26.1.13


De la serie
Memoria de mis ruinas tristes




1. “El Forum”

Valhalla de la adolescencia ochentera en Mexicali, lugar para ritos de paso, educaciones sentimentales y corazones rotos, el descubrimiento de una sexualidad trémula y a veces ambigua, toda la confusión y el goce de la confusión de dos o tres generaciones acumulados en un recinto localizado en pleno corazón de la ciudad, el antiguo edificio donde se encontraba El Forum (y lo menciono así, porque así se conocía, con esa obsesión que distingue a los cachanillas de anteponer un artículo para todo nombre y/o lugar) se encuentra a medio derruir en estos momentos. Y en breve podremos gozar de un nuevo local y olvidarnos del tema. Parafraseando el sketch del perico de Monty Python, Forum is no more.

Pero no lo ha sido desde hace mucho tiempo. Mucho tiempo. Me llamó la atención cómo en el transcurso de esta semana, las miradas y los posts feisbuqueros de un buen contingente de mexicalenses, se volcó sobre la demolición de un edificio que hacía mucho tiempo era recuerdo perdido, un pastiche de falsas columnas griegas aun mantenían la imponencia del edificio en el entorno, pero seamos honestos, la mayoría de nosotros ya ni siquiera volteábamos a ver el sitio. Es por eso que me pregunto qué ocasionó la conmoción. Claro está, los sitios no dejan de perder su valor simbólico, hay una determinada permanencia que, no se preocupen, pronto terminará. Esta ciudad está construida sobre la base de empalmes y expansiones: nos hacemos cada vez más extensos al mismo tiempo que borramos el pasado inmediato para convertirlo en otra cosa. Explíquenle a un adolescente que el Elektra de la calle Madero fue un cine.

Por lo tanto, ¿qué es lo que posiblemente quedará de ese edificio? Una memoria en ruinas. Ésta, por ejemplo, la que representa este texto, y que intenta resolver para sus adentros aquello que una vez ocurrió en ese lugar llamado Forum Videoteque.

Sucedieron muchas cosas. Fue el sitio que me indicó a mí y a muchos otros que había llegado el momento de enamorarse y de administrar las hormonas. De reunirse con otros de tu especie y sentirse incómodos colectivamente, al ritmo de Just Can’t Get Enough. Asimismo, fue un sitio de sucesos, de experiencias, muchas de ellas fatídicas, por lo menos para mí. Creo que mi propósito era ir todos los fines de semana al Forum para que me rompieran el corazón. Una y otra vez. No creo estar solo en eso.

Fue el lugar donde estrenabas loción y zapatos, donde tomaste whisky por primera vez y donde descubriste que todos los rostros, no importa qué tan granientos, se ven hermosos con las luces tenues de una discoteca; el lugar donde, en varias ocasiones, tuviste que ayudar a un amigo soportar un desencanto amoroso o una borrachera tremenda. Como toda adolescencia, éramos invencibles, la vida era interminable, y gozábamos de la insatisfacción ochentera mientras los ricos y bonitos de Mexicali se sentaban en las mesas alrededor de la pista. El resto, deambulábamos con un vaso de vodka en la mano. Queriendo establecer contacto de ojos con la muchacha que te gustaba. Estacionándote en uno que otro nicho, donde podías toparte con amigos y nuevos conocidos. Éramos, en un principio, la pujante clase media mexicalense que soportaba con golpes y porrazos el inicio de nuestras perpetuas crisis económicas. Los gremios en ese espacio eran una representación de cómo estaba el mundo allá afuera, con los adultos: en un primer nivel, se encontraban los hijos de agricultores mezclándose con los hijos de los principales empresarios mexicalenses. Sus presencias sostenían apellidos de pedigrí local que fueron ramificándose, y donde algunos se volvieron adictos u alcohólicos, otros sus familias vinieron a menos y otros siguieron al pie de la letra sus vidas y acuden a misa y sus niños son todos bien portados; actualmente, todo este gremio está en distintas fases de recuperación y/o existencia. Ya son adultos, hechos y derehos, y muchos de ellos aparecen en los eventos sociales de revistas como Tiesto. Son versiones más rechonchas de lo que fueron en aquel entonces.

