Estética aceleracionista:
ineficiencia necesaria
en tiempos de una subsunción real.[i]
Steven Shaviro
Tout se résume dans
l’Esthétique et l’Économie politique.
Todo se reduce a Estética y Economía Política. El aforismo de Mallarmè es mi punto de partida para considerar
la estética aceleracionista. Pienso que la estética existe en una relación
especial con la economía política, precisamente porque la estética es lo único
que no puede reducirse a una economía política. La política, la ética, la
epistemología e incluso la ontología son todas sujetas a una “determinación en
última instancia” por las fuerzas y relaciones de producción. O mejor dicho, si
la ontología no es enteramente determinada, esto es precisamente al grado de
que la ontología es en sí misma fundamentalmente estética. Si la estética no se
reduce a economía política, sino que en cambio subsiste de manera curiosa junto
a ésta, se debe a que hay algo espectral, y curiosamente sustancial, en la
estética.
Kant
nos dice dos cosas importantes acerca de lo que él llama juicio estético. La
primera, es que dicho juicio es necesariamente “desinteresado”. Esto quiere
decir que no se relaciona con mis propias necesidades y deseos. Es algo que
disfruto completamente por sí solo, sin motivos ulteriores, y sin ganancia para
mí. Cuando encuentro algo bello, soy “indiferente” a cualquier utilidad que esa
cosa pudiera tener; incluso soy indiferente a si la cosa en cuestión existe o
no en realidad. Es por eso que la sensación estética es el único ámbito de
existencia que no puede reducirse a una economía política.
Claro,
esto no quiere decir que en realidad soy liberado por el arte de preocupaciones
mundanas. Las restricciones de la economía política pueden, y lo hacen,
estorbar a la estética. Una persona hambrienta es bloqueada de un completo
disfrute estético. Sólo cuando generalmente estoy bien alimentado puedo
disfrutar las delicadezas de la cocina. Y es sólo desde una posición de
seguridad, nos dice Kant, es que yo puedo disfrutar los espectáculos sublimes
del peligro. La belleza en sí es ineficaz. Pero esto también quiere decir que
la belleza es en sí misma utópica. Ya que la belleza presupone una liberación
de la necesidad; nos ofrece una salida de la escasez artificial impuesta por el
modo de producción capitalista. Sin embargo, desde que en efecto vivimos bajo
este modo de producción, la belleza es sólo una “promesa de felicidad” (como
dijo Stendhal) más que la felicidad por sí misma. La estética, para nosotros,
es inevitablemente fugaz y espectral. Cuando el tiempo es dinero y el trabajo
es 24/7, no tenemos el lujo de ser indiferentes a la existencia de nada. Para
usar una distinción planteada por China Miéville, el arte bajo el capitalismo,
en el mejor de los casos, nos ofrece escapismo, más que el prospecto real de
escape.
La
segunda cosa importante que dijo Kant sobre el juicio estético, es que es
no-cognitivo. La belleza no puede ser subsumida a ningún concepto. Un juicio
estético es, por lo tanto, singular y sin fundamento. La experiencia estética
no tiene nada que ver con “información” o con “hechos”. No puede ser
generalizada, o transformada en ninguna suerte de conocimiento positivo. ¿Cómo
podría hacerlo, cuando no tiene ninguna función o propósito más allá de sí
misma? Y esto, nuevamente, explica por qué la sensación estética nos resulta
espectral, incluso epifenomenal. No puede ser extraída, apropiada o puesta a
trabajar.
Los
filósofos analíticos que vendrían en mente, frustrados por esta imposibilidad,
han estado durante décadas tratando de argumentar que la experiencia estética
–o lo que ellos seguido denominan como la “sensación interior”, o la experiencia
de “qualia”, o de la “conciencia” en todo el sentido de la palabra—en realidad
no existe. Como Wittgenstein famosamente lo explicó: “Una rueda que puede ser
girada aunque nada se mueva con ella, no es parte del mecanismo”. Pensadores
posteriores han transformado el desconcierto de Wittgenstein en torno a la
experiencia interior, para convertirla en una negación dogmática que no podría
ser otra cosa más que una ilusión. Pero el punto básico aún se sostiene. La
estética señala la extraña persistencia de lo que (para citar nuevamente a
Wittgenstein) “no es un Algo, ¡pero tampoco es una Nada!” La experiencia
estética no es parte de ningún mecanismo cognitivo –aunque nunca se encuentre
alejado de dicho mecanismo.
