12.4.10

Tardenoche

Es tardenoche y estaciono el carro en un OXXO y escucho a un tipo en la radio hablar sobre Galileo, al mismo tiempo que llama mi atención un tipo, un medio hombre, un remedo humano enroscado enseguida del contenedor de basura de la tienda. Un tumor en el cuello, rojizo pero ya oscurecido por la mugre, sus manos muñones espantando el aire con aletazos, ropas trapos, ojos perdidos en distintos tipos de negrura, de cavernas de la conciencia, veredas a un pasado reciente que ni siquiera recuerda, un trozo de ser humano olvidado y restregado en el suelo, sus brazos alegando con el mundo, alejado del mundo, del aquí y ahora y nosotros y nuestros problemas con casas resquebrajadas a una semana del terremoto.

Aleguemos con el mundo. Alejémonos del mundo.

A mí no me debe importar él y a él no le deben importar los temblores; a nosotros no nos debe importar evidentemente este tipo hecho añicos por el mundo. Un movimiento leve de su cuerpo me permite descubrir que tampoco tiene piernas. Recuerdo mi primera imagen de un hombre-muñón. Aparecía en un libro sobre “freaks” de la naturaleza, un coronel prusiano que no obstante aparecía en la foto con su muy nutrida familia y con una mujer que aparentemente logró peripecias indecibles con este hombre, por su rostro podía detectar que ella mantenía relaciones sexuales con este coronel-muñón. Hombres-gusano, escuché una vez que les decían. pero nos desdecimos cuando queremos ser políticamente correctos, así que me desdigo de mi corrección política y lo mantengo como hombre-muñón.


En fin. No iba r a darle lecciones de heroísmo a un tipo abrumado por el alegato/aleteo de sus brazos y los mensajes terrenales de sismos que seguramente siente antes que nosotros, pegado a la tierra, pegado a la herida, escuchando, ceñido al cuerpo de estas tierras cercenadas por dentro. No le voy a explicar que en algún tiempo hubo un tipo que llegó a coronel siendo muñón, u obtuvo el rango después de perder sus extremidades, creo que no le importan mucho las lecciones de vida, aunque de todas formas no nos damos tiempo para dar estas lecciones.

Galileo quedó fascinado, al parecer por lo que dice el tipo de la radio (Garrison Keilor, una celebridad histórica en el mundo de la radio pública en EEUU) con un artilugio que le permitía ver las estrellas, el movimiento de los astros, los anillos de Saturno, la posición de la luna, el contorno de la maga luna iluminado por el sol escondido, la deducción de Galileo, a partir de la cual el mundo cambia, el mundo cambió, aunque cambió nominalmente, nosotros giramos alrededor de un centro, el tipo postrado como parte de la basura en el contenedor gira alrededor de nosotros, o nosotros giramos alrededor de ese centro que es un hombre-muñón postrado en el suelo, suelo indómito, replicante, sonoro, anunciador de quién sabe qué artilugios naturales que nos avisan que viene no sé qué, y a él qué le importa, y a Garrison Keilor qué le importa, a él le importa cerrar sus efemérides cuando en realidad quiere leer en la radio un poema, “His wife,” de Andrew Hudgens:


My wife is not afraid of dirt.


She spends each morning gardening,


stooped over, watering, pulling weeds,


removing insects from her plants
and pinching them until they burst.


She won't grow marigolds or hollyhocks,


just onions, eggplants, peppers, peas –
things we can eat.

And while she sweats
I'm working on my poetry and flute.


Then growing tired of all that art,


I've strolled out to the garden plot


and see her pull a tomato from the vine

and bite into the unwashed fruit
like a soft,

hot apple in her hand.


The juice streams down her dirty chin


and tiny seeds stick to her lips.


Her eye is clear, her body full of light,


and when, at night, I hold her close,


she smells of mint and lemon balm


En la torre inclinada de Pisa, Galileo demostró que todos los cuerpos caen a igual velocidad. El cuerpo de este tipo, esta persona a medias, este receptáculo de infortunios, alejado de dios y alegando con el mundo, cae como los nanosegundos en los que se manifiesta en nuestros pies el movimiento telúrico, la lucidez de lo que se va a pérdida, nuestras pertenencias manifiestan su condición efímera, y el dulce sabor de un tomate exprimido por los dientes de una mujer que se recuesta para atender las virtudes de la tierra se mantiene en mis labios, se saborea, y sabe que no es constante, que el mundo se mueve y se seguirá moviendo, como seguramente este tipo se mueve, no es permanente, no se queda ahí, repta hacia su siguiente morada, por siempre sintiendo el calor y el tremor de la tierra. Nada permanece. Sólo, quizás, la tierra.