26.1.17




Estética aceleracionista:
ineficiencia necesaria 
en tiempos de una subsunción real.[i]


Steven Shaviro

Tout se résume dans l’Esthétique et l’Économie politique. Todo se reduce a Estética y Economía Política. El aforismo de Mallarmè es mi punto de partida para considerar la estética aceleracionista. Pienso que la estética existe en una relación especial con la economía política, precisamente porque la estética es lo único que no puede reducirse a una economía política. La política, la ética, la epistemología e incluso la ontología son todas sujetas a una “determinación en última instancia” por las fuerzas y relaciones de producción. O mejor dicho, si la ontología no es enteramente determinada, esto es precisamente al grado de que la ontología es en sí misma fundamentalmente estética. Si la estética no se reduce a economía política, sino que en cambio subsiste de manera curiosa junto a ésta, se debe a que hay algo espectral, y curiosamente sustancial, en la estética.

Kant nos dice dos cosas importantes acerca de lo que él llama juicio estético. La primera, es que dicho juicio es necesariamente “desinteresado”. Esto quiere decir que no se relaciona con mis propias necesidades y deseos. Es algo que disfruto completamente por sí solo, sin motivos ulteriores, y sin ganancia para mí. Cuando encuentro algo bello, soy “indiferente” a cualquier utilidad que esa cosa pudiera tener; incluso soy indiferente a si la cosa en cuestión existe o no en realidad. Es por eso que la sensación estética es el único ámbito de existencia que no puede reducirse a una economía política.

Claro, esto no quiere decir que en realidad soy liberado por el arte de preocupaciones mundanas. Las restricciones de la economía política pueden, y lo hacen, estorbar a la estética. Una persona hambrienta es bloqueada de un completo disfrute estético. Sólo cuando generalmente estoy bien alimentado puedo disfrutar las delicadezas de la cocina. Y es sólo desde una posición de seguridad, nos dice Kant, es que yo puedo disfrutar los espectáculos sublimes del peligro. La belleza en sí es ineficaz. Pero esto también quiere decir que la belleza es en sí misma utópica. Ya que la belleza presupone una liberación de la necesidad; nos ofrece una salida de la escasez artificial impuesta por el modo de producción capitalista. Sin embargo, desde que en efecto vivimos bajo este modo de producción, la belleza es sólo una “promesa de felicidad” (como dijo Stendhal) más que la felicidad por sí misma. La estética, para nosotros, es inevitablemente fugaz y espectral. Cuando el tiempo es dinero y el trabajo es 24/7, no tenemos el lujo de ser indiferentes a la existencia de nada. Para usar una distinción planteada por China Miéville, el arte bajo el capitalismo, en el mejor de los casos, nos ofrece escapismo, más que el prospecto real de escape.

La segunda cosa importante que dijo Kant sobre el juicio estético, es que es no-cognitivo. La belleza no puede ser subsumida a ningún concepto. Un juicio estético es, por lo tanto, singular y sin fundamento. La experiencia estética no tiene nada que ver con “información” o con “hechos”. No puede ser generalizada, o transformada en ninguna suerte de conocimiento positivo. ¿Cómo podría hacerlo, cuando no tiene ninguna función o propósito más allá de sí misma? Y esto, nuevamente, explica por qué la sensación estética nos resulta espectral, incluso epifenomenal. No puede ser extraída, apropiada o puesta a trabajar.

Los filósofos analíticos que vendrían en mente, frustrados por esta imposibilidad, han estado durante décadas tratando de argumentar que la experiencia estética –o lo que ellos seguido denominan como la “sensación interior”, o la experiencia de “qualia”, o de la “conciencia” en todo el sentido de la palabra—en realidad no existe. Como Wittgenstein famosamente lo explicó: “Una rueda que puede ser girada aunque nada se mueva con ella, no es parte del mecanismo”. Pensadores posteriores han transformado el desconcierto de Wittgenstein en torno a la experiencia interior, para convertirla en una negación dogmática que no podría ser otra cosa más que una ilusión. Pero el punto básico aún se sostiene. La estética señala la extraña persistencia de lo que (para citar nuevamente a Wittgenstein) “no es un Algo, ¡pero tampoco es una Nada!” La experiencia estética no es parte de ningún mecanismo cognitivo –aunque nunca se encuentre alejado de dicho mecanismo.