Entonces,
¿cuál es el papel de la estética hoy en día? He dicho que la belleza no puede
ser subsumida; no obstante, vivimos en un tiempo en el que los mecanismos
financieros subsumen todo lo que hay. El capitalismo se ha movido de la
“subsunción formal” a la “subsunción real”. Estos términos, originalmente
acuñados pasajeramente por Marx, han sido tomados y elaborados por pensadores
de la tradición Autonomista italiana, más notablemente Michael Hardt y Antonio
Negri. Para Marx, es el trabajo lo
que es “subsumido” bajo el capital. En la subsunción formal, el capital se
apropia y extrae un excedente, de los procesos laborales que preceden al
capitalismo, o que por lo menos no son organizados por el capitalismo. En la
subsunción real, ya no existe tal autonomía; el trabajo mismo está directamente
organizado en términos capitalistas (piensen en la fábrica y en la línea de
ensamblaje).
En
la redefinición expandida de “subsunción” que hacen Hardt y Negri, no es sólo
el trabajo lo que es subsumido por el capital, sino todos los aspectos de la
vida personal y social. Esto quiere decir que todo en la vida debe verse ahora
como una especie de trabajo: seguimos trabajando, incluso cuando consumimos, e
incluso cuando estamos dormidos. Os afectos y los sentimientos, las habilidades
lingüísticas, los modos de cooperación, las formas del know-how y del conocimiento explícito, expresiones de deseo: todos
estos son apropiados y convertidos en fuentes de valor excedente. Nos hemos
movido de una situación de explotación extrínseca, en la que el capital
subordinó al trabajo y la subjetividad a sus propósitos, a una situación de
explotación intrínseca, en la que el capital incorpora directamente el trabajo
y la subjetividad dentro de sus
propios procesos.
Esto
quiere decir que el trabajo, la subjetividad y la vida social ya no están
“afuera” del capital, antagonista a éste. En cambio, son inmediatamente
producidos como partes de éste. No pueden resistirse a las depredaciones del
capital, porque son ellos mismos funciones del capitalismo. Esto es lo que nos
lleva a hablar de cosas tales como “capital social”, “capital cultural” y
“capital humano”: como si nuestro conocimiento, nuestras habilidades, nuestras
creencias y nuestros deseos tuvieran solamente un valor instrumental, que se
necesita invertir en ellos. Todo lo que vivimos y hacemos, todo lo que
experimentamos, es rápidamente reducido al estatus de “trabajo muerto que,
vampirescamente, sólo vive chupando del trabajo vivo, y vive más conforme más
trabajo chupe”. Bajo el régimen de subsunción real, toda persona viva es
transformada en bien capital que no debe permanecer inactivo, sino que se debe
invertir de forma rentable. El individuo es asumido –de hecho, obligado—a ser,
como lo plantea Foucault, “un entrepreneur,
un entrepeneur de sí mismo... ser
para sí mismo su propio capital, ser por sí mismo su propio productor, ser por
sí mismo su propia fuente de ingresos”.
Este
proceso de subsunción real es la clave de nuestra sociedad de red globalizada.
Todo, sin excepción, es subordinado a una lógica económica, a una racionalidad
económica. Todo debe ser medido, y hecho conmensurable, a través de la
mediación de una suerte de “equivalente universal”: dinero o información. La
subsunción real es facilitada por –pero que también proporciona el ímpetu
para—la revolución de la computación y las tecnologías de comunicación durante
el curso de las últimas décadas. Hoy en día vivimos en un mundo digital, un
mundo de derivados financieros y de big
data. La realidad virtual suplementa y realza la realidad física, de “cara
a cara”—en vez de ser, como solíamos pensar ingenuamente, opuesta a ella. El
neoliberalismo no es sólo la ideología o sistema de creencias de esta forma de
capitalismo. Es también algo más importante, la manera concreta en la que el
sistema funciona. Es un conjunto real de prácticas e instituciones. Nos
proporciona tanto un cálculo para juzgar las acciones humanas, y un mecanismo para
incitar y dirigir estas acciones.
