6.6.06

Para mí, los últimos años de la era postmoderna han parecido un poco como la manera como te sientes cuando estás en preparatoria y tus papás se van de viaje, y armas una fiesta. Reúnes a todos tus amigos y te avientas una loca y asquerosa y fabulosa fiesta. Por un tiempo es grandiosa, libre y liberadora, la autoridad de los padres ausente y derrocada, un deleite dionisíaco tipo el-gato-no-está-vamos-a-jugar. Pero luego pasa el tiempo y la fiesta se pone más y más ruidosa, y te quedas sin drogas, y nadie tiene dinero para más drogas, y las cosas comienzan a romperse y derramarse, y hay una quemadura de cigarrillo en el sofá, y tú eres el anfitrión y es tu casa también, y gradualmente comienzas a desear que tus padres pudieran regresar para restaurar un poco de pinche orden en tu casa. No es una analogía perfecta, pero la sensación que tengo de mi generación de escritores e intelectuales o lo que sea, es que son las tres de la mañana y el sofá tiene varias quemaduras de cigarro y alguien vomtió en el perchero de paraguas y deseamos que termine el desmadre. La obra parricida de nuestros fundadores postmodernos fue grandiosa, pero el parricidio produce huérfanos, y ni una sola cantidad de jolgorio puede compensar el hecho de que los escritores de mi edad han sido huérfanos en el transcurso de sus años formativos. Estamos como que deseando que algunos de los padres regesaran. Y claro, no estamos muy cómodos con el hecho de que deseamos que regresen. Digo, ¿qué nos pasa? ¿acaso somos unos maricas? ¿acaso hay algo sobre la autoridad y los límites que en realidad necesitamos? Y luego el sentimiento más incómodo de todos, conforme gradualmente nos damos cuenta que los padres de hecho nunca van a volver, el hecho de que “nosotros” vamos a tener que ser los padres.
David Foster Wallace, en entrevista con Larry McCaffery, para la "Review of Contemporary Fiction", verano de 1993.
El Salón de la Infamia: Un recuento de los (des)hechos.

Si este no es el desierto de lo real, por lo menos sí es lo real del desierto: la buena disposición, la mirada permanentemente arrugada por el sol, el estrechado de manos y las palmadas en la espalda. La sonrisa cálida, los rastros del trabajo constante que implica vivir en una tierra tan inhóspita como Mexicali. La sensualidad bravucona de las mujeres, la condición de cándido silvestre de los hombres. La autoafirmación de una identidad que se pierde en una bóveda celeste de impresionantes vistas blanquiazules, sobre todo cuando relatas todos tus más desquiciados planes de lo que podría ser Mexicali a alguien que, en el proceso, deja de escucharte (lo que pasa es que Mexicali es una ciudad sin ecos). Los atardeceres sostenidos por un horizonte de permanencia lineal, fragmentos sacados de un cuadro de Benavides (¿será al revés? No one knows). El silencio de la ciudad por las noches, cuando las ceremonias y los rituales terminan y todos queremos refugiarnos en el ronroneo del aire acondicionado. Todo esto deja de tener sentido, o se aligera un poco, cuando se busca un significado más allá de lo que la cotidianeidad genera. Cualquier intento por hacerlo invita a que te arrojen un bote de cerveza y te digan “¡no mames!”

En el desierto tienen que inventarse los paisajes y los sentidos. Tienen que inventarse los imaginarios –a menos que provengan de la misma naturaleza—tienen que inventarse los ídolos que conformarán su iconografía. Asimismo, tienen que inventarse las comunidades, la colectividad, sobre todo en una ciudad acostumbrada a hacer todo de manera individualizada. Esto ha traído como consecuencia que cada uno traiga su pequeña porción de verdad. Cuando intenta compartirla, su voz se pierde en la extensión del desierto. Se la lleva una bolsa de plástico que revolotea en el aire.

