scrolls. También la encontramos como una especie de mariposa nocturna.  Silda es una palabra dulce pero misteriosa, fría pero llena de secretos íntimos. Silda es una mujer y un lugar, un tiempo que es el espejismo de todos los tiempos y ninguno. Es el nombre, la palabra, la evocación perfecta para el último lanzamiento de Rubén Tamayo, alias Fax. A su vez, se convierte en la sirena que nos desvía del camino que emprendemos al momento de escuchar su segundo lanzamiento de la temporada, hecho bajo el seudónimo de Diahgonal.

A diferencia de las producciones anteriores de Fax, Silda abandona tanto la brillantez como-de-paleta-plateada de Circles (2012) y el juego de contrastes dramáticos instrumentales de Constellation (2015) apostando por una unidad que, desde el inicio hasta el final de su breve trayectoria, nos coloca en una intemperie extendida de meditaciones sonoras, concentrando las exploraciones con una mayor sutileza, como un buque a la deriva, una isla despoblada, icebergs que flotan sin rumbo definido, arrastrados por una marea que crece y crece hasta que el hielo se funde con el mar. La sensación me remite a una frase del compositor Arvo Pärt, cuando se refiere a las composiciones musicales como un devaneo entre el tiempo y la intemporalidad. Música que se siente al mismo tiempo ancestral pero solo posible en el presente, como una leyenda contada por viejos héroes de batalla que se pasa de generación en generación, pero que en su relato vuelve a sentirse su vibra épica en el ambiente. Los ritmos son más lejanos, las secuencias más tenues, la presencia de instrumentación análoga más quirúrgicamente vinculada a la tridimensionalidad sonora digital, estilísticamente una refinada fusión entre las derivas del minimal techno, el ambient de la década de los noventa y las aproximaciones formales del post rock, y que ha llegado a su cúspide en lo que yo considero es una de las piezas más sublimes que haya producido, la puerta de acceso al mundo de Silda, titulada “Bandini”.

A su vez, como un ejercicio de reinvención sutil pero no desbocado ni caprichoso ni mucho menos bipolar (como sucede con otros artistas que se cambian de disfraces musicales como si fueran modas de temporada –primero folk, luego hardcore punk, luego electronica dócil para elevadores de malls vacíos), Rubén Tamayo expande su paleta plateada con Diahgonal, una propuesta que me devuelve un poco a la sensación policromática y veraniega que me produjo Circles la primera vez que lo escuché. Aun cuando podemos encontrar algunos vínculos con la sobriedad formal de Silda, es en Diahgonal donde Tamayo se desplaza más ligeramente por distintos registros electrónicos, una suerte de “modelo para armar” que engendra puntos de fuga hacia el ambient, el minimal, un IDM extirpado de los repetitivos (y en ocasiones irritantes) beats que el género se robó del hip hop, para crear una serie de pequeñas pinturas de orquestación impresionista, una propuesta menos densa que Silda, con algunas incursiones hacia la clase de elegancia dramática que encontramos en la música electrónica de los ochenta.

A estas alturas, Rubén Tamayo ya puede partir de sus propias referencias, de modo que tanto este EP como Diahgonal pueden escucharse como la integración de sus exploraciones con los códigos sensibles de la música contemporánea, (desde sus orígenes a principios del siglo XX hasta la infinidad de giros que ha tomado conforme música y tecnología se han hermanado para redefinir el sentido del lenguaje sonoro) en torno a un “estilo” que Fax ha moldeado hasta hacerlo propio y distintivo, a lo largo de una trayectoria que lo identifica como uno de los estandartes de la música electrónica en México (y el mundo).

6.3.18


No hay nada aquí donde no hay nada
Donde no haya nada no hay un aquí
Aquí es nada para siempre.

