Danza in extremis.
Sin Luna Danza Punk,
o el cuerpo dancístico de un norte indómito.
This is not some ballet bullshit.
La
última imagen que se me quedó grabada de una presentación de danza
contemporánea fue una frase, proyectada al fondo del escenario y que repetía
una y otra y otra vez:
Y el día que sigue es igual...
Y el día que sigue es igual...
Y el día que sigue es igual...
Y el día que sigue es igual...
Como
una mezcla de celebración y denuncia del espíritu silvestre que nos define, la
Compañía Sin Luna Danza Punk,
originaria de las entrañas de ese Mexicali bravo y soberbio, desinteresado y
desenfadado y a veces severamente metanfetaminado, la frase advierte el goce
del infierno, la circunspección en la que nos hallamos todos los días, todos
los fines de semana, y la inevitable perdición del espíritu como algo celebrable
y a la vez, como presagio de un vacío existencial que culmina al mediodía del
día siguiente en un restaurante de mariscos (o entre las sábanas de un motel de
paso).
¿Suena
muy despatarrado lo que estoy diciendo, sobre todo si se trata de una reflexión
sobre danza contemporánea, y sobre uno de los grupos más vitales de nuestra
escena artística local? Bueno, lo que pasa es que hay una razón detrás de esto.
Quizá
aquellos que han tenido oportunidad de ver las presentaciones de esta compañía,
en los alrededores de la ciudad (desde el Teatro Universitario hasta el Pasaje
del Arte en el Centro Cívico, en las calles, en algunos bares, en algunos
festejos comunitarios especiales), podrá dar cuenta del ánimo catártico y la
crítica mordaz disfrazada de fiesta, de cómo la danza se redefine y se
convierte en circo, maroma y espanto, los cuerpos confrontacionales,
performáticos, de algo que quiere dejar
de ser danza, para convertirse en vida, en teatro, y en muerte. No
obstante, la danza ocupa la parte central de la experiencia, formada por una
coreografía que desconcierta, que en ocasiones duele, que orina y escupe y
grita, y que bajo la directriz de Rosa Andrea Gómez Zúñiga y un grupo rotativo
de artistas locales y ejecutantes de danza contemporánea y folclórica, se
ofrece uno de los testimonios más ricos de lo que puede hacerse con el lenguaje
del cuerpo cuando éste no tiene ataduras, pero sí vive envuelto en una dinámica
cultural asfixiante, tenebrosa, siniestra y al mismo tiempo llena de
carcajadas.
Entre
las cosas que caracterizan a esta compañía de danza es que no se comporta como
una compañía convencional: es una mezcla de troupe
y colectivo, ejecutantes de fiestas pánicas y disciplinados bailarines que
le exigen fuerza y agresividad al cuerpo, accionistas y performanceros que, más
allá del escenario focal, convierten a la danza en espectáculo, en evento, en
experiencia. Los ejecutantes (que varían dependiendo de la coreografía) se
convierten en personajes envueltos en un drama que a veces corta directo
nuestra yugular (máscaras hechizas, disfraces fetichistas, dramatizaciones de
sucesos que van de lo banal a lo grotesco a lo sexual), a veces se convierten
en un estudio de usos y costumbres fronterizas (específicamente mexicalenses),
pero siempre tienden a nublar las expectativas de lo que la danza debe ser. Sin Luna Danza Punk nos incita
a que vivamos lo que la danza puede ser.
Les
presento un breve un recuento de la
dinámica:
En
las tres presentaciones en las que he estado, me doy cuenta que siempre llegan
en grupo, una tribu armada para el relajo, merry
pranksters de la mejor tradición. Circulan en los alrededores del espacio,
en ocasiones ya vestidos con la indumentaria alusiva al performance, en
ocasiones en un franco y celebratorio desfile, donde se presentan ante el
público como súper estrellas y celebridades, que de todos modos chacotean con
el resto de la gente, como si nada fuera en serio. No obstante… las cosas
rápidamente se pueden poner serias en una presentación de SLDP.
