13.8.14

Algunas consideraciones 
sobre la mitopoyética del suicidio. 


He aquí algo que podría ser paradójico: mucho se ha hablado del suicidio, pero poco se sabe sobre la experiencia en sí. Grandes figuras --de la literatura, de la filosofía, de la historia social y política-- han reflexionado en torno al suicidio, pero ninguna de ellas ha dejado inscritas sus reflexiones después del acto. No me refiero a las notas escritas en hojas mal arrancadas de un cuaderno o en servilletas usadas, ni a las cartas cuidadosamente escritas, en las que leemos despedidas, statements desamparados, cínicos, derrotistas o crípticos. Me refiero a una relatoría subjetiva del acto, hecha por alguien que vivió la experiencia. Vivir la experiencia del suicidio. ¿Ven que es difícil? ¿Puede vivirse la experiencia del suicidio? 

Por cierto: los intentos no cuentan. 

El suicidio es una decisión momentánea y definitiva al mismo tiempo. Una solución cuyo resultado es inmediato e impostergable. La manera más abrupta y definitiva de manifestar la voluntad de ser, dejando de ser. 

No obstante la acumulación de todas estas reflexiones, citas y aseveraciones profundas y especializadas sobre el suicidio (de eso se encarga dios Google y sus siervos constructores de páginas organizadoras de datos), el acto sigue siendo un enigma, un acto explícito pero a la vez inexplicable, como si escribieras a medias una letra del abecedario, y no puedes identificar de qué letra se trata. El suicidio es una conclusión inconclusa. 

Quizás sea la mejor manera de terminar con todo, quizás no lo sea; jamás, creo yo, lo sabremos. Sus ejecutantes jamás podrán decírnoslo. Tampoco las personas que fallecieron en accidentes, crímenes, asesinatos o enfermedades pueden decirnos cómo se siente la muerte, pero tampoco cuentan, porque estas muertes son el resultado de una contingencia, no de una toma de decisión. La eutanasia es el suicidio a dos manos. La persona que asistió el suicidio carga con otro tipo de enigma. 

Lo que sí pretendemos saber, pero tampoco sabemos, es el trasfondo, la narrativa detrás de un suicidio. Nuestro deseo es querer entender, creer entender, por qué una persona se suicidó. Hay casos que hacen evidentes los motivos detrás del suicidio: puede ser el resultado de la euforia que impulsa a un individuo a usar su cuerpo en un acto que sirva como crítica al totalitarismo o la represión (inmolaciones, sacrificios públicos, el suicidio como acto político, un espectáculo para denunciar el espectáculo), o el más inquietante de todos, el suicidio masivo, impulsados por las creencias de algún líder religioso, cuya finalidad es trascendente para los que siguen al líder, pero que en realidad se vuelve escapatoria para éste último. Específicamente, cuando lo persigue la ley. 

En estos casos, el suicidio es performance, resistencia, advertencia, declaratoria de principios, un teatro donde se manifiestan los deseos individuales y colectivos por salir de aquí, en masse, antes de que las cosas se pongan peor. 

Sin embargo, en el caso individual, el de la persona que se quita a sí mismo la vida, el teatro opera de manera distinta. Es teatro, es montaje, el suicidio siempre es una escenificación: el colgado, el intoxicado, los brazos chorreando sangre de las muñecas (hay una imagen  en The Royal Tennenbaums que convierte la escenificación del acto en poesía), el hoyo en la sien, la pistola en la mano, el cuerpo inerte y la mano sosteniendo el frasco con píldoras, todas estas son manifestaciones del más puro drama teatral. Primero que nada, porque se trata de un acto donde el personaje se considera cobarde y valiente al mismo tiempo, y de todos los personajes teatrales, creo que son de los más interesantes. En ambos casos, el que comete el acto se convierte en el autor de un relato que ahora tendremos que descifrar. Podemos verificar las claves, seguir la trama, advertir lo que no advertíamos (dolor, tristeza profunda, el ánimo conducido por padecimientos psiquiátricos que dominan/controlan/dirigen al sujeto), trazar un relato ahí donde leíamos otro. O quizás sí leíamos ese relato, y el suicidio se convierte en un acto inevitable y sorpresivo al mismo tiempo. Aunque soy de la opinión de que el suicidio siempre es sorpresivo. Incluso, quizás, para la misma persona que lo cometió. 

Por otro lado, creo que es uno de los actos más egoístas de nosotros, los que nos quedamos aquí, el hecho de que necesitamos entender por qué una persona tomó la decisión de quitarse la vida. Buscamos morbosamente las motivaciones detrás de la decisión, indagamos en historias pasadas, eventos trágicos o bochornosos, buscamos en la enfermedad mental la explicación, en la depresión del sujeto, sin darnos cuenta que estas especulaciones hacen eco con nuestra muy presente inquietud por hacer lo mismo nosotros. Inevitable como la vida una vez nacidos, inevitable como saber que todos vamos a morir, creo que no podemos evitar el pensamiento suicida. Nadie se escapa de ello, está ahí, alojado en la mente, como una llave extra para la puerta principal, como el guardadito que tienes en caso de que las cosas no se pongan muy bien que digamos. 

