De la próxima serie (ana)crítica blog
TSE08
Miércoles 24 de Septiembre de 2008
La estudiante se encontraba en un momento afuera de la Sala de Arte, recargada en el barandal que resguarda al impávido cimarrón disecado que flanquea el pasillo del Centro Comunitario. La estudiante tenía rostro de desconcierto. La maestra le preguntó qué le había parecido la exposición –aproximadamente 12 esculturas de corte contempo—y ella no tenía respuesta. Sí una sonrisa de inseguridad, de genuina pero noble desesperación al no saber “qué hacer” con lo que estaba allá dentro. Noté sus ojos vidriosos, no precisamente inconfundible pero sí dudosa la inscripción de cierto rubor en la mirada, el rostro que queda después de un buen toque de mariguana. Esto es pura especulación.
Lo que yo observo en la estudiante –esa sospecha de si andará o no bajo los efectos de un noble alucinógeno—proviene del mismo tipo de duda que ella tiene en torno a la exposición: objetos varios dispuestos para generar distintos tipos de reacciones estéticas y/o ideológicas. Como la advertencia de unos ojos vidriosos, mantenemos la duda sobre las condiciones desde donde vemos lo que vemos; en este caso, escultura contemporánea.
“No sé qué pensar, no sé qué decir”, manifestó, con una tierna claridad de intención, un esfuerzo auténtico por reconocer el valor de algo que en realidad no sabes –no sientes que sabes—valorar. He aquí la manifestación precisa de lo que prácticamente todo el mundo en todas partes experimenta en torno al arte actual: “ya no sé qué hacer con eso”.
Le comenté a la estudiante que Baudrillard llegó a la misma conclusión, en una conferencia en la que habló sobre el simulacro en el arte. Concluyó que estaba confundido, determinando que ya no existe tierra firme sobre la cual sostener un juicio concreto en torno a las cualidades –el qué es mejor, qué es peor, bueno/malo, feo/bonito, bello/grotesco, y así sucesivamente—de una obra de arte.
No problemo, está bien. Creo yo que el único piso que las sostiene es el viaje en el que transcurren, su momento, su contexto, su capacidad de relación/recreación. No es que el arte haya muerto –la paradoja es que, en un mundo donde el arte muere, recobra una vitalidad enorme la capacidad de producir obra—pero sí es que el arte ha perdido su capacidad de definición. En ese sentido, se corre el riesgo de que todo sea malo y bueno a la vez.
TSE08, es el nombre que recibió la exhibición inaugurada el día de ayer en la Sala de Artes del Centro Comunitario de la UABC. Se trata de una selección de piezas realizada para la materia “Tópicos Selectos en Escultura” en la Escuela de Artes de Mexicali y Tijuana. En ella se encuentra el trabajo representativo de más de dos años –aprox—de depuración conceptual en la que se han enfrascado estos estudiantes, ya que la materia se imparte en el último año de estudios, y ya para ese entonces, los alumnos debieron haber trabajado los fundamentos de la escultura, así como un marasmo de planteamientos, ideas, teorías y acercamientos a obras que son el toma y daca de la práctica artística contemporánea. (profesional/académica y autodidacta por igual). Asimismo, es el resultado de un trabajo colegiado entre cuatro artistas/profesores: Álvaro Blancarte y César Castro en Mexicali, Julka Djuretic y Manuel Ramírez en Tijuana. Una especie de combinatoria entre rudos y técnicos de la práctica escultórica, aunada a una actitud abierta a las posibilidades que ofrece la creatividad de los estudiantes.
Aquí está una palabreja filosa: “creatividad”. ¿Dónde se encuentra en la obra contempo? ¿En la fineza de la propuesta visual de una obra? ¿En la capacidad de resolución? ¿En la habilidad de sacar ocurrencias y puntadas de la manga?.* No puede decirse que existe una creatividad tradicional en las piezas de la exhibición TSE08. En su mayoría, las entiendo como esfuerzos por insertarse en una contemporaneidad que exige un sentido más “glocal”. ** Y en general, no es descartable para nada la reacción de la estudiante. La vibra en la inauguración fue muy similar a la reacción ojividriosa de esta muchacha: no hay mucho qué decir, en lo que se refiere a una valoración convencional del arte. Ni malo ni bueno, ni visualmente asombroso –y qué bueno que nos estamos alejando de esas ojiclarificadoras ilusiones plásticas—ni fantasmagórica o estruendosamente espectacular. Lo que prima en esta exhibición es lo poético-intimista, la crítica social redimensionada –no gritona, ni regañona— es la biografía perceptiva y experiencial de sus creadores.
