20.8.07

¿Y qué pasa cuando no pasa nada? Siempre está pasando algo. Mira. Acaba de pasar. Y al mismo tiempo no. No pasa nada. La hija de mi mejor amigo siempre dice "no pasa nada." A una tierna edad --y eso que todas las edades tienen algo de ternura-- descubrió que no pasa nada. Pero lo dice de una manera que nos da a entender que está pasando algo. Porque siempre ocultamos las cosas que no queremos afrontar, diciendo "no pasa nada." Decimos que no pasa nada, o si no, decimos que todo está bien. Mi hermano una vez formuló una teoría sobre las calcomanías que usa la compañía Herbalife para promover a sus vendedores. Según entiendo, les obsequian unas calcomanías que pegan en las defensas de sus carros; el mensaje es concreto: TODO ESTÁ BIEN. Mi hermano dice que esas calcomanías las puso "alguien" en las defensas de ciertos carros en la ciudad. Que los carros siguen sus pasos, cuando él va conduciendo su carro, y que se ponen frente a él. Para que llegue a un alto, para que contemple la defensa de ese carro, para que lea el mensaje: TODO ESTÁ BIEN . Lo interpreta como un aviso que el mundo quiere comunicarle, para sentir un poco de paz. Todo está bien. Y probablemente lo está. En realidad todo está bien, en realidad no pasa nada. En realidad, tal y como propuso Leibniz, vivimos en el mejor de los tiempos posibles. A Voltaire le caía de a madre esa frase. Su novela, "Candide", es una respuesta a la aparentemente conformista proposición de ese filósofo tan controversial, como todos los filósofos. Porque Leibniz no quiso decir que aquí, en el mundo, donde las cosas se tornan violentas como vientos y lluvias en las zonas costeras de México, como la muerte de conocidos como Jorge Arturo Freyding, que aquí, en el mundo con los genocidios en Darfur y las especiales de siempre en Wal Mart, que en este lugar todo estaba bien, que no pasa nada. Leibniz tiene una fiel aliada en la hija de mi mejor amigo. Porque cuando ella dice que aquí no pasa nada, dice también que vivimos en el mejor de los tiempos posibles, o sea, que todo está bien. Quiere decir que todo está en su lugar. Incluso la muerte, incluso las lluvias, incluso la injusticia recalcitrante. Incluso la triste noción que estoy planteando, lo que estoy escribiendo, está sola y simplemente fungiendo su papel en el mundo, el mejor de los mundos posibles. Esto es, el único modo como podemos imaginar al mundo funcionando. Porque nos hacemos guajes si pensamos que con seres humanos a los lados (esos infiernitos que a veces nos sacan de quicio en las filas del supermercado y que al mismo tiempo pueden hacer nuestro tiempo en el mundo la cosa más sublime que jamás hayamos vivido), un mundo mejor puede concebirse. Dejémoslo a los delfines, ellos tienen todo solucionado. Ellos nos dicen, al igual que las ardillas, al igual que dos que tres ocotillos deambulando en alguna foto perdida en un álbum de abuelita (de esas fotos de familia donde lo único que reconoces es el parecido de esa personita diminuta que está al fondo con alguna de tus hermanas) todos ellos nos dicen: "aquí no pasa nada." No es evasión, no es inventiva, no es una escapatoria. En realidad, las cosas no "pasan", no son grandes acontecimientos, no hay una gran narrativa que escriba desde lejos nuestras vidas. No pasa nada, todo está bien. Lo único que está ocurriendo es la VIDA. Sin aspavientos ni dibujos animados, sin "grandes momentos" salvo los que podamos intensificar con nuestro propio impulso vital. Así que celebremos, abracemos al tipo o tipa o especie que se encuentre a nuestro lado, y aceptémoslo: sólo es vida lo que ocurre a nuestro alrededor.
Este texto es en tributo a aquellos que abandonan el viaje. Van dos en menos de una semana. Ambos serán extrañados.
(lo siento si de pronto me pongo melodramático y santurrón, pero así lo dictó el ritmo de lo que escribo, y el tiempo lo amerita)

