4.9.10

Literatura de diseño

Guía para una literatura ajustada a la medida de sus lectores.

Alejandro Espinoza

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El autor, el entrecomillado por el postestructuralismo doctrinario, así como el romantizado por todo aspirante a esa visión virtual del creador literario, no ha muerto. No obstante el vaticinio barthesiano (del cual pocos han hecho una lectura que detecte el tono irónico de ese texto emblemático –pero esa es una cuestión que les sucede a muchos escritores franceses contemporáneos, a mi parecer incapaces de evidenciar su sentido del humor por medio de la escritura), el autor está más vivo que nunca. Desplegado en espacios de recepción inusitados hace menos de treinta años, su presencia (que siempre es ausencia al mismo tiempo) ha hecho metástasis, extendiéndose por fuera del espectro siempre conservador del libro. Su protagonismo, sus posiciones éticas/estéticas, se encuentran latentes en cada sitio, blog, publicación electrónica, en el ejercicio descomunal y desmedido de su “editorialización” en prácticamente cualquier lugar que le sirva de podium para declarar sus desgracias, retroproyecciones, sarcasmos, frases afortunadas así como penosas, posturas ideológicas, creencias, revelaciones personales y demás. Todo el despliegue que tradicionalmente un autor realiza bajo el esquema de algo que todavía denominamos como “obra.” Debe señalarse, por otro lado, que en el ejercicio de despliegue (ahí donde nos encontramos con blogueros especializados, fanáticos de las revelaciones personales o inscrito en la perpetua representación de su diario devenir –vía Twitter, por ejemplo) el autor está en todas partes. Lo cual quiere decir, paradójicamente, que no está en ninguna parte. El autor no ha muerto, simplemente ha desaparecido, se ha vuelto volátil, anodino, subrepticio. Justo como siempre ha querido ser. (por lo menos, desde la modernidad).

* Pero claro, debe ser más que obvio para nosotros que tales aperturas NO han propiciado pura genialidad. Es como todo en los campos de la creación: ante la indefinición, ante la relatividad de las manifestaciones, es cierto que “todo puede ser arte/literatura,” pero eso no quiere decir que toda esa producción sea buena, llevadera, sustancial o rica en expresión y capacidad de visualizar la realidad, de trastocarla al tiempo que la traduces desde una perspectiva que dé cuenta del rendimiento del lenguaje que subsiste en dicha realidad, de poner en una evidencia sucinta, clara, precisa, y si se puede poética, las condiciones de este mundo extraño en que vivimos. Esto es, habrá frente a nosotros un aparente infinito de escritores que celebran la democratización de los marcos de recepción, pero eso no quiere decir que en ese infinito nos encontremos con pura genialidad, inteligencia crítica, o incluso, originalidad. En su mayoría, nos enfrentamos a basura, o escombro (debris es una palabra más aplicable a lo que quiero decir) empeños menores, amateurismo, y en el peor de los casos, el equivalente a un correo que lleva dos meses en nuestra bandeja de spam y que jamás leemos. Cualquiera que esté inserto en ese mundo especial, de intimidad virtual a través de los medios de información, puede encontrar una epifanía. Pero el talante del momento epifánico es directamente proporcional a la cantidad de textos cuya capacidad, intelecto, profundidad de pensamiento, equivale a una presentación en power point enviada como una carta en cadena. Esto es mera especulación empírica, pero por cada diez textos, entradas de blog, correos con links a artículos “interesantes,” páginas dedicadas a la discusión y difusión de trabajos literarios hechos en línea o utilizando la tecnología como parte de la forma textual, por cada diez de estos artilugios, puedo decir que uno solo logra un grado de impacto en mi diario devenir como persona. Y muchas veces ni siquiera es de alguien que podemos identificar como escritor.

