6.3.18


No hay nada aquí donde no hay nada
Donde no haya nada no hay un aquí
Aquí es nada para siempre.

[Nota: este texto en realidad es la reseña de un disco. Me disculpo de antemano por el enorme circunloquio. Lo creo necesario, para ponernos en contexto]

En el frágil pero insistente mundo de los imaginantes de esta ciudad desértica llamada Mexicali, podemos ubicar dos clases de artistas y una confluencia, un sobrevuelo entre ambos temperamentos. Por un lado, tienes a los artistas callejeros, los que producen en la calle (aunque no necesariamente desde la calle), cuyas obras pictóricas de distintas clases, estilos y propuestas estéticas han tapizado una parte considerable de los principales espacios de la ciudad; desde las entradas a residenciales hasta pequeños restaurantes y bares efímeros con las delicias y brebajes de moda, desde edificios públicos e institucionales hasta los merodeantes food trucks, la estampa del artista callejero se establece como un tatuaje impreso de su imaginario e idiosincrasia, los cuales provienen de muy diversas fuentes (graffitti-muralismo mexicano-diseño gráfico-Juxtapoz-otros artistas callejeros-injertos y mezclas extraídas de Pinterest) y ha producido a todo un ejército de artistas. Camina dos cuadras y seguro te encontrarás con un mural. Camina otras dos y, a la vuelta de la esquina, alguien más reclama otro espacio para una recomposición visual distinta del entorno. Es parte del ritmo sincopado de la vida en una realidad social precaria y de presente perpetuo, un presente que siempre reclama renovación, cambio, borrón y cuenta nueva. El arte se fue a la calle porque los otros lugares ya no prometen permanencia, identidad, diálogo y sentido comunitario (a pesar de que muchos de estos artistas –no todos, obviamente—se llevan del carajo entre ellos).

En medio nos encontramos con la confluencia, artistas y creativos que intentan llevar el sentido comunitario por medio de la rehabilitación de los espacios. En una ciudad llena de puntos de fuga pero sin un epicentro claro, estos personajes dirigen sus esfuerzos a reinventar las maneras como habitamos los lugares de convivencia e interacción. Dado que las instituciones de cultura se encuentran en un estado de perpetua inercia burocrática y sin una política cultural sólida, que surja de las necesidades o de la imaginación de sus creadores, las iniciativas de grupos e individuos (mayormente individuos que invitan a la participación, pero terminan haciendo todo por su cuenta) han generado una actividad artística y cultural encaminada a integrar las inquietudes y afanes de un campo artístico prácticamente huérfano. En los márgenes, sin gurú, sin método, sin liderazgos que tiendan al cacicazgo (cosa que sucedió en esta ciudad con la generación anterior), estas personas mezclan enterpreneurship con ideales libertarios y de colectividad política, así como con pequeños ejercicios de comercio que poco a poco le otorgan vitalidad (aunque no mucha visibilidad) al ámbito cultural de Mexicali. El apoyo institucional hacia ellos ahí se encuentra, pero esto es debido mayormente a que vivimos una especie de endogamia entre instituciones de cultura y creadores miembros de la sociedad civil, donde directivos, jefes de área, coordinadores de departamento, tienen vínculos cercanos con algunos miembros de estos grupos y, por lo tanto, brindan los apoyos que la institución, desde sus raquíticos presupuestos (¡Gracias, Gobierno Federal!) les pueden otorgar.

Luego estamos los científicos de laboratorio.

Por científico me refiero a una suerte personaje retraído, recluso, lleno de locura noble y genialidad contenida, así como al silencio enigmático de su quehacer, que brota sorpresivo, a veces en un blog, a veces con series fotográficas arrojadas a Tumblr, a veces con una serie de canciones via Bandcamp. Estas obras, estas confecciones de la inventiva y el gusto refinado/confinado de su creador, son el resultado del encierro, de cortos o extendidos periodos de hibernación (aunque acá es al revés, ya que no nos protegemos del frío, sino que nos recluimos para no morir a causa de las altas temperaturas), donde el creador imagina las posibilidades a partir de los escasos o variados recursos a su disposición. En esta reclusión, el artista inventa un mundo otro, una realidad aparte, para soportar la ausencia, o la invisibilidad de la vida animada, para tolerar con vuelos imaginativos los eternos colores sepia de nuestro entorno (esto, a pesar de los coloridos murales).
Y por laboratorio me refiero a nuestras recámaras, nuestras oficinas, a los diminutos cuartos vacíos convertidos en estudios, en talleres –laboratorios, pues, para la reinvención del mundo. Este mundo otro puede ser idealista, revolucionario, utópico, o fantástico y evasivo. Un poemario que rinde tributo y voz a la existencia del agua o de la vida guerrera de la clase trabajadora, una recolección fotográfica de personajes encontrados en el centro de la ciudad, cortometrajes que se los lleva el riachuelo de contenidos audiovisuales en estado de movimiento perpetuo en las redes sociales, libros electrónicos de ficción, de crónicas periodísticas, bitácoras de artistas nómades. O en el caso particular que inspira este texto, un álbum de canciones.

