20.6.12


Los afiladores

Hace mucho que no veo a un afilador. Solía verlos, desde la ventana de la sala de mi casa, a los diez años. Llegaban en sus bicicletas con el equipo para afilar en el manubrio, una tablita y un disco de piedra. Les pasabas los cuchillos de cocina, algún machete, tijeras, hachas, y comenzaba el ritual. Me decía mi papá que cobraban caro, pero, ¿qué tanto pudieran ellos cobrar? Hace mucho que no los veo. Los recuerdo cuando los cuchillos no están afilados, o cuando una podadora de árboles se queda trabada. Los afiladores tomaban la herramienta punzo cortante y la inclinaban un poco hacia el disco de piedra; poco a poco, comenzaban a subir la velocidad del disco; tenían un dispositivo, como el de las máquinas de coser, donde ellos aplastaban un pedal y el disco giraba. En ocasiones, hacía chispas.

¿Cuánto tiempo han existido los afiladores en el mundo, y dónde están ahora? Puedo imaginar sus orígenes. Bebían los viernes y durante la semana platicaban con los aldeanos, y dos que tres veces ayudaron a ocultar herramientas ensangrentadas. Los afiladores usaban una especie de armónica para anunciar su llegada. Recuerdo cuando un amigo, sentado en la azotea de su casa, con una guitarra acústica, comenzó a tocar un contrapunto para el sonido de la armónica, que venía de lejos. Sin percatarse, el afilador formaba parte de un efímero dúo de blues. Recuerdo esa anécdota y recuerdo a los afiladores cuando corto una zanahoria, o cuando el trozo de carne se pone rejego y descubro que el cuchillo de la cocina ya no tiene filo. Nunca vi la mirada de un afilador. Nunca supe si eran personas agradables. Soné hace unos días, que los afiladores se reunieron a las afueras de un pueblo. Todos, traían cuchillos en mano. Se dijeron con la mirada “Es hora de degollar gente.” Luego me desperté. No importa qué tan afilado esté un cuchillo, cuando cortas una cebolla del centro hacia fuera, siempre terminas llorando.