Pero
vuelvo al asunto del trabajo colaborativo.
SLDP
trabaja desde las entrañas de la clase creativa más propositiva, y al mismo
tiempo la más crítica –inteligentemente crítica—que encontramos en el estado.
Una confabulación colectiva, cuya directriz viene de Rosa Andrea, así como del
Dr. Luis Ongay, artistas como Ismael Castro, músicos como Rubén Tamayo (con
quien tengo entendido que trabajaron recientemente en una pieza para la
celebración de aniversario del Instituto de Investigaciones Culturales-Museo
UABC), escenógrafos, fotógrafos, videastas, y un largo etcétera que colabora de
alguna y otra manera al caos aparente que reina en sus presentaciones. En la
órbita de este grupo de danza –y esto es lo que más me gustaría que se diera
cuenta la gente—circulan algunos de los creadores más significativos de nuestra
ciudad. It’s a family affair, de
manera que incluso Ana, hija de Rosa Andrea y Luis Ongay, ha formado parte de
estas experiencias.
Una
de las cosas que más me llama la atención de la danza es su mezcla de rigor y
deriva pasional-emocional, y si podemos hacer funcionar el planteamiento de
Alain Badiou, quien visualiza a la danza como metáfora del pensamiento, cabe
preguntarnos: ¿qué pensamiento febril, intenso, catártico e indomable se gesta
en las presentaciones de esta tropa de provocadores? Es, desde mi perspectiva,
el pensamiento del hartazgo, de ese cuerpo domado de la cotidianidad pueblerina
de Mexicali, que de pronto salta a la luz con furia, con coraje, echándote en
cara que no hay de otra, mhijo, la vida es cruda y es tal cual, y nosotros
somos las bestias más hermosas de la cantina.
Vuelta
a la mención sobre el rigor: una de las cosas que destacan a SLDP es la
versatilidad, de temas, de enfoques, sí, pero también de lenguajes corporales,
dancísticos. Invierte la coreógrafa un conocimiento amplio y madurado de las
formas que ha asumido y asume la danza contemporánea; los bailarines, se
distinguen por ser los ejecutantes de piezas coreográficas exigentes para el
cuerpo, y, digámoslo así, exigentes para el corazón, para el ánimo, para el
pensamiento, para las agallas. El escenario se transforma en ring, luego en
tablero, luego en momento dramático focalizado, los bailarines actúan, dicen
líneas de parlamento, se agrupan y reagrupan y se revuelven con furia en una
danza que en ocasiones parece trifulca, en otras se convierte en un festín del
goce que confronta nuestros miedos. A veces los bailarines son estatuas
emblemáticas en el espacio, mudas, inmóviles, que le dan la espalda al público
y que simbolizan éste o aquel signo crítico-social; a veces se aproximan al
público, a veces traen leyendas escritas en los pechos, en la espalda, los
brazos, en la cara, a veces la presentación tiene saltos videográficos y
entremeses folclóricos; siempre, en todo momento (y esto es lo más potente),
absorben la atención de los públicos, quienes no pueden estarse así nomás como
vil público: son un ente activo que puede terminar a la deriva, o asqueado, o
abochornado, el performance frente a él o ella un espejo de su propia psique. Nadie,
nadie, nadie de los presentes tienen oportunidad de mostrar indiferencia.
El
grupo, en general (y por ello me refiero a esa familia extendida que se
involucra en las presentaciones de la compañía) reconoce el potencial y la
riqueza que genera el trabajo colaborativo: este es uno de los pocos proyectos
verdaderamente multidisciplinarios en la ciudad. Un amalgamado de
especialidades, siempre circulando alrededor de la experiencia dancística,
siempre reconociendo como base al cuerpo expresivo, a ese aire de grandeza que
asume cuando domina un escenario, cuando hace suyo al tiempo y al
espacio, y que, finalmente, nos ayuda a reconocer que los grandes temas del
arte siempre han sido tres: el amor, la locura o la muerte.
Esta
historia todavía tiene mucho más qué contar.
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