16.8.07

Ejercicio amoroso de vagabundeo mental
para una cierta mujer
Quisiera llegar a un punto donde las palabras correspondan con los actos. Que el suave silbido de viento caluroso que recorre esta ciudad evapore todo sentimiento de duda, y que mis ojos transmitan los sueños en mi interior.
En estos sueños, soy un guerrero. Soy también un gallardo loco que se encierra en su finca, rodeado del sonido del campo, tejiendo finas telas que ella viste como si fueran su segunda piel. Tonos azules, guindas, dibujos de flores, hojas de árboles cayendo y, en su descenso (descienden queditas de la parte superior del vestido hasta las faldas) indican el paso del tiempo.
Soy también un tipo que se presenta a la puerta de la casa lleno de sorpresas, regalos de una tierra siempre lejana y desconocida. Me imagino como un caballero medieval que retorna a la tierra después de la lucha. Me imagino descalzo a orillas de un estanque, mi caballo rondando los árboles, mis armas descansando en paz a mi lado, mientras la contemplo siluetear a lo lejos, en la pradera. Como buen caballero, me guardo mis aventuras, las colecciono como si fueran alas de mariposas, en sus patrones impresos las mundanas, sublimes, silenciosas y vibrantes aventuras que ella y yo vamos confeccionando mientras pasa el tiempo.
Soy también un fabricante de chocolates. Un iniciador de fogatas. Señalo mis pasiones, señalando al mundo, porque mis pasiones están allá, afuera de mí, en el canto el caos el efímero esperpento de imágenes que ocurren con el paso de mi tiempo.
Soy el que busca esa pequeña sonrisa al interior de su sonrisa. El que dibuja la línea de sus cejas y dice "todo está bien, es sólo el tiempo que ocurre, que pasa, con todos sus agridulces, pero el aroma de tu cuello permanece, el brillo de tus ojos está ahí, escondido, perdido, de momento."
Soy serio y divertido a la vez. Desfallezco en medio de la batalla, pero en algún momento regreso con nuevas fuerzas. Una suerte de niño-viejo que le gusta jugar a las escondidas, le gusta jugar con las ideas, le gusta pelearse entre las sábanas, tocar los pétalos de las rosas, muy delicadamente, como si fuera un pecado destruir la esencia debilucha del tinte que corre por sus venas. También me gustan las aventuras, que no sólo son las de la imaginación. Todos los hombres somos niños que nos pensamos guerreros, soldados en una lucha constante por ser. A veces carecemos de sentido, a veces somos tan brutos que no reconocemos la verdad que está detrás de una palabra, un gesto, una caricia. Ensimismados como orangutanes que se pelean con las moscas alrededor, en el fondo, cuando encontramos a alguien, lo único que queremos es soñar despiertos. Cuando le tenemos miedo a dichos sueños, hacemos todas las cosas que a las mujeres les ennerva. Cruzamos nuestros brazotes de changos enormes, nos enfurruñamos y decimos "simplemente no entiendo." El 99 por ciento de las veces, la mayoría de los hombres somos increíblemente despistados.
A veces despierto con pasiones a flor de piel, puedo olerlas, beberlas, observarlas en cada minucia de ocurrencia que flota a mi paso. A veces despierto taciturno y doblegado por las luchas absurdas del mundo moderno. A veces prefiero perderme en la textura de las ropas en las tiendas, en las sonrisas de extraños, en la candidez de los niños y la inteligencia sensible de las niñas. Me imagino fuera de donde realmente estoy. Y sueño y lucho por estar en ese lugar. Por estar realmente en ese lugar.

15.8.07

Pregonaje

Ramón Tamayo murió. Se lleva a los suyos, sus ángeles, sus demonios, su teatro, su carnaval de especies. Ramón Tamayo muere y con él se va una actitud frente al arte, que es una actitud frente a la vida.

