8.8.07


The Tortured artist effect.

Cualquiera puede ser artista. Es una suerte de verdad incómoda, porque viene acompañada de una serie de implicaciones. Si dejamos abierta la noción de que cualquiera puede dedicarse al arte, ¿qué sucede cuando dicho arte, histórica y socialmente, lo elevamos a la categoría de lo especial?

Siempre digo: “Cualquiera puede autoproclamarse artista, pero eso no lo convierte en un buen artista”. Cualquiera puede dibujar, esculpir, pintar, diseñar, pensar en una idea que luego intenta producir en algo que denomina “obra de arte”. Lo hacemos desde niños, algunos lo desarrollan más naturalmente que otros (o por lo menos, en términos plásticos, desarrollan su capacidad de representación con mayor facilidad, esto es, dibujan caras y árboles y ciudades con una mayor capacidad para representarlos visualmente), pero en realidad, ese punto de inicio, la autoproclama, con el paso del tiempo, no se sostiene, si el susodicho artista no crea obras que posean un carácter de oficio, factura, concepción e imaginación que presenten el suficiente eco y sutileza comunicativas que permitan que un espectador sea llevado a un estado de conmoción.

--me recuerda a una frase que David Foster Wallace citó de uno de sus maestros, en relación con la escritura: "debes crear algo que inquiete al que está cómodo y que tranquilice al que está incómodo."



(Y no hay que malentenderlo: una pieza conceptual tan nítidamente ausente de las manos del artista, como el mingitorio de Duchamp, posee todas esas cualidades arriba mencionadas.)

El trabajo que implica dedicarse al arte es complicado, y requiere de más sacrificios que el de simplemente vestir de negro, simular que dices cosas profundas y poner una imagen de tu artista favorito en tu ventanilla del messenger. Me supongo que es un acto liberador, salir a la calle, enfrentar a tus padres, abrirte paso en este mundo mientras dices “soy artista”. No obstante, la producción de obras artísticas requiere de una labor enormemente difícil.

Los artistas torturados, aquellos que cosen en sus chamarras gastadas el parche emblemático del artista, tienden a proclamar que el arte es lo suyo, que la vida es del espíritu creador, que no hay nada más “real” que expresarte. Y que todos pueden hacerlo.

Precisamente por esa apertura, porque cualquiera puede entrar por la puerta de nuestras recámaras y decir “yo soy artista”, que el artista torturado produce un efecto de contradicción. Pero bueno, ¿qué demonios es eso del artista torturado?

Están a nuestro alrededor. En el medio, fuera del medio, platicamos con ellos y en ocasiones tenemos oportunidad de ver sus creaciones. Apelan al sentido libertario y radical de la vida del artista como rebelde, como recluso, como excluido social. Vive su oficio como quien vive una pena, un sacrificio, una tortura: sufre su arte, erige la bandera de la incomprensión, se distancia del resto de la sociedad, porque proclama un entendimiento más sensible, “más allá” de lo que la sociedad le ofrece.

Aunque simplifico, muchas veces surgieron porque llegaron a la conclusión de que “si Basquiat pudo hacerlo, ¿por qué yo no?”.

...y aunque suene sangronsísimo, las mujeres se derriten por ellos.



Por lo regular, son el tipo o tipa sombríos que encontramos en las fiestas o exposiciones locales, con una mirada de ojos en forma de espiral, señalando el infortunio de un mundo que no comprende su genialidad. Sostiene todo su teatro a partir de la idea misma de genialidad, de estar adelantado o fuera de tiempo, se rebela ante ese infierno que son los otros y mantiene una digna pero petulante distancia con el resto de la humanidad.

Él o ella, por lo tanto, son “especiales”, “distintos”, están fuera de lugar. Esto es, no son como cualquiera.

Y ahí es donde reside la contradicción.

Gran parte del fundamento del artista torturado reside en la posibilidad de que cualquiera puede hacer esa proclama, decirse artista y vivir la vida del artista. Pero si en el momento que abres la posibilidad de que cualquiera puede serlo (desde el estudiante de ingeniería, amante del death metal o del rock progresivo, que dibuja esperpentos diabólicos en sus cuadernos, y cuya necesidad de expresión va ligada a un sentimiento de desencanto frente al mundo, hasta los diseñadores que tienen oportunidad de comprender la comunicación visual desde una perspectiva más formal, y sin problemas pueden decir “yo puedo hacer esa pieza de arte-instalación”, hasta los arquitectos que pueden decir con facilidad “yo puedo hacer esa escultura monumental, como las de Sebastián”), entonces, tu postura de ser humano iluminado e inspirado por fuerzas divinas se convierte en un espectáculo sin sentido. Ingresas a ese estado mental y social del individuo que se libera a través del arte, ahí donde todo mundo puede serlo, y al mismo tiempo, ingresas al mundo de “los elegidos.”