¿Qué
quiere decir esto para la estética? El proceso de subsunción real requiere de la
valuación, y evaluación, de todo: incluso de aquello que es espectral,
epifenomenal, y sin valor. La subsunción real no deja ningún aspecto de la vida
sin colonizar. Tiene la tarea de capturar, y de poner a trabajar, incluso
aquellas cosas que no son económicas, o que “no son parte del mecanismo”. El
afecto y la experiencia interior no están exentos de este proceso de
subsunción, apropiación y extracción de excedente. Ya que el capitalismo hoy en
día busca expropiar el valor excedente, no sólo del trabajo, considerado
estrechamente, sino del tiempo libre también; no sólo de la “propiedad
privada”, sino también de lo que los Autonomistas llaman “lo común”; y no sólo
de las cosas palpables, sino también de los sentimientos y estados de ánimo y
estados subjetivos. Todo debe ser mercadeable y vuelto sujeto de competencia.
Todo debe ser identificado como una “marca”.
Esto
lleva a una verdadera antinomia kantiana de la estética en el capitalismo
tardío. La estética debe ser simultáneamente promovida más allá de toda medida,
y no obstante reducida a nada. Por un lado, como Fredric Jameson señaló hace
mucho:
La producción estética
hoy en día se ha vuelto integrada a la producción de mercancía generalmente: la
frenética urgencia económica de producir olas frescas de bienes cada vez más
novedosos (desde ropa hasta aviones), en promedios aún mayores de volumen,
ahora asigna una función y posición estructural cada vez más esencial a la
innovación y experimentación estéticas.
O como la economista del libre mercado
Virgina Postrel feliz y acríticamente plantea el mismo argumento, “la estética,
o la estilización, se ha convertido en un punto de venta singular –a escala
global”. En el capitalismo actual, todo es
estetizado, y todos los valores son en última instancia estéticos.
No obstante, al mismo tiempo, esta
estetización ubicua también es una extirpación radical de la estética. No es
sólo que las sensaciones y los sentimientos son trivializados cuando se
empaquetan para ponerlos a la venta y catalogados sobre las variaciones más
diminutas de líneas de producción. También significa que las dos cualidades más
cruciales de la estética de acuerdo con Kant –que es desinteresada, y que es
no-cognitiva—se han hecho desvanecer, o explicadas hasta desaparecer. Las sensaciones
y sentimientos estéticos ya no son desinteresados, porque han sido replanteados
como marcadores de identidad personal: preferencias reveladas, marcas,
identificadores de estilos de vida, objetos de adoración por parte de los fans.
Las sensaciones y sentimientos estéticos también son agresivamente concientizados:
porque es sólo en la medida que son conocidos y descritos objetivamente, o
transformados en datos, que pueden ser explotados como formas de trabajo, comercializados
como experiencias frescas y elecciones emocionantes de estilos de vida.
Irónicamente, entonces, es precisamente en un tiempo en el que el “trabajo
afectivo” se privilegia por encima de la producción material (Hardt y Negri), y
cuando la mercadotecnia se concentra cada vez más en mercancías impalpables
tales como los estados de ánimo, las experiencias y las “atmósferas”
(Biehl-Missal y Saren), que entramos al régimen de un “capitalismo cognitivo”
completo (Moulier Boutang), guiado por los descubrimientos de la psicología
cognitiva.
Es bajo las condiciones de la subsunción
real que el aceleracionismo se convierte primero en una posible estrategia
estética. Es una invención bastante reciente. En el siglo XX, antes del
desarrollo de lo que he relatado, el arte más emocionante siempre giraba
alrededor de la transgresión. Los artistas Modernistas buscaron romper con los
tabúes, escandalizando a los públicos, y pasando más allá de los límites del
“buen gusto” burgués. Desde Stravinsky hasta los dadaístas, desde Bataille
hasta los creadores de Deep Throat, y
desde Charlie Parker hasta Elvis y Guns N’ Roses, la meta siempre fue la de
asombrar a los públicos empujando las cosas más allá de lo que habían estado. Ser
ofensivo era una medida de éxito. La transgresión era simple y axiomáticamente
entendida como subversiva.