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No obstante, quisiera replantear esto de la intimidad. Yo creo que todos los que vivimos cotidianamente el flujo perpetuo y rizomático de internet, con una fina reflexión sobre ese devenir, puede decirse que vivimos aledaños a una suerte de intimidad con respecto al proceso de emisión-recepción de la práctica literaria. Sigue siendo un potencial. No está sucediendo en estos momentos; estos encuentros aun no están refinados, sólo subsisten en las maneras como se comparten ideas entre un autor y un grupo de personas que siguen con relativa frecuencia sus escritos. Hay, creo yo, un encuentro que no había antes. La posibilidad de dialogar, aunque sea un intercambio banal, con alguna persona que escribe ideas y cosas que te llaman la atención. Kafka –su persona así como su escritura— hubiera sido definitivamente de otra manera, hubiera tomado otras decisiones, si en el proceso de creación de su obra se hubiera enfrentado a un grupo de personas que opina casi cada cinco minutos sobre lo que en esos instantes le ocurría a él. Lo mismo puede decirse de cualquier autor del pasado: no existía un escenario en el que pudiera potenciarse al mismo tiempo que banalizarse lo que escribieron. Proyectos como los de Joyce hubieran sido imposibles en la actualidad. ¿Cómo opera el stream of contemporary consciousness? ¿Sigue siendo el mismo sujeto, el mismo paradigma de la modernidad la que dicta las vicisitudes y experiencias del sujeto contemporáneo? Si acaso las modalidades han cambiado, ¿de qué maneras está desafiando, resistiendo o simplemente registrando estas transformaciones la literatura de hoy?

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¿Qué es posible en la actualidad, con respecto a la creación literaria? Hace poco me explicaron que no eres nada si no tienes una presencia identificable en internet (enfatizo: “nada,” no “nadie”: hay una diferencia); Si tus libros, publicaciones en revistas, suplementos, no son debidamente ubicados en algún sitio –una página personal, una página creada por fans, menciones de tu obra en textos académicos, etc., corres el riesgo de desaparecer. Por lo tanto, el escritor en la actualidad debe hacer las veces de promotor incansable de su trabajo. La literatura creada en esas cápsulas de tiempo que fueron los baúles de los escritores reclusos (sigue habiendo, y en un momento llegaron a representar una figura significativa de la literatura moderna; piénsese en los libros de Kafka, algunos textos de Poe, las multiplicidades de Pessoa, la reciente publicación de El Original de Laura, de Vladimir Naokov), hoy simplemente no figuran en el espectro mediático, ahí donde no eres nadie si no tienes un emoticon que represente tu estado anímico literario. El escritor actual se ha convertido en gestor y difusor del destino de su obra. No dudo que así no deba ser y tampoco lo critico. Lo que pongo en tela de duda es la suficiencia de estas acciones. Y me refiero a una suficiencia con respecto a la literatura como tal, a sus condiciones de posibilidad. Porque es cierto, si tienes tu página y tu blog y aparecen tus libros y anuncias cada uno de los encuentros, festivales, talleres, conferencias, ferias y lecturas íntimas en las que participas, seguramente eres una persona identificada como escritor. De profesión. Con visión carrerística. Que no obstante vive la gesta diaria de entender qué demonios significa eso que llamamos escribir. Y creo que esto último es lo más difícil de discurrir o de poner sobre la mesa mediática.

El lado positivo es la democratización que subyace en estas posibilidades. Creo que nunca había estado tan activa la presencia de un autor en las relaciones de emisión y recepción de su obra. Desde su página, desde su blog, puedes accesar a toda una mini enciclopedia de referencias a su trabajo: reseñas, entrevistas, artículos publicados por/sobre él o ella, misceláneos, incluso hasta anuncios incidentales donde presenta su itinerario anual de actividades. Los escritores, al parecer, son gente bastante ocupada. Lo que yo me pregunto es si toda esta cortina de humo es también una instancia legitimadora del trabajo de un autor. Su googleabilidad legitima su presencia en el ámbito de las letras. donde creo que pasamos de lado cuestiones tan pertinentes pero al mismo tiempo tan escabrosas como su calidad, su trascendencia incluso. ¿Ya no importan estas cosas?

