No hay nada aquí donde no hay nada
Donde no haya nada no hay un aquí
Aquí es nada para siempre.
[Nota:
este texto en realidad es la reseña de un disco. Me disculpo de antemano por el
enorme circunloquio. Lo creo necesario, para ponernos en contexto]
En el
frágil pero insistente mundo de los imaginantes de esta ciudad desértica
llamada Mexicali, podemos ubicar dos clases de artistas y una confluencia, un
sobrevuelo entre ambos temperamentos. Por un lado, tienes a los artistas
callejeros, los que producen en la calle (aunque no necesariamente desde la calle), cuyas obras pictóricas
de distintas clases, estilos y propuestas estéticas han tapizado una parte
considerable de los principales espacios de la ciudad; desde las entradas a
residenciales hasta pequeños restaurantes y bares efímeros con las delicias y
brebajes de moda, desde edificios públicos e institucionales hasta los
merodeantes food trucks, la estampa
del artista callejero se establece como un tatuaje impreso de su imaginario e
idiosincrasia, los cuales provienen de muy diversas fuentes (graffitti-muralismo
mexicano-diseño gráfico-Juxtapoz-otros
artistas callejeros-injertos y mezclas extraídas de Pinterest) y ha producido a
todo un ejército de artistas. Camina dos cuadras y seguro te encontrarás con un
mural. Camina otras dos y, a la vuelta de la esquina, alguien más reclama otro
espacio para una recomposición visual distinta del entorno. Es parte del ritmo
sincopado de la vida en una realidad social precaria y de presente perpetuo, un
presente que siempre reclama renovación, cambio, borrón y cuenta nueva. El arte
se fue a la calle porque los otros lugares ya no prometen permanencia,
identidad, diálogo y sentido comunitario (a pesar de que muchos de estos
artistas –no todos, obviamente—se llevan del carajo entre ellos).
En medio
nos encontramos con la confluencia, artistas y creativos que intentan llevar el
sentido comunitario por medio de la rehabilitación de los espacios. En una
ciudad llena de puntos de fuga pero sin un epicentro claro, estos personajes
dirigen sus esfuerzos a reinventar las maneras como habitamos los lugares de
convivencia e interacción. Dado que las instituciones de cultura se encuentran
en un estado de perpetua inercia burocrática y sin una política cultural
sólida, que surja de las necesidades o de la imaginación de sus creadores, las
iniciativas de grupos e individuos (mayormente individuos que invitan a la
participación, pero terminan haciendo todo por su cuenta) han generado una
actividad artística y cultural encaminada a integrar las inquietudes y afanes
de un campo artístico prácticamente huérfano. En los márgenes, sin gurú, sin método,
sin liderazgos que tiendan al cacicazgo (cosa que sucedió en esta ciudad con la
generación anterior), estas personas mezclan enterpreneurship con ideales libertarios y de colectividad
política, así como con pequeños ejercicios de comercio que poco a poco le
otorgan vitalidad (aunque no mucha visibilidad) al ámbito cultural de Mexicali.
El apoyo institucional hacia ellos ahí se encuentra, pero esto es debido
mayormente a que vivimos una especie de endogamia entre instituciones de
cultura y creadores miembros de la sociedad civil, donde directivos, jefes de
área, coordinadores de departamento, tienen vínculos cercanos con algunos miembros
de estos grupos y, por lo tanto, brindan los apoyos que la institución, desde
sus raquíticos presupuestos (¡Gracias, Gobierno Federal!) les pueden otorgar.
Luego estamos
los científicos de laboratorio.
Por científico
me refiero a una suerte personaje retraído, recluso, lleno de locura noble y
genialidad contenida, así como al silencio enigmático de su quehacer, que brota
sorpresivo, a veces en un blog, a veces con series fotográficas arrojadas a
Tumblr, a veces con una serie de canciones via Bandcamp. Estas obras, estas
confecciones de la inventiva y el gusto refinado/confinado de su creador, son
el resultado del encierro, de cortos o extendidos periodos de hibernación
(aunque acá es al revés, ya que no nos protegemos del frío, sino que nos
recluimos para no morir a causa de las altas temperaturas), donde el creador
imagina las posibilidades a partir de los escasos o variados recursos a su
disposición. En esta reclusión, el artista inventa un mundo otro, una realidad aparte, para soportar
la ausencia, o la invisibilidad de la vida animada, para tolerar con vuelos
imaginativos los eternos colores sepia de nuestro entorno (esto, a pesar de los
coloridos murales).