[Nota: este texto en realidad es la reseña de un disco. Me disculpo de antemano por el enorme circunloquio. Lo creo necesario, para ponernos en contexto]

En el frágil pero insistente mundo de los imaginantes de esta ciudad desértica llamada Mexicali, podemos ubicar dos clases de artistas y una confluencia, un sobrevuelo entre ambos temperamentos. Por un lado, tienes a los artistas callejeros, los que producen en la calle (aunque no necesariamente desde la calle), cuyas obras pictóricas de distintas clases, estilos y propuestas estéticas han tapizado una parte considerable de los principales espacios de la ciudad; desde las entradas a residenciales hasta pequeños restaurantes y bares efímeros con las delicias y brebajes de moda, desde edificios públicos e institucionales hasta los merodeantes food trucks, la estampa del artista callejero se establece como un tatuaje impreso de su imaginario e idiosincrasia, los cuales provienen de muy diversas fuentes (graffitti-muralismo mexicano-diseño gráfico-Juxtapoz-otros artistas callejeros-injertos y mezclas extraídas de Pinterest) y ha producido a todo un ejército de artistas. Camina dos cuadras y seguro te encontrarás con un mural. Camina otras dos y, a la vuelta de la esquina, alguien más reclama otro espacio para una recomposición visual distinta del entorno. Es parte del ritmo sincopado de la vida en una realidad social precaria y de presente perpetuo, un presente que siempre reclama renovación, cambio, borrón y cuenta nueva. El arte se fue a la calle porque los otros lugares ya no prometen permanencia, identidad, diálogo y sentido comunitario (a pesar de que muchos de estos artistas –no todos, obviamente—se llevan del carajo entre ellos).

En medio nos encontramos con la confluencia, artistas y creativos que intentan llevar el sentido comunitario por medio de la rehabilitación de los espacios. En una ciudad llena de puntos de fuga pero sin un epicentro claro, estos personajes dirigen sus esfuerzos a reinventar las maneras como habitamos los lugares de convivencia e interacción. Dado que las instituciones de cultura se encuentran en un estado de perpetua inercia burocrática y sin una política cultural sólida, que surja de las necesidades o de la imaginación de sus creadores, las iniciativas de grupos e individuos (mayormente individuos que invitan a la participación, pero terminan haciendo todo por su cuenta) han generado una actividad artística y cultural encaminada a integrar las inquietudes y afanes de un campo artístico prácticamente huérfano. En los márgenes, sin gurú, sin método, sin liderazgos que tiendan al cacicazgo (cosa que sucedió en esta ciudad con la generación anterior), estas personas mezclan enterpreneurship con ideales libertarios y de colectividad política, así como con pequeños ejercicios de comercio que poco a poco le otorgan vitalidad (aunque no mucha visibilidad) al ámbito cultural de Mexicali. El apoyo institucional hacia ellos ahí se encuentra, pero esto es debido mayormente a que vivimos una especie de endogamia entre instituciones de cultura y creadores miembros de la sociedad civil, donde directivos, jefes de área, coordinadores de departamento, tienen vínculos cercanos con algunos miembros de estos grupos y, por lo tanto, brindan los apoyos que la institución, desde sus raquíticos presupuestos (¡Gracias, Gobierno Federal!) les pueden otorgar.

Luego estamos los científicos de laboratorio.

Por científico me refiero a una suerte personaje retraído, recluso, lleno de locura noble y genialidad contenida, así como al silencio enigmático de su quehacer, que brota sorpresivo, a veces en un blog, a veces con series fotográficas arrojadas a Tumblr, a veces con una serie de canciones via Bandcamp. Estas obras, estas confecciones de la inventiva y el gusto refinado/confinado de su creador, son el resultado del encierro, de cortos o extendidos periodos de hibernación (aunque acá es al revés, ya que no nos protegemos del frío, sino que nos recluimos para no morir a causa de las altas temperaturas), donde el creador imagina las posibilidades a partir de los escasos o variados recursos a su disposición. En esta reclusión, el artista inventa un mundo otro, una realidad aparte, para soportar la ausencia, o la invisibilidad de la vida animada, para tolerar con vuelos imaginativos los eternos colores sepia de nuestro entorno (esto, a pesar de los coloridos murales).
Y por laboratorio me refiero a nuestras recámaras, nuestras oficinas, a los diminutos cuartos vacíos convertidos en estudios, en talleres –laboratorios, pues, para la reinvención del mundo. Este mundo otro puede ser idealista, revolucionario, utópico, o fantástico y evasivo. Un poemario que rinde tributo y voz a la existencia del agua o de la vida guerrera de la clase trabajadora, una recolección fotográfica de personajes encontrados en el centro de la ciudad, cortometrajes que se los lleva el riachuelo de contenidos audiovisuales en estado de movimiento perpetuo en las redes sociales, libros electrónicos de ficción, de crónicas periodísticas, bitácoras de artistas nómades. O en el caso particular que inspira este texto, un álbum de canciones.