Pero hoy en día este ya no es el caso. El
neoliberalismo no tiene problemas con el exceso. Lejos de ser subversiva, la
transgresión en la actualidad es completamente normativa. Nadie se ofende
realmente con Marilyn Manson o con Quentin Tarrantino. Incluso un acto o
representación supuestamente “transgresora” expande el campo de la inversión
capital. Abre nuevos territorios para apropiar, y enciende de golpe nuevos
procesos desde los cuales puede extraer valor de excedente. ¿Qué más podría
suceder, en un tiempo en que el ocio y el disfrute se han vuelto en sí mismos
formas de trabajo? Los negocios y la mercadotecnia hoy en día se enfocan cada
vez más en la novedad y la innovación. Un volumen más rápido es una manera de
combatir lo que Marx llamó la caída tendencial del promedio de ganancia. Lejos
de ser subversiva u opositora, la transgresión es el motor actual de la
expansión capitalista: el modo como se renueva, en orgías de “destrucción
creativa”.
En otras palabras, la economía política
hoy en día es conducida por círculos resonantes de retroalimentación positiva.
Las finanzas operan de acuerdo a una lógica cultural transgresora de innovación
desenfrenada, así como metaniveles constantemente ramificados de abstracción
auto-referencial. Esto fácilmente llega al punto en el que los derivados
financieros, por ejemplo, flotan en un hiperespacio de contingencia pura,
libres de relación indicial con cualquier cosa “subyacente”. Al mismo tiempo que sale flotando hacia
la abstracción digital, sin embargo, el neoliberalismo opera directamente en
nuestros cuerpos. Datos son extraídos a partir de todo lo que sentimos,
pensamos y hacemos. Estos datos son apropiados y consolidados, luego
empaquetados y vendidos de vuelta a nosotros.
En un ambiente así, nada es más preciado
que el exceso. Mientras más lejos vas, más hay para acumular y capitalizar. Todo
es organizado en términos de umbrales, intensidades y modulaciones. Como lo
plantea Robin James, “Para el sujeto neoliberal, el punto de la vida es ‘llevarlo
al límite’ cerrándose cada vez más estrechamente al punto de los rendimiento
decrecientes... El sujeto neoliberal tiene un apetito insaciable por más y más
diferencias nuevas”. El punto es siempre alcanzar “el borde de desgaste”:
perseguir una línea de intensificación, y aun así ser capaz de separarse de ese
borde, tratándolo como una inversión, y recuperando la intensidad como
ganancia. Como dice James, “las personas privilegiadas logran vivir las vidas
más intensas, vidas de inversión maximizada (individual y social) y
rendimientos maximizados”.
Es por eso que la transgresión ya no
funciona como estrategia estética subversiva. O más precisamente, la
transgresión funciona demasiado bien
como estrategia para amasar tanto “capital cultural” como capital real; y por
lo tanto le falta lo que he ido llamando la espectralidad y epifenomenalidad de
la estética. La transgresión está ya completamente incorporada en la lógica de
la economía política. Es testimonio de la manera como, bajo el régimen de la
subsunción real, “no hay nada, no hay ‘vida al desnudo’, no punto de vista
externo... ya no existe un ‘afuera’ para el poder”. Donde el arte modernista
transgresivo buscó liberarse de las restricciones sociales, y por lo tanto
obtener un Afuera radical, el arte aceleracionista sigue siendo completamente
inmanente, modulando sus intensidades en su lugar. Como lo plantea Robin James,
en el arte neoliberal, “la intensidad de la vida, como una onda sinusoidal, se
cierra en un límite sin ser capaz de alcanzarlo”.