Y me es grato decir que no se trata de una biografía alegórica pseudoespirituosa, como en el pasado reciente, sobre todo en Mexicali. Ya no tenemos el expresionismo simbólico de pintores que construyen un discurso débil y falaz, repleto de figuras como:
“Bueno, la escalera representa a mi madre, que escaló hasta el cielo cuando murió, porque eso lo dice Gibrán Jalil Gibrán, en un cuento. Y el rojo es sangre, y la cruz de la derecha representa la violencia de la religión. Por eso está a la derecha, porque la cruz es el PAN…”
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Lo que tenemos ahora son artistas que construyen un concepto a partir de la vivencia, la experiencia vital, pero esta acomodada dentro de marcos de comprensión compartida, no de autorreferencias personalistas y en ocasiones vagas. Para muchos puede sonar contradictorio, que los artistas actuales que intentan comunicar sentidos más accesibles a las miradas de los espectadores, recurren a producciones y prácticas alternativas, que muchas personas aun consideran “novedosas” o, en el peor de los casos, ni siquiera las consideran “arte”. No obstante, creo que la apuesta de éstos jóvenes es mucho más noble, clara y pura que los vericuetos romanticotes de muchos de sus antecesores.
Las piezas de Denisse Robles, por ejemplo. Un vaso de Coca Cola pintado en la pared y una hamburguesa en su envoltura, en tamaño gigante, de características hiperrealistas, así como unas rodajas de sushi con todo y palillos –muy Claes Oldenburg—refieren, en su alusión a la palabra “Fat” que se reitera en estos alimentos magnificados, una relación determinada con la comida, que proviene de experiencias personales de trastorno alimenticio. El trabajo intimista y breve de Aida Larrañaga, una consecución de piezas con labios pintados y huellas de labios pintados en nichos blancos y colgados en la pared, así como una especie de refractario en cuyo interior se suspenden huellas similares, si buen aun buscan una dimensión conceptual más sólida, sí nos aluden –por lo menos indicialmente—a una suerte de búsqueda de verdad amorosa, impresa, inscrita, con el signo esencial del beso –labios pintados—como verdad última.
El trabajo de Oslyn Whizar, una media femenina, sujetada por hilos en el centro de un cerco, ambas suspendidas en el espacio a una altura por encima de la cabeza, establece una posible tautología: el resguardo de un resguardo. La pieza interactiva de Iván Ruiz, que consiste en una serie de instrucciones técnicas para defensa personal y ejercicio físico, colocados a los largo de un muro y acompañados de implementos para el ejercicio –cuerda para saltar, colchón empotrado en la pared para prácticas de golpeo, un saco de arena colgado del techo—combina los elementos lúdicos de las postvanguardias (fluxus, et. al.) con una suerte de propuesta que –según así lo leo—permite que los movimientos emanados de los participantes que siguen las instrucciones, construyan una figura escultórica efímera; a partir de que el espectador, por ejemplo, salte la cuerda como lo indica la instrucción, se genera una “escultura momentánea” a la one minute sculptures de Erwin Wurm.
Héctor Herrera apuesta por una poética dinámica del espacio, colocando una serie de bolsas de plástico hechas con papel maché, de distintas formas y estados de arrugamiento, suspendidas en el aire y dispuestas en una secuencia que sugieren movimiento, produciendo una paradójica estática-dinámica; lúcido, sensible y muy cuidadoso, Herrera revela en el marco del museo una imagen de la cotidianeidad –la bolsa de plástico volando—pero lo hace sin demasiado ruido, sin demasiadas alusiones directas que interrumpen el concepto: en el muro que sirve de fondo a la pieza, se encuentran pintadas dos bolsas de gran escala; en una de ellas, aparecen las franjas amarillas y rojas de la tienda OXXO. Nunca el nombre, sólo las franjas. El OXXO se evoca, no se obliga la mirada del espectador a ver en la pieza una bolsa de OXXO volando. Herrera quiere que veas la bolsa, la suspensión del movimiento.
En el otro flanco se encuentran las series de cajas de Jonathan Ruiz, una sucesión de cajas de cartón recortadas que aparentan casas, apiladas y pegadas en forma semi piramidal en la pared, cuyo fondo traza gráficamente la sucesión de cubos de cartón, aludiendo poéticamente uno de los escaparates visuales más preponderantes de Tijuana: las casas desplegadas en todas sus colinas.
Estos son sólo ejemplos de muchas piezas que vemos en la exhibición. El punto de este texto no es revisitarlas todas, aunque para ahorita ya corrí bastante riesgo en extenderme al punto de que el lector bloguero sienta en estos precisos momentos que el texto nunca terminará, sino más bien aludir a los distintos horizontes de experiencia que ocurrieron en mi camino, mientras contemplaba los trabajos. Ya les comenté acerca de la muchacha ojividriosa, ahora hay que hablar de otros puntos notables.
