26.10.05

Estoy escuchando una canción de PJ Harvey; independientemente de la sofisticada producción –sonido de batería comprimido, bajo pulsante, la voz prístina de Harvey edulcorada por una melodía de diva—lo que priman son los acordes de blues.

El blues riff, si podemos llamarlo de ese modo, es uno de los artefactos musicales más importantes del siglo XX. Representa todo lo que, dentro de cien años, será el imprimatur sonoro de la era de la razón: individualizado y al mismo tiempo enajenado, el ser humano apela a la expresividad gutural, a la consigna contra la opresión, de una burlona flatulencia en medio del cóctel de la disfrazada aristocracia moderna. Nos recuerda que detrás de la sofisticación, hay brutalidad, en el sentido de lo bruto y en el sentido de lo brutal.

Sí, uno de los elementos más importantes de nuestra era ha sido la libertad de expresión, no lo dudemos ni por un segundo; es necesario recordar que la autonomía del individuo en sociedad está sobre la base de todo lo que la historia ha ido construyendo, no obstante que prescinde del relato, y se modela a partir del espectáculo y el evento aislado: la segunda guerra mundial contenida en fotografías y documentales en el History Channel— Tal ha sido el sustento que pervive en todas las manifestaciones del mundo moderno, desde el capitalismo monstruoso hasta la canción de protesta más agresiva de Bersuit.

Claro, hoy día, a principios del siglo XXI, lo único que estamos haciendo es vomitar la bilis del siglo pasado. Pero si nos ubicamos en las esencias, nos devolvemos a aquellos artefactos inventados por el ser humano en su estado bruto, aquel que se desprende por momentos de su condición autónoma, y nos recuerda que todo se rige por las entrañas: el hambre, el ansia de libertad en medio de la libertad medida de su autonomía (digo, esta autonomía era nuestra desde el principio), muy a pesar de que los mecanismos de control del sujeto lo devuelvan a su opresión histórica.

El blues riff es uno de estos artefactos.