25.9.06
(fragmento extraído del "Diario de Don Turicato", obra inédita a dos voces.)
Día cualquiera. Nací.
Lo primero que sucedió al abrir los ojos fue ver a un ser humano. Su rostro dibujó lentamente una sonrisa. De satisfacción, quise suponer, ya que él fue quien me creó.
Fui hecho a imagen y semejanza de nada. O del olvido, quizás, o de un cierto desprecio al prójimo. Es como si la persona que hubo confeccionado mi cuerpo y mi cara, de repente hubiera olvidado cómo es una nariz, cómo son los ojos, el pelo, los brazos. Se fue al tanteo, tuvo que inventar todo de nuevo.
Don Alberto me puso frente a un espejo, después de haber colocado estos dos ojos como canicas en los orificios correspondientes. “Nunca serás grande”, me dijo, mientras yo me observaba, “pero tendrás la oportunidad de ver y pensar sobre todo lo que te rodea”. Es por eso, así como por muchas otras cosas que, con el paso de los años, he aprendido a no llorar. Esto es, a no ser tonto; esto es, a aprender a fingir no ser un tonto.
Debo admitir que ese mundo recién descubierto –ahí, sostenido por un viejo con cara de maníaco, frente a ese espejo de cuerpo entero—desde que lo vi por primera vez, me pareció desconcertante. Era precisamente un reflejo de lo que en realidad “es”. Está y no está. No sé si haya sido el impacto de ver mi rostro antes que nada. Un rostro de papel maché, rosado en las mejillas, las cejas perpetuamente arqueadas, frente amplia, unos pelos negros desordenados en la cabeza, un sombrero tan diminuto, que no podía explicar qué lo sostenía. Al ver esa figura en el espejo, caricaturesca a propósito, pude concluir que el resto del mundo no era muy prometedor.
Y lo era. Pero a la vez no.
A la vez se trataba de un inmenso basural de cosas que causan conmoción, espanto, asco, miedo, risa, ternura, y algo que le dicen amor. A la vez se trataba de un orgásmico conjunto de trivialidades, mismas que poco a poco, los hombres comienzan a ir diluyendo conforme se acostumbran a ellas. Y es así como la caída de las hojas en otoño pasan a segundo plano. A la vez se trataba de un silencio eterno, o una espera obligada, quizá una ráfaga de viento, tormentas que se sienten como escándalos y que con el paso de los días su impacto se dispersa y nuevamente los ojos de un recién nacido, el grito de una mujer violada, el espasmo de alguien que se ganó la lotería.
Mientras era sostenido por Don Alberto, sus ojos brillando como si hubiese visto la luz al final del túnel, también vi mi traje, el saco a cuadros, el retazo de tela que servía para simular que traía camisa, ya que fue cosido sólo en la región del pecho. Y luego el moño rojo. Y los pantalones cosidos en mi cintura, los zapatos que colgaban de ellos. Me di cuenta que era puro tronco y cabeza. ¡Qué atroz! Un par de manos de plástico también estaban cosidas al saco. Remedo de hombre, un absurdo total, lo sé. Pero eso no era lo que me preocupaba.
Me preocupaba esa capacidad que tuve, desde el principio, desde que abrí los ojos y vi el rostro posesionado de Don Alberto, para “darme cuenta de todo”.
También me preocupaba esa mandíbula medio floja que tenía, así como un chusco bailoteo en mis ojos cuando me movía para acá y para allá. Como si demostrara júbilo y felicidad a pesar de mí. Y luego sentí un ligero apretón en mi columna vertebral.
Estaba siendo estrujado desde adentro. Me estaban haciendo hablar. Y lo que decía no era lo que quería, lo que pensaba nunca salía fuera de mí.
Fui hecho a imagen y semejanza de nada. O del olvido, quizás, o de un cierto desprecio al prójimo. Es como si la persona que hubo confeccionado mi cuerpo y mi cara, de repente hubiera olvidado cómo es una nariz, cómo son los ojos, el pelo, los brazos. Se fue al tanteo, tuvo que inventar todo de nuevo.
Don Alberto me puso frente a un espejo, después de haber colocado estos dos ojos como canicas en los orificios correspondientes. “Nunca serás grande”, me dijo, mientras yo me observaba, “pero tendrás la oportunidad de ver y pensar sobre todo lo que te rodea”. Es por eso, así como por muchas otras cosas que, con el paso de los años, he aprendido a no llorar. Esto es, a no ser tonto; esto es, a aprender a fingir no ser un tonto.
Debo admitir que ese mundo recién descubierto –ahí, sostenido por un viejo con cara de maníaco, frente a ese espejo de cuerpo entero—desde que lo vi por primera vez, me pareció desconcertante. Era precisamente un reflejo de lo que en realidad “es”. Está y no está. No sé si haya sido el impacto de ver mi rostro antes que nada. Un rostro de papel maché, rosado en las mejillas, las cejas perpetuamente arqueadas, frente amplia, unos pelos negros desordenados en la cabeza, un sombrero tan diminuto, que no podía explicar qué lo sostenía. Al ver esa figura en el espejo, caricaturesca a propósito, pude concluir que el resto del mundo no era muy prometedor.
Y lo era. Pero a la vez no.
A la vez se trataba de un inmenso basural de cosas que causan conmoción, espanto, asco, miedo, risa, ternura, y algo que le dicen amor. A la vez se trataba de un orgásmico conjunto de trivialidades, mismas que poco a poco, los hombres comienzan a ir diluyendo conforme se acostumbran a ellas. Y es así como la caída de las hojas en otoño pasan a segundo plano. A la vez se trataba de un silencio eterno, o una espera obligada, quizá una ráfaga de viento, tormentas que se sienten como escándalos y que con el paso de los días su impacto se dispersa y nuevamente los ojos de un recién nacido, el grito de una mujer violada, el espasmo de alguien que se ganó la lotería.
Mientras era sostenido por Don Alberto, sus ojos brillando como si hubiese visto la luz al final del túnel, también vi mi traje, el saco a cuadros, el retazo de tela que servía para simular que traía camisa, ya que fue cosido sólo en la región del pecho. Y luego el moño rojo. Y los pantalones cosidos en mi cintura, los zapatos que colgaban de ellos. Me di cuenta que era puro tronco y cabeza. ¡Qué atroz! Un par de manos de plástico también estaban cosidas al saco. Remedo de hombre, un absurdo total, lo sé. Pero eso no era lo que me preocupaba.
Me preocupaba esa capacidad que tuve, desde el principio, desde que abrí los ojos y vi el rostro posesionado de Don Alberto, para “darme cuenta de todo”.
También me preocupaba esa mandíbula medio floja que tenía, así como un chusco bailoteo en mis ojos cuando me movía para acá y para allá. Como si demostrara júbilo y felicidad a pesar de mí. Y luego sentí un ligero apretón en mi columna vertebral.
Estaba siendo estrujado desde adentro. Me estaban haciendo hablar. Y lo que decía no era lo que quería, lo que pensaba nunca salía fuera de mí.
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