20.12.12

Prolegómeno para un fin de mundo imaginado. 


El fin no es inminente. Sin embargo, se mantiene como un deseo inútil, una excusa más para exigirle al tiempo lo que la humanidad no está dispuesta a cambiar. Creo que esa ha sido la premisa de los últimos meses, incluso de todo 2012. Nos desengañamos ante la posibilidad soñada de que algo, lo que sea, suceda. Como recientemente posteó en FB la ensayista y escritora desaforada Vivian Abenshushan: "tanto anhelo por el fin del mundo me hace sospechar que la gente lo invoca como consuelo." Tiene razón.   

Asimismo, lo que me temí hace tiempo: nada sucederá. Ni el cambio ni la furia desatada de los dioses en torno a un planeta y una especie que ha hecho hasta lo imposible por sentirse a gusto aquí. Porque, a decir verdad, nunca hemos estado a gusto, o contentos con lo que haya a nuestro alrededor. Los Twinkies y los Stepway se inventaron por eso. También la televisión. 

El caso es que el día de mañana volveremos a vernos las caras y seguiremos esquivando la mirada del otro. Seres humanos temiendo a los otros seres humanos. Así las cosas, pues. 

Y en este arduo camino, rodeados de espantos, espantapájaros, ilusiones, simulaciones, esperpentos y el más básico ritual de reproducirnos y multiplicar la especie, hemos llegado a un momento imposible: la inminencia de algo que no vendrá. 

Pues bien. Supongamos que mañana mismo se acaba el mundo. Supongamos que las cosas terminan de golpe y porrazo (en el momento que lo escribo, seguramente el otro lado del planeta está gritando despavorido por las calles, cuerpos sin cabeza movidos por la fuerza centrípeta, como gallinas degolladas), que mañana todo es como una enorme e infinita hoja de papel en blanco. O como uno de esos cuartos sin fin que se usan para tomar fotografías de estudio. Un vacío. Una nada. ¿Seguirá la conciencia o se irá con el resto de las dimensiones del universo? ¿Nos desvaneceremos como polvo hasta convertirnos en otra Vía Láctea? No lo sé, y creo que no tiene caso que nos importe saber. Siendo esclavo de un presente que siempre apela a un futuro que de todos modos es incierto, mi gran problema es que dejamos muchas, muchas, muchas cosas sin resolver. Entre ellas, la siguiente lista. 


1. Nunca pudimos inventar una licuadora 100% silenciosa. Lo mismo puede decirse de las aspiradoras. 

2. No logramos descubrir la esencia ontológica de la gripe. 

3. Mantenemos el eterno dilema de confrontar nuestra raza con otras. Incluso, tomando en cuenta los hermosísimos mestizajes que se han gestado en los últimos veinte años, las cosas se reducen a que estás frente a otra persona que no es de tu misma raza, credo o cultura, y la cosa ya no es igual. 

3b. Mantenemos el eterno dilema de confrontar nuestra razón con otras. Incluso, tomando en cuenta los hermosísimos mestizajes de pensamiento que se han gestado en los últimos treinta años, las cosas se reducen a que estás frente a otra persona con la que no estás de acuerdo. Al final, los dos mueren. 

4. Nunca sabremos si somos melancólicos porque escuchamos música triste o si escuchamos música triste porque somos melancólicos. 

5. Las mamás. 

6. Nunca podremos establecer comunicación inteligible con por lo menos seis especies distintas de animales. Averiguar entre todas las partes involucradas qué podemos hacer con los manatíes. Son grotescos. 

7. Nunca sabremos el sentido, propósito, finalidad, función, origen, concepto y búsqueda del amor. 

8. Nunca aprendimos a repartirnos bien la comida. 

9. Nunca tuvimos oportunidad de deshacernos de esa parte de nuestra especie que, seamos honestos, se han dedicado a hacerse imprescindibles para que no caigamos en cuenta que no tienen ningún sentido ni propósito en este mundo: me refiero a los políticos. 

10. Tres medicamentos clave que nunca se desarrollaron: una pastilla para jamás engordar, una cápsula para aliviar la cruda y una inyección que nos elimine el miedo a la muerte. 

