10.8.12


Me pregunto, sin razón o utilidad aparente, en qué momento en la historia de los seres humanos comenzamos a asentir con la cabeza. Parece ser un gesto muy básico, instintivo, pero detrás de éste se halla una gran incertidumbre, que precisamente no la pone en evidencia. Es un ardid, un implemento de nuestra comunicación no verbal destinado a simular apreciación por lo que acontece, sean estas las indicaciones de un jefe, las lecciones de un maestro, los regaños de un padre, las reglas explicadas por las autoridades.

El asentimiento con la cabeza es el primer acto de sumisión que aprendimos los seres humanos. Si no es el primero, se acerca mucho. Fue la manera como aprendimos a decir sí a lo desconocido, a lo impuesto, a lo establecido por el dominio.

Incluso hacemos el gesto sin darnos cuenta. Nos decimos sí a nosotros mismos, a veces dibujando una sonrisa, por despistados, o porque se nos acaba de ocurrir algo, y ese yo que está adentro nos acaba de advertir que somos unos estúpidos por no haberse percatado de tal o cual realidad. Y nos decimos que sí a nosotros mismos. Y seguimos caminando.

Le decimos sí a la tele, a las noticias, a las declaraciones de líderes de opinión, a figuras políticas, a intelectuales, especialistas y expertos en materia, a grandes pensadores y a sus grandes frases, encontradas en ese libraco que encontraste en Sanborn’s y que condensa una serie sucesiva de frases bonitas e inspiradoras. Movemos la cabeza afirmativamente cuando no sabemos qué decirle a la amiga que nos acaba de decir que su esposo la engaña y preferimos que ella se desahogue y nos deje en nuestro silencio inútil. Evitamos que el asentimiento venga acompañado de una mirada lastimera en estos casos. Para evitar el patetismo.

El peor asentimiento es el que se hace sin mirar a los ojos del otro. El que se hace con la conciencia de que estás siendo sometido. A veces te lo mereces, porque cometiste una estupidez y es mejor que te des por vencido ya que el carro chocado o la novia embarazada o el perro envenenado accidentalmente son evidencias demasiado fuertes en tu contra. Pero a veces, sobre todo si cometiste ese tipo de estupideces en tu infancia o adolescencia, transfieres ese gesto a acciones u omisiones quizá más graves. Para los que recuerden, piensen en el rostro de Bill Clinton cuando, después de negarlo, aceptó que tuvo relaciones con la becaria Monica Lewinski.

El asentimiento de la cabeza que tengo más presente es el de alumnos que, en el contexto de un salón de clases, están acostumbrados a decir que sí con la cabeza, a veces con una expresión de júbilo o epifanía, debido, según entiendo, a que aquello que discurre en la lección formará parte importante de su entendimiento de la realidad y sus cosas. Ya me desengañé: no es así. Lo que pasa es que ya estamos acostumbrados a hacerlo.

No obstante, nada más engañoso que el asentimiento de los mexicanos. Está lleno de vericuetos, adivinanzas, ocultamientos, planes secretos. Asentimos la cabeza ante nuestros jefes y nuestras autoridades, cuando mentimos frente a los amigos y familiares, cuando no queremos revelar la verdad.

Ese asentimiento de la cabeza es el que nos tiene aquí. Dudosos, extrañados, a la espera de algo que sigue pero que importa poco qué es o cómo seguirá. Sólo tenemos que decir sí con la cabeza y continuar con la vida. Al parecer, los que nos enseñaron a decirle que sí a todo nos acaban de someter otra vez. 

3.8.12



Muere el cantante Pedro Gómez de un infarto al miocardio


Mexicali, B.C. El pasado lunes, 30 de julio, a las 19:45 horas, muere el cantante Pedro Gómez, afamado intérprete que deleitó a más de tres generaciones de pasajeros en distintos autobuses de transporte urbano de la ciudad de Mexicali. Deja tras de sí un legado de experiencias gratas, así como una leyenda que lo precede como “El mejor intérprete de norteñas en el mundo,” según declaraciones de Juanjo, su autoproclamado compañero de copas.



