24.9.04


Pienso en el modo como han de despertar los hombres más ricos del mundo, todas las mañanas. . .cómo se levantan de sus camas y se ven en el espejo del baño. . .la inconmesurable abstracción de sus riquezas, la contingencia que los tiene ahí, situados en una cúspide extraña, incómoda, ausente por lo menos al punto de que, en la cotidianeidad de ese momento, de ese observarse frente al espejo, surge, en alguna región del rostro, particularmente de la mirada, ese terror que todos le tenemos al mundo y, al mismo tiempo, el terror que causa el hecho de que todo parece tan bien ordenado, tan despreciablemente ordenado.
No tiene sentido humanizar o situar al individuo en una suerte de contingencia afortunada. Pero no debemos olvidar que todos somos víctimas de esa fragilidad con la que la realidad nos enfrenta a nuestra propia estupidez. Digo. . .hasta el hombre más rico del mundo debe sentirse como un verdadero idiota, de vez en cuando, por lo menos en medio de una eyaculación precoz o al momento de confundir el color de los calcetines. ¿Es posible acaso que un mismo hombre, en una misma era, pero en circunstancias totalmente inversas, circunstancias que lo lleven a pensar en la posibilidad de sobrellevar otro día con hambre, se sienta igual de estúpido?
No.
Porque el hombre que vive en la contingencia que le deparó un orden despreciable, -no olvidemos que el orden siempre ha sido despreciable- no tiene el diseño del mundo apropiado para recordárselo. Este individuo, pensemos por ejemplo en un ciudadano de Haití, Somalia, o alguien que en estos momentos observa los escombros de lo que fue su casa en Bagdad, carece de espejo. El espejo en donde se refleja su contingencia lo poseemos nosotros, cada vez que leemos el periódico, cada vez que vemos en la televisión un aviso de su contingencia. Y nos vemos en el espejo que tenemos en el baño y pensamos en nuestra propia estupidez.