Entonces, ¿cuál es el papel de la estética hoy en día? He dicho que la belleza no puede ser subsumida; no obstante, vivimos en un tiempo en el que los mecanismos financieros subsumen todo lo que hay. El capitalismo se ha movido de la “subsunción formal” a la “subsunción real”. Estos términos, originalmente acuñados pasajeramente por Marx, han sido tomados y elaborados por pensadores de la tradición Autonomista italiana, más notablemente Michael Hardt y Antonio Negri. Para Marx, es el trabajo lo que es “subsumido” bajo el capital. En la subsunción formal, el capital se apropia y extrae un excedente, de los procesos laborales que preceden al capitalismo, o que por lo menos no son organizados por el capitalismo. En la subsunción real, ya no existe tal autonomía; el trabajo mismo está directamente organizado en términos capitalistas (piensen en la fábrica y en la línea de ensamblaje).

En la redefinición expandida de “subsunción” que hacen Hardt y Negri, no es sólo el trabajo lo que es subsumido por el capital, sino todos los aspectos de la vida personal y social. Esto quiere decir que todo en la vida debe verse ahora como una especie de trabajo: seguimos trabajando, incluso cuando consumimos, e incluso cuando estamos dormidos. Os afectos y los sentimientos, las habilidades lingüísticas, los modos de cooperación, las formas del know-how y del conocimiento explícito, expresiones de deseo: todos estos son apropiados y convertidos en fuentes de valor excedente. Nos hemos movido de una situación de explotación extrínseca, en la que el capital subordinó al trabajo y la subjetividad a sus propósitos, a una situación de explotación intrínseca, en la que el capital incorpora directamente el trabajo y la subjetividad dentro de sus propios procesos.  

Esto quiere decir que el trabajo, la subjetividad y la vida social ya no están “afuera” del capital, antagonista a éste. En cambio, son inmediatamente producidos como partes de éste. No pueden resistirse a las depredaciones del capital, porque son ellos mismos funciones del capitalismo. Esto es lo que nos lleva a hablar de cosas tales como “capital social”, “capital cultural” y “capital humano”: como si nuestro conocimiento, nuestras habilidades, nuestras creencias y nuestros deseos tuvieran solamente un valor instrumental, que se necesita invertir en ellos. Todo lo que vivimos y hacemos, todo lo que experimentamos, es rápidamente reducido al estatus de “trabajo muerto que, vampirescamente, sólo vive chupando del trabajo vivo, y vive más conforme más trabajo chupe”. Bajo el régimen de subsunción real, toda persona viva es transformada en bien capital que no debe permanecer inactivo, sino que se debe invertir de forma rentable. El individuo es asumido –de hecho, obligado—a ser, como lo plantea Foucault, “un entrepreneur, un entrepeneur de sí mismo... ser para sí mismo su propio capital, ser por sí mismo su propio productor, ser por sí mismo su propia fuente de ingresos”. 

Este proceso de subsunción real es la clave de nuestra sociedad de red globalizada. Todo, sin excepción, es subordinado a una lógica económica, a una racionalidad económica. Todo debe ser medido, y hecho conmensurable, a través de la mediación de una suerte de “equivalente universal”: dinero o información. La subsunción real es facilitada por –pero que también proporciona el ímpetu para—la revolución de la computación y las tecnologías de comunicación durante el curso de las últimas décadas. Hoy en día vivimos en un mundo digital, un mundo de derivados financieros y de big data. La realidad virtual suplementa y realza la realidad física, de “cara a cara”—en vez de ser, como solíamos pensar ingenuamente, opuesta a ella. El neoliberalismo no es sólo la ideología o sistema de creencias de esta forma de capitalismo. Es también algo más importante, la manera concreta en la que el sistema funciona. Es un conjunto real de prácticas e instituciones. Nos proporciona tanto un cálculo para juzgar las acciones humanas, y un mecanismo para incitar y dirigir estas acciones.   