Pedro Anselmo Gómez Robles nació en Aguaprieta, Sonora, un 12 de octubre de 1965. Inició su carrera como cantante a los doce años, cuando acompañó a su padre a amenizar una cantina. Fue, también, un fabuloso letrista de canciones románticas, todas ellas resguardadas en una grabación en cinta de ocho tracks realizada a mediados de los ochenta, al parecer extraviada o perdida para siempre.



Puede decirse que la vida de Pedro Gómez, alias “El canallita de la Zuazua,” estuvo marcada por la desdicha desde su más tierna infancia, aspecto que ejerció una influencia decisiva sobre su estilo interpretativo, lírico y desgarrado al mismo tiempo, como un buen trago de aguarrás a las doce del día de un mes de julio. Su aspecto desvalido le valió igualmente el nombre de “Gorrión,” aunado al apodo de “El canallita,” mismo que recibió después que una mujer le lloró durante dos noches, creyendo que estaba muerto.

Qué muerto ni qué nada; se fue a San Felipe.



Su padre fue originalmente contorsionista y acróbata en un circo de mala fama que venía de Colima, donde los enanos no eran enanos y el único animal en exhibición era un puerco espín. Su infancia, huelga decir, fue triste. Rodeado de artistas y freaks de distintas latitudes, pasaba las noches en vela con su padre; su madre, alcoholizada y enferma, los abandonó desde que Pedro tenía dos años. Dada la precaria situación de él y su padre, y dado que el circo poco a poco se desintegraba hasta desaparecer, al punto de que ya ni siquiera podían levantar la carpa, ambos padre e hijo migraron a la ciudad de Mexicali. Las cosas no se pusieron mejor.

Una vez instalados en la ciudad fronteriza, Pedro salió a la calle para ganarse unas monedas arriba de un monociclo (de las pocas cosas que rescató del circo). Era incapaz de maniobrarlo, y después de la tercera caída grave decidió seguir a su padre, quien ya se encontraba instalado en las cantinas, pidiendo un aliciente a cambio de una bonita canción. Fue un afortunado descubrimiento, por parte del padre, cuando escuchó a Pedrito cantar. Vivieron a duras penas, mientras comensales y borrachines y distintas especies de hipsters que suelen recorrer el centro de la ciudad les arrojaban monedas a la cachucha de los Raiders que ponían en el suelo. Por lo menos, lo suficiente como para comprarse dos vasitos de Maruchan, una coca cola y una botellita de tequila.



La situación empeoró cuando Pedro, a sus 17 años, dejó embarazada a la primera de varias mujeres. A la hija le pusieron el nombre de Lulú, en honor de su madre, que murió en el parto, y debido a eso él tuvo que dejar a la niña recién nacida en las puertas de una tienda de abarrotes. Al parecer, Pedro confiaba mucho en la señora de la tienda. La pérdida lo cambió para siempre, y hay algunos que dicen que esta experiencia contribuyó a esa garra dolosa con la que interpreta las canciones.



Después de esa tragedia, Pedro siguió cantando con su padre en distintos cafés, loncherías y cantinas en el centro de la ciudad; en los arrabales, en los lotes baldíos, en las esquinas de las avenidas, en los locales abandonados, Pedro y su padre hacían su hogar. Hasta que de pronto, de la noche a la mañana, el padre de Pedro desapareció. Alguien cuenta que lo vieron en San Luis, Río Colorado, parado en los semáforos, acercándose a los carros, charoleándolos con su gafete del centro de rehabilitación, rezándole a Jesús cada que le avientan una moneda de cinco pesos.

