5.7.08

Hay artistas melancólicos y hay artistas vitalistas. Los primeros someten la realidad al escrutinio de su mirada; los segundos someten la realidad a sus deseos, a veces profundos, a veces superficiales
Se reconoce históricamente a los artistas --a los creadores en general, que va desde un dramaturgo hasta un coreógrafo hasta un pintor hasta un narrador-- que representan con su mirada aquello que siempre va a pérdida --la vida, el tiempo, la memoria-- y que sólo puede manifestarse como melancólico. La mirada de Borges --obsesivo del tiempo-- era melancólica, incluso después de perder la vista (aquí nos damos cuenta que eso de la "mirada" es más que el simple acto de detectar y reconocer objetos y fenómenos de la realidad externa). Este impulso de los creadores nos ofrecen visiones poéticas, o poetizadas, de la realidad. No la someten, la estudian, a veces científicamente (como lo hizo Seurat con su puntillismo) pero con un sumo grado de contemplación silenciosa, interiorizante. Éstos son los vouyeurs.
Se reconoce históricamente a los artistas que toman la realidad del cogote y hacen con ella lo que les dé su regalada gana. La explican, te ponen de cara a sus experiencias, la explotan, la revientan, la manchan, la abrazan, la acogen, la cogen, la minimizan o maximalizan, la escupen (Boris Vian) la relatan con el gusto de aquel que reconoce, como una vez dijo Neil Young, que es mejor quemarse que desvanecer lentamente. Éstos artistas se adueñan de la realidad, y descubren que la esencia del arte está en la imposición de tu propia humanidad en el acto creativo. Por eso es tan seductor, tan aspirable, un escritor como Bukowski. Por eso puede resultar seductor el sometimiento al lienzo de los expresionistas abstractos (que no se trata más que de imponer su masculinidad, metafóricamente eyaculando sobre el lienzo: piénsese en Pollock). Por eso Henry Miller nos resulta tan vital, por eso también Kerouac (y su enorme progenie, que hasta la fecha, sigue rondando los bares y cantinas y prostíbulos y barrios populares de las ciudades, en busca de la "verdadera realidad"), por esto Picasso, y muchos otros artistas que decidieron que el arte tiene que ver con la vida y no con la muerte.
Éstos creadores son más reptilianos. No construyen, no meditan, no estructuran, no "cerebralizan" sus obras; no parten de conceptos profundos ni de análisis agudos de la realidad; lo que ven es, y hay que manifestarlo tal y como sus acciones les permiten.
Los otros, los primeros, son creadores más meditativos. Meditabundos, quizá es mejor que lo diga así, introspectivos y callados, perdidos en sus sentidos, sumidos en una cierta pesadumbre, un reconocimiento de que el ser humano está dotado de razón y de recuerdo, y de contradicciones y complicaciones e injusticias, que el ser humano puede ser un hijo de la chingada y a la vez un constante generador de experiencias poéticas, que la belleza es para verse en completa inacción, que los fenómenos naturales, sociales y hasta metafísicos, deben atacarse inteligentemente. Kafka fue un creador de este tipo, y hasta cierto grado Duchamp (pero éste tenía un poco de reptiliano y un mucho de clasemediero aburrido). Magritte fue uno de ellos también, así como lo fue Salvador Elizondo, como lo es Gabriel Orozco, como lo son todos los creadores que ven en el ejercicio artístico un esfuerzo por comprender las aristas de la realidad. Es un esfuerzo inútil, a veces hasta absurdo (esto lo comprendió Camus), eso de estarse "engranando". Y sobre la base de estos procesos se encuentra el descubrimiento que, precisamente, no obstante se queda la huella y presencia de sus creaciones, éstas siempre son apreciadas como una ausencia, como algo que fue, no como algo que está ahí.
Esto último viene arrastrándose desde las huellas que encontramos impresas en las cavernas. Nos presentan la existencia de un ser humano, pero también nos hablan de su ausencia. No sólo nos dicen "aquí estoy", sino también "aquí estuve" (si se fijan, sólo es cuestión de enfoque). Ésto último también lo puede comprender un graffitero.
Ambos tipos de creadores tienen igualmente una relación distinta con su medio. Los vitalistas atacan a su medio, golpean las teclas con fuerza, arrojan la pintura, diseñan coreografías que nos hablan del goce --no del padecimiento-- del cuerpo humano. Los melancólicos dan vueltas alrededor del escritorio, planean y complotan y se quedan callados en los cafés, a veces haciendo anotaciones, bocetos, observan contemplativamente y luego producen algo, muchas veces maravilloso, lleno de esas anotaciones y descubrimientos hechos a partir de la observación aguda de la realidad (pero son lentos, despistados y se tardan un chingo en producir (esto último está a punto de convertirse en un ejercicio de autoproyección. chin.).
Los melancólicos hablan sobre la pérdida y, en ocasiones, sobre la muerte (de la memoria, del tiempo, de la belleza, del amor, del autor, etc., etc.). Los otros, los más vitalistas, los más reptilianos, nos hablan de la vida. Los primeros crean presencias que se convierten en ausencias, los segundos se aferran a la vida que representa dicha presencia.
Yo soy de los que piensa que, finalmente, todo es ausencia. Aunque es difícil pensarlo en el marco de este medio, que no sé si podría convertirse en una huella (de la era) digital. Porque este medio no envejece, no necesariamente va demarcando su paso en el tiempo. Este templete puede cambiar, pero no necesariamente vamos a ver la pantalla amarillesca cuando quizás se asomen a revisar los archivos de este blog para ver lo que se escribió anteriormente. Pero de todos modos, sí nos habla de una pérdida. Porque lo que se pierde, quizá, es el momento justo en el que se pensó de esta manera. Lo que queda en la memoria son las ideas que estoy planteando en estos precisos momentos. Y que aquí, y ahora, suspendo indefinidamente.