18.12.06

Un(a suerte de) cuento de navidad

Hubo una vez, en un lugar lejano, refugiado en las páginas de un cuadernillo de apuntes, la posibilidad de una serie de historias, todas ellas relacionadas con la navidad. Todas las historias terminaban con esa mezcla de nostalgia y de redención, del ahogo profundo y sensible que producen las historias que hablan del fin de un año y del nacimiento de un invierno que todo lo trastoca, incluyendo los sueños.

En ese país lejano, cuya geografía es el espacio rayado de las páginas del cuaderno, existieron una serie de personajes. Potenciales individuos que en circunstancias distintas, un escritor quiso inventarlos para el propósito de hablar de navidad.

Entre ellos, se encontraba Ramiro, un niño de diez años, hijo de familia rica, que se perdió en una tienda de segunda, donde convivió durante toda la noche buena con todos los remiendos de juguetes que terminarían en manos de niños menos afortunados.

También se encontraba Lourdes, ex secretaria, rememorando el último beso que recibió de un hombre, en la posada de la oficina, un año antes. Ella espera el mismo beso de la misma compañera de trabajo durante la posada que, en la historia, está a punto de comenzar. La compañera viene acompañada de un hombre, y durante los preparativos del festejo ha estado evadiendo las miradas coquetas que la ex secretaria le ha estado enviando con la sutileza común de una mujer tímida y desapercibida.

Luego tenemos al mismo Jesús, perdido en las calles de Los Angeles, que luego se sienta en la barra de una cantina donde todos cantan villancicos mientras él se pelea con el escritor, ya que éste no tuvo la delicadeza de colocarlo como personaje en una situación menos “cliché”.

En otra parte de ese país lejano que es la página del cuaderno, se encuentran Rodolfo y Julia; ella se sienta en un largo sofá mientras toma una interminable taza de té y escucha perpetuamente la canción “Julia”, de los Beatles; él llora de lejos, escondido en el baño, con una recalcitrante sensación de que todo se halla perdido entre ellos. Están en la víspera del año nuevo, y él piensa constantemente en las doce uvas que tiene en la mano, piensa en la posibilidad de que cada una de las uvas represente el deseo de que Julia nunca lo deje.

Todos estos personajes fueron reunidos en una sola historia. En estos momentos, se encuentran todos sentados en una mesa. Reunidos para la cena de navidad.

Ninguno de ellos sabe realmente qué hacer. Ramiro se confunde con Jesús se confunde con Julia se confunde con la ex secretaria que ahora le lanza miradas a ella, misma que se confunde con Rodolfo que no deja de ver el racimo de uvas verdes. Nadie sabe qué hacer en esta circunstancia, nadie sabe que la imposibilidad de sus historias navideñas son sólo recursos recurrentes de una paz que nunca es paz, de una felicidad que nunca viene del encuentro con la familia y los vasos de ponche, rompope o calientitos.

Todos los personajes voltean a ver al escritor, mismo que los contempla, impávido, asombrado por la total ausencia de “plan maestro” para crear una historia interesante, y mejor decide abrazarlos. Abrazarlos con una cierta eternidad. Porque al final del día, es lo que todos estos personajes desean. Un abrazo que les recuerde su propia humanidad.

11.12.06



Me uno y me transfiero al pensamiento de millones de chilenos en este momento, los que sonríen, los que dicen "por fin", los que quizás lloran del gusto, los que de todas maneras se lamentan que este hijo de perra --la esencia más pura del cinismo al que puede llegar el poder, la fiel representación de cuan decrépitas pueden llegar a ser nuestras aspiraciones ideológicas, uno de los símbolos de la subyugación de la autonomía individual-- no tuvo que pagar la pena en vida como debió pagarla. Pinochet por fin cierra los ojos para no abrirlos jamás. Ya no hay necesidad de que los esconda detrás de unas gafas oscuras, porque ya muchos se habían dado cuenta que detrás de esos ojos nos encontramos con el vacío.

Augusto Pinochet: te deseo una eternidad de pesadillas.