(Hay algo de condición-judeo-cristiana en todo esto, una especie de pose a la Jesucristo detrás de todo autoproclamado “artista”. Pero la mayoría de las veces, detrás de la proclama se esconde un simple ejercicio de liberación social, una suerte de emancipación de su condición burguesa.)

Bien puedes vivir el estilo de vida del artista, y todos pueden hacerlo. Pero eso no te convierte en buen artista. Probablemente, ni siquiera en artista.

El artista torturado es un romántico. Leyó “El anhelo de vivir” y se identificó adolescentemente con la vida de un individuo con sensibilidad extrema –esquizofrénica—ante el mundo, y que produjo imágenes de factura maravillosamente delicadas, y decidió que él o ella formaban parte de esa comunidad humana de personas con capacidades diferentes (no dista mucho esta condición de la de los que tienen deficiencias mentales). Configuró en sus experimentos con alucinógenos alguna suerte de “visión” (todo lo que nos comunicamos por medio de los alucinógenos lo construimos nosotros mismos, no son un llamado de alguna fuerza de energía de la naturaleza. Por favor, dejen de tomarse tan en serio las enseñanzas de Don Juan), y dicha visión es la que sostiene toda su proclama de “artista”. Es una visión muy endeble. Eso no te convierte en artista. Lo que te convierte en artista son tus obras.

Y sí. Estos artistas producen obras. Sin embargo, desde su punto de vista, el mundo es tan ajeno a su proclama de artista que difícilmente las “comprenderá.” Sus garabatos y explosiones masturbatorias de color, sus mamotretos hechos con alambre de púas y periódico, son dotados de una autorreferencia que difícilmente comunica a los otros lo que “quiso decir”. Llena de significados vacíos aquello que pintó-esculpió-performeó, llena de artilugios y alegorías que sólo tienen una relación íntima, personal, le otorga una narrativa ilegible a una serie de manchones que se refieren a “esa vez en la que yo estaba pasando por esta o esta otra situación, y decidí pintar esa mancha roja porque el rojo es el color del amor que sentí por ella/él”.

Pero sobre todo, producen desde la mediocridad. Una mediocridad técnica, una mediocridad de concepción, de sensibilidad estética, de ese “ser del mundo” que tan importante es encontrarlo como parte vital de las obras. Desde el momento que produces “al instante”, inspirado por cualquier asociación inmediata y no meditada que encontraste a tu paso entre las pinturas y el lienzo, o de entre los escombros que acostumbras usar para hacer un objeto, desde el momento que te expresas simplemente por expresarte, supuestamente sin importar opiniones (malhaya del pobre diablo que indignamente pretenda criticarlos, y sobre todo, clasificarlos. Justo lo que estoy haciendo, ustedes disculpen), desde el momento que consideras que todo lo que haces posee la genialidad de tu sentido artístico, innegablemente estás produciendo obras de arte. El problema es que no serán muy buenas.

Ha habido artistas que, dentro de ese contexto, efectivamente han producido obras valiosas, en su sentido estético, de propuesta y de comunicación. Aquí aparentemente me contradigo, pero en realidad, hay que establecer planteamientos justos.

Hay artistas que hicieron la proclama y que han vivido el estilo de vida del artista torturado. Como una continuación de esa visión romántica decimonónica del artista que sufre por su arte y que no verá la luz de comprensión hasta muy tarde (¿acaso todo artista moderno TIENE que modelarse a partir de Van Gogh?), sin duda alguna, he encontrado a artistas cuya vida ha sido dedicada impetuosamente a radicalizarse en contra del orden social. Pasionales, vividores, torturados, deambulan entre la depresión y la euforia y en su momento se han dedicado furtivamente a pintar. Y pintan bien. Muy bien. Un artista como Julio Ruiz en Mexicali es uno de ellos, bien a bien una de las grandes influencias del arte en Baja California, una suerte de “unsung hero”, al que todo mundo le reconoce un estilo y una aproximación al ejercicio plástico, que una buena cantidad de pintores ha tenido influencia directa e indirecta de él, y que bien podría señalarse como uno de esos artistas “torturados” y románticos a los que me refiero. La diferencia entre Ruiz y el resto de los autoproclamados artistas es que él reconoce y desarrolla la intensa labor detrás de la autoproclama. Investigó las posibilidades de la pintura (en su mirada, ocasionalmente, puedo detectar que lo sigue haciendo) se avocó a generar una aproximación determinada (un neoexpresionismo que en los ochenta, curiosamente, estaba muy en boga en otras partes del mundo) y hasta la fecha, no he conocido a artista que haya sido tan prolífico como él (me refiero en lo local, y probablemente sí haya, pero en estos momentos no lo puedo corroborar). Y sí, es un artista torturado, como yo malamente los clasifico; pero es un buen artista también.

