Poiesis epidemis
* Imagino que dentro de diez años, o menos, cuando las televisoras mexicanas hagan un recuento –siempre aligerado, nunca profundo—sobre los principales “acontecimientos” de nuestra vida como país, el hecho de que millones de mexicanos se encuentren ataviados como cirujanos será visto desde la misma óptica que se ven ahora los peinados ochenteros: con una especie de combinación entre ternura y ridiculización.
* La situación es…complicada. Me refiero al sentido que esto puede tener, el sentido de verdad, veracidad o certidumbre que nos ofrece todo el marasmo de información que nos llega (por todos los medios posibles, pronto imagino que Telcel buscará la manera de insertarnos mensajes de texto con precauciones para no terminar contagiados por nuestros propios teléfonos celulares) y que pretende, de un lado y del otro, dirigir nuestra cotidianeidad, ya sea a través de un discurso que intenta desmentir al otro, o a través de un discurso oficial que ha transferido a la vida cotidiana toda una serie de implementos o “figuras” retóricas para hacernos partícipes de algo que sólo puede entenderse como una “ficcionalización” de la realidad.
* Digamos, por ejemplo, que recibes un correo con una serie de puntos alusivos a esta propagación del virus, donde se señalan ciertas “inconsistencias,” “incongruencias” o realidades a medias que nos ofrecen los medios. Minutos después, recibes otro correo, en el cual se señalan casos concretos de gente que se dice afectada por dicho virus, o que señala algún pasaje bíblico o profético que refiere a la realidad que vivimos, o que nos ofrece la perspectiva “no-oficial” de un médico especialista que trata de darle sensatez a todo el asunto, o que desmitifica al virus, o que muestra fotos del “cerdo original” responsable de esparcirlo (con un enlace para ver la nota en youtube). La mayoría de estos ejemplos son imaginarios, pero plausibles. Bien, digamos ahora que lees con detenimiento y reflexionas en torno a todos estos mensajes. ¿Qué hacer? ¿Dónde se encuentra el mínimo grado de verdad, a la cual puedes asirte para otorgarle un sentido a tus acciones cotidianas? La respuesta es, por lo pronto, en ninguna parte.
* Considero que, no obstante quién “esté diciendo la verdad,” si la OMS o el Gobierno Federal o el emisor anónimo con tintes de teórico de la conspiración que describe ciertas “sospechas” en torno a todo el asunto, no obstante todos estos planteamientos, lo que actualmente sucede en México se encuentra ya en el terreno de la ficción. Carlos Fuentes dijo, no hace mucho, que la realidad mexicana estaba dejando a los narradores sin temas qué contar. Pienso que, ahora, hemos llegado a un punto en el que nos hemos convertido en personajes de una ficción que ocurre desde la realidad misma, esto es, ya no una realidad con tintes de ficción, sino una realidad que ya se encuentra construyendo, desde todos los campos operativos, una narrativa por sí sola, construida ya sea por nosotros mismos, o por esas figuras, siempre “difusas,” “inciertas,” “ominosas,” que “detectan el poder” y “manipulan la información.”
* Todos los recursos literarios, todas las figuras, entran en juego cuando somos sometidos como personajes de una ficción. Ahora nos toca a nosotros mexicanos, asumir la posición vista a la distancia, de lo que ha sucedido en otras partes (desde las víctimas del sublime acto terrorista a las Torres Gemelas hasta el esparcimiento de virus en China, India, África, etc.). Pero, por otro lado, a los mexicanos siempre nos ha encantado formar parte de una ficción, o de ficcionalizar nuestras vidas. Estamos obsesionados con nuestra tragicomedia, casi al punto de que, al parecer, no queremos realmente salir de nuestras circunstancias (sociales, económicas, políticas, morales, sexuales, de lenguaje, etc.)