Es por eso que, más allá de tratar de entender lo que llevó a una persona a quitarse la vida, prefiero especular lo que sucede con la persona una vez que logró suicidarse. Me imagino el lugar que ahora habita. Hagamos a un lado el cielo o el infierno, hagamos a un lado cualquier consideración que provenga de religiones, paradigmas o cosmovisiones propias y/o heredadas. Imaginemos al sujeto recién fallecido en un cielo abierto, sereno, un lugar de vientos plácidos, de aromas terrosos, húmedos, donde la persona sobrevuela por encima del mapa que traza los rumbos de su propia vida. Es posible que esté contento con su decisión. Es posible que descanse. Es posible que sonría. También es posible que se haya arrepentido inmediatamente, y que al sobrevolar sobre el mapa de su propia vida, descubra otra manera de verse a sí mismo(a). O incluso, que después de cometido el acto, dicha persona descubra todo el sentido de la vida que jamás entendió mientras vivo. 

Jamás lo sabremos. Ni siquiera cometiendo suicidio. 



4.8.14

Nuevas propuestas para enriquecer la oferta de la industria farmcéutica.

Seamos honestos: todos estamos enamorados de las medicinas. Nos ofrecen un alivio temporal para males que nos aquejan y que arrastramos como aquellas franelas con las que nos tapaban de niños. En ocasiones, es el único modo de sentirnos cómodos en este mundo. 

Es, la medicina, junto con la música, los más recurridos alicientes para soportar la pena de vivir. O por lo menos, de levantarte por la mañana y seguir haciendo eso que haces pero que ya ni sabes por qué lo haces. Vivir, dirían algunos. Trabajar, dirían otros. Valer madre, dice la gran mayoría silenciosa. 

Sin embargo, creo que la industria farmacéutica sólo dirige sus confecciones de remedios a apaciguar enfermedades pasajeras que en realidad no representan un alivio para el malestar de los tiempos. Claro, la garganta de aclara, los pulmones se abren y la nariz deja de chorrear mocos, pero todos reconocemos que, al despedirnos de los síntomas, también aceptamos su inevitable regreso. 

Las medicinas deberían servirnos para olvidar por completo el dolor, para eliminar el padecimiento, para desaparecer por completo el virus, el tumor, la herida, la congestión, el infierno intestinal, las deficiencias inmunológicas, el recordatorio constante de que tenemos un cuerpo que enferma, a uno. A otros. 

Nunca servirán para eso. Sin embargo, si ya tenemos las herramientas para conducir por la vía de la supresión de síntomas o el habilitamiento en la producción de hormonas y demás secreciones internas, ¿por qué no buscamos sanar cosas más contundentes? ¿Qué sucedería si pudiéramos curarnos del espanto de vivir? 

Es en esta tónica que me gustaría presentar las siguientes Pastillas para curarnos de la existencia. No se trata de drogas para uso recreativo, ésas sólo sirven para mover dos que tres transmisores neuronales o juguetear con ritmos cardíacos o aperturas de conciencia, porque todos sabemos que esas vías sólo sirven para deprimirnos más (y por lo tanto, seguir consumiendo). 

Pastilla para aprender a recoger nuestros corazones cuando la vida nos dio una serie sucesiva de patadas en el culo. 

Pastilla para gozar, realmente gozar, un mazapán. 

Pastilla para perder el apetito angustiante de querer que otros te hagan daño, por una especie de manía adolescente que nació la primera vez que tus padres te pusieron en ridículo enfrente de tus amigos. 

Pastilla para incrementar tu capacidad de defenderte ante la actitud ninguneante de tus jefes. 

Pastilla para convencerte a ti mismo de que todos tus sueños se pueden realizar. Debe tomarse después de que te acabaste esa pinta de nieve de garrafa que compraste como señal de frustración porque nada, supuestamente, te sale bien. 

Pastilla para olvidar que estás muerto. 

Pastilla para recordar que alguna vez estuviste vivo. 

Pastilla para perderle el miedo a las cucarachas. 

Pastilla para imaginarte tal y como debes ser. 

Pastilla para prolongar la vida sensitiva de los besos. 

Pastilla para revelarte a ti mismo que el alma no existe, pero sin el efecto traumatizante de entenderte como un trozo de carne más arrojado a este universo. 

Pastilla para recuperar la capacidad recuperadora de las fotografías. 

Pastillas para compartir la memoria de los otros. 

Pastillas para visualizar tu vida a) como un sitcom; b) como parte de una realidad postapocalíptica

Pastillas para mantener la sensación de que estás volando en un avión rumbo a una ciudad que siempre has querido conocer. 

Pastillas para prolongar la sensación de ahogo que te produce tu canción favorita. 

Pastillas para eliminar por completo y para siempre las agruras.