Pero, ¿qué sucede con los otros, la infinidad de otros que reconocieron los pormenores de un estilo de vida bohemio y decidieron seguirlo sin reconocer el compromiso adicional que implica dedicarse al arte?

Muchos de ellos suelen criticar este tipo de declaraciones. Pueden tacharlas de criticonas, que nacen de alguien que no es artista, que trae algo contra ellos, y que va en contra de ese ejercicio libertario que es ser artista. También son los mismos que critican a las instituciones porque “le dan apoyo solamente a las vacas sagradas”, que critican a los espacios cuando no son incluyentes (independientemente de que alguien intente sanamente generar una curaduría para organizar el sentido de unas obras en exposición), y que cualquier persona que tenga la inquietud por hacer menos lo que ellos hacen, es considerada “esnob”, “elitista” y, en el peor de los casos (sobre todo porque no saben lo que están diciendo) “burgueses”.

Lo siento, damas y caballeros, pero el arte ES esnob, ES elitista, y aun más lo siento, ES para burgueses.

Por lo menos si lo que intentan hacer al momento de pintar sus “expresiones de libertad” es un cuadro montado en caballete y pintado al óleo. Ya que ese formato, la producción de esos objetos, considerados históricamente de lujo, tienen un público igualmente históricamente definido: las clases altas.

Al mismo tiempo, las experimentaciones, la simbología críptica, la alegorización oscura, todo lo que conlleva a la realización de una pintura desde el punto de vista romántico-torturado, es un tipo de obra que simplemente no puede ser dirigida a las clases populares, supuestamente, desde el punto de vista de estas personas, el público que más debería ser alimentado de arte.

(Por supuesto que tienen que ser alimentados con arte, aunque otras son sus prioridades. Pero la alimentación artística se hace en las escuelas, con una educación estratégica, que formule actividades de ejercicios pictóricos encaminados a despertar el juicio crítico, juicio que el estatus quo por supuesto que no quiere despertar en las clases que posteriormente se van a dedicar a trabajar como obreros. Es molesto y pedante pensar que lo que produce uno de estos artistas torturados no posee un carácter elitista.)

“El artista ayuda al mundo revelando verdades místicas”, nos dice la obra de Bruce Nauman que vemos en la imagen.



Probablemente el artista ni siquiera fabricó esa pieza. Probablemente ni siquiera la colgó en el espacio de una galería e instaló el sistema eléctrico para encenderla. Obviamente estamos hablando de una obra que no demuestra habilidades manuales en el manejo de recursos pictóricos de representación. Es un simple foco de vibrantes colores, que encendido produce un zumbido que conduce a la meditación (comprendido el ejercicio de apreciación desde este punto de vista). No obstante, es considerada una de las piezas claves de ese periodo del arte conceptual donde los artistas comenzaron a jugar con el lenguaje.

¿Por qué?

Por muchos factores. Por un lado, está la calidad de factura. Aquí no vemos errores técnicos, fallas en el diseño, o cualquier otro tipo de problema que le restara eficiencia a la obra. Por otro lado, está la sensibilidad conceptual, que es en sí una sensibilidad en torno al mundo de las ideas, de donde nace cualquier obra. Y por otro lado aun, está el compromiso y la capacidad del artista por trabajar, constantemente, para que la presencia de su trabajo esté en los lugares adecuados.
No podemos negar que es un trabajo de enorme esfuerzo y sacrificio (sacrificio que poco tiene que ver con "la condición del artista" y más que ver con la infinidad de trabajo intelectual y físico que conlleva la realización de una obra con un signo comunicativo tan preclaro.) Más aun, si Bruce Nauman es un artista prolífico que no se ha contentado con producir foquitos de neón. Más, todavía, si Bruce Nauman y muchos otros, antes de sacarle la lengua a la sociedad y criticarla sin más ni más, antes de quejarse ante el mundo que no lo comprenden, él se dedicó simple y sencillamente a algo: a producir obras. No necesariamente a “vivir como artista”, así, entre comillas.