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Todas estas reflexiones me llevan al asunto en cuestión: ante este panorama de presencias y ausencias, de marcos de emisión y recepción de obra, ante las relaciones cercanas (ya casi de segundo grado) entre los escritores y sus lectores, ¿no existe la posibilidad de que refinemos y redefinamos los modos y las modas de la escritura? Lo repito, estamos en una situación inusitada. Véanlo de este modo: antes, la posibilidad de diálogo entre un escritor y su(s) lector(es) era reducida, si no es que imposible (piénsese en Salinger, o incluso en DeLillo, o Pynchon), y en la actualidad, sigue existiendo una suerte de relación cortesana con autores consolidados. Pero hay muchos que ya establecen nexos con algunos lectores, más allá del intercambio académico o periodístico, y en ocasiones pueden establecer una relación animosa (procuro ser lo menos romántico posible, y tomo el riesgo con el siguiente dato), incluso íntima, similar a la que estableció el cartero con Neruda: había reciprocidad en los modos como apreciaban los momentos de la realidad. Y si bien este cartero no influyó directamente sobre los contenidos de los poemas escritos por Neruda posteriormente, sí nos presenta un modelo de aproximación a lo que me refiero. Por primera vez, el lector y el escritor están –quizás—en igualdad de circunstancias comunicativas. Algunos escritores no quieren este lazo (algunos otros podrían enloquecer con la cantidad de fan mail que posiblemente reciben) pero hay otros cuya posibilidad de diálogo se puede profundizar, de manera que los contenidos posibles de sus obras se acerquen a los contenidos de deseo de sus lectores.

¿Qué les parece? Existe la posibilidad –y aquí también corro el riesgo de que mi propuesta se parezca a los sondeos que hacen los estudios de mercado para analizar comportamientos de consumo de grupos demográficos—de que un escritor escriba para un público definido. Imaginen que, de aquí en adelante, escribamos específicamente para uno, dos, tres, cinco, diez lectores, únicamente para ellos, y para nadie más. Y que los abordajes estilísticos, formales, narrativos y de trama de las obras sean el resultado de las afinidades, obsesiones, vicisitudes e incluso imaginaciones de estos lectores. Una literatura de diseño, pues, que permita refinar y re-intimizar las relaciones entre autores y lectores.

Debo hacer un breve recordatorio. No se trata de escribir para grupos demográficos, ni de hacer análisis estadísticos (que se puede; la estadística es como una suerte de alquimia contemporánea) que permitan identificar tendencias y patrones en el consumo de lectura, similar, probablemente, a lo que atraviesan autoras como J.K. Rowling, cuando estiman los pros y contras de determinados giros de tramas, inclusiones o desapariciones de personajes, destinos de los héroes, etc. La cuestión central no tiene nada que ver con el seguimiento de una trama pedestre (ahí donde la literatura se convierte en entretenimiento, parte de la cultura popular; nada de malo en ello) sino en la posibilidad de incidir, a través del lenguaje, del intercambio de ideas, de procesos de reconfortamiento y perturbación del tejido intelectual de un lector, por medio de una obra narrativa que se transforme conforme se transforman los procesos de lectura y escritura, en un círculo perpetuo, dialéctico, pero dirigido a individuos específicos, no a potenciales públicos de lectura. Bajo la premisa de que no estoy loco porque puedo imaginar en el terreno de lo real lo posible, creo que es una propuesta interesante.

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Piénsenlo. Consagrar nuestras vidas como autores a la seducción perpetua de un desconocido con quien tienes una relación íntima. La lectura literaria siempre ha tenido esa virtud (algunos filósofos logran lo mismo, pienso en las postulaciones de corte nietzscheano de Baudrillard o esa fina prosa que distingue a algunos textos de Barthes, de Blanchot, ahí donde se comparte el gusto por la reflexión, el amor a las ideas, sobre todo el amor por compartir, persuasivamente, a que otro ingrese al marco de pensamiento que presentas), pero creo que los autores siempre hemos pensado en nuestros lectores como entes alejados, sus afinidades siempre en potencia, contradictoriamente idealizados y olvidados en el proceso, incluso, cuando pretendemos que ciertas abstracciones y experimentos con la forma y el lenguaje sean recibidos con la misma “facilidad” con la que los concibes. Estos procesos distan mucho de ser perfectos, estos lazos de comunicación con un lector imaginario. Bien puede ser un adolescente o un académico, un corporativo trashumante que compra sus lecturas en los estantes de los aeropuertos o una ama de casa que continúa con esa búsqueda del misterio de la vida que tanto distingue a las mujeres, y que de pronto hay visos de un “querer más” que se resuelve con lecturas literarias, buenas, malas, que si bien sirven mayormente de pasatiempo, en algunos casos se convierten en detonadores de una transformación individual. Todo esto sucede en una esfera cuya poiesis no es estable. Lo que yo escribo en estos momentos, probablemente halle un interlocutor allá afuera, que inmediatamente quiera interpelar estas ideas. ¿Por qué no habilitamos esta dinámica, de manera que el proceso de escritura/lectura se difumine, de la misma manera que la dicotomía arte/vida se difuminó con algunas prácticas de la vanguardia en las artes?