11. Nunca encontramos otra manera de intercambiar bienes y servicios. El capitalismo pudo haber sido bueno. 

12. Como también pudo haber sido bueno el sistema democrático. Pero se requeriría otro tipo de humanidad --más lúdica, menos inmediata, más poética, más enfrascada en las minucias de la vida-- para que esto suceda. 

La lista puede continuar. Podemos añadir que nunca aprendimos a no endeudarnos, a practicar el sexo sin ataduras pero como animales responsables, a bailar simplemente porque se tienen ganas de bailar, a dejar los carros, abandonar las oficinas, salir a las calles, caminar a las afueras de nuestras ciudades, subir posibles montes o cerros, llegar a la cima y, simplemente, respirar. 

17.12.12



De cuando todos deseamos morir 
por lo menos un ratito
 
Resulta que quiero dormir cansado, y no despertar jamás. Dormir profundamente, como por cuatro días, y soñar que en algún lado estoy, soñando a otros o soñándote. No sé quién seas, ni siquiera sé si estás viva, o estoy vivo. Sólo sé que es en sueños que te veo. Pero nada más. Cómo quisiera recuperar la memoria de juguetes perdidos. Hay plastilinas que saben a metal. Dormir es la cosa más placentera del mundo. Pero lo es más la muerte. O por lo menos, la muerte queda. La que se reúne en nuestros pechos y decide desvanecernos un poquito. A veces sucede, cuando estamos enamorados. Pensamos en juguetes perdidos, como que la primera manifestación de amor es un objeto con el que aprendiste a imaginar. Creo que todos queremos estar con alguien que nos impulse a imaginar. A olvidarnos que estamos solos, a olvidarnos que estamos muertos, para luego morir un poquito con ellos. Cuando duermes con una pareja, todas las noches mueres un poquito. Un ratito. Es así como dormimos. Es así como soñamos. Tengo mucho que no recuerdo un sueño. Tengo mucho que recuerdo el olor en la mano derecha de mi madre. La olvidada. La nunca recuperable. La que murió para un siempre diminuto. Instante corroído por un tiempo que se inventó a sí mismo. Hay juguetes en la vida que son como las palabras, un objeto más que huele a metal y a galaxia ajena. Hay juguetes que, como los recuerdos o las palabras, ayudan a extraernos de nosotros mismos. Resulta que quiero dormir y pensar en eso otro que nunca ha llegado: la paz, la armonía, una mañana clara en la que pueda despertar y acordarme que este mundo es magnífico y cruel, y que sólo resta ser un espíritu distante que nada controla y que todo domina con su mirada alejada. Pienso mucho en una infancia que ya no está ahí. Es por la época del año. Quiero escribir como se camina en una ciudad desconocida. Que se pinten poco a poco las rarezas del entorno. A ver si de ellos se extrae un recuerdo, o por lo menos un amor recuperado. La sensación de que siempre al otro lado de la calle pasa algo más interesante que aquí. Y que la mano perfumada que una vez oliste es la mano perfumada que has perseguido toda tu vida. Te molesta que el tiempo se asesine, como si nada. Como si fuese un juguete diminuto que te compró tu madre, según dicen los recuerdos de otros. Me gusta la idea de volver a sentir el aroma del gas lacrimógeno, o por lo menos en estas tierras, el inútil descubrimiento de que los seres humanos somos unos virus con zapatos. Pero debo retraerme. Evitar el sinsentido. Volcarme por los vacíos de la concreción y el seguimiento lógico de las ideas. Dejar que el mar sea río, que el río sea lago, que las aguas del pensamiento fluyan con tranquilidad. Nadie quiere mareas inciertas. Yo lo único que quiero es dormir. En medio de una tormenta. De un tormento. Poder sentir el latido que descansa en el pecho de una mujer. Escuchar sus temores, escuchar el temblor de esa humanidad que adoras, la que te hace llorar o te hace soñar. Siempre hay de dos sopas. Dos formas de que suceda el milagro. Un milagro, el que sea pero que sea milagro. La vida como muchedumbre que se pierde a lo lejos, en una turba indómita, ansiada de deseo, soñando su sueño enloquecido, un baile diminuto que deja una estela de memoria rabiosa. Todos los ojos son los mismos ojos, todas las sonrisas, imaginadas, reales, son la misma sonrisa. Todo aliento que reposa de boca en boca es un único aliento. Tengo que dormir. Descansar hasta más no poder. Y dormir mientras duermo. Aunque dicen que desde hace tiempo todos estamos dormidos. 