Es de momento desconcertante para mí explicar la sensación que me produce el fallecimiento de Tamayo. Desde que lo conocí lo relaciono con un personaje, esto es, Tamayo para mí era un personaje; cargaba consigo una personalidad, signos, gestos y señales que hablaban de una idiosincrasia y de un ánimo de gallardía, a pesar de las circunstancias. Ramón era una gran persona de teatro, lo llevaba en su sangre (no sé si en el pasado hubieron teatreros en sus antepasados. Con sangre me refiero a que gran parte de su impulso vital provenía de la teatralización de la vida)

Ramón Tamayo anduvo mucho tiempo en bicicleta. Conocidos y desconocidos podrían identificarlo como el “sujeto/maestro/tipo/artista/persona excéntrica” que andaba en bicicleta. Y con sombrero de cazador. De esos que usan los personajes de cacería en las caricaturas. A muchos les parecía extraño que anduviera por las calles de la supuestamente ciudad más caliente del planeta (cómo nos gusta esa referencia sin fundamento, ¿no?) con un sombrero. El sentido común nos dice (y creo que le dijo a Ramón) que había que usar sombrero para soportar el calor.
Cuando Ramón sonreía, sus ojos se escond'ian en sus mejillas y sus dientes se escondían detrás de una barba pobladísima. La barba ha sido un implemento de utilería básico para dos grandes actores mexicalenses. Están él y Pedro González. Ramón utilizaba su barba utilizaba el histrionismo atenuado y letárgico del acento mexicalense para construir su personaje.

Una noche me tocó ver uno de sus espectáculos, un teatro de sombras. Fue en épocas navideñas, estábamos todos en casa del fallecido poeta Eduardo Arellano. Hubo vino, pero sobre todo, hubo sombras: danzantes sombras, detrás de una pantalla, vívidas sombras que narraban sólo como Ramón sabía narrar. Ramón Tamayo se lleva consigo una tradición poco identificada en estos lares, y que alguno que otro actor rescata a pesar de los regañadientes de un público que no valora la pureza de dicho espectáculo : los relatos orales.

Las buenas costumbres nos hacen ocultar en el momento de un deceso aquellos aspectos de una persona que llegamos a reprobar. Para muchos, Ramón Tamayo no fue santo de su devoción (por cierto, y en cambio, el sol mexicalense, la ciudad, sus latitudes, el ritmo que él apropió de Mexicali y lo hizo parte de su vida, sí fueron devotos de él. Ambos mantenían un diálogo constante). Conflictos, querellas, disputas, alegatos, controversias, formaron parte de la vida de Ramón. Pero forman parte de la vida de todos. No somos los santos de devoción de todas las personas de este mundo. Caemos mal, caemos bien. En ocasiones, pasamos desapercibidos. Esto último no fue Ramón. Y creo que ahí se encuentra parte de su temperamento. Se vale decir que fue una persona temperamental. Aferrada. Necia. Pretensiosa. Hasta donde yo sé, todos los atributos que configuran a un artista. Y nunca pasó desapercibido, por cierto (eso es lo que sucede también con la gente de teatro: son todo presencia, tienen una hiperconciencia de este mundo que es un escenario que es un teatro de donde todos participamos.) Y pecamos cuando decimos que no podemos soportar a alguien así. Porque se revela nuestra intolerancia y conservadurismo frente a los personajes que forman parte vital de nuestra comunidad. Porque no queremos entrar al teatro.
Ramón Tamayo indagó. Buscó las posibilidades creativas que tiene el acto mismo de crear. Probó aquí, probó allá, se mantuvo siempre activo y siempre inquieto en cuanto a su producción artística. Abierto y activo entusiasta de las nuevas tendencias en el arte (llegué a ver los desconcertantes performances que elaboró como parte de las producciones del festival de danza "Entre Fronteras"; llegué a recibir en uno de los festivales de literatura experimental, un extraño "readymade asistido", compuesto, si mal no recuerdo, de una cuna con reproductor de audio integrado, que cargaba un conjunto de frascos en cuyo interior tenían lo que mi mente traicionera ahorita me dice que eran fetos), creo que una de las cosas que se rescatarán de él en un futuro es que su exigencia como creador lo obligaba a mostrarse petulante, cuando en realidad lo que quería era que nos tomáramos un poquito más en serio "eso del arte." Aunque no fueron confrontaciones directas, probablemente muchas de las nociones que él postulaba frente al acto creativo no concordaban conmigo. Pero eso no quiere decir que desconozco su constante búsqueda, y sobre todo, el hecho de que exigía profesionalismo en las actividades culturales. Sabía que no sólo se trataba de jugar al artista.
Lo que más recuerdo en estos momentos de Ramón Tamayo es su voz. De esas voces mexicalenses de inconfundible lejanía; sin eco, pausada, aligeradamente norteña y salpicada de gringuismos (que no es lo mismo que hablar en espanglish, sino que surge en tu acento una cierta californidad a la gringa). Y recuerdo su condición de milusos --en el más mejor sentido de la palabra-- el hecho de que se dedicaba a mil cosas al mismo tiempo. Cualquiera que promulgue una ética de D.I.Y. (Do It Yourself), como lo hizo Ramón, se lleva un fuerte abrazo de mi parte.