Cierto es que la escritura, como tal, no ha evolucionado. Ha evolucionado el lenguaje y la forma, y más que una evolución, ha sido una transmogrificación. Hace mucho tiempo, leí una entrevista con William Burroughs, en la cual él explicaba una de las pocas posibilidades evolutivas que poseía la escritura. Primero, Burroughs planteaba que los avances en las artes plásticas superaban los avances en la escritura, referidos exclusivamente a aspectos técnicos. El pintor ha pasado de los pigmentos con grasas de animales al fresco al óleo al acrílico, todo esto marcando elementos de diseño y composición y de distintas superficies que han hecho de las artes plásticas el lenguaje técnico más evolutivo (y que a su vez, sigue siendo posible recurrir a técnicas antiguas). El escritor, en cambio, a pesar de que ciertos implementos de inscripción han hecho al acto de escribir algo más apresurado, la modulación misma del proceso de escritura se ha mantenido igual: somos transcriptores de un proceso imperfecto de pensamientos que articulamos en ideas que aun mantienen esa sensación de que la “idea” no terminó presentificada absolutamente en el texto. Por ello, Burroughs estipulaba que, si pudiera existir un invento que lograra transcribir el flujo de pensamiento, esto es, un artilugio que se conectara al cerebro y que transcribiera sin editores todo el correr del pensamiento, ahí es cuando nos encontraríamos con un verdadero paso evolutivo.

Sin embargo, creo que esta no es toda la historia. O mejor dicho, creo que la historia de nuestra obsesión por la escritura no está encaminada al proceso mismo de escribir, sino al proceso mismo de comunicar. No quiero imaginar el disparate que ocurriría si todos tuviéramos ese artilugio conectado en nuestros cerebros. Si ya podemos percatarnos de la virulencia del lenguaje –que sigue intermediado por el proceso de inscripción—y del flujo de la información, no quiero imaginar su profusión, su esquizofrenia si se quiere, al tener un aparato que transcribiera todo cuanto pasa por nuestras mentes. Sería el equivalente a twittear cada dos segundos. Sus posibilidades suenan atractivas, pero creo que ese no es el comportamiento que asume actualmente la escritura.

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Adicionalmente, creo que esto va más allá de una noción simplista de “interactividad.” Son conocidas las propuestas de escritores que producen una obra en la cual participa el lector como actante en el desarrollo de la trama. Los giros, vericuetos, caminos sin salida o bifurcaciones de un relato pueden ser comandados, ya sea por medio de hipervínculos o con programas autoejecutables que convierten al lector en productor no de su propia historia, sino de su propia experiencia de lectura. Reitero, mi opinión es que estos procedimientos sólo rasgan la superficie de algo más potente. Hacer que un relato sea interactivo sólo permite ciertas acciones, se maneja con estructuras dadas y, sobre todo, fórmulas probadas. Todo el esquema de las “grandes narrativas” pervive en estas experiencias. Se modelan historias góticas, romances, novelas policíacas, de espionaje, aventureras, míticas, fantásticas, pero recurren a géneros (a veces trastocándolos, pero nunca atravesándolos, digamos, transdisciplinariamente) y a formas establecidas por esa herencia genética que tenemos con respecto al relato tradicional. La optatividad de personajes, de sucesos y escenarios donde se desarrollan tramas simples, no son más que un artilugio de escape que, a mi parecer, dista mucho de lo que podría ser el verdadero placer del texto. Es en la narratividad misma donde pueden ocurrir lecturas más profundas, que incidan sobre el ser y el querer ser del individuo lector.