6.12.12



Danza in extremis.

Sin Luna Danza Punk, 
o el cuerpo dancístico de un norte indómito.






This is not some ballet bullshit.

La última imagen que se me quedó grabada de una presentación de danza contemporánea fue una frase, proyectada al fondo del escenario y que repetía una y otra y otra vez:

Y el día que sigue es igual...
Y el día que sigue es igual...
Y el día que sigue es igual...
Y el día que sigue es igual...


Como una mezcla de celebración y denuncia del espíritu silvestre que nos define, la Compañía Sin Luna Danza Punk, originaria de las entrañas de ese Mexicali bravo y soberbio, desinteresado y desenfadado y a veces severamente metanfetaminado, la frase advierte el goce del infierno, la circunspección en la que nos hallamos todos los días, todos los fines de semana, y la inevitable perdición del espíritu como algo celebrable y a la vez, como presagio de un vacío existencial que culmina al mediodía del día siguiente en un restaurante de mariscos (o entre las sábanas de un motel de paso).
¿Suena muy despatarrado lo que estoy diciendo, sobre todo si se trata de una reflexión sobre danza contemporánea, y sobre uno de los grupos más vitales de nuestra escena artística local? Bueno, lo que pasa es que hay una razón detrás de esto.
Quizá aquellos que han tenido oportunidad de ver las presentaciones de esta compañía, en los alrededores de la ciudad (desde el Teatro Universitario hasta el Pasaje del Arte en el Centro Cívico, en las calles, en algunos bares, en algunos festejos comunitarios especiales), podrá dar cuenta del ánimo catártico y la crítica mordaz disfrazada de fiesta, de cómo la danza se redefine y se convierte en circo, maroma y espanto, los cuerpos confrontacionales, performáticos, de algo que quiere dejar de ser danza, para convertirse en vida, en teatro, y en muerte. No obstante, la danza ocupa la parte central de la experiencia, formada por una coreografía que desconcierta, que en ocasiones duele, que orina y escupe y grita, y que bajo la directriz de Rosa Andrea Gómez Zúñiga y un grupo rotativo de artistas locales y ejecutantes de danza contemporánea y folclórica, se ofrece uno de los testimonios más ricos de lo que puede hacerse con el lenguaje del cuerpo cuando éste no tiene ataduras, pero sí vive envuelto en una dinámica cultural asfixiante, tenebrosa, siniestra y al mismo tiempo llena de carcajadas.
Entre las cosas que caracterizan a esta compañía de danza es que no se comporta como una compañía convencional: es una mezcla de troupe y colectivo, ejecutantes de fiestas pánicas y disciplinados bailarines que le exigen fuerza y agresividad al cuerpo, accionistas y performanceros que, más allá del escenario focal, convierten a la danza en espectáculo, en evento, en experiencia. Los ejecutantes (que varían dependiendo de la coreografía) se convierten en personajes envueltos en un drama que a veces corta directo nuestra yugular (máscaras hechizas, disfraces fetichistas, dramatizaciones de sucesos que van de lo banal a lo grotesco a lo sexual), a veces se convierten en un estudio de usos y costumbres fronterizas (específicamente mexicalenses), pero siempre tienden a nublar las expectativas de lo que la danza debe ser. Sin Luna Danza Punk nos incita a que vivamos lo que la danza puede ser.
Les presento un breve un recuento de la dinámica: 
En las tres presentaciones en las que he estado, me doy cuenta que siempre llegan en grupo, una tribu armada para el relajo, merry pranksters de la mejor tradición. Circulan en los alrededores del espacio, en ocasiones ya vestidos con la indumentaria alusiva al performance, en ocasiones en un franco y celebratorio desfile, donde se presentan ante el público como súper estrellas y celebridades, que de todos modos chacotean con el resto de la gente, como si nada fuera en serio. No obstante… las cosas rápidamente se pueden poner serias en una presentación de SLDP.
Pero vuelvo al asunto del trabajo colaborativo.
SLDP trabaja desde las entrañas de la clase creativa más propositiva, y al mismo tiempo la más crítica –inteligentemente crítica—que encontramos en el estado. Una confabulación colectiva, cuya directriz viene de Rosa Andrea, así como del Dr. Luis Ongay, artistas como Ismael Castro, músicos como Rubén Tamayo (con quien tengo entendido que trabajaron recientemente en una pieza para la celebración de aniversario del Instituto de Investigaciones Culturales-Museo UABC), escenógrafos, fotógrafos, videastas, y un largo etcétera que colabora de alguna y otra manera al caos aparente que reina en sus presentaciones. En la órbita de este grupo de danza –y esto es lo que más me gustaría que se diera cuenta la gente—circulan algunos de los creadores más significativos de nuestra ciudad. It’s a family affair, de manera que incluso Ana, hija de Rosa Andrea y Luis Ongay, ha formado parte de estas experiencias.