Y luego estábamos los otros, los hijos de profesionistas o de funcionarios medios de gobierno. No pertenecíamos a la clase trabajadora ni sufrimos una carencia en la canasta básica, pero tampoco veníamos de familias con dinero, y no necesariamente envidiábamos a los más ricos pero sí terminábamos atrapados por la ansiedad adquisitiva. Llegábamos en autos prestados por nuestros padres  y alguna parte de nuestra indumentaria era de imitación (los cintos prestados por nuestros hermanos mayores). Traíamos un presupuesto fijo y dos que tres osados que se mezclaban con los ricos solían beber de gratis. Una serie sucesiva de quinceañeras, posadas y bailes específicos adornaban esta experiencia. En ese lugar –y en algunas fiestas de casa llamadas tardeadas—nacieron los primeros Djs. En ese lugar, cuya entrada simulaba el ingreso a un paseo o una aventura, y donde olía a Pino Sol mezclado con miles de perfumes y con el olor de alfombras enmohecidas y los rastros del confetti y humo de hielo seco que escupían desde la cima de la pista, transcurrió mi adolescencia, de los diecisiete a los veintiún años.  Digamos que no la pasé muy bien, así como muchos otros que no la pasaron bien y nos sentábamos tras bambalinas para analizar el espectáculo. Este lugar dio posible nacimiento a futuros “teóricos culturales” y “sociólogos” y “escritores” pretenciosos como yo. Subíamos al segundo piso (solo en ocasiones lo subimos en un elevador que casi siempre estaba fuera de servicio), nos colocábamos en los asientos de las orillas y nos concentrábamos en tomar nuestro vodka tonic o nuestra rancia cerveza Corona y sentir la pesadumbre de jamás tener la desenvoltura y seguridad de los chicos Alfa. Así nació igualmente nuestra obsesión por la música, y no en pocas ocasiones terminábamos en la cabina del DJ, admirando los discos de vinilo con los últimos remixes de Close to Me de The Cure.  

Una serie sucesiva de mujeres constantemente nos dejaban devastados. Pero igualmente la pasábamos bien, y hasta puede decirse que, aun en la adolescencia, pude sentir en ese lugar algo cercano a la felicidad. Sobre todo, cuando tuve oportunidad de bailar con una muchacha que me gustaba pero que estaba interesada en otro. Sí: yo era el que se hacía amigo de las muchachas que le gustaban. Me da un poco de auto-repugnancia reconocerlo, aunque me quedo con la imagen de hacerlas reír mientras me desplazaba por la pista al ritmo de Rock Lobster o Should I Stay or Should I go. También debo admitir que en otra ocasión permití que una amiga me pusiera delineador negro en los ojos, sobre todo en esa época, al principio, en la que traía un exagerado y preocupante copete ochentero cubierto de Aqua Net. Recuerdo hace unos años, un amigo, más joven que yo, me preguntó que si nosotros, los que crecimos en los ochenta, estábamos conscientes de que nos veíamos ridículos, y debo admitir que hasta la fecha no tengo respuesta. Es muy probable que sí. Cada vez que escucho If you leave de OMD regresa a mi memoria esa pregunta, precisamente, porque me regresa la imagen de verme a mí mismo, el copete de cabello ondulado cubriendo mi cara, bailando en una esquina de la pista. 

Afuera del Forum siempre había algún padre de familia esperando que saliera su hija, habían parejas peleándose o dos que tres muchachos encabritados que decidieron agarrarse a chingazos. Era prácticamente imposible imaginar, en aquel entonces, que las peleas terminaran en balacera.

Dentro del lugar, se cocinaban los destinos de esas generaciones de mexicalenses, algunos más pudientes que otros, algunos más reventados que otros, algunos, muchos, realmente felices y otros espectacularmente miserables. Esa fantasmagoría de ilusiones y sueños agringados de los oriundos de la frontera pronto se esfumaron, y ahora se encuentran alojados en los recuerdos de alguna mujer de cuarenta años, que revisa las cuentas de FB de antiguos amigos y antiguos amores, preguntándose qué sucedió. O qué sucederá después. 

Foto cortesía de Rubén Alonso Tamayo