¿Qué quiere decir esto para la estética? El proceso de subsunción real requiere de la valuación, y evaluación, de todo: incluso de aquello que es espectral, epifenomenal, y sin valor. La subsunción real no deja ningún aspecto de la vida sin colonizar. Tiene la tarea de capturar, y de poner a trabajar, incluso aquellas cosas que no son económicas, o que “no son parte del mecanismo”. El afecto y la experiencia interior no están exentos de este proceso de subsunción, apropiación y extracción de excedente. Ya que el capitalismo hoy en día busca expropiar el valor excedente, no sólo del trabajo, considerado estrechamente, sino del tiempo libre también; no sólo de la “propiedad privada”, sino también de lo que los Autonomistas llaman “lo común”; y no sólo de las cosas palpables, sino también de los sentimientos y estados de ánimo y estados subjetivos. Todo debe ser mercadeable y vuelto sujeto de competencia. Todo debe ser identificado como una “marca”.  

Esto lleva a una verdadera antinomia kantiana de la estética en el capitalismo tardío. La estética debe ser simultáneamente promovida más allá de toda medida, y no obstante reducida a nada. Por un lado, como Fredric Jameson señaló hace mucho:    

La producción estética hoy en día se ha vuelto integrada a la producción de mercancía generalmente: la frenética urgencia económica de producir olas frescas de bienes cada vez más novedosos (desde ropa hasta aviones), en promedios aún mayores de volumen, ahora asigna una función y posición estructural cada vez más esencial a la innovación y experimentación estéticas.

O como la economista del libre mercado Virgina Postrel feliz y acríticamente plantea el mismo argumento, “la estética, o la estilización, se ha convertido en un punto de venta singular –a escala global”. En el capitalismo actual, todo es estetizado, y todos los valores son en última instancia estéticos.

No obstante, al mismo tiempo, esta estetización ubicua también es una extirpación radical de la estética. No es sólo que las sensaciones y los sentimientos son trivializados cuando se empaquetan para ponerlos a la venta y catalogados sobre las variaciones más diminutas de líneas de producción. También significa que las dos cualidades más cruciales de la estética de acuerdo con Kant –que es desinteresada, y que es no-cognitiva—se han hecho desvanecer, o explicadas hasta desaparecer. Las sensaciones y sentimientos estéticos ya no son desinteresados, porque han sido replanteados como marcadores de identidad personal: preferencias reveladas, marcas, identificadores de estilos de vida, objetos de adoración por parte de los fans. Las sensaciones y sentimientos estéticos también son agresivamente concientizados: porque es sólo en la medida que son conocidos y descritos objetivamente, o transformados en datos, que pueden ser explotados como formas de trabajo, comercializados como experiencias frescas y elecciones emocionantes de estilos de vida. Irónicamente, entonces, es precisamente en un tiempo en el que el “trabajo afectivo” se privilegia por encima de la producción material (Hardt y Negri), y cuando la mercadotecnia se concentra cada vez más en mercancías impalpables tales como los estados de ánimo, las experiencias y las “atmósferas” (Biehl-Missal y Saren), que entramos al régimen de un “capitalismo cognitivo” completo (Moulier Boutang), guiado por los descubrimientos de la psicología cognitiva. 

Es bajo las condiciones de la subsunción real que el aceleracionismo se convierte primero en una posible estrategia estética. Es una invención bastante reciente. En el siglo XX, antes del desarrollo de lo que he relatado, el arte más emocionante siempre giraba alrededor de la transgresión. Los artistas Modernistas buscaron romper con los tabúes, escandalizando a los públicos, y pasando más allá de los límites del “buen gusto” burgués. Desde Stravinsky hasta los dadaístas, desde Bataille hasta los creadores de Deep Throat, y desde Charlie Parker hasta Elvis y Guns N’ Roses, la meta siempre fue la de asombrar a los públicos empujando las cosas más allá de lo que habían estado. Ser ofensivo era una medida de éxito. La transgresión era simple y axiomáticamente entendida como subversiva.    