Una de las cosas que más me llama la atención de la danza es su mezcla de rigor y deriva pasional-emocional, y si podemos hacer funcionar el planteamiento de Alain Badiou, quien visualiza a la danza como metáfora del pensamiento, cabe preguntarnos: ¿qué pensamiento febril, intenso, catártico e indomable se gesta en las presentaciones de esta tropa de provocadores? Es, desde mi perspectiva, el pensamiento del hartazgo, de ese cuerpo domado de la cotidianidad pueblerina de Mexicali, que de pronto salta a la luz con furia, con coraje, echándote en cara que no hay de otra, mhijo, la vida es cruda y es tal cual, y nosotros somos las bestias más hermosas de la cantina.
Vuelta a la mención sobre el rigor: una de las cosas que destacan a SLDP es la versatilidad, de temas, de enfoques, sí, pero también de lenguajes corporales, dancísticos. Invierte la coreógrafa un conocimiento amplio y madurado de las formas que ha asumido y asume la danza contemporánea; los bailarines, se distinguen por ser los ejecutantes de piezas coreográficas exigentes para el cuerpo, y, digámoslo así, exigentes para el corazón, para el ánimo, para el pensamiento, para las agallas. El escenario se transforma en ring, luego en tablero, luego en momento dramático focalizado, los bailarines actúan, dicen líneas de parlamento, se agrupan y reagrupan y se revuelven con furia en una danza que en ocasiones parece trifulca, en otras se convierte en un festín del goce que confronta nuestros miedos. A veces los bailarines son estatuas emblemáticas en el espacio, mudas, inmóviles, que le dan la espalda al público y que simbolizan éste o aquel signo crítico-social; a veces se aproximan al público, a veces traen leyendas escritas en los pechos, en la espalda, los brazos, en la cara, a veces la presentación tiene saltos videográficos y entremeses folclóricos; siempre, en todo momento (y esto es lo más potente), absorben la atención de los públicos, quienes no pueden estarse así nomás como vil público: son un ente activo que puede terminar a la deriva, o asqueado, o abochornado, el performance frente a él o ella un espejo de su propia psique. Nadie, nadie, nadie de los presentes tienen oportunidad de mostrar indiferencia.
El grupo, en general (y por ello me refiero a esa familia extendida que se involucra en las presentaciones de la compañía) reconoce el potencial y la riqueza que genera el trabajo colaborativo: este es uno de los pocos proyectos verdaderamente multidisciplinarios en la ciudad. Un amalgamado de especialidades, siempre circulando alrededor de la experiencia dancística, siempre reconociendo como base al cuerpo expresivo, a ese aire de grandeza que asume cuando domina un escenario, cuando hace suyo al tiempo y al espacio, y que, finalmente, nos ayuda a reconocer que los grandes temas del arte siempre han sido tres: el amor, la locura o la muerte.
Esta historia todavía tiene mucho más qué contar.