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Es una empresa más sencilla de lo que parece. Se encuentra permeada en los procesos de escritura actuales, medidos por expectativas y marcos que emanan de las mismas inquietudes o necesidades de los escritores, cuando conforman, por ejemplo, un texto académico que se ajuste a las medidas y estándares de la academia, o a los que referenciamos lecturas, adscritos a las consignas modernistas establecidas desde Mallarmè –el mundo en el futuro estará contenido en un libro—y que aluden al desarrollo del “linaje” literario (cuando se es kafkiano, o joyceano, o borgiano, por un lado; por otro lado, cuando la literatura es sobre la literatura –piénsese en Los detectives salvajes), o cuando se reinterpretan, mezclan o experimentan metanarrativamente con las características de los géneros (un replanteamiento de la novela policíaca, como el caso del primer relato de la Trilogía de Nueva York, de Auster, Fantasmas). Donde, en el otro espectro, tenemos la esfera de lectores que ubican, rastrean, identifican y añaden a su colección las lecturas que van conformándole un esquema de relaciones con la literatura (hay quienes, por ejemplo, solamente leen variaciones de literatura beat; hay otros que rastrean a cuanto autor borgiano se encuentren; luego está un gran contingente de lectores que “descubren” un libro u autor, y que luego van perfilando dentro de sus respectivos marcos de comprensión: “en este archivo pongo a César Aira, en este otro pongo a Houellebecq, acá en este otro rincón a Miklos, a Markson, a Wallace, a Chimal, a Sada, a Crosthwaite” y así sucesivamente); en ambos casos domina la historia, en ambos casos dominan las formas, domina eso que llamamos “tradición,” dominan los discursos, los planteamientos. Pero ni en uno ni en otro espectro podemos ver un lazo de unión. Un sitio, desde el cual escritores y lectores establezcan un espacio que discurra sobre las posibilidades del lenguaje, una vez que este se somete a contenidos de deseo de ambas partes.

Lo que pasa es que nunca he creído ni en el autor rebelde y romántico que “sólo escribe para sí mismo,” ni en un lector que no se compromete con las ideas contenidas en un texto, y que sólo lee “para divertirse.” O por lo menos, en este texto no estoy pensando ni en uno ni en el otro. Pienso en las instancias donde ambos participantes en el entramado de emisión y recepción de una obra, pueden hallarse para encontrar un punto en común. Nadie pone directamente en disputa los señalamientos y pontificaciones morales, estéticas y éticas de un autor. Esto es, nadie se lo señala a la cara, sólo el campo crítico (y ya sabemos en qué estado se encuentra ese pastelito), que en el mejor de los casos, dilucida para beneficio del mismo crítico, y en el peor de los casos, se mantiene dentro del discurso dominante (ahí donde las políticas y tendencias de una revista literaria, por ejemplo, determinan las ausencias y presencias de determinados autores y de ciertos tipos de obras en las discusiones del campo). Esto es, pienso en la posibilidad de aquello que se siente imposible. Que autor y lector se encuentren a la mitad del camino, y que ambos decidan el rumbo que debe tomar el pensamiento y el relato convertidos en lenguaje, usados como (re)presentación de mundo. Me gustaría que alguien interrumpiera el silencio con el que el escritor escribe sus textos, en el momento mismo de escritura; me gustaría que alguien interrumpiera al lector en su momento de soledad y de enfrentamiento con el pensamiento de otro.

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Cuando leemos, “estamos” en el pensamiento de otra persona. No la conocemos, esto es, no tenemos una relación de intimidad o cotidianeidad con él o ella. Los mejores escritores, seducen y persuaden a su lector, lo llevan a ese estado anímico donde escuchan una voz inaudible que dicta el entramado que construye la descodificación de texto. Nos ayuda, como concidían Foster Wallace y Franzen, a sentirnos menos solos en nuestro propio cuerpo, cuando podemos experimentar los modos de pensamiento de otro ser humano, alojado no se sabe dónde, escribiendo desde no se sabe cuándo lo que tienes en tus manos. A su vez, el escritor “está” en su pensamiento. Busca las mejores maneras de traducir, de llevar a cabo la “traslación” de pensamiento a palabra a articulación elocuente, elegante, chocante o shockeante, llevada a su inscripción, y que también le permita comprender ciertas cosas, sobre el mundo, la condición humana, la arquitectura de la imaginación, el contenido de los deseos, el flujo rizomático de sus ideas. ¿Qué sucedería si ambas instancias se encontraran a mitad del camino?

Creo que Beckett hubiera entendido a qué me refiero. O el Borges que se encuentra con Borges en El otro: la posibilidad de tener a alguien a quien refieras y que a su vez refieras el devenir de lo por escribir. Pero que a su vez, el referido también atraviese por una transformación a partir de dicho intercambio. Se trata, a mi juicio, de la compenetración final de la escritura, un sitio donde lo escrito, lo por escribir y el intercambio de ideas entre escritores y autores ya no tenga intermediarios.