La intención original del Salón de la Infamia, entre otros, era la de revelar la condición arbitraria que designa el valor –estético, artístico-artesanal—de las obras de arte, ya sean locales o de cualquier otro ámbito. Una suerte de exhibición y hapenning, que no pretendía denunciar el sistema de producción y reproducción artística (es un discurso cansado que no propone nada) sino simplemente poner de manifiesto que, cuando se trata de encontrar el “valor” de una obra, o el “gusto” que pueda producir, las categorías son arbitrarias, y por ello, endebles. Trabajando a la inversa de lo que podría ser una bienal, el objetivo era destruir la peor obra de la selección. Mexicali, un entorno que no precisamente se distingue por su “belleza”, es el escenario propicio para poner sobre la mesa una producción artística denominada de antemano como “lo peor del arte [mexicalense]”. Conceptualmente, es una idea provocadora. Mi idea es que iba mucho más allá de la simple provocación. Ya que la ciudad, aparentemente produciendo las mismas repeticiones y monotonías de su dinámica cultural desde hace más de veinte años, en realidad está modificando dicha dinámica. Un evento de esta naturaleza promete una suerte de “tabla rasa” desde la cual puede repensarse el ejercicio, el oficio, la condición misma de la producción artística local. Destazar crítica –y físicamente—lo que los artistas locales de varias generaciones han producido en los últimos años, es una manera de simbolizar un “borrón y cuenta nueva”. Considero esta idea muy saludable para cualquier ámbito de las artes, ya que no se trata de romper con generaciones previas (a las que siempre se considera como los detentores del campo de las artes) sino de trabajar simbólicamente con ellos en un diálogo sobre la producción futura. Por citar tres ejemplos, Ruth Hernández, Rubén García Benavides, Carlos Coronado, participaron con entusiasmo en el proyecto (otros, por cuestiones de tiempo, no pudieron ser convocados).

Sin embargo, reconozco que la idea de la mayoría de la gente –en Mexicali, y también en otras partes del Estado—es que cualquier reflexión profunda sobre este tipo de eventos serían puras jaladas, engranes y profundidades sin sentido. En fin.

No obstante, el entusiasmo y el interés no se perdió en ningún momento, que sí el problema de inventar exposiciones con pocos recursos y muchísimas necesidades. En el peor de los casos, hubiera terminado como esos autos usados que remiendas en un taller maltrecho y que de perdida sirve para cruzar a Caléxico. Afortunadamente, el entusiasmo va más allá del “ai se va”. Se construyó una improvisada pero visualmente atractiva pantalla, desde la cual se proyectó un cortometraje sobre el evento. Una tenebrosa y frágil red de cables y extensiones colgaban alrededor de los equipos de sonido utilizados para la música y el equipo audiovisual. Se extiende una fuerte reverencia de sombrero charro al tezón y empeño de quienes trabajan directamente en el proyecto de La Casa de la Tía Tina.

Como inicio del evento, un solitario DJ ponía canciones de su sofisticada preferencia, para el alternativamente halago/desprecio de muchos de los asistentes. De pronto, la gente llegó como marea que traía el sorpresivo clima fresco de la noche. Cuando menos me di cuenta, la fiesta había iniciado. Entre una banda y otra, un grupo teatral tuvo que lidiar con la cruel indiferencia del público, así como con el interés desinteresado de aquellos que sí prestaban atención a lo que presentaron. Entre ellos, el insigne presidente del jurado.

Trabaja o es dueño del taller de herrería que se encuentra al lado de La Casa de la Tía Tina, y es de esas personas de serena vitalidad que tan comúnmente encontramos por estos lares. Puede decirse con bastante orgullo que es el primer juez de una bienal en la historia que acude al evento con sombrero vaquero. De amplio criterio pero de una capacidad crítica, juiciosa, que manifestó al momento de ser acompañado de los otros tres miembros del jurado –escogidos de entre los miembros del público—y ejercer el papel de presidente con el mismo entusiasmo con el que puede emprenderse cualquier aventura de la vida: con una sonrisa contemplativa. ¿Habrá sido una jalada para él, todo esto de la exposición, el escándalo de la fiesta, los grupos musicales, las obras en exposición? Si fue así, en ningún momento lo manifestó.
Tres obras fueron seleccionadas, una de ellas galardonada con el premio de ser destruida en público: el artista fue Ismael Castro, y la obra se titulaba Homenaje a Mondrian. En ella aparecía un hombre desnudo sin una pierna, empuñando un cuchillo y dirigiéndose a donde una mujer también desnuda. Los patrones de colores eran los que rendían homenaje al indirecto creador del diseño de los productos Studio Line.

De entre el ruidajo de la música y los grupúsculos que habitaban el espacio de La Casa, se escuchó la voz del maestro de ceremonias, quien anunció con bombo y platillo las obras ganadoras. La obra se destruyó, creo haber visto rastros de la misma en el suelo. El tan mencionado “ritual” tuvo un aftertaste de indiferencia, ya que la algarabía de la gente estaba desconectada de la naturaleza del evento. Todos estaban contentos de estar ahí, todos platicaban con todos, cualquier intento por llamar la atención al posible significado de lo que acababa de ocurrir, bien pudiera ser recibido con comentarios adversos. El “ritual de purificación” pasó sin pena ni gloria.

O quizás no. Ya que así suceden las cosas, así se sucede la vida. Cuando llegó la madrugada, una larga proliferación de botes de cerveza adornaban La Casa de la Tía Tina. Dos que tres daños al interior de la galería. El plan de llevar este evento a un plano de significación simplemente no ocurrió. Y a la vez sí. Ya que, en este desierto, con esta gente y en estas circunstancias, cada quien es portador de su propia verdad.