Desde que escuché el primer disco de Trillones (el nom de guerre del músico, psicólogo y “agitador” cultural mexicalense Polo Vega), titulado From the Trees to the Satellites, tuve en mi mente una frase que, según yo, trataba de encapsular la sensibilidad de su música: bedroom pop for a nightmare world. Una gota de Kool Aid electrónico para entintar la siempre-tambaleante escena musical local, Trillones poco a poco ha establecido una trayectoria y un renombre a nivel nacional, su presencia cada vez más frecuente en los circuitos de festivales mexicanos, así como un dilettante de las fiestas locales –en colaboración con Banda Mashups, entre otros—pero que con el paso de los años ha forjado un catálogo de canciones producidas justo en ese silencio meditativo que ofrece la vida del artista-laboratorista. No es el único músico inventor de mundos otros en estas planicies, pero por el momento hablaré de él. O mejor dicho, de su música.

Tal vez sí existe, su álbum más reciente, es un disco producido por alguien que encarna, en cierta forma, los tres ámbitos de acción de los artistas anteriormente descritos. Cierto: Polo no es un artista callejero, pero su música sí es confeccionada como una respuesta a las pulsiones de esta ciudad. Los ecos, las pausas, los espacios muertos, los “no-lugares” con los que de repente nos topamos, pueden localizarse en breves fragmentos a lo largo de todo el disco. Así también voces, pronunciamientos, risas, aquello que escuchaste que dijo la señora vende chicles, justo cuando cerraste la puerta del bar y zigzagueas rumbo al siguiente, con los billetes suficientes en el bolsillo para la última –que nunca es la última—caguama Indio de la noche. Bajo un manto rítmico que pasa del downbeat al two step y sitios circunvecinos, podemos encontrar la suerte de vida pululante del espíritu mexicalense: franco, tierno, salvaje, cumbianchero, pedo y enamoradizo, rudo pero feliz, intenso, neurótico y sórdido, una identidad forjada por el estrés laboral y la necesidad imperiosa de explotar y gritar hasta obliterar los sentidos.

Sin embargo, debemos regresar a esa figura solitaria, reclusa, que inventa estos paisajes sonoros para mover el bote en la comodidad de un espacio íntimo. El mismo nombre de su proyecto alude a una posibilidad: Trillones. Una cifra de la infancia, que quiere medir lo incalculable, pero que, quizás, sólo puede imaginarse, recrearse, en el fuero interno de un creador en solitario. En este sentido, Polo Vega también forma parte de estos científicos de laboratorio en el desierto que, en su proclama individual por inventar una realidad mágica en escenarios vacíos de climas inhóspitos, de calles intransitables y atmósferas densas y alergénicas, imagina a esta ciudad como una metrópoli, con una vida nocturna que colinda entre el éxtasis y la tragedia, una convivencia idílica de madrugada en donde la piel de los cuerpos humanos asumen otras tonalidades, después de ser bañadas por distintas intensidades de luz neón, donde la frase del compa asciende a niveles de universalismo filosófico, donde los besos se olvidan al día siguiente, sólo para volver la siguiente vez que te topas con los mismos labios, en otra fiesta.

El disco viene alimentado, no obstante, de una perspectiva más amplia, derivada de sus experiencias musicales en otras latitudes, otras escenas, de nivel nacional e internacional, a no decir de una compulsión omnívora por escuchar música de los estilos más diversos, todo lo cual le han otorgado un oído cada vez más refinado, cada vez más astuto a la hora de estructurar las dinámicas de sus composiciones. Es su trabajo más meditado y a la vez el más oscuro, abandonando un poco el carácter lúdico de su trabajo anterior, El tiempo es circular, para inclinarse hacia atmósferas más densas, más profundas, más vinculadas a la complejidad asfixiante de nuestros tiempos.

La música de estos creadores quizá no genere una especie de identidad a la usanza de los tijuanenses, por citar el ejemplo más obvio; sin embargo, traza raíces más profundas en su relación con el entorno. Desde el sitio enclaustrado donde erige los edificios que constituyen la forma de estas canciones, Polo inventa una nueva manera de entender el pulso de esta ciudad. O quizá no sea una invención, sino una insistencia por parte de Polo, por parte de Trillones: debemos reconocer que ya no vivimos en el vacío ni en la ausencia. Aquí ya pasa de todo.