Ramón Tamayo entró al teatro del silencio (por lo menos, silencioso para nosotros, que no podemos entrar a esa sala donde todos actúan desde el otro lado de la vida. Un día de estos nos va a tocar). Ingresa a la muerte, no sin antes dejar su sombrero de cazador en alguna parte de la ciudad.
a petición de...

puedo configurar todo un escenario en el cual me siento a escribir. a veces en la cama (como Proust) a veces en una mesa cualquiera (como Miller) a veces en movimiento (como Cortázar) a veces en la oficina (como Kafka). ha sido por las mañanas ha sido por las tardes, en ánimos de escapar y en ánimos de reflexionar. con miras a un imaginario lleno de posibilidades con ánimos de simplemente descubrir algo a mi paso (como en esta ocasión). es un acto simple y sencillo. pero algo hay de secreto: cuando escribo, últimamente, pienso en alguien. pienso en su oído. pienso en la posibilidad de que la escritura se sienta, no sólo se lea, y que la sensación sea como si una plumilla reposara en su pecho, y que mi aliento, mis soplidos, lentamente, suavemente, hacen que la plumilla recorra su cuerpo desnudo.

14.8.07

a veces pienso que puede ser por la mañana, a veces por la noche. me refiero a perder el sentido del am. no. me refiero al sentido que puede tener esto de escribir. independientemente de la vida.
puede ser a cualquier hora del dìa. esto de "escribir". recolectar el momento preciso en el que ocurre el pensamiento transferido a la inscripción que hacemos en una hoja de papel virtual se ha convertido en un oficio digno de locos. aun no llegamos a esa transferencia automática, instantánea, de pensamiento vuelto palabra.
qué bueno.
pero no, nada de "qué buen. no. pienso en la insistencia.
¿por qué insistir?
porque seamos sinceros. es una suerte de insistencia histérica. esto de escribir. que si el personaje que somos nosotros es un héroe amante mártir demonio villano sexy de pantalones no lavados hace diez días. que si la circunstancia apropiada de los suficientes elementos enigmáticos-absurdos-extraños-sublimes como para..."presentarlo". en blanco y negro.
pero no. imposible lo sublime. cómo demonios vamos a transferir en palabras el sentimiento de ahogo, de inconmensurable dimensión que tienen las cosa sublimes. imposible. ya he hablado de esto.
lo hablé conmigo mismo. ya no recuerdo si lo llegué a escribir. la llegada de lo sublime que me hizo sonreir y perderme un poco en el mí mismo que simplemente quiere escapar.
¿a poco no es hermoso, simplemente..."escapar"?
estar en otra parte. probablemente fuera de este sitio. oliendo las calles de una ciudad incierta. caminando en una plaza pública, siguiendo momentáneamente a alguien --hombre, mujer, un anciano, un niño insistiendo a jalones que quiere un poco de atención-- seguirlos y dejar que el tiempo corra como si fuera gratis. viendo la tele en un hotel. comprando un dulce que jamás habías probado, que es la delicia local de ese lugar donde antes no habías estado. comer pan recién horneado por una señora que te sonrió cuando te entregó la bolsa. platicar a puras miradas con un desconocido en un transporte público. atrapar a alguien en medio de su compra de ropa. escuchar música extranjera, dejarse seducir por letras cuyo idioma no conoces. sentir el aroma de una mujer un hombre cuando pasa enseguida de ti. escapar, simplemente escapar.
insisto, ¿por qué insistir? ¿por qué insistimos en escribir?