El aceleracionismo fue una estrategia
política antes de convertirse en una estrategia estética. Benjamin Noys, quien
acuñó el término, lo rastrea hasta cierto giro “de ultraizquierda” en el
pensamiento político y social francés en la década de los setenta. Noys cita
especialmente el Anti Edipo de
Deleuze y Guattari (1972), Economía
libidinal de Lyotard (1974) e Intercambio
simbólico y la muerte de Baudrillard (1976). Estas obras pueden ser leídas
todas como respuestas desesperadas a los fracasos del radicalismo político de
los sesenta (y especialmente, en Francia, al levantamiento en mayo del 68). En
sus maneras distintas, todos estos textos argumentan que, ya que no existe un
Afuera en el sistema capitalista, el capitalismo sólo puede ser vencido desde
su interior, por lo que Noys llama “una variante exótica de la politique du pire: si el capitalismo
genera sus propias fuerzas de disolución, entonces la necesidad es la de
radicalizar el capitalismo mismo: mientras más peor sea, mejor”. Al empujar las
tensiones internas del propio capitalismo (o lo que Marx llamó sus “contradicciones”)
al extremo, el aceleracionismo espera llegar a un punto en el que el
capitalismo explote y se desmorone.
Evidentemente, esta estrategia no ha
madurado muy bien durante las décadas que siguieron a los setenta. En efecto,
se ha convertido en el ejemplo clásico de cómo debemos ser cuidadosos con lo
que deseamos –porque muy probablemente lo obtengamos. Comenzando en los
ochenta, las políticas “aceleracionistas” fueron de hecho puestas en marcha por
figuras como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Deng Xiaoping. El salvajismo
completo del capitalismo fue desatado, ya no fue detenido por los cheques y
balances de la regulación financiera y el bienestar social. Al mismo tiempo, lo
que Luc Boltanski y Eve Chiapello llaman el “nuevo espíritu del capitalismo”
tomó exitosamente las demandas subjetivas de los sesenta y setenta y las hizo
suyas. El neoliberalismo nos ofrece ahora cosas como autonomía personal, libertad
sexual y “autorrealización” individual; aunque claro, estas muchas veces toman
la forma siniestra de la precariedad, inseguridad y presión continua para
mantenerse activo. El capitalismo neoliberal hoy en día nos persuade con el
prospecto de vivir “las vidas más intensas, vidas de maximizada inversión
(individual y social) y maximizados rendimientos” (James), mientras que, al
mismo tiempo, privatiza, expropia y extrae un excedente de todo lo que esté a
su alrededor.
En otras palabras, el problema con el
aceleracionismo como estrategia política tiene que ver con el hecho que –querámoslo
o no—todos somos aceleracionistas. Se ha vuelto cada vez más claro que las
crisis y contradicciones no llevan al deceso del capitalismo. Más bien, en
realidad trabajan para promover y avanzar el capitalismo, proporcionándole su
combustible. Las crisis no ponen en peligro al orden capitalista; más bien, son
ocasiones para los dramas de la “destrucción creativa” por medio de las cuales,
como un Ave Fénix, el capitalismo se renueva repetidas veces. Todos estamos
atrapados en este ciclo. Y el aceleracionismo en la filosofía o en la economía
política nos ofrece, en el mejor de los casos, una conciencia exacerbada de
cómo estamos atrapados.
Por todas las cuentas, la situación es
mucho peor hoy en dia que cuando lo fue en los noventa, ya no hablemos de los
setenta. Efectivamente, nos hemos movido con rapidez alarmante, del
triunfalismo neoliberal de los noventa a nuestro sentido actual –con la llegada
del colapso financiero de 2008—de que el neoliberalismo ha muerto como
ideología. Desafortunadamente, al descrédito intelectual en el que ha caído no
impide su funcionamiento en lo más mínimo. Sus programas y procesos mantienen
toda su fuerza; si algo podría decirse, en el presente, es que están siendo
impulsados mucho más que antes. El sistema bajo el cual vivimos se niega a
morir, sin importar qué tan opresivo y disfuncional es. Y doblamos esta
incapacidad sistémica con nuestra propia inhabilidad para imaginar alguna
suerte de alternativa. Tal es el dilema de lo que Mark Fisher llama “realismo
capitalista”: el triste y cínico sentido de que “es más fácil imaginar el fin
del mundo que el fin del capitalismo”.
