5.10.15





Una reseña lírica de Constellation

Todos debemos tener la oportunidad de hablar sobre aquello que nos anima a vivir. Por animar, me refiero a aquello que te impulsa a hacer algo que conmueva, que cautive, que te desnude, que te lleve a ese plano similar al del artista, de aquella persona que desnuda las emociones de quien lo escucha, lo ve, lo lee, lo percibe moviéndose en el escenario. Estas son las sensaciones que nos llevan a un origen por siempre incierto: el resultado de una serie sucesiva de organismos naturales que por azar y por magia deciden conformar estos cuerpos que somos. Dotados de lenguaje, olvidamos que nuestra composición está hecha de toda suerte de vitalidad natural: hierbas, minerales, agua, calor, tierra, lluvia, barro, trueno y viento, el odio susurrado al oído, una vieja nota de periódico, aquellos ojos que una vez despertaron hace cinco mil años o hace diez, y que luego vinieron a reconstituirse y posarse en tus ojos y ahora te toca a ti, la extraña, breve y quizá absurda oportunidad de revisar las delicias y brutalidades de este mundo. 

Somos otros huesos y somos todos los huesos de la historia, somos la historia en perpetuidad, somos el pedazo de tela que una vez sirvió de frazada para cubrir el cuerpo de un infante o de un anciano o de una planta o de un animal feroz pero moribundo, que luego se volvió a integrar en los nutrientes del planeta para ser moldeado a imagen y semejanza de ese tú que sólo serás por un momento. Somos descomposición y recomposición eterna. A veces sonreímos, a veces se nos olvida que estamos hechos del mismo material con que está hecho el resto del mundo. Somos lo que fueron los volcanes, somos lo que fue una risa en la boca de la mujer que nuestros padres amaron, quizá por un momento de calentura, quizá por esa eternidad que uno de ellos carga melancólicamente en su ceño. Somos ese canto, somos ese tallo que se eleva imposiblemente a pesar de las inclemencias del tiempo, para decir

yo. 
estoy. 
aquí.
y ya.
no estoy.

Y nunca es para siempre y a veces sentimos que nunca somos del todo ciertos. Que somos de mentira y que flotamos en un espacio. Por ello, la bendita soledad de los audífonos. En ocasiones nos desmayamos y en ocasiones nos quedamos hasta las seis de la madrugada contemplando el cielo, preguntándonos, “¿cómo veían nuestros antepasados al espacio exterior?” “¿Cómo se entendían los planetas antes del cine?” “¿Qué clase de mapas servían para identificar ese detalle minucioso del universo que somos, sorpresiva, agresivamente, nosotros?”

Estas nociones producen una supuesta contradicción: una infinita tristeza que no puede más que sentirse gozosa. La tristeza también es una fuerza, que nace no del hartazgo ni de la abulia, que nace no de la frustración y del ninguneo, sino de la imposibilidad de comprender el sufrimiento en medio de tanta belleza.

El mundo sigue siendo bello, a pesar de todo. Y creo que ese es el espíritu que anima al nuevo disco de Fax, Constellation

El dolor convertido en aire del Pacífico. Nutrias distantes. La lágrima que seca el aire del valle. Espigas inventadas por la mirada a mitad del camino. La vida como incesante sonido de neumáticos en la carretera. Ver el polvo de estrellas en tu mano. Recordar lo que ella/él te hicieron sentir esa tarde de verano. El aroma de una paleta de corazón en las yemas de tus dedos. El instante que dejó de importarte si se fugaba justo al momento de vivirlo. Soñar que estás soñando despierto. Despertar con tu nariz en la nuca de aquella persona. La sensación muda al salir de una sala de cine. Internarse en un antro con todos tus miedos y tus oídos tapados. Pensarte sonido. Pensarte movimiento. Pensarte como tan sólo un fragmento de ese todo que, siempre, siempre, será esa vida inexplicablemente triste.