7.12.06

Me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal
debía de haber vivido para haber merecido
la recompensa de contemplar un diente de león.
Esta frase de Chesterton, leída segundos antes de levantarme como energúmeno exhausto de mi cama y ponerme a escribir lo que quien sabe quién lee, me recordó una serie de ideas que me levantaron como energúmeno menos exhausto hoy por la mañana. "Fleeting", pensé, es una palabra que nos habla de lo pasajero. Vagué con ella un buen tiempo. Me refiero a la palabra. Vagué con la palabra y me puse a pensar en todos aquellos momentos que denominamos pasajeros, olvidables-a-pesar-de-que-no-queremos-que-sean (y por eso los llamanos "inolvidables") y de cómo recurrimos a la melancolía o a la contemplación a lontananza para pensar en nuestra condición de monitos chistosos llamados seres humanos. Y después de vagar un rato con la palabra, llegué a la conclusión de que realmente no debería ser así.
Me refiero al sentimiento de nostalgia, de lo efímero, de lo escapable, que ocurre cada vez que estamos reunidos en casa con familiares, cada vez que tocamos a la puerta de las ideas de tus amigos, cada vez que damos un trago a la bebida embriagante y pensamos en lo bonito que es todo. "Momentos", nos decimos, "la vida se trata realmente de momentos". Y nos decimos que eso es todo, y le añadimos quizás "instantes". Luego rematamos con "efímeros" y ahí es cuando respingo como una suerte de marmota embebida de franqueza y me pregunto: "¿Huh? ¿Qué está pasando en el interim?"
Nos negamos acaso el placer divino de sentirnos limitados por nuestra propia libertad. Ahí donde se goza la sutileza de la vida es precisamente donde sentimos la mayor insatisfacción. Nothing lasts forever. ¡Qué reverenda mentira nos decimos a nosotros mismos cuando nos decimos eso!
Nada dura para siempre. Cierto. Los instantes no dejarán de tener ese velo de apenas-percibido que tenemos cuando estamos frente a las cosas que se ponen enfrente de nosotros. Pero se nos olvidó acariciarlas. Sonreír frente a ellas, como el antepasado que, después de una noche tormentosa, donde atravesaron frente a él/ella inmensas imágenes inexplicables de monstruos y sonidos que nadie podía explicarle (allá un trueno, más cerquita el bramido de un animal, probablemente un enjambre de insectos muy cercano, en todo alrededor de su caverna cientos de pequeñas y gigantes siluetas que dibujaban lo que aun no dibujaba en su mente) pudo al fin dormir y despertar en un día soleado y de cielo brillante y azul. Los olores de la vegetación se encontraban estimulándolo con una fuerza sobrecogedora, y de pronto se encuentra con un diente de león (es el nombre de una flor, por cierto). Lo desprende. Observa detenidamente la esférica sedosidad de su forma. Y sopla. Y ve cómo cada uno de los vellitos de esta flor vuelan y se dispersan. Y en todo este proceso, en todo este mini ritual, podemos ver cómo se dibuja en este ser antepasado una sonrisota de baboso. Porque está disfrutando el simple hecho de vivir.
Han sido mejores las impresiones de mi vida en los últimos seis meses que lo que llegaron a ser en mi pasado, reciente y futuro. Puedo inscribir en mi memoria imágenes que provienen de mi poder internarme en unos largos cabellos rizados, observar a través de ellos una infinidad de escenarios que se ven como nuevos. Puedo sumergirme en un abrazo que me despide de toda posibilidad de pensar en el mañana, y me da la bienvenida al instante de segundo o de minuto o de eternidad que en ese preciso momento estoy viviendo. Puedo escribir en unos ojos hermosos, en sus cavernas brillantes, sublimes, toda una historia que se borra y recomienza y se borra y recomienza. Y cuando todo esto me va sucediendo, por supuesto que se me dibuja en el rostro esa sonrisa de baboso que a mi compañero de hace seis millones de años se le dibujó.
Y eso es todo.