creo que se aplica la explicación que lawrence olivier dio al impulso que conduce a los actores. lo escuché en boca de dustin hoffman, en una entrevista. de joven, él le preguntó al legendario actor caballero inglés "¿por qué insistimos"?
sir lawrence olivier se acercó a hoffman, puso sus ojos frente a él y dijo:
"mírame mírame mírame mírame mírame mírame mírame mírame . . ."
queremos lo mismo, creo yo. claro, nos escondemos en la escritura, y creo que de ahí aparece una esencia que difícilmente revelamos frente a frente. pero en realidad, pedimos lo mismo: queremos que miren miren miren miren esto que escribimos.
en estos precisos instantes me pregunto cuántas personas han llegado hasta este párrafo. si van a continuar. si están viendo. si me miran a través de estas palabras.
es una necedad, claro. un trabajo de obsesos. en este preciso momento se han de estar escribiendo una cantidad infinita de palabras, de diferentes intensidades, expresiones, confesiones, latitudes y ritmos, de distintas respiraciones silenciosas que teclean-rasgan la hoja. imaginen la escritura respirar. un suspiro constante. un secreto escrito con vaho en la mejilla. las mejores palabras que escribimos son como palabras dichas íntimamente a una mejilla.
las palabras son como deditos que se inscriben en la piel del lector o lectora. no desaparecen. se quedan para siempre. la persona que recibió ese tipo de ligera caricia jamás olvidará las sensaciones que produjo lo leído. olvidará quizás las palabras, el sentido, el conjunto de ideas, descripciones, acciones, pesamientos. pero nunca olvida la sensación. hay que escribir como si siempre tuviéramos al frente una mejilla donde inscribir nuestro vaho, que es nuestro pensamiento. invitación-incitación.
creo que por eso insisto. por el retorno a dicha sensación.
"mírame mírame mírame mírame mírame mírame mírame mírame . . ."
creo que no hay nada más sexy para un escritor que saberse leído. es una invasión incontrolable.

8.8.07


The Tortured artist effect.

Cualquiera puede ser artista. Es una suerte de verdad incómoda, porque viene acompañada de una serie de implicaciones. Si dejamos abierta la noción de que cualquiera puede dedicarse al arte, ¿qué sucede cuando dicho arte, histórica y socialmente, lo elevamos a la categoría de lo especial?

Siempre digo: “Cualquiera puede autoproclamarse artista, pero eso no lo convierte en un buen artista”. Cualquiera puede dibujar, esculpir, pintar, diseñar, pensar en una idea que luego intenta producir en algo que denomina “obra de arte”. Lo hacemos desde niños, algunos lo desarrollan más naturalmente que otros (o por lo menos, en términos plásticos, desarrollan su capacidad de representación con mayor facilidad, esto es, dibujan caras y árboles y ciudades con una mayor capacidad para representarlos visualmente), pero en realidad, ese punto de inicio, la autoproclama, con el paso del tiempo, no se sostiene, si el susodicho artista no crea obras que posean un carácter de oficio, factura, concepción e imaginación que presenten el suficiente eco y sutileza comunicativas que permitan que un espectador sea llevado a un estado de conmoción.

--me recuerda a una frase que David Foster Wallace citó de uno de sus maestros, en relación con la escritura: "debes crear algo que inquiete al que está cómodo y que tranquilice al que está incómodo."



(Y no hay que malentenderlo: una pieza conceptual tan nítidamente ausente de las manos del artista, como el mingitorio de Duchamp, posee todas esas cualidades arriba mencionadas.)

