Muerte y resurrección
perpetua del libro.
Comencemos con la pregunta incómoda pero obligada: ¿Qué es un libro?
Si hacemos a un lado los lugares comunes (puerta de la imaginación, un modo de cultivar la mente y el espíritu, un medio a través del cual queremos que todos los problemas sociales se resuelvan, la llave del conocimiento, etc.), podemos reducirlo a esto: un libro es un objeto, un artefacto de linaje antiguo, la conjunción de una estructura ordenada de pensamientos, ideas, imágenes, visiones y reflexiones sobre la vida y el mundo, compactados en una serie de hojas encuadernadas cuyo impacto depende de los modos de difusión, del estado de circulación de dichos objetos, así como de la capacidad que tiene el pensamiento que contiene para generar por lo menos el más mínimo cambio de ánimo en la mente de quien abre las páginas para leerlas.
Vivimos en una era de transición, donde conviven en un mismo espacio y tiempo paradigmas distintos, formas de convivencia distintas, modos de acercarnos a la información, modos de hacernos de dispositivos que nos permitan mantenernos en el mundo. En dicha transición, podemos ver cómo el libro, por primera vez en siglos, es desafiado por nuevas maneras de acceder a su información. Conviven, a su vez, los estados de significación emocional que tenemos alrededor de un libro, así como de otros productos culturales. No es muy distinto de un disco de vinilo (me refiero a este artefacto que ya muchas generaciones ni siquiera conocen, pero esto se debe a que el formato de reproducción en disco compacto fue terriblemente efímero, el paso previo a la proliferación y tránsito veloz de la música digital), en el sentido de que ambos poseen una cierta cualidad fetichista, por parte de las personas que los coleccionamos (en mi caso, ya no colecciono vinilos; la mayoría de estos se encuentran abandonados en la parte superior de un clóset en el departamento desocupado de mi hermano mayor), con la que nos relacionamos íntimamente, aunque sea a la distancia. Muchas personas pueden reconocer el sentimiento que produce echarle un vistazo a nuestros libreros. Haciendo a un lado el romance, lo que vemos en esos lomos acomodados según nuestras apetencias u obsesiones, es el potencial de algo que, según yo, poco se discute en torno a estos artefactos, y esto es su capacidad de contenido vital para la experiencia.
La experiencia de leer un libro, en efecto, es transformadora, pero de ahí a que los libros sirvan o han servido para cambiar el mundo es algo que tiene que ligarse a otras transformaciones socio-políticas. Han sido, creo yo --como lo fue Candide de Voltaire, o Madame Bovary o El Capital-- los acompañantes de fuerzas sociales mayores, el amigo cuyos comentarios sobre la realidad pudieron estar sintonizados con los tiempos que se vivían. No sé qué libro en la actualidad tiene el potencial de hacer eso. La enorme proliferación de estos objetos en el mundo seguramente tiene uno que otro extraviado por ahí.
Lo que creo que realmente sucede cuando leemos un libro es que obtenemos, por un lado, una nueva manera de pensar en algo que ya habíamos pensado; por el otro, nos ofrece una nueva perspectiva, jamás pensada (yo no veo del mismo modo los festines familiares después de leer algunos pasajes de Paradiso que se refieren a ellos), que no necesariamente enriquece nuestra experiencia, sino que nos ayuda a desarrollar un pensamiento más dialéctico. Sopesamos mejor las cosas en la medida que las ponemos a prueba a raíz de que leemos las perspectivas que narradores, poetas, filósofos, científicos y demás, han desplegado en sus escritos.
No, los libros no nos hacen automáticamente mejores. Esa es una noción pragmática que siento ha dañado muchísimo la percepción general que se tiene de los libros y la lectura. Ha propiciado, por ejemplo, la permanencia de una actitud soberbia, pretenciosa y muy elitista, por parte de aquellos que nos dedicamos a la escritura. A su vez, ha generado propuestas tecnócratas encaminadas a ver el conocimiento como algo de utilidad inmediata, y es así como surgieron compendios de información que nos ayudan a conocer, en un solo libro, una serie generalizada de temas. Es así como surgieron libros que se dedican a presentarnos "los cien poemas que debes conocer antes de morir" (y aquí puedes reemplazar la palabra "poemas" por "obras de arte", "cuentos", "pensamientos filosóficos", "avances científicos" y demás).
Lo que sí pueden hacer los libros --y los mejores libros así lo hacen-- es perturbarnos. Desafiar los modos como nos relacionamos con la vida, la gente, el mundo, la sociedad y el poder. Es por eso que su potencial es tan temido por el status quo, porque una vez que atraviesas la experiencia de ser perturbado por los pensamientos de otro (y los mejores perturbadores son en realidad seductores, persuaden al lector a voltear hacia lados insospechados de la experiencia humana), comienzas a preguntarte: ¿Por qué mejor vemos la vida así, de este otro modo?
Ni una sola campaña de fomento a la lectura estaría dispuesta a plantear las cosas de este modo.