Pero antes, retomo lo dicho; estos ejemplos nos dan muestra de que el artista que está forjando la Escuela de Artes está comprometido no sólo con su entorno sino consigo mismo. El tono de las piezas no es autorreferente, pero sí refiere a experiencias vitales, visuales, de encuentro sensible con el mundo. H. Herrera y J. Ruiz nos presentan sus miradas, así también Nadia Aldaco y su pieza de la enorme bola de retazos de costura flotando en el aire –como un enorme globo de textiles maquilados—unida a máquinas de coser que la rodean; lo hacen desde una dinámica que prescinde del romanticismo e idealización de la práctica artística –aquella que concibe al arte como “expresión de sentimientos”—y apuesta por una revelación poética y orgánica sobre la naturaleza de los objetos y las realidades sociales.
Pero esto puede sonar a aspaviento y dibujo animado para el lego o para –¡gulp!— el que regurgita la noción de que el arte debe ser bello y…”autocomprensible”, que con tan sólo verlo “le agarras la onda”, y de paso admiras la capacidad manual del creador.
No obstante esta última apreciación es para las señoras opusdeyescas de la iglesia más piripopis de su ciudad, creo que, de todas formas, estas propuestas (apuesto cien dólares a que alguien, en algún momento de la inauguración, llegó a decir en palabra o pensamiento: “¿Esto es escultura?”) merecen ser vistas desde múltiples perspectivas. ¿Son buenas o malas? ¿Bonitas o feas? Estas preguntas son inútiles en el marco de la contemporaneidad, ahí donde seguimos tomando Coca Cola Light a pesar de su sabor (¿En realidad: ¿tiene buen sabor la Coca Light?) y donde la belleza física ha ampliado sus horizontes de apreciación.
No quiero caer en el discurso de “pues, apoyemos todo lo novedoso, porque lo nuevo es bueno”, o el de “qué bueno que existen espacios que apoyan las artes” y mucho menos el de “con que sea arte, no importa cómo esté”, pero sí hay algo de renovador, y sobre todo de franca recepción, a las piezas de esta expo. Y reacciones hubo de todas, desde las fotografías tipo turistas de Disneylandia frente al plato de sushi, hasta el nerviosismo de los que no se animaban a interactuar con la pieza de Iván Ruiz; desde la escultura sin nombre (un par de huesos y una llanta de bicicleta suspendidas en el aire, que hasta la fecha NADIE ha podido decirme de quién era) hasta la actitud de sorpresa de todos los que tropezábamos con las sutiles cajas de origami de Adriana Ramírez. Sigo pensando que atiborraron la sala con obra, y que en ocasiones, esto no permite que las piezas “respiren” y que el espectador discierne con más calma los “marcos” en los que se encuentra una pieza y otra. Menuda resolución de espacio la que enfrentan los museógrafos, pero sí ya es tiempo de presentar expos más silenciosas, menos repletas, menos tianguescas.
Me devuelvo, finalmente, al sentido que la estudiante buscaba en las obras. Quizá, en esta época, no encontremos paso ni rumbo firme en el arte actual. Quizá cada uno a lo suyo, y lo único que importa es ser visto. Pero creo que hay más. Sin embargo, ese “más” no está en las obras, sino en el espectador, y lo que su mente hace con ellas.
Como señalaba esa caricatura de Ad Reinhardt, aquí la idea ya no es averiguar qué representa una obra, sino lo que nosotros representamos en ella.
* esto de ocurrencias y puntadas no es peyorativo: es la base esencial de la producción artística contempo –y hasta puede decirse que de todos los tiempos. El problema de ello radica en los tipos de “gestos” que emanan de la O/P. Hay O/Ps que redimensionan al objeto y su sentido y lo llevan a una especie de sitio poético de contemplación; hay O/Ps que sacralizan al objeto, como si quisieran poetizarlo antes de dejarlo ser. Esto último es un error. Es lo que sucedió con la exposición Navajas de Rosa María Robles, actualmente montada en la Sala “Álvaro Blancarte” de la Escuela de Artes Tijuana: la ocurrencia de poner las cobijas de ejecutados en la exhibición martirizan de antemano a los objetos y, por lo tanto, los dotan de poder un poder contemplativo sagrado –hay que “ver” con solemnidad unas cobijas enrolladas o desplegadas en la sala. Váyanse a la shingada con eso.
** algo entre lo global y lo local-. para los que fruncieron el ceño después de leer esta otra palabreja: a mí tampoco me gusta. Pero es la que más o menos se acerca a lo que quiero dar a entender.