El trabajo que implica dedicarse al arte es complicado, y requiere de más sacrificios que el de simplemente vestir de negro, simular que dices cosas profundas y poner una imagen de tu artista favorito en tu ventanilla del messenger. Me supongo que es un acto liberador, salir a la calle, enfrentar a tus padres, abrirte paso en este mundo mientras dices “soy artista”. No obstante, la producción de obras artísticas requiere de una labor enormemente difícil.

Los artistas torturados, aquellos que cosen en sus chamarras gastadas el parche emblemático del artista, tienden a proclamar que el arte es lo suyo, que la vida es del espíritu creador, que no hay nada más “real” que expresarte. Y que todos pueden hacerlo.

Precisamente por esa apertura, porque cualquiera puede entrar por la puerta de nuestras recámaras y decir “yo soy artista”, que el artista torturado produce un efecto de contradicción. Pero bueno, ¿qué demonios es eso del artista torturado?

Están a nuestro alrededor. En el medio, fuera del medio, platicamos con ellos y en ocasiones tenemos oportunidad de ver sus creaciones. Apelan al sentido libertario y radical de la vida del artista como rebelde, como recluso, como excluido social. Vive su oficio como quien vive una pena, un sacrificio, una tortura: sufre su arte, erige la bandera de la incomprensión, se distancia del resto de la sociedad, porque proclama un entendimiento más sensible, “más allá” de lo que la sociedad le ofrece.

Aunque simplifico, muchas veces surgieron porque llegaron a la conclusión de que “si Basquiat pudo hacerlo, ¿por qué yo no?”.

...y aunque suene sangronsísimo, las mujeres se derriten por ellos.



Por lo regular, son el tipo o tipa sombríos que encontramos en las fiestas o exposiciones locales, con una mirada de ojos en forma de espiral, señalando el infortunio de un mundo que no comprende su genialidad. Sostiene todo su teatro a partir de la idea misma de genialidad, de estar adelantado o fuera de tiempo, se rebela ante ese infierno que son los otros y mantiene una digna pero petulante distancia con el resto de la humanidad.

Él o ella, por lo tanto, son “especiales”, “distintos”, están fuera de lugar. Esto es, no son como cualquiera.

Y ahí es donde reside la contradicción.

Gran parte del fundamento del artista torturado reside en la posibilidad de que cualquiera puede hacer esa proclama, decirse artista y vivir la vida del artista. Pero si en el momento que abres la posibilidad de que cualquiera puede serlo (desde el estudiante de ingeniería, amante del death metal o del rock progresivo, que dibuja esperpentos diabólicos en sus cuadernos, y cuya necesidad de expresión va ligada a un sentimiento de desencanto frente al mundo, hasta los diseñadores que tienen oportunidad de comprender la comunicación visual desde una perspectiva más formal, y sin problemas pueden decir “yo puedo hacer esa pieza de arte-instalación”, hasta los arquitectos que pueden decir con facilidad “yo puedo hacer esa escultura monumental, como las de Sebastián”), entonces, tu postura de ser humano iluminado e inspirado por fuerzas divinas se convierte en un espectáculo sin sentido. Ingresas a ese estado mental y social del individuo que se libera a través del arte, ahí donde todo mundo puede serlo, y al mismo tiempo, ingresas al mundo de “los elegidos.”

(Hay algo de condición-judeo-cristiana en todo esto, una especie de pose a la Jesucristo detrás de todo autoproclamado “artista”. Pero la mayoría de las veces, detrás de la proclama se esconde un simple ejercicio de liberación social, una suerte de emancipación de su condición burguesa.)

Bien puedes vivir el estilo de vida del artista, y todos pueden hacerlo. Pero eso no te convierte en buen artista. Probablemente, ni siquiera en artista.