Pero hoy en día este ya no es el caso. El neoliberalismo no tiene problemas con el exceso. Lejos de ser subversiva, la transgresión en la actualidad es completamente normativa. Nadie se ofende realmente con Marilyn Manson o con Quentin Tarrantino. Incluso un acto o representación supuestamente “transgresora” expande el campo de la inversión capital. Abre nuevos territorios para apropiar, y enciende de golpe nuevos procesos desde los cuales puede extraer valor de excedente. ¿Qué más podría suceder, en un tiempo en que el ocio y el disfrute se han vuelto en sí mismos formas de trabajo? Los negocios y la mercadotecnia hoy en día se enfocan cada vez más en la novedad y la innovación. Un volumen más rápido es una manera de combatir lo que Marx llamó la caída tendencial del promedio de ganancia. Lejos de ser subversiva u opositora, la transgresión es el motor actual de la expansión capitalista: el modo como se renueva, en orgías de “destrucción creativa”. 

En otras palabras, la economía política hoy en día es conducida por círculos resonantes de retroalimentación positiva. Las finanzas operan de acuerdo a una lógica cultural transgresora de innovación desenfrenada, así como metaniveles constantemente ramificados de abstracción auto-referencial. Esto fácilmente llega al punto en el que los derivados financieros, por ejemplo, flotan en un hiperespacio de contingencia pura, libres de relación indicial con cualquier cosa “subyacente”. Al mismo tiempo que sale flotando hacia la abstracción digital, sin embargo, el neoliberalismo opera directamente en nuestros cuerpos. Datos son extraídos a partir de todo lo que sentimos, pensamos y hacemos. Estos datos son apropiados y consolidados, luego empaquetados y vendidos de vuelta a nosotros.

En un ambiente así, nada es más preciado que el exceso. Mientras más lejos vas, más hay para acumular y capitalizar. Todo es organizado en términos de umbrales, intensidades y modulaciones. Como lo plantea Robin James, “Para el sujeto neoliberal, el punto de la vida es ‘llevarlo al límite’ cerrándose cada vez más estrechamente al punto de los rendimiento decrecientes... El sujeto neoliberal tiene un apetito insaciable por más y más diferencias nuevas”. El punto es siempre alcanzar “el borde de desgaste”: perseguir una línea de intensificación, y aun así ser capaz de separarse de ese borde, tratándolo como una inversión, y recuperando la intensidad como ganancia. Como dice James, “las personas privilegiadas logran vivir las vidas más intensas, vidas de inversión maximizada (individual y social) y rendimientos maximizados”.

Es por eso que la transgresión ya no funciona como estrategia estética subversiva. O más precisamente, la transgresión funciona demasiado bien como estrategia para amasar tanto “capital cultural” como capital real; y por lo tanto le falta lo que he ido llamando la espectralidad y epifenomenalidad de la estética. La transgresión está ya completamente incorporada en la lógica de la economía política. Es testimonio de la manera como, bajo el régimen de la subsunción real, “no hay nada, no hay ‘vida al desnudo’, no punto de vista externo... ya no existe un ‘afuera’ para el poder”. Donde el arte modernista transgresivo buscó liberarse de las restricciones sociales, y por lo tanto obtener un Afuera radical, el arte aceleracionista sigue siendo completamente inmanente, modulando sus intensidades en su lugar. Como lo plantea Robin James, en el arte neoliberal, “la intensidad de la vida, como una onda sinusoidal, se cierra en un límite sin ser capaz de alcanzarlo”.