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¿Cómo sería la escritura que provenga de tal estratagema? Quizá no habrá nada mágico o inusitado en ello; probablemente la escritura tendría las mismas características, lo que se refinaría es el mensaje, el intercambio, la formación de la escritura. Precisamente porque los modos de escritura y de lectura poseerían una cualidad más autárquica, menos atribuida a necesidades de producción y de consumo personales, sino a intercambios de experiencia directa entre el productor y el lector que participan en el proceso.

Imaginen que un lector tenga la oportunidad de rectificar, tras una discusión con el autor, el porvenir de un personaje, no necesariamente ligado a una trama, sino a las posibles epifanías que éste atraviese, ya sea con respecto a una visión de mundo, a una noción de existencia, a una relación determinada con el lenguaje. Ambos, escritor y lector, construyen al personaje, construyen la realidad narrada, se apropian de los modos de la narrativa para especular sobre las dimensiones de universo que emanan de las formas narrativas.

Y la escritura se ajustaría a las medidas de deseo del lector; repito, no desde el sentido de la trama sino desde el sentido de lo nominado, las presencias y la manera como determinadas prosas le determinan al lector cierto tipo de rítmica relación con el mundo.

A nosotros nos gusta la prosa porque nos gusta ser arrullados y arrollados al mismo tiempo. La trama arrolla en un constante proceso de divergencias, algunas reconocidas con anterioridad por el lector; la prosística arrulla, seduce, susurra, y lo hace a partir de patrones y ritmos, a partir de una retórica que es la que establece el marco de relación que el lector tiene con la lectura. Veamos un ejemplo: la (mal) denominada “literatura basura.” Sus temáticas, mundanas, circunstanciales, existenciales, con una visión cruda y fría ( y a veces frívola) del mundo, no la proporcionan necesariamente las situaciones o eventos que atraviesa el o los personajes. De lo contrario, uno podría detectar que todo personaje de este tipo de literatura es un vago inconforme (a su vez, conformista) cuyas experiencias epifánicas se reducen a la gratificación instantánea de deseos pueriles. Coger, comer, tomar y pelear, y no dejarse llevar por las mañas y triquiñuelas de una “vida real” que sólo nos señala que el mundo está compuesto de recolectores y predadores. Los escenarios (una cantina, el depa de una chava o de un chavo, casas de interés social, suburbios anodinos de la clase media baja gringa, antros, calles que se bifurcan igualmente como campos de batalla y pulsaciones de la vida urbana) son prácticamente los mismos. Esto es, no encontramos nada nuevo en la literatura de corte realista, minimalista, que da cuenta de los hechos suscitados en la urbe mundial, donde un personaje es el testigo que registra desde su propia trinchera (marginal) las vicisitudes de la vida mínima. Las aventuras son nocturnas, los líos de faldas siempre turbios o siniestros, y hay un corte anecdótico-biográfico que forma parte de la realidad misma de los autores.

Suena fácil y parece que estoy descartando las cualidades de este tipo de literatura, pero este trasfondo lo quiero utilizar para hacer la siguiente pregunta: ante cualidades tan fácilmente definibles, con respecto a las historias que cuenta la “literatura basura,” ¿qué es lo que realmente determina su valor, o preferentemente, su potencia como literatura? Está en la capacidad del narrador de utilizar el lenguaje, de urdir el relato con cláusulas cortas, efectivas, claras, precisas, y con una cuota de sensatez irónica y posiblemente de una crudeza poética. Esto es, se encuentra en la capacidad del escritor para escribir.

Y bien, con estos elementos podemos concluir que se tratará de un ejercicio de escritura diseñada para los gustos, el talante y el placer de los lectores, que pueden ser muchos, que puede ser uno, o dos, o cinco, en realidad no podemos saber hasta qué grado llegaría la capacidad del escritor para llamar la atención de lectores que reúnan exactamente las mismas cualidades como lectores, que los lleven a exigir, y a necesitar, determinado tipo de escritura. Porque si bien es cierto que las condiciones de deseo de una persona a otra varían infinitesimalmente, también puede decirse que vivimos en un orden de la realidad que nos permite identificar los patrones de consumo cultural y hasta incluso de comportamiento espiritual de los lectores potenciales. De cinco personas que escriben sus comentarios a raíz de alguna reseña escrita para Letras Libres, dos de ellas probablemente provengan de personas con el 99.9% de exactitud con respecto a sus expectativas de consumo literario. ¿Por qué no aprovechamos este ordenamiento tan preciso de los deseos de las comunidades virtuales, y dirigimos nuestros esfuerzos escriturales a cumplir con sus sueños?