El artista torturado es un romántico. Leyó “El anhelo de vivir” y se identificó adolescentemente con la vida de un individuo con sensibilidad extrema –esquizofrénica—ante el mundo, y que produjo imágenes de factura maravillosamente delicadas, y decidió que él o ella formaban parte de esa comunidad humana de personas con capacidades diferentes (no dista mucho esta condición de la de los que tienen deficiencias mentales). Configuró en sus experimentos con alucinógenos alguna suerte de “visión” (todo lo que nos comunicamos por medio de los alucinógenos lo construimos nosotros mismos, no son un llamado de alguna fuerza de energía de la naturaleza. Por favor, dejen de tomarse tan en serio las enseñanzas de Don Juan), y dicha visión es la que sostiene toda su proclama de “artista”. Es una visión muy endeble. Eso no te convierte en artista. Lo que te convierte en artista son tus obras.

Y sí. Estos artistas producen obras. Sin embargo, desde su punto de vista, el mundo es tan ajeno a su proclama de artista que difícilmente las “comprenderá.” Sus garabatos y explosiones masturbatorias de color, sus mamotretos hechos con alambre de púas y periódico, son dotados de una autorreferencia que difícilmente comunica a los otros lo que “quiso decir”. Llena de significados vacíos aquello que pintó-esculpió-performeó, llena de artilugios y alegorías que sólo tienen una relación íntima, personal, le otorga una narrativa ilegible a una serie de manchones que se refieren a “esa vez en la que yo estaba pasando por esta o esta otra situación, y decidí pintar esa mancha roja porque el rojo es el color del amor que sentí por ella/él”.

Pero sobre todo, producen desde la mediocridad. Una mediocridad técnica, una mediocridad de concepción, de sensibilidad estética, de ese “ser del mundo” que tan importante es encontrarlo como parte vital de las obras. Desde el momento que produces “al instante”, inspirado por cualquier asociación inmediata y no meditada que encontraste a tu paso entre las pinturas y el lienzo, o de entre los escombros que acostumbras usar para hacer un objeto, desde el momento que te expresas simplemente por expresarte, supuestamente sin importar opiniones (malhaya del pobre diablo que indignamente pretenda criticarlos, y sobre todo, clasificarlos. Justo lo que estoy haciendo, ustedes disculpen), desde el momento que consideras que todo lo que haces posee la genialidad de tu sentido artístico, innegablemente estás produciendo obras de arte. El problema es que no serán muy buenas.

Ha habido artistas que, dentro de ese contexto, efectivamente han producido obras valiosas, en su sentido estético, de propuesta y de comunicación. Aquí aparentemente me contradigo, pero en realidad, hay que establecer planteamientos justos.

Hay artistas que hicieron la proclama y que han vivido el estilo de vida del artista torturado. Como una continuación de esa visión romántica decimonónica del artista que sufre por su arte y que no verá la luz de comprensión hasta muy tarde (¿acaso todo artista moderno TIENE que modelarse a partir de Van Gogh?), sin duda alguna, he encontrado a artistas cuya vida ha sido dedicada impetuosamente a radicalizarse en contra del orden social. Pasionales, vividores, torturados, deambulan entre la depresión y la euforia y en su momento se han dedicado furtivamente a pintar. Y pintan bien. Muy bien. Un artista como Julio Ruiz en Mexicali es uno de ellos, bien a bien una de las grandes influencias del arte en Baja California, una suerte de “unsung hero”, al que todo mundo le reconoce un estilo y una aproximación al ejercicio plástico, que una buena cantidad de pintores ha tenido influencia directa e indirecta de él, y que bien podría señalarse como uno de esos artistas “torturados” y románticos a los que me refiero. La diferencia entre Ruiz y el resto de los autoproclamados artistas es que él reconoce y desarrolla la intensa labor detrás de la autoproclama. Investigó las posibilidades de la pintura (en su mirada, ocasionalmente, puedo detectar que lo sigue haciendo) se avocó a generar una aproximación determinada (un neoexpresionismo que en los ochenta, curiosamente, estaba muy en boga en otras partes del mundo) y hasta la fecha, no he conocido a artista que haya sido tan prolífico como él (me refiero en lo local, y probablemente sí haya, pero en estos momentos no lo puedo corroborar). Y sí, es un artista torturado, como yo malamente los clasifico; pero es un buen artista también.

