30.11.06

Soy un mono. Dante rota costilla en medio de una tormenta de silencio. Muerto el espacio, todos jugamos como el viento sin aroma a verde. En medio del medio del miedo, cierras los ojos y le pides a la paz un poco de ruido. Ruido y castañuelas que se mueven como los dedos de mamá. Aquella risa sólo pudo proyectarse en una antigua esquina en Westchester. Choque de manos gritos de olores de momia. El ahogo del viento escondido detrás de la historia de las chakras. Plaza pública enrojecida por el movimiento de unas caderas tiernas. Vuelta a la derecha y te encuentras con otro tipo de canción triste. Aveces, sentimos que el ego es sitio donde alojamos la Segunda Guerra Mundial, o por lo menos un cerebro noble que enloquece. Tragedia encima del abrazo del abuelo. Ayer rompí dos piernas del planeta Tierra con espejos convexos. El paraíso se lleva a cuestas, lo imprimimos en billetes de a cien, lo comemos el tarde de anoche y dejamos que se emborrache solo después de las dos de ayer. Todo mundo contenido en un trozo de carne o quizá en el grano de arena que construimos con palabras y con migajas de las barbas de dios. En el carrito del supermercado arrojas hoyos del mar atlántico y unos cuantos secretos en forma de espectáculos tiernos. El programa de televisión y el programa del gobierno que se besa al revés, esto es, en la nuca, como todo buen sibarita nocturno y destruido por el café del cielo. Es importante colocarse en la parte central del marco de una foto color sepia en medio de la historia del mundo. De lo contrario, todo llega a ser intranquilidad o tu amigo el vilipendio arrastrando súplicas venidas a menos, igual que Brasil. Ayer hizo uno tan noche que sólo a través del azul podría explicarse la forma de las gotas en verano. Creo haber sido un mono en algún viento en 1928, pero hoy me encuentro con velas pero sin fósforos. La circunspección de peces agrandados por el humo de dos estalacticas arrinconadas en el sur del tiempo, ahí donde chequeras y viejas cuentas en manos que frotan, estilan una forma de religión. En alguna parte del ocaso hubo enfermedad y también alas que nunca olieron el agua, sólo destruyeron lentamente el edificio en la mirada de aquella que llamamos el lugar sin nombre. Cuando atravesamos el campo con dos estrellas, lo demás queda en la incertidumbre de las huellas que dejamos en los árboles. ¡Como si las canciones fueran tan fáciles de apretar hasta que saquen todo su yugo! Quédate si quieres, pero desnudo, eso sí, o por lo menos con las manos atadas a un teclado que se siente como un pántano de irresoluciones. Fraudes, escribimos el fraude eterno de la mente libre. El amor. . .serpientes y leones domados, sólo de vez en cuando el sonido salitre de una harmónica en Postdammer Platz. ¿Te gusta el viento en mi vestido, o es acaso que prefieres dos pellizcos en tu percepción del universo? Dicen que las hormigas nos ganan, y que inscriben en el fondo de la tierra el relato insólito de nuestro mundo. Menos poético pero más verídico, eso sí, el relato es como la eyaculación última de la niebla que se torna clara, invisible. Este mono tiene sueño. Cansancio, las estaciones lo abruman como viejos partidos de fútbol en un televisor encendido en medio del desierto. Me encadenas con tus vistazos y tus olores a mieles pasajeras, seduces con el oido y refugias las palmas del oasis en un relato largo que luego queremos hacer propio. Propio como la enfermedad, propio como la nostalgia por mamá, o por lo menos por esa oscuridad que siempre brilla menos en noviembre. De vez en cuando una espina dorsal que se proclama libre y luego derrite sus entrañas sabor migraña en el rostro de niños con ojos infieles, como los de un despertar en medio de las nubes de otoño. No me llames por ningún nombre que te sepa extraño. Zumbido similar al accidente de un arroz incrustado en los sartenes de universos concretos, similares a los de una señora que teme por las arrugas de su hijo. Cegeras en forma de flores, plantas de formas circunspectas, mujeres con cuerpos de accidentes automóvilísticos o quizá de llegadas intempestivas a la hora de la cena. Nadie quiere quedarse al final del pastel, todos prefieren un escándalo o recorrer el dibujo de una grieta en el pavimento. Hoy tomo porque no hay nada mejor qué hacer. La mañana se desnuda y anuncia el siguiente día. Y el siguiente, como si fuéramos hijos de un Nietzsche perdido en la bruma de su propia poesía derrotista y feliz de su propio antibeat. Así ya no somos nunca, y bailamos la pieza con la hija del vecino o entregamos aquél desvencijado apellido a un postor que desde hace rato que huele a rosado. Por las noches sonreímos la sonrisa del relato perdido en el colon que fluye en los vientos. Llamémosle suerte, lenguaje lleno de tartamudeos. Mentimos, somos monos y la imaginación es un cántaro de barro que recurre a astucias ligeras para proporcionar una especie de virtud que siempre se siente ajena, como la mano que arroja la bomba al aire del mejor postor.