No hay más que posibilidades detrás de esta propuesta. Sin embargo, también me gustaría señalar algunas directrices, que nos permitan a su vez asegurarnos que cuestiones como la calidad, la originalidad (quizás) y el carácter vital de la literatura, no se extraiga de este tipo de ejercicios, y que no se convierta en un mecanismo de producción literaria equivalente a la producción seriada de comida rápida. Estas directrices son:

  • No tenerle miedo a las historias de amor.
  • No escribas sobre “lo que sabes”; escribe sobre lo que no sabes, lo desconocido. De ese modo, todo universo creado es un universo en el cual se comparte la experiencia de descubrimiento con ese otro llamado lector.
  • No tenerle miedo a las historias de terror.
  • No dejar de ser cronista de tu tiempo. Se valen dos que tres incursiones en el imaginario poético, pero en verdad puede uno desplegar una memoria del presente perpetuo con una mirada incisiva en torno a nuestra realidad.
  • Lidiar con una erudición de doble partida: por un lado, la erudición en torno al lenguaje; por otro lado, la erudición en torno a la aprehensión veloz de la información, de los datos, las referencias, las digresiones a las que somos sometidos al sumergirnos al río de datos que provienen de Internet.
  • A su vez, no dejar de entender que la literatura es, por encima de cualquier otra cosa, una manera política de lidiar con el lenguaje. Es importante que el lector reconozca este compromiso-desafío.
  • Los estupefacientes no sirven de nada, más que para amainar algunas taras sociales de los escritores, que somos alternativamente sociópatas y deseosos de ser adorados por una “masa” informe e idealizada de lectores fieles. Es importante que compartas esto con tus lectores.
  • Existe la posibilidad de que organices encuentros con tus lectores. Cítense en alguna parte del mundo (cada quien deberá hacer hasta lo imposible por acudir a la cita). Siéntense en la banca de un parque. Este es quizás el elemento más importante de toda esta guía, la clave para que funcione. Hay que sentarse con los lectores y platicar acerca de sus vidas, sus deseos, sus sueños, sus obsesiones. No es muy distinta la experiencia a la que tienen cuando te leen, pero aquí pueden precisarse algunas ideas, resquicios de verdades, descripciones difusas, comentarios abstractos de múltiples interpretaciones, que el escritor puede esclarecer junto con ellos. Puede, incluso, que el escritor no se haya dado cuenta de éstos percances, que tendrán que ver con cuestiones de estilo, estética, posición ética o afirmaciones filosóficas en torno al Ser. Este es el momento apropiado para que el lector discurra sobre estos vericuetos del pensamiento. Es igualmente el momento de propiciar cambios, que el escritor se sienta desafiado por las opiniones quizás contrarias de sus lectores, que sí, son fieles a su pensamiento y su forma de ver las cosas, pero igualmente, puede que en la conversación se enriquezcan algunas aristas. Los escritores sólo pretendemos saber todo acerca del universo que narramos. El lector, muchas veces, lo conoce mejor que nosotros.
  • Siempre y cuando no sea un académico el que aproveche estos encuentros. Precisar antes de la cita que no se admiten disquisiciones académicas en la charla, que el escritor no está ahí para contribuir a disertaciones que sólo sirven para asesinar las virtudes de una obra. Pregúntenle a Proust.
  • Siempre versar en torno a la memoria, el sentimiento de pérdida
  • nunca perder la capacidad de perturbar al que se encuentra cómodo y de reconfortar al que se siente perturbado por las inclemencias de la realidad
  • Afiliarse a la premisa establecida por la sociedad secreta de los Shandy: hay que producir libros pequeños que puedan cargarse en el bolsillo de un saco imaginario.
  • Afiliarse a las seis propuestas establecidas por Italo Calvino, con la posibilidad de proponer lo que él dejó como cuota pendiente al término de su conferencia, esto es, que cada escritor deberá resolver a su manera el concepto de “multiplicidad.”
  • Nunca nunca nunca perder el sentido subversivo de la escritura. Recordemos que estamos en busca de cómplices, no de personas con las que podamos compartir una buena palmada en la espalda. No todo está bien allá afuera, y nunca ha estado bien y nunca lo estará. Los escritores no debemos dejar de explicarle el mundo al resto de la humanidad.