La vida de Pedro cambió momentáneamente cuando, cantando en la calle, un transeúnte se paró a escucharla. Ese hombre resultó ser William T. Vollmann, escritor estadounidense, de paso por la frontera para realizar un registro de testimonios para un libro que escribió sobre la gente pobre. De aquí siguieron fotógrafos, documentalistas, distintas clases de antropólogos, sociólogos, poetas y estudiosos de la cultura, venerando su presencia como efigie de la vida dispersa y errabunda de los que habitan el centro de la ciudad. Apareció en el segmento de un documental que transmitieron en el canal Natgeo; un grupo de periodistas estadounidenses, tras leer el libro de Vollmann, escribieron un artículo en extenso para la edición dominical del Los Angeles Times. En años recientes, se han rescatado videos grabados con cinta VHS, que muestran al cantante en plena acción; estos pueden encontrarse en youtube. Un chilango que se presentó como etnomusicólogo estuvo alrededor de diez días grabando pistas para un supuesto compilado. Durante todo este proceso, durante todas estas muestras de aprecio y de interés por su vida, absolutamente nadie le ofreció dinero. Sí lo invitaron dos que tres veces a comer tacos, y un muchacho de familia bien pero afincado en el “estilo de vida alternativo” le ofreció unas roquitas de cristal. Pero nada más.



¿Qué era lo que cautivaba a todas estas personas en la voz de Pedro Gómez? Tenía una manera de reinterpetar las canciones que las convertía en otra cosa. Podías sentir que las metáforas contenidas en las letras se transformaban, le otorgaba peso, dolor, angustia, y una tristeza profunda a todo un cancionero, que recuperaba tanto la tradición infantil como las rancheras más agudas, así como las consabidas interpretaciones de norteñas. Si pudiera resumirse la experiencia de escucharlo cantar en una definición, podríamos decir que Pedro Gómez cantaba el lamento de todos nosotros.



Después de este episodio de fama con fecha de caducidad, la vida volvió a castigar al “Gorrión” ya que, una noche fatídica de octubre, encontraron el cuerpo muerto de William T Vollmann, en una de las habitaciones del Hotel de Anza, con dos disparos en la cabeza. Corrieron inmediatamente los rumores de que Pedro era el asesino. La prensa local tomó nota –ni siquiera se enteraron de que William T Vollmann, un autor que incluso ha estado en la lista de candidatos para el Premio Nobel de Literatura—e inmediatamente acusó al Canallitas. Fue buscado por agentes del Ministerio Público y fue aprehendido en el bar La Mina. Todos le volvieron la espalda, y casi nadie se enteró que fue absuelto de los cargos. Regresó a la vida de cantante en el centro de la ciudad, hasta que decidió que un mejor camino sería comenzar a cantar en los autobuses.



Y ahí es donde lo conocimos la mayoría. Al principio, como todo mundo realmente es, era molesta su presencia: la camiseta blanca percudida y con hoyos, el pantalón sin cremallera, los huaraches, a los que ya no se distinguía dónde comenzaba la suela y dónde la planta de los pies, y por supuesto, el aroma fétido de las calles de Mexicali, concentrado en su cuerpo. Sin embargo, sólo bastaron tres versos de una hermosa canción de Agustín Lara para que los rostros de los pasajeros (y hasta del chofer, que todos sabemos no se tientan el corazón ante nada), para que la gente se rindiera, conmovida, ante la angustia revelada en su voz.


Fue acogido por la fama local. No más estudiosos de la cultura, no más escritores gringos, no más registros en video ni nada de eso. El pueblo mexicalense, específicamente, el que a diario recorre las avenidas en autobús rumbo al trabajo o la casa, fue su público más fiel. Pudo vivir, no cómodamente, pero sí en una situación que dejó de ser limítrofe. Las cosas eran más simples en estos días. Pero desafortunadamente, este lunes, 30 de julio, el cuerpo de Pedro Gómez fue encontrado sin vida, al parecer, víctima de un infarto al miocardio. El velatorio del DIF decidió organizar sus pomas fúnebres, pero ni un alma se apareció.