Desde que escuché el primer disco de Trillones (el nom de guerre del músico, psicólogo y “agitador” cultural mexicalense Polo Vega), titulado From the Trees to the Satellites, tuve en mi mente una frase que, según yo, trataba de encapsular la sensibilidad de su música: bedroom pop for a nightmare world. Una gota de Kool Aid electrónico para entintar la siempre-tambaleante escena musical local, Trillones poco a poco ha establecido una trayectoria y un renombre a nivel nacional, su presencia cada vez más frecuente en los circuitos de festivales mexicanos, así como un dilettante de las fiestas locales –en colaboración con Banda Mashups, entre otros—pero que con el paso de los años ha forjado un catálogo de canciones producidas justo en ese silencio meditativo que ofrece la vida del artista-laboratorista. No es el único músico inventor de mundos otros en estas planicies, pero por el momento hablaré de él. O mejor dicho, de su música.

Tal vez sí existe, su álbum más reciente, es un disco producido por alguien que encarna, en cierta forma, los tres ámbitos de acción de los artistas anteriormente descritos. Cierto: Polo no es un artista callejero, pero su música sí es confeccionada como una respuesta a las pulsiones de esta ciudad. Los ecos, las pausas, los espacios muertos, los “no-lugares” con los que de repente nos topamos, pueden localizarse en breves fragmentos a lo largo de todo el disco. Así también voces, pronunciamientos, risas, aquello que escuchaste que dijo la señora vende chicles, justo cuando cerraste la puerta del bar y zigzagueas rumbo al siguiente, con los billetes suficientes en el bolsillo para la última –que nunca es la última—caguama Indio de la noche. Bajo un manto rítmico que pasa del downbeat al two step y sitios circunvecinos, podemos encontrar la suerte de vida pululante del espíritu mexicalense: franco, tierno, salvaje, cumbianchero, pedo y enamoradizo, rudo pero feliz, intenso, neurótico y sórdido, una identidad forjada por el estrés laboral y la necesidad imperiosa de explotar y gritar hasta obliterar los sentidos.

Sin embargo, debemos regresar a esa figura solitaria, reclusa, que inventa estos paisajes sonoros para mover el bote en la comodidad de un espacio íntimo. El mismo nombre de su proyecto alude a una posibilidad: Trillones. Una cifra de la infancia, que quiere medir lo incalculable, pero que, quizás, sólo puede imaginarse, recrearse, en el fuero interno de un creador en solitario. En este sentido, Polo Vega también forma parte de estos científicos de laboratorio en el desierto que, en su proclama individual por inventar una realidad mágica en escenarios vacíos de climas inhóspitos, de calles intransitables y atmósferas densas y alergénicas, imagina a esta ciudad como una metrópoli, con una vida nocturna que colinda entre el éxtasis y la tragedia, una convivencia idílica de madrugada en donde la piel de los cuerpos humanos asumen otras tonalidades, después de ser bañadas por distintas intensidades de luz neón, donde la frase del compa asciende a niveles de universalismo filosófico, donde los besos se olvidan al día siguiente, sólo para volver la siguiente vez que te topas con los mismos labios, en otra fiesta.

El disco viene alimentado, no obstante, de una perspectiva más amplia, derivada de sus experiencias musicales en otras latitudes, otras escenas, de nivel nacional e internacional, a no decir de una compulsión omnívora por escuchar música de los estilos más diversos, todo lo cual le han otorgado un oído cada vez más refinado, cada vez más astuto a la hora de estructurar las dinámicas de sus composiciones. Es su trabajo más meditado y a la vez el más oscuro, abandonando un poco el carácter lúdico de su trabajo anterior, El tiempo es circular, para inclinarse hacia atmósferas más densas, más profundas, más vinculadas a la complejidad asfixiante de nuestros tiempos.

La música de estos creadores quizá no genere una especie de identidad a la usanza de los tijuanenses, por citar el ejemplo más obvio; sin embargo, traza raíces más profundas en su relación con el entorno. Desde el sitio enclaustrado donde erige los edificios que constituyen la forma de estas canciones, Polo inventa una nueva manera de entender el pulso de esta ciudad. O quizá no sea una invención, sino una insistencia por parte de Polo, por parte de Trillones: debemos reconocer que ya no vivimos en el vacío ni en la ausencia. Aquí ya pasa de todo.