Pero, ¿qué sucede con los otros, la infinidad de otros que reconocieron los pormenores de un estilo de vida bohemio y decidieron seguirlo sin reconocer el compromiso adicional que implica dedicarse al arte?

Muchos de ellos suelen criticar este tipo de declaraciones. Pueden tacharlas de criticonas, que nacen de alguien que no es artista, que trae algo contra ellos, y que va en contra de ese ejercicio libertario que es ser artista. También son los mismos que critican a las instituciones porque “le dan apoyo solamente a las vacas sagradas”, que critican a los espacios cuando no son incluyentes (independientemente de que alguien intente sanamente generar una curaduría para organizar el sentido de unas obras en exposición), y que cualquier persona que tenga la inquietud por hacer menos lo que ellos hacen, es considerada “esnob”, “elitista” y, en el peor de los casos (sobre todo porque no saben lo que están diciendo) “burgueses”.

Lo siento, damas y caballeros, pero el arte ES esnob, ES elitista, y aun más lo siento, ES para burgueses.

Por lo menos si lo que intentan hacer al momento de pintar sus “expresiones de libertad” es un cuadro montado en caballete y pintado al óleo. Ya que ese formato, la producción de esos objetos, considerados históricamente de lujo, tienen un público igualmente históricamente definido: las clases altas.

Al mismo tiempo, las experimentaciones, la simbología críptica, la alegorización oscura, todo lo que conlleva a la realización de una pintura desde el punto de vista romántico-torturado, es un tipo de obra que simplemente no puede ser dirigida a las clases populares, supuestamente, desde el punto de vista de estas personas, el público que más debería ser alimentado de arte.

(Por supuesto que tienen que ser alimentados con arte, aunque otras son sus prioridades. Pero la alimentación artística se hace en las escuelas, con una educación estratégica, que formule actividades de ejercicios pictóricos encaminados a despertar el juicio crítico, juicio que el estatus quo por supuesto que no quiere despertar en las clases que posteriormente se van a dedicar a trabajar como obreros. Es molesto y pedante pensar que lo que produce uno de estos artistas torturados no posee un carácter elitista.)

“El artista ayuda al mundo revelando verdades místicas”, nos dice la obra de Bruce Nauman que vemos en la imagen.



Probablemente el artista ni siquiera fabricó esa pieza. Probablemente ni siquiera la colgó en el espacio de una galería e instaló el sistema eléctrico para encenderla. Obviamente estamos hablando de una obra que no demuestra habilidades manuales en el manejo de recursos pictóricos de representación. Es un simple foco de vibrantes colores, que encendido produce un zumbido que conduce a la meditación (comprendido el ejercicio de apreciación desde este punto de vista). No obstante, es considerada una de las piezas claves de ese periodo del arte conceptual donde los artistas comenzaron a jugar con el lenguaje.

¿Por qué?

Por muchos factores. Por un lado, está la calidad de factura. Aquí no vemos errores técnicos, fallas en el diseño, o cualquier otro tipo de problema que le restara eficiencia a la obra. Por otro lado, está la sensibilidad conceptual, que es en sí una sensibilidad en torno al mundo de las ideas, de donde nace cualquier obra. Y por otro lado aun, está el compromiso y la capacidad del artista por trabajar, constantemente, para que la presencia de su trabajo esté en los lugares adecuados.
No podemos negar que es un trabajo de enorme esfuerzo y sacrificio (sacrificio que poco tiene que ver con "la condición del artista" y más que ver con la infinidad de trabajo intelectual y físico que conlleva la realización de una obra con un signo comunicativo tan preclaro.) Más aun, si Bruce Nauman es un artista prolífico que no se ha contentado con producir foquitos de neón. Más, todavía, si Bruce Nauman y muchos otros, antes de sacarle la lengua a la sociedad y criticarla sin más ni más, antes de quejarse ante el mundo que no lo comprenden, él se dedicó simple y sencillamente a algo: a producir obras. No necesariamente a “vivir como artista”, así, entre comillas.

7.8.07













snif.