Una
reseña lírica de Constellation
Todos
debemos tener la oportunidad de hablar sobre aquello que nos anima a vivir. Por
animar, me refiero a aquello que te impulsa a hacer algo que conmueva, que cautive, que te desnude, que te lleve
a ese plano similar al del artista, de aquella persona que desnuda las
emociones de quien lo escucha, lo ve, lo lee, lo percibe moviéndose en el
escenario. Estas son las sensaciones que nos llevan a un origen por siempre
incierto: el resultado de una serie sucesiva de organismos naturales que por
azar y por magia deciden conformar estos cuerpos que somos. Dotados de
lenguaje, olvidamos que nuestra composición está hecha de toda suerte de
vitalidad natural: hierbas, minerales, agua, calor, tierra, lluvia, barro, trueno y viento, el odio
susurrado al oído, una vieja nota de periódico, aquellos ojos que una vez despertaron hace
cinco mil años o hace diez, y que luego vinieron a reconstituirse y posarse en
tus ojos y ahora te toca a ti, la extraña, breve y quizá absurda oportunidad de
revisar las delicias y brutalidades de este mundo.
Somos otros huesos y somos todos los huesos
de la historia, somos la historia en perpetuidad, somos el pedazo de tela que
una vez sirvió de frazada para cubrir el cuerpo de un infante o de un anciano o de una planta o de un animal feroz pero moribundo, que luego se volvió a integrar en los nutrientes del planeta para ser
moldeado a imagen y semejanza de ese tú que sólo serás por un momento. Somos descomposición
y recomposición eterna. A veces sonreímos, a veces se nos olvida que estamos
hechos del mismo material con que está hecho el resto del mundo. Somos lo que
fueron los volcanes, somos lo que fue una risa en la boca de la mujer que
nuestros padres amaron, quizá por un momento de calentura, quizá por esa
eternidad que uno de ellos carga melancólicamente en su ceño. Somos ese canto,
somos ese tallo que se eleva imposiblemente a pesar de las inclemencias del
tiempo, para decir
yo.
estoy.
aquí.
y ya.
no estoy.
Y
nunca es para siempre y a veces sentimos que nunca somos del todo ciertos. Que somos
de mentira y que flotamos en un espacio. Por ello, la bendita soledad de los
audífonos. En ocasiones nos desmayamos y en ocasiones nos quedamos hasta las
seis de la madrugada contemplando el cielo, preguntándonos, “¿cómo veían
nuestros antepasados al espacio exterior?” “¿Cómo se entendían los planetas
antes del cine?” “¿Qué clase de mapas servían para identificar ese detalle
minucioso del universo que somos, sorpresiva, agresivamente, nosotros?”
Estas
nociones producen una supuesta contradicción: una infinita tristeza que no
puede más que sentirse gozosa. La tristeza también es una fuerza, que nace no
del hartazgo ni de la abulia, que nace no de la frustración y del ninguneo,
sino de la imposibilidad de comprender el sufrimiento en medio de tanta
belleza.
El
mundo sigue siendo bello, a pesar de todo. Y creo que ese es el espíritu que
anima al nuevo disco de Fax, Constellation.
El dolor convertido en aire del Pacífico. Nutrias distantes. La lágrima que
seca el aire del valle. Espigas inventadas por la mirada a mitad del camino. La
vida como incesante sonido de neumáticos en la carretera. Ver el polvo de
estrellas en tu mano. Recordar lo que ella/él te hicieron sentir esa tarde de verano.
El aroma de una paleta de corazón en las yemas de tus dedos. El instante que
dejó de importarte si se fugaba justo al momento de vivirlo. Soñar que estás
soñando despierto. Despertar con tu nariz en la nuca de aquella persona. La sensación
muda al salir de una sala de cine. Internarse en un antro con todos tus miedos
y tus oídos tapados. Pensarte sonido. Pensarte movimiento. Pensarte como tan
sólo un fragmento de ese todo que, siempre, siempre,
será esa vida inexplicablemente triste.