En esta situación, ¿qué puede significar
proponer una estética aceleracionista? ¿Puede resultar ser distinta a la
transgresión? ¿Puede ofrecernos algo más, o cualquier cosa más, que el
aceleracionismo que ya existe en nuestra condición político-económica? El caso
estético del aceleracionismo es quizá ejemplificado mejor por algo que Deleuze
escribió en un contexto completamente distinto:
Muchas veces ocurre que
Nietzsche se pone frente a frente con algo enfermizo, innoble, repugnante. Bien,
Nietzsche piensa que es divertido, y le añadiría leña al fuego si pudiera. Dice:
síguele, aun no es lo suficientemente repugnante. O dice: excelente, qué
repugnante, que maravilla, qué obra maestra, una flor envenenada, finalmente “la
especie humana se está poniendo interesante”.
No creo que esta sea una
evocación certera de Nietzsche. Ya que Nietzsche no tiene realmente esta
especie de actitud hacia lo que ve como la “decadente” cultura burguesa de su
tiempo. Más bien, Nietzsche queda muchas veces sobrecogido de repugnancia por
lo que ve en el mundo que lo rodea. Su lucha épica contra su propia
repugnancia, y sus esfuerzos heroicos por superarla, están en el centro de Así habló Zaratustra. El tono estridente
y agudo del elogio que hace Nietzsche de la alegría y la risa nos indican que
estas actitudes no fueron fáciles para él. Tampoco tiende a adoptarlas cuando
se confronta a los espectáculos “enfermizos, innobles y repugnantes” de su
propia cultura y sociedad. No obstante, pienso que las actitudes descritas por
Deleuze se acomodan bien a la idea del arte aceleracionista de la actualidad. Intensificar
los horrores del capitalismo contemporáneo no los lleva a explotar; pero sí nos
ofrece una suerte de satisfacción y alivio, al decirnos que finalmente hemos
tocado fondo, finalmente hemos descubierto lo peor. Esto es realmente lo que
anima a películas aceleracionistas como Gamer
de Mark Neveldine y Brian Taylor, o I’m
a juvenile delinquent, Jail Me! De Alex Cox. Estas obras pueden ser
críticas, pero también se regodean en la sordidez y explotación que con tanto
gusto nos muestran. Gracias a su cinismo iluminado –el hecho de que estas
condiciones “enfermizas, innobles y repugnantes” les resultan divertidas—no nos
ofrecen la falsa esperanza de que apilar lo peor de lo que nos ofrece el capitalismo
neoliberal de alguna manera podría ayudarnos a salir de éste.
La diferencia entre esta
estética aceleracionista y el aceleracionismo político-económico analizado por
Noys, es que el primero no reclama la eficacia de sus operaciones. Ni siquiera
niega que sus propias intensidades sirven el propósito de extraer valor
excedente y de acumular ganancia. La complicidad evidente y mala fe de estas
obras, su regodearse en las pasiones básicas que Nietzsche desdeñó, y su
negación a sostener la indignación o reclamar un terreno moral: todas estas
posturas nos ayudan a movernos hacia el desinterés y la epifenomenalidad de la
estética. De modo que yo no asumo ningún planteamiento político para esta clase
de arte aceleracionista –de hecho, echaría para abajo todo mi argumento si lo
hiciera. Pero sí quiero plantear una cierta eficacia
estética de estos, lo que es algo que las obras de transgresión y
negatividad no pueden esperar lograr hoy en día.
×
Steven Shaviro is the DeRoy
Professor of English at Wayne State University. He is the author of The Cinematic Body (1993), Doom Patrols: A Theoretical Fiction About Postmodernism (1997), Connected, Or, What It Means To Live in the Network Society (2003), Without Criteria: Kant, Whitehead, Deleuze, and Aesthetics (2009),
and Post-Cinematic Affect (2010). His work in progress
involves studies of speculative realism, of post-continuity styles in
contemporary cinema, of music videos, and of recent science fiction and horror
fiction. He blogs at The Pinocchio Theory.
© 2013 e-flux and the author
[i]
Extraído de e-flux Journal #46 - junio 2013. Los pies de página fueron
omitidos. Libre traducción: Alejandro Espinoza