Y por
laboratorio me refiero a nuestras recámaras, nuestras oficinas, a los diminutos
cuartos vacíos convertidos en estudios, en talleres –laboratorios, pues, para
la reinvención del mundo. Este mundo otro
puede ser idealista, revolucionario, utópico, o fantástico y evasivo. Un poemario
que rinde tributo y voz a la existencia del agua o de la vida guerrera de la
clase trabajadora, una recolección fotográfica de personajes encontrados en el
centro de la ciudad, cortometrajes que se los lleva el riachuelo de contenidos
audiovisuales en estado de movimiento perpetuo en las redes sociales, libros
electrónicos de ficción, de crónicas periodísticas, bitácoras de artistas
nómades. O en el caso particular que inspira este texto, un álbum de canciones.
Desde que
escuché el primer disco de Trillones (el nom
de guerre del músico, psicólogo y “agitador” cultural mexicalense Polo Vega),
titulado From the Trees to the Satellites, tuve en mi mente una frase que, según
yo, trataba de encapsular la sensibilidad de su música: bedroom pop for a nightmare world. Una gota de Kool Aid electrónico
para entintar la siempre-tambaleante escena musical local, Trillones poco a
poco ha establecido una trayectoria y un renombre a nivel nacional, su
presencia cada vez más frecuente en los circuitos de festivales mexicanos, así
como un dilettante de las fiestas
locales –en colaboración con Banda Mashups, entre otros—pero que con el paso de
los años ha forjado un catálogo de canciones producidas justo en ese silencio
meditativo que ofrece la vida del artista-laboratorista. No es el único músico inventor
de mundos otros en estas planicies,
pero por el momento hablaré de él. O mejor dicho, de su música.
Tal vez sí existe, su
álbum más reciente, es un disco producido por alguien que encarna, en cierta
forma, los tres ámbitos de acción de los artistas anteriormente descritos. Cierto:
Polo no es un artista callejero, pero su música sí es confeccionada como una
respuesta a las pulsiones de esta ciudad. Los ecos, las pausas, los espacios
muertos, los “no-lugares” con los que de repente nos topamos, pueden
localizarse en breves fragmentos a lo largo de todo el disco. Así también
voces, pronunciamientos, risas, aquello que escuchaste que dijo la señora vende
chicles, justo cuando cerraste la puerta del bar y zigzagueas rumbo al
siguiente, con los billetes suficientes en el bolsillo para la última –que nunca
es la última—caguama Indio de la noche. Bajo un manto rítmico que pasa del downbeat al two step y sitios circunvecinos, podemos encontrar la suerte de
vida pululante del espíritu mexicalense: franco, tierno, salvaje, cumbianchero,
pedo y enamoradizo, rudo pero feliz, intenso, neurótico y sórdido, una
identidad forjada por el estrés laboral y la necesidad imperiosa de explotar y
gritar hasta obliterar los sentidos.
Sin
embargo, debemos regresar a esa figura solitaria, reclusa, que inventa estos
paisajes sonoros para mover el bote en la comodidad de un espacio íntimo. El mismo
nombre de su proyecto alude a una posibilidad: Trillones. Una cifra de la
infancia, que quiere medir lo incalculable, pero que, quizás, sólo puede
imaginarse, recrearse, en el fuero interno de un creador en solitario. En este
sentido, Polo Vega también forma parte de estos científicos de laboratorio en
el desierto que, en su proclama individual por inventar una realidad mágica en escenarios
vacíos de climas inhóspitos, de calles intransitables y atmósferas densas y
alergénicas, imagina a esta ciudad como una metrópoli, con una vida nocturna
que colinda entre el éxtasis y la tragedia, una convivencia idílica de
madrugada en donde la piel de los cuerpos humanos asumen otras tonalidades,
después de ser bañadas por distintas intensidades de luz neón, donde la frase
del compa asciende a niveles de universalismo filosófico, donde los besos se olvidan
al día siguiente, sólo para volver la siguiente vez que te topas con los mismos
labios, en otra fiesta.
El disco
viene alimentado, no obstante, de una perspectiva más amplia, derivada de sus
experiencias musicales en otras latitudes, otras escenas, de nivel nacional e
internacional, a no decir de una compulsión omnívora por escuchar música de los
estilos más diversos, todo lo cual le han otorgado un oído cada vez más
refinado, cada vez más astuto a la hora de estructurar las dinámicas de sus
composiciones. Es su trabajo más meditado y a la vez el más oscuro, abandonando
un poco el carácter lúdico de su trabajo anterior, El tiempo es circular, para inclinarse hacia atmósferas más densas,
más profundas, más vinculadas a la complejidad asfixiante de nuestros tiempos.
La música
de estos creadores quizá no genere una especie de identidad a la usanza de los
tijuanenses, por citar el ejemplo más obvio; sin embargo, traza raíces más
profundas en su relación con el entorno. Desde el sitio enclaustrado donde
erige los edificios que constituyen la forma de estas canciones, Polo inventa
una nueva manera de entender el pulso de esta ciudad. O quizá no sea una
invención, sino una insistencia por parte de Polo, por parte de Trillones:
debemos reconocer que ya no vivimos en el vacío ni en la ausencia. Aquí ya pasa
de todo.
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