El aceleracionismo fue una estrategia política antes de convertirse en una estrategia estética. Benjamin Noys, quien acuñó el término, lo rastrea hasta cierto giro “de ultraizquierda” en el pensamiento político y social francés en la década de los setenta. Noys cita especialmente el Anti Edipo de Deleuze y Guattari (1972), Economía libidinal de Lyotard (1974) e Intercambio simbólico y la muerte de Baudrillard (1976). Estas obras pueden ser leídas todas como respuestas desesperadas a los fracasos del radicalismo político de los sesenta (y especialmente, en Francia, al levantamiento en mayo del 68). En sus maneras distintas, todos estos textos argumentan que, ya que no existe un Afuera en el sistema capitalista, el capitalismo sólo puede ser vencido desde su interior, por lo que Noys llama “una variante exótica de la politique du pire: si el capitalismo genera sus propias fuerzas de disolución, entonces la necesidad es la de radicalizar el capitalismo mismo: mientras más peor sea, mejor”. Al empujar las tensiones internas del propio capitalismo (o lo que Marx llamó sus “contradicciones”) al extremo, el aceleracionismo espera llegar a un punto en el que el capitalismo explote y se desmorone.

Evidentemente, esta estrategia no ha madurado muy bien durante las décadas que siguieron a los setenta. En efecto, se ha convertido en el ejemplo clásico de cómo debemos ser cuidadosos con lo que deseamos –porque muy probablemente lo obtengamos. Comenzando en los ochenta, las políticas “aceleracionistas” fueron de hecho puestas en marcha por figuras como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Deng Xiaoping. El salvajismo completo del capitalismo fue desatado, ya no fue detenido por los cheques y balances de la regulación financiera y el bienestar social. Al mismo tiempo, lo que Luc Boltanski y Eve Chiapello llaman el “nuevo espíritu del capitalismo” tomó exitosamente las demandas subjetivas de los sesenta y setenta y las hizo suyas. El neoliberalismo nos ofrece ahora cosas como autonomía personal, libertad sexual y “autorrealización” individual; aunque claro, estas muchas veces toman la forma siniestra de la precariedad, inseguridad y presión continua para mantenerse activo. El capitalismo neoliberal hoy en día nos persuade con el prospecto de vivir “las vidas más intensas, vidas de maximizada inversión (individual y social) y maximizados rendimientos” (James), mientras que, al mismo tiempo, privatiza, expropia y extrae un excedente de todo lo que esté a su alrededor.

En otras palabras, el problema con el aceleracionismo como estrategia política tiene que ver con el hecho que –querámoslo o no—todos somos aceleracionistas. Se ha vuelto cada vez más claro que las crisis y contradicciones no llevan al deceso del capitalismo. Más bien, en realidad trabajan para promover y avanzar el capitalismo, proporcionándole su combustible. Las crisis no ponen en peligro al orden capitalista; más bien, son ocasiones para los dramas de la “destrucción creativa” por medio de las cuales, como un Ave Fénix, el capitalismo se renueva repetidas veces. Todos estamos atrapados en este ciclo. Y el aceleracionismo en la filosofía o en la economía política nos ofrece, en el mejor de los casos, una conciencia exacerbada de cómo estamos atrapados.

Por todas las cuentas, la situación es mucho peor hoy en dia que cuando lo fue en los noventa, ya no hablemos de los setenta. Efectivamente, nos hemos movido con rapidez alarmante, del triunfalismo neoliberal de los noventa a nuestro sentido actual –con la llegada del colapso financiero de 2008—de que el neoliberalismo ha muerto como ideología. Desafortunadamente, al descrédito intelectual en el que ha caído no impide su funcionamiento en lo más mínimo. Sus programas y procesos mantienen toda su fuerza; si algo podría decirse, en el presente, es que están siendo impulsados mucho más que antes. El sistema bajo el cual vivimos se niega a morir, sin importar qué tan opresivo y disfuncional es. Y doblamos esta incapacidad sistémica con nuestra propia inhabilidad para imaginar alguna suerte de alternativa. Tal es el dilema de lo que Mark Fisher llama “realismo capitalista”: el triste y cínico sentido de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