* Fíjense, por ejemplo, el oculto goce que experimentan las personas que se han puesto un cubrebocas. Como las calcomanías que ponen en los autos, con animaciones de los “personajes” que integran una familia (digo, hasta el perro aparece en alguna de éstas), el cubrebocas es el señuelo, el símbolo, el indicador de estos tiempos. Incluso hasta podría decirse que este artilugio es el estratagema utilizado por quienes (posiblemente) confeccionaron todo este embrollo (insisto en lo de posiblemente, pero también insisto que se trata de “autores” para los cuales no tenemos algo que identifique su autoría) para poder medir quiénes son los partícipes gozosos del espectáculo. Sólo basta salir a la calle y contar el número de personas que traen puesta esta “medida de seguridad” (que hasta la fecha, en realidad no se sabe qué tan efectiva es para evitar el contagio. Es como si fuera un condón para la boca, pero cuyo grado de efectividad es incierto, o sea, como un condón barato). Todas estas personas establecen la “medida de efectividad” con la que se ha insertado un cuento.
* Por cierto, ¿No se han dado cuenta cómo esta pandemia está convirtiendo a mucha gente en neuróticos obsesivos compulsivos a la manera de un Michael Jackson o un Howard Hughes?
* Por cierto: ¿no encuentran…un poco…irónico que, durante los días que hemos estado viviendo esta condición epidémica, se celebra (¿celebraba?, ¿lo habrán suspendido?) el Primer Festival Internacional de Cuenteros y Cuentistas?
* Hace unos días, vi en televisión una nota, donde aparecía una mujer poniendo una cartulina con la leyenda “cura para la influenza”. Sobre una mesa, tenía varias botellas de cerveza. Esto es poiesis en acción, el modo como tácticamente (de Certeau dixit) un individuo asume la realidad impuesta.
* Y es que, no obstante la contingencia, esto que vivimos ES una realidad impuesta. Por los medios, por el Gobierno Federal, por la OMS, y lo más interesante de todo, por nosotros mismos, en el mero tejido de nuestras estructuras (los comunicados que nacen de las instituciones, las empresas, los comercios y establecimientos donde trabajamos, todos buscan una manera sensata de abordar el problema). Impuesta en la medida que incide sobre nuestras acciones cotidianas, haciéndonos hiperconscientes de lo que en otras circunstancias eran simples actos inconscientes, incluso hasta instintivos. Las indicaciones de la Secretaría de Salud son casi casi un instructivo para una acción de arte, un Happening: no saludes a nadie de mano, no beses a nadie. Es así como, por un lado, nuestras acciones son igualmente medidas por una indicación (¿temporal?, ¿hasta cuándo podremos saludar con un abrazo y un apretón de manos a alguien, sin pensar que dicha persona puede portar algo –en su mera constitución física—que nos ocasione daño?), y por el otro, dichas acciones adquieren una dimensión mayor de significación. Hoy por la mañana, escuché a Barack Obama dar exactamente las mismas indicaciones a la población estadounidense: lavarse constantemente las manos, no saludar de mano, no besarse. El acto de incidir sobre el campo corporal del otro se ha convertido en un dilema. Si de por sí se ha vuelto un problema esa relación física que tenemos con el otro (conforme nos hemos aislado en nuestros respectivos cubículos con nuestros respectivos fueros internos, con nuestros implementos y prótesis electrónicas para comunicarnos y generar “comunidades virtuales”), ahora la indicación oficial es: no tocar.
* Finalmente, la pregunta más simple, más devastadoramente simple, es a la vez la menos recurrida, la que más se pasa de lado y la que más podría ayudarnos a resolver, para nosotros mismos y nuestra capacidad de discernimiento –que al parecer, se pierde en estas circunstancias—es esta: ¿Dónde quedó el sentido común, ese que nos puede llevar a la sensatez, la que nos permitiría darnos cuenta de la verdadera realidad que vivimos, que nos permitiría darnos cuenta que no todos los que pasan de lado en nuestra vida cotidiana es un contagiado potencial, la que incluso nos podría ayudar a identificar el enorme gozo con el que nos integramos al absurdo?
