Pregonaje
Ramón Tamayo murió. Se lleva a los suyos, sus ángeles, sus demonios, su teatro, su carnaval de especies. Ramón Tamayo muere y con él se va una actitud frente al arte, que es una actitud frente a la vida.
Es de momento desconcertante para mí explicar la sensación que me produce el fallecimiento de Tamayo. Desde que lo conocí lo relaciono con un personaje, esto es, Tamayo para mí era un personaje; cargaba consigo una personalidad, signos, gestos y señales que hablaban de una idiosincrasia y de un ánimo de gallardía, a pesar de las circunstancias. Ramón era una gran persona de teatro, lo llevaba en su sangre (no sé si en el pasado hubieron teatreros en sus antepasados. Con sangre me refiero a que gran parte de su impulso vital provenía de la teatralización de la vida)
Ramón Tamayo anduvo mucho tiempo en bicicleta. Conocidos y desconocidos podrían identificarlo como el “sujeto/maestro/tipo/artista/persona excéntrica” que andaba en bicicleta. Y con sombrero de cazador. De esos que usan los personajes de cacería en las caricaturas. A muchos les parecía extraño que anduviera por las calles de la supuestamente ciudad más caliente del planeta (cómo nos gusta esa referencia sin fundamento, ¿no?) con un sombrero. El sentido común nos dice (y creo que le dijo a Ramón) que había que usar sombrero para soportar el calor.
Cuando Ramón sonreía, sus ojos se escond'ian en sus mejillas y sus dientes se escondían detrás de una barba pobladísima. La barba ha sido un implemento de utilería básico para dos grandes actores mexicalenses. Están él y Pedro González. Ramón utilizaba su barba utilizaba el histrionismo atenuado y letárgico del acento mexicalense para construir su personaje.
Una noche me tocó ver uno de sus espectáculos, un teatro de sombras. Fue en épocas navideñas, estábamos todos en casa del fallecido poeta Eduardo Arellano. Hubo vino, pero sobre todo, hubo sombras: danzantes sombras, detrás de una pantalla, vívidas sombras que narraban sólo como Ramón sabía narrar. Ramón Tamayo se lleva consigo una tradición poco identificada en estos lares, y que alguno que otro actor rescata a pesar de los regañadientes de un público que no valora la pureza de dicho espectáculo : los relatos orales.
Las buenas costumbres nos hacen ocultar en el momento de un deceso aquellos aspectos de una persona que llegamos a reprobar. Para muchos, Ramón Tamayo no fue santo de su devoción (por cierto, y en cambio, el sol mexicalense, la ciudad, sus latitudes, el ritmo que él apropió de Mexicali y lo hizo parte de su vida, sí fueron devotos de él. Ambos mantenían un diálogo constante). Conflictos, querellas, disputas, alegatos, controversias, formaron parte de la vida de Ramón. Pero forman parte de la vida de todos. No somos los santos de devoción de todas las personas de este mundo. Caemos mal, caemos bien. En ocasiones, pasamos desapercibidos. Esto último no fue Ramón. Y creo que ahí se encuentra parte de su temperamento. Se vale decir que fue una persona temperamental. Aferrada. Necia. Pretensiosa. Hasta donde yo sé, todos los atributos que configuran a un artista. Y nunca pasó desapercibido, por cierto (eso es lo que sucede también con la gente de teatro: son todo presencia, tienen una hiperconciencia de este mundo que es un escenario que es un teatro de donde todos participamos.) Y pecamos cuando decimos que no podemos soportar a alguien así. Porque se revela nuestra intolerancia y conservadurismo frente a los personajes que forman parte vital de nuestra comunidad. Porque no queremos entrar al teatro.
Ramón Tamayo indagó. Buscó las posibilidades creativas que tiene el acto mismo de crear. Probó aquí, probó allá, se mantuvo siempre activo y siempre inquieto en cuanto a su producción artística. Abierto y activo entusiasta de las nuevas tendencias en el arte (llegué a ver los desconcertantes performances que elaboró como parte de las producciones del festival de danza "Entre Fronteras"; llegué a recibir en uno de los festivales de literatura experimental, un extraño "readymade asistido", compuesto, si mal no recuerdo, de una cuna con reproductor de audio integrado, que cargaba un conjunto de frascos en cuyo interior tenían lo que mi mente traicionera ahorita me dice que eran fetos), creo que una de las cosas que se rescatarán de él en un futuro es que su exigencia como creador lo obligaba a mostrarse petulante, cuando en realidad lo que quería era que nos tomáramos un poquito más en serio "eso del arte." Aunque no fueron confrontaciones directas, probablemente muchas de las nociones que él postulaba frente al acto creativo no concordaban conmigo. Pero eso no quiere decir que desconozco su constante búsqueda, y sobre todo, el hecho de que exigía profesionalismo en las actividades culturales. Sabía que no sólo se trataba de jugar al artista.
Lo que más recuerdo en estos momentos de Ramón Tamayo es su voz. De esas voces mexicalenses de inconfundible lejanía; sin eco, pausada, aligeradamente norteña y salpicada de gringuismos (que no es lo mismo que hablar en espanglish, sino que surge en tu acento una cierta californidad a la gringa). Y recuerdo su condición de milusos --en el más mejor sentido de la palabra-- el hecho de que se dedicaba a mil cosas al mismo tiempo. Cualquiera que promulgue una ética de D.I.Y. (Do It Yourself), como lo hizo Ramón, se lleva un fuerte abrazo de mi parte.
Ramón Tamayo entró al teatro del silencio (por lo menos, silencioso para nosotros, que no podemos entrar a esa sala donde todos actúan desde el otro lado de la vida. Un día de estos nos va a tocar). Ingresa a la muerte, no sin antes dejar su sombrero de cazador en alguna parte de la ciudad.
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