En esta situación, ¿qué puede significar proponer una estética aceleracionista? ¿Puede resultar ser distinta a la transgresión? ¿Puede ofrecernos algo más, o cualquier cosa más, que el aceleracionismo que ya existe en nuestra condición político-económica? El caso estético del aceleracionismo es quizá ejemplificado mejor por algo que Deleuze escribió en un contexto completamente distinto:

Muchas veces ocurre que Nietzsche se pone frente a frente con algo enfermizo, innoble, repugnante. Bien, Nietzsche piensa que es divertido, y le añadiría leña al fuego si pudiera. Dice: síguele, aun no es lo suficientemente repugnante. O dice: excelente, qué repugnante, que maravilla, qué obra maestra, una flor envenenada, finalmente “la especie humana se está poniendo interesante”.

No creo que esta sea una evocación certera de Nietzsche. Ya que Nietzsche no tiene realmente esta especie de actitud hacia lo que ve como la “decadente” cultura burguesa de su tiempo. Más bien, Nietzsche queda muchas veces sobrecogido de repugnancia por lo que ve en el mundo que lo rodea. Su lucha épica contra su propia repugnancia, y sus esfuerzos heroicos por superarla, están en el centro de Así habló Zaratustra. El tono estridente y agudo del elogio que hace Nietzsche de la alegría y la risa nos indican que estas actitudes no fueron fáciles para él. Tampoco tiende a adoptarlas cuando se confronta a los espectáculos “enfermizos, innobles y repugnantes” de su propia cultura y sociedad. No obstante, pienso que las actitudes descritas por Deleuze se acomodan bien a la idea del arte aceleracionista de la actualidad. Intensificar los horrores del capitalismo contemporáneo no los lleva a explotar; pero sí nos ofrece una suerte de satisfacción y alivio, al decirnos que finalmente hemos tocado fondo, finalmente hemos descubierto lo peor. Esto es realmente lo que anima a películas aceleracionistas como Gamer de Mark Neveldine y Brian Taylor, o I’m a juvenile delinquent, Jail Me! De Alex Cox. Estas obras pueden ser críticas, pero también se regodean en la sordidez y explotación que con tanto gusto nos muestran. Gracias a su cinismo iluminado –el hecho de que estas condiciones “enfermizas, innobles y repugnantes” les resultan divertidas—no nos ofrecen la falsa esperanza de que apilar lo peor de lo que nos ofrece el capitalismo neoliberal de alguna manera podría ayudarnos a salir de éste.

La diferencia entre esta estética aceleracionista y el aceleracionismo político-económico analizado por Noys, es que el primero no reclama la eficacia de sus operaciones. Ni siquiera niega que sus propias intensidades sirven el propósito de extraer valor excedente y de acumular ganancia. La complicidad evidente y mala fe de estas obras, su regodearse en las pasiones básicas que Nietzsche desdeñó, y su negación a sostener la indignación o reclamar un terreno moral: todas estas posturas nos ayudan a movernos hacia el desinterés y la epifenomenalidad de la estética. De modo que yo no asumo ningún planteamiento político para esta clase de arte aceleracionista –de hecho, echaría para abajo todo mi argumento si lo hiciera. Pero sí quiero plantear una cierta eficacia estética de estos, lo que es algo que las obras de transgresión y negatividad no pueden esperar lograr hoy en día.
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Steven Shaviro is the DeRoy Professor of English at Wayne State University. He is the author of The Cinematic Body (1993), Doom Patrols: A Theoretical Fiction About Postmodernism (1997), Connected, Or, What It Means To Live in the Network Society (2003), Without Criteria: Kant, Whitehead, Deleuze, and Aesthetics (2009), and Post-Cinematic Affect (2010). His work in progress involves studies of speculative realism, of post-continuity styles in contemporary cinema, of music videos, and of recent science fiction and horror fiction. He blogs at The Pinocchio Theory.

© 2013 e-flux and the author













[i] Extraído de e-flux Journal #46 - junio 2013. Los pies de página fueron omitidos. Libre traducción: Alejandro Espinoza