* Imagino que dentro de diez años, o menos, cuando las televisoras mexicanas hagan un recuento –siempre aligerado, nunca profundo—sobre los principales “acontecimientos” de nuestra vida como país, el hecho de que millones de mexicanos se encuentren ataviados como cirujanos será visto desde la misma óptica que se ven ahora los peinados ochenteros: con una especie de combinación entre ternura y ridiculización.
* La situación es…complicada. Me refiero al sentido que esto puede tener, el sentido de verdad, veracidad o certidumbre que nos ofrece todo el marasmo de información que nos llega (por todos los medios posibles, pronto imagino que Telcel buscará la manera de insertarnos mensajes de texto con precauciones para no terminar contagiados por nuestros propios teléfonos celulares) y que pretende, de un lado y del otro, dirigir nuestra cotidianeidad, ya sea a través de un discurso que intenta desmentir al otro, o a través de un discurso oficial que ha transferido a la vida cotidiana toda una serie de implementos o “figuras” retóricas para hacernos partícipes de algo que sólo puede entenderse como una “ficcionalización” de la realidad.
* Digamos, por ejemplo, que recibes un correo con una serie de puntos alusivos a esta propagación del virus, donde se señalan ciertas “inconsistencias,” “incongruencias” o realidades a medias que nos ofrecen los medios. Minutos después, recibes otro correo, en el cual se señalan casos concretos de gente que se dice afectada por dicho virus, o que señala algún pasaje bíblico o profético que refiere a la realidad que vivimos, o que nos ofrece la perspectiva “no-oficial” de un médico especialista que trata de darle sensatez a todo el asunto, o que desmitifica al virus, o que muestra fotos del “cerdo original” responsable de esparcirlo (con un enlace para ver la nota en youtube). La mayoría de estos ejemplos son imaginarios, pero plausibles. Bien, digamos ahora que lees con detenimiento y reflexionas en torno a todos estos mensajes. ¿Qué hacer? ¿Dónde se encuentra el mínimo grado de verdad, a la cual puedes asirte para otorgarle un sentido a tus acciones cotidianas? La respuesta es, por lo pronto, en ninguna parte.
* Considero que, no obstante quién “esté diciendo la verdad,” si la OMS o el Gobierno Federal o el emisor anónimo con tintes de teórico de la conspiración que describe ciertas “sospechas” en torno a todo el asunto, no obstante todos estos planteamientos, lo que actualmente sucede en México se encuentra ya en el terreno de la ficción. Carlos Fuentes dijo, no hace mucho, que la realidad mexicana estaba dejando a los narradores sin temas qué contar. Pienso que, ahora, hemos llegado a un punto en el que nos hemos convertido en personajes de una ficción que ocurre desde la realidad misma, esto es, ya no una realidad con tintes de ficción, sino una realidad que ya se encuentra construyendo, desde todos los campos operativos, una narrativa por sí sola, construida ya sea por nosotros mismos, o por esas figuras, siempre “difusas,” “inciertas,” “ominosas,” que “detectan el poder” y “manipulan la información.”
* Todos los recursos literarios, todas las figuras, entran en juego cuando somos sometidos como personajes de una ficción. Ahora nos toca a nosotros mexicanos, asumir la posición vista a la distancia, de lo que ha sucedido en otras partes (desde las víctimas del sublime acto terrorista a las Torres Gemelas hasta el esparcimiento de virus en China, India, África, etc.). Pero, por otro lado, a los mexicanos siempre nos ha encantado formar parte de una ficción, o de ficcionalizar nuestras vidas. Estamos obsesionados con nuestra tragicomedia, casi al punto de que, al parecer, no queremos realmente salir de nuestras circunstancias (sociales, económicas, políticas, morales, sexuales, de lenguaje, etc.)
* Fíjense, por ejemplo, el oculto goce que experimentan las personas que se han puesto un cubrebocas. Como las calcomanías que ponen en los autos, con animaciones de los “personajes” que integran una familia (digo, hasta el perro aparece en alguna de éstas), el cubrebocas es el señuelo, el símbolo, el indicador de estos tiempos. Incluso hasta podría decirse que este artilugio es el estratagema utilizado por quienes (posiblemente) confeccionaron todo este embrollo (insisto en lo de posiblemente, pero también insisto que se trata de “autores” para los cuales no tenemos algo que identifique su autoría) para poder medir quiénes son los partícipes gozosos del espectáculo. Sólo basta salir a la calle y contar el número de personas que traen puesta esta “medida de seguridad” (que hasta la fecha, en realidad no se sabe qué tan efectiva es para evitar el contagio. Es como si fuera un condón para la boca, pero cuyo grado de efectividad es incierto, o sea, como un condón barato). Todas estas personas establecen la “medida de efectividad” con la que se ha insertado un cuento.
* Por cierto, ¿No se han dado cuenta cómo esta pandemia está convirtiendo a mucha gente en neuróticos obsesivos compulsivos a la manera de un Michael Jackson o un Howard Hughes?
* Por cierto: ¿no encuentran…un poco…irónico que, durante los días que hemos estado viviendo esta condición epidémica, se celebra (¿celebraba?, ¿lo habrán suspendido?) el Primer Festival Internacional de Cuenteros y Cuentistas?
* Hace unos días, vi en televisión una nota, donde aparecía una mujer poniendo una cartulina con la leyenda “cura para la influenza”. Sobre una mesa, tenía varias botellas de cerveza. Esto es poiesis en acción, el modo como tácticamente (de Certeau dixit) un individuo asume la realidad impuesta.
* Y es que, no obstante la contingencia, esto que vivimos ES una realidad impuesta. Por los medios, por el Gobierno Federal, por la OMS, y lo más interesante de todo, por nosotros mismos, en el mero tejido de nuestras estructuras (los comunicados que nacen de las instituciones, las empresas, los comercios y establecimientos donde trabajamos, todos buscan una manera sensata de abordar el problema). Impuesta en la medida que incide sobre nuestras acciones cotidianas, haciéndonos hiperconscientes de lo que en otras circunstancias eran simples actos inconscientes, incluso hasta instintivos. Las indicaciones de la Secretaría de Salud son casi casi un instructivo para una acción de arte, un Happening: no saludes a nadie de mano, no beses a nadie. Es así como, por un lado, nuestras acciones son igualmente medidas por una indicación (¿temporal?, ¿hasta cuándo podremos saludar con un abrazo y un apretón de manos a alguien, sin pensar que dicha persona puede portar algo –en su mera constitución física—que nos ocasione daño?), y por el otro, dichas acciones adquieren una dimensión mayor de significación. Hoy por la mañana, escuché a Barack Obama dar exactamente las mismas indicaciones a la población estadounidense: lavarse constantemente las manos, no saludar de mano, no besarse. El acto de incidir sobre el campo corporal del otro se ha convertido en un dilema. Si de por sí se ha vuelto un problema esa relación física que tenemos con el otro (conforme nos hemos aislado en nuestros respectivos cubículos con nuestros respectivos fueros internos, con nuestros implementos y prótesis electrónicas para comunicarnos y generar “comunidades virtuales”), ahora la indicación oficial es: no tocar.
* Finalmente, la pregunta más simple, más devastadoramente simple, es a la vez la menos recurrida, la que más se pasa de lado y la que más podría ayudarnos a resolver, para nosotros mismos y nuestra capacidad de discernimiento –que al parecer, se pierde en estas circunstancias—es esta: ¿Dónde quedó el sentido común, ese que nos puede llevar a la sensatez, la que nos permitiría darnos cuenta de la verdadera realidad que vivimos, que nos permitiría darnos cuenta que no todos los que pasan de lado en nuestra vida cotidiana es un contagiado potencial, la que incluso nos podría ayudar a identificar el enorme gozo con el que nos integramos al absurdo?