10.2.08

Es tremenda la capacidad que tiene el ojo humano para dotar de un sentido íntimo y magnificante los detalles más breves de la realidad, sobre todo veinticuatro horas después del temblor que ocurrió en la ciudad donde vivo.

El sentido del universo está en los detalles. Y dicho de otro modo, un detalle puede contener al universo entero. Una región del espacio que nos rodea, una zona pequeña de un cuerpo humano. Rincones olvidados, el fondo de una taza, la huella de una paleta en la mejilla de un niño, la imagen sorpresiva que te encuentras cuando doblas las esquinas. Detalles y más detalles, y el ojo tiene una manera extraña de hacer que, de esa cantidad infinita de detalles –por unos segundos, durante toda la vida—exista un detalle que contenga el sentido mismo de la vida.

En este caso fueron sus ojos, amielados por la luz tardecina; podía ver unas largas pestañas que acobijaban su mirada silenciosa; después fueron sus labios, una sedosidad en la región entre el labio superior y la nariz –esa “curvita”, la que delinea los labios, su nombre se me escapa—suspendida o puesta a la luz por una iluminación nocturna, sabor luna, sabor silencio. Tan extrañados, tan por siempre distintos, esos pequeños detalles que reconozco y al mismo tiempo desconozco, continuamente me sorprenden. Quisiera vivir esa ensoñación toda mi vida: poder contar la historia de la vida íntima de cada una de las regiones del cuerpo de mi princesa irlandesa, del universo contenido en ellas.

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Hubo un cierto reposo posterior al temblor. Como si el cimbrar de la tierra nos recordara que la realidad no nos pertenece, que en cualquier momento las cosas pueden, simplemente…dejar de ser.

Y creo que eso hizo enojar a mucha gente. Me llamó la atención cómo, la noche del sábado, quienes nos encontramos en el bar Velouria fuimos víctimas de nuestro propio primitivismo: después del temblor, los ánimos se exaltaron, las voces de la gente se elevaron, hubo incluso una confrontación entre un velouriano y un habitante del bar contiguo, el jardín del silencio. Fue como si las hordas se hubiesen sentido indefensas ante las remociones de la naturaleza, y decidieron pelear entre ellas, como acto instintivo de supervivencia.

Ese tipo de eventos –los temblores— siempre nos regresan a una suerte de mentalidad de horda, que nos recuerda que, al final, seguimos siendo esos seres brutos y llenos de miedo que se alojaban